Hace unos quinientos años, el Caribe era un mar de plata surcado por los galeones españoles, rebosantes del preciado metal, que lo cruzaban antes de iniciar la travesía atlántica. En aquel mar apacible acechaban los corsarios, bucaneros y filibusteros de las potencias europeas excluidas por las bulas del papa Alejandro VI (1493) y el Tratado de Tordesillas (1494) del reparto del Nuevo Mundo, reservado a España y Portugal.
A medida que se comprobaban las leyendas sobre las fabulosas riquezas del Nuevo Continente, Francia, Inglaterra y, posteriormente, Holanda reivindicaron su derecho a participar en la explotación de los recursos americanos. En el siglo xvi, ninguna nación se sentía lo suficientemente fuerte para atreverse a apoderarse de territorios ocupados por España, como intentó la Inglaterra de Cromwell a mediados del siglo xvii.
Mientras tanto, además de buscar el acceso legal por medio de concesiones a sus comerciantes, los países europeos pusieron en práctica otras formas de romper el monopolio de España y Portugal: el contrabando, la piratería y el corso en el Atlántico, especialmente, en