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Nunca Quise Ser Un Adicto
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Libro electrónico208 páginas4 horas

Nunca Quise Ser Un Adicto

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Las adicciones son cárceles internas que le impiden a las personas ser quienes fueron diseñadas para ser, que las inhabilitan para amarse y amar a otros, que los ponen en jaque cada vez que están a punto de lograr algo y que al final les absorben la vida de a pocos alejándolos de la realidad y la capacidad de disfrutar la vida. ¿De dónde vienen y cómo podemos evitarlas? ¿Qué podemos hacer si ya caímos en ellas o si han estado rondando a alguno de nuestros seres queridos?

El pastor Diego Salazar tuvo una larga relación con las adicciones desde que era un niño, sabe cómo hablan, cómo se mueven, dónde están y cómo entran a la vida de las personas sin importar su edad, condición socioeconómica o profesión. Estuvo involucrado con pandillas, durmió en las calles y soportó el sufrimiento que tiene como consecuencia ser adicto al alcohol, el cigarrillo, las sustancias psicoactivas y el juego. Él experimentó la manera en la cual el vicio consume no solo la vida, sino también la familia de quienes se hacen esclavos de cualquier adicción, porque nadie está completamente a salvo de las garras de la adicción, que no se limita al consumo de sustancias, sino que conforme pasa el tiempo ha encontrado un abanico mayor de formas en las cuales ocultarse: juegos de video, pornografía, comida, sexo y toda actividad en la cual una persona pueda enajenarse en sí misma para no procesar correctamente la realidad y las relaciones.

Luego de que Diego Salazar se encontró con Jesús y pasó por un profundo proceso de rehabilitación, decidió contar en un libro la historia de su vida y con ella todos los secretos que sabe de las adicciones y lo que las hace tan atractivas y difíciles de percibir en ocasiones; En Nunca quise ser adicto no solo está el espejo de la vida de un hombre que frente a las circunstancias difíciles eligió las drogas como forma de escape, sino también las verdades y herramientas que Dios le dió para salir de la cárcel del vicio y de las que luego tuvo que echar mano para sacar a decenas de personas y familias de esta cárcel llamada adicción.

Todo lo que vivió en las calles encontró sentido en los años 90 cuando fundó la Corporación Alas Hacia la Libertad en Cristo en el que trabajó para que personas adictas a sustancias psicoactivas pudieran desintoxicarse, y sigue teniéndolo hasta ahora, cuando familias enteras están siendo libres de adicciones y codependencia desde el ministerio Viviendo Nuestra Libertad en Cristo de la iglesia El Lugar de Su Presencia. Ahora con su libro Nunca quise ser adicto, Diego espera que su vida sea de inspiración para cualquiera que esté batallando con cualquier tipo de adicción o que esté cerca de alguien adicto. El libro cuenta además con herramientas prácticas para:

Reconocer síntomas y comportamientos de un adicto
Entender motivaciones y causas del comportamiento adictivo
Prevenir adicciones de forma integral
Entender y prevenir la codependencia
Entender los pasos y cómo funciona un proceso de recuperación
Frases y versículos de apoyo para el proceso de recuperación
Recomendaciones y declaraciones para mantener la recuperación
El libro autobiográfico Nunca quise ser adicto ya está disponible y lo puedes encontrar en todas las librerías físicas o en línea de Colombia.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento19 abr 2023
ISBN9789585388161
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    Nunca Quise Ser Un Adicto - Diego Salazar

    CAP.1 El inicio de todas las cosas

    Me gusta el matrimonio. El mío con Patty, por supuesto, pero también la institución que une a un hombre y a una mujer que deciden dejar las aventuras y los ensayos para asumir un compromiso que mínimo dura toda la vida. Siempre recuerdo mis votos matrimoniales cuando tengo la oportunidad de oficiar matrimonios, que es otra de mis pasiones. Aquel día venía de una boda, y para la ocasión me animé a usar un sombrero negro que aunque combinaba perfectamente con mi traje, se complementaba con una pluma roja. A veces me gusta llamar la atención, mucho más cuando yo mismo necesito recordar días memorables. Ese día de 2009 es uno de ellos.

    Hace más de diez años, en un día de agosto, recibí una invitación especial. Aunque ya llevaba vinculado más de una década a la Iglesia El Lugar de Su Presencia de Bogotá, Colombia, fue en ese mes donde los Pastores Corson y Reyes me encomendaron encargarme del Ministerio enfocado en rescatar a las personas de las adicciones, tema que experimenté en carne propia.

    Después de aceptar, mi esposa y yo diseñamos una reunión donde mujeres y hombres nos reuníamos una vez por semana para conversar, orar y complementar las citas semanales que cada uno debía tener con su respectivo terapeuta. Al principio solo éramos Patty y yo, pero con el paso de los años más personas se sumaron: hoy trabajan más de 60 voluntarios que apoyan el proceso de cada uno de los 120 vinculados. Este es un trabajo 24/7, donde los 365 días del año estamos sirviéndole a Dios, ofreciendo ayuda a todo el que lo requiera.

    Pero volvamos a ese día, donde todo comenzó. A veces pensamos que los inicios son todo, pero detrás hay incluso mucho más. Ahí estaba yo, listo para impartir una capacitación después de que mi esposa y el resto del staff de Viviendo Nuestra Libertad habían abonado el terreno, dando a conocer las problemáticas que se tratan en el Ministerio, hablando acerca de la enfermedad, sus consecuencias y la libertad que pueden recibir quienes, como yo, decidimos aceptar la ayuda que Dios materializó a través de Su Iglesia.

    Sueño con que todos los adictos puedan vivir su libertad, la que pude adquirir, la que otros ya están disfrutando y la que podemos encontrar cuando reconocemos que Jesús es el camino, la verdad y la vida. Ese fue mi tiquete, mi pasaporte a una vida nueva y real, a una escrita por el dedo de Dios, como lo canta el brasilero Thalles Roberto. Siempre suelo echar mano de canciones, de mi jocosidad, espontaneidad y lo que para muchos puede parecer irrespeto, pero creo firmemente en que cuando uno conoce a Dios y tiene un encuentro genuino con él, nunca más puede ponerse máscaras.

    No fue en ninguna de estas charlas, o en los matrimonios donde todo comenzó, pero estando en esa tarima mi cabeza rebobinó el caset, y como una cascada de imágenes empecé a recordar cómo era yo a los 11 años, cuando mi madre murió. Creo que perder al ser más querido que tuve en mi infancia abrió una grieta que le dio paso a una de las mayores problemáticas que tuve que enfrentar, y que estoy seguro es la razón de escribir este libro: la adicción.

    CAP.2 Si los grandes lo hacen yo también

    Creo que todo comenzó en el año 1966. Mamá y yo recién llegábamos de una cita odontológica. Ella era muy elegante, distinguida y hermosa. De hecho, veinte años atrás, mi señora madre, Socorro Machado, fue elegida reina de la Simpatía en Santa Rosa de Osos, Antioquia. Ahora vivíamos en una casa ubicada en el barrio 7 de Agosto de Bogotá.

    Al entrar a la casa, ella recordó que debía comprar algo en la plaza de mercado, así que se fue y me dejó solo, a mí, un curioso e inquieto niño de ocho años. No la culpo, así como tampoco culpo a papá, a quien siempre había visto beber y sobre todo, fumar.

    En mi familia siempre fue normal ver a los adultos consumiendo licor o cigarrillo. Recuerdo a mi mamá prendiéndole los cigarrillos a mi papá. De hecho, mi abuela fumaba cigarrillos de tabaco nacional sin filtro, y se daba un trago de aguardiente todas las noches antes de dormir. Siempre tenía una botella en la pata de la cama, junto a un frasco con bicarbonato y agua, las cuales acompañaban a la permanente caja de cigarrillos en su mesita de noche.

    No suelo presumir de esto, pero de niño era brillante. Todavía tengo esa memoria envidiable que guarda detalles tan extraños y fieles, como saber con exactitud el color de mi uniforme el primer día de clase. No puedo olvidar ese bléiser vinotinto, pantalón gris, camisa blanca, corbata azul y zapatos azules; como tampoco mi maletín de cuero con vistosos colores y las vocales grabadas en relieve.

    También recuerdo que camino al colegio de la parroquia de Nuestra Señora de Lourdes, en el centro de Chapinero, comía cerezas silvestres junto a mi hermano Luis Fernando. Soy el cuarto de ocho hermanos: Jorge Humberto, María Eugenia, Luis Fernando, Martha Adela, Olga Lucía, César Augusto y Gabriel Arturo. Algunos aún recuerdan las grandes y aterradoras historias del que ellos mismos denominaron el más inquieto y andariego de los hermanos Salazar Machado.

    Tenía muchos hermanos, un papá, una mamá y una abuela. Un montón de espejos que de pequeño veía y a los que quería imitar. Como no es un secreto que los niños tienden a calcar la conducta de sus mayores, todo estaba puesto en la mesa para que siguiera mi instinto. Entré a la recámara de mis papás en busca del paquete de Pielroja que estaba siempre guardado debajo de la almohada y acompañado de sus respectivos fósforos. Los tomé y me dirigí hacia un rincón de la casa donde estaba el baño.

    Ese día, a escondidas, probé por primera vez un cigarrillo. Mi buena memoria no me deja olvidar el momento en que, de una sola bocanada, entré al horroroso mundo de las adicciones. Fue ahí cuando no solo empecé a contaminar mi cuerpo con sustancias que no solo mancharon mis dedos, también colorearon mis pulmones. Esa marca en mi carne fue la antesala a un universo oscuro que desde ese instante me atrapó con la sutileza de su nefasto encanto.

    Lo que empezó como un juego, se convirtió en una actividad constante. Al año siguiente, cuando estaba en segundo de primaria, en mi interior ya ardía un fuego que me incitaba a fumar. En mi mente se decía una y otra vez, si ellos, los grandes, lo hacen, yo también lo puedo hacer.

    CAP.3 Adiós, Socorro

    Cuando tenía tres años, ya quería aprender a escribir. Observaba a mis hermanos usando sus lápices de colores, y como ya lo he dicho, quería imitarlos. Sentía la necesidad de avanzar, tenía una extraña sed por crecer, por ser útil, por vivir. Siempre rastreaba con los ojos las planas que papá le dejaba a Luis Fernando, queriendo decirle: ¿Cuándo me vas a dejar planas a mí?.

    Siempre he amado los colores y los lápices. De hecho, todavía procuro dibujar usando distintos tonos, y cuando tomo apuntes no me pueden faltar los marcadores. Ese hábito didáctico y práctico incluso me ha servido en la vida académica, porque me ayuda a resaltar lo que quiero recordar. Pero a eso hay que complementarle mi amor por los cuadernos y los libros. Recuerdo las primeras planas, círculos, palitos, soles, estrellas, soldados, pájaros y demás figuras que moldearon mi aprendizaje.

    La primera vez que tomé un lápiz y un cuaderno fue como si la vida se iluminara ante mí. Es más, al recordarlo siento que nuevamente me brillan los ojos. Con las letras llegaron los números, las vocales y el abecedario. A los cinco años prácticamente sabía leer y escribir, y este fue un avance para querer ir al colegio. Fui sobresaliente académicamente, creo yo por el legado de mi padre, Gustavo Salazar, quien estudió Licenciatura Académica y se desempeñó como rector de la Escuela Normal de varones de Santa Rosa de Osos, Antioquia. De hecho, fue allá donde conoció a mi mamá, pero esa es otra historia.

    Lo cierto es que gracias a mi curiosidad, que para muchos refería un alto coeficiente intelectual, me dieron méritos para ser galardonado con una beca del Plan de Padrinos de los Estados Unidos, enmarcado con el entonces denominado Proyecto Simpático de los años sesenta. A través de este programa, el país del norte desarrollaba una estrategia social en países latinoamericanos como Perú, Chile y Colombia. Esto me representaba recibir mensualmente 30 dólares, además de útiles, ropa, y enseres.

    Uno creería que un niño poseedor de ese apoyo, además de los distintos dones tendría una infancia feliz y plena, pero no. Crecer no fue fácil para mí: mis papás debían criar a ocho hijos con un pequeño sueldo, lo cual desencadenaba afanes y tensiones familiares, tanto entre ellos como entre nosotros. Mis padres optaron por el camino de la distancia y la frialdad, por lo que no registraron en mí muchas caricias o palabras de aprobación durante mis primeros años de vida, manifestaciones de afecto tan fundamentales y necesarias en la formación del ser humano.

    Sin embargo, recuerdo con exactitud que era fiel cómplice de las tretas de Luis Fernando, como aquella en la que bajo la lluvia corríamos saltando charcos, buscando sapos en las cloacas de nuestra urbe, llenándonos las manos de mentados mezquinos y verrugas. Aun así, el registro de memorias con mis demás hermanos es escaso. Crecimos juntos, nos acompañamos en la misma casa y conjuntamente fuimos golpeados por todas las vicisitudes de la vida que llegaron sin avisar, como el sucedido aquel fatídico 21 de diciembre de 1969.

    Recuerdo que se jugaba la final del campeonato local de fútbol entre Millonarios y el Deportivo Cali en la capital del Valle. Previamente había sacado del escaparate de mi mamá un billete de 20 pesos para comprar gaseosas y golosinas que acompañaran el partido. Jamás me imaginaría que mientras yo disfrutaba de un juego de fútbol con mis vecinos, doña Socorro sufría una trombosis cerebral en la Clínica Marly, la cual terminó con su vida.

    La muerte de mi madre trajo consigo caos, desolación, interrogantes, dudas, promesas que no se cumplieron, aislamiento, soledad y demás desdichas que comenzaron a rondar la mente de un niño que fue tan feliz como se añora, hasta este día. La peor y más lúgubre época de mi vida estaba por comenzar.

    CAP.4 De trasteos y escapes

    En 1970 ingresé a quinto grado de primaria con un gran vacío en el corazón. Mi mamá ya no estaba, y a tan corta edad no podía entender el por qué de esa cruda realidad. No registraba motivación por cumplir con mis tareas con juicio, y ese año no fue tan bueno académicamente como antes. Mi estado de ánimo jamás había estado tan decaído. No me podía concentrar, tenía muchas preguntas y nadie a quién hacérselas.

    A inicios de 1971, papá decide trasladarnos a la capital del departamento de Risaralda, Pereira. Gracias a sus contactos en el Ministerio de Educación, consiguió un cupo en la escuela Renacimiento, ubicada a las afueras del municipio aledaño de Dos Quebradas. Allí, en una casa grande y vieja, llegamos a vivir los hermanos Salazar Machado, todos de diferentes edades, pero compartiendo el mismo dolor: Jorge tenía 18 años, María Eugenia, 15; Luis Fernando, 13. Yo tenía 12; Martha, 10; Olga Lucía, 9; Cesar Augusto, 7; y Gabriel, 5 años.

    Nos tomó por sorpresa, y debo decir que de forma negativa, el anuncio de que papá se casaría con Estela Valencia, una mujer elegante y muy distinguida de la sociedad pereirana, docente de inglés del Liceo Femenino. Dicho enlace trajo las peores consecuencias. Estela tenía un hijo de mi misma edad, así que de inmediato se presentaron los conflictos y diferencias en la nueva convivencia. Yo no estaba cómodo con su presencia, y esa falta de empatía nos mantenía en rivalidad. Para ese entonces, yo ya había desarrollado el vicio del cigarrillo, fumaba todo el tiempo y se me hacía más fácil, porque luego del nuevo enlace matrimonial, papá fue trasladado a Bogotá y viajaba a Pereira todos los fines de semana a visitar a su nueva esposa e hijos.

    Tenía que soportar el mal ambiente en casa, en donde además me sentía desprotegido frente a las constantes comparaciones que hacían entre mi hermanastro y yo. Me sentí abandonado por papá, y esa idea cada vez rondaba más mi cabeza. Yo trataba de pensar en otras cosas, por eso me quedaba contemplando los hermosos cafetales que mi vecino siempre regaba con una manguera verde, que en contraste con el agua hacían brillar los frutos a la luz de los rayos del sol.

    Después de ver que papá venía cada vez menos a casa, de experimentar su abandono, de sentir profundas incertidumbres, soledades y tristezas, no hubo paisaje cafetero que me trajera paz. Así que cierto día, tomé fuerzas y sentí que esa era la oportunidad para volarme, salir de ahí, buscar libertad y así poder desahogar todos los sentimientos que albergaba en el corazón. Las circunstancias se convirtieron en cómplices de mi huida, y como ave a la que le abren su jaula, escapé. Salí corriendo cuesta abajo entre los cafetales del vecino. Con ímpetu, doblé por una de las esquinas del barrio Los Álamos, atravesando las coordenadas de otros barrios, cual fugitivo en escape a muerte.

    Después de esa vertiginosa carrera que duró minutos eternos, llegué al popular caserío Ciudad Jardín, el cual se encontraba al otro lado de la carretera interdepartamental vía Bogotá. Era un lugar con tiendas, bares, peluquerías y supermercados de estrato dos. En medio de gente sencilla y humilde, encontré no solo refugio, sino atractivos billares que parecían gritar mi nombre.

    Entré en uno de ellos, y como no podía jugar porque a mi edad no me lo permitían, pasé toda la tarde allí, concentrado en ver a las personas mayores, quienes al son de los tacos y las bolas me hacían hipnotizar con la dinámica de este juego. Quería entretenerme de cualquier manera, con tal de no seguir divagando en esos pensamientos que ahogaban mi alma.

    Algo que tenía muy claro era que no quería volver a casa. Pensaba en los reproches que tendría papá por haberme ido sin avisar. Sabía que tras enterarse de mi escapada, que además fue un fin de semana, seguramente a esa hora ya estaría ahí. No me importó. De hecho, procedí a fumar algunos cigarrillos. Uno tras otro, permití que en cada calada ese humo intoxicante penetrara mis pulmones, adonde llegarían más de 4000 sustancias tóxicas, 200 venenosas y 40 cancerígenas, que es lo que un solo cigarrillo contiene. Naturalmente, esto no lo sabía en aquella época.

    También decidí beber unas cervezas. Por ser menor de edad, tuve que hacerlo afuera del establecimiento, exactamente en la entrada. Recuerdo que de manera retadora me planté en la fachada, desafiando a la autoridad e incluso a la vida misma. No quería sentir el tedio de mi realidad, quería olvidar y experimentar nuevas sensaciones, así que le consulté a algunos extraños si había algo más fuerte para probar. Uno de ellos me condujo a experimentar con el THC, Tetrahedrocanabinol, que es la marihuana en su estado base. Las mezclas explosivas comenzaron a hacer su aparición en mi

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