Solamente muero los domingos
Por Carlos Salem
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Un mensaje lleno de esperanza que convierte al amor en el desencadenante de un cambio en la sociedad que se acerca cada vez más a unas actitudes lejanas al compartir por compartir.
Deja por escrito lo ridículo que puede llegar a ser el ser humano en varias ocasiones, mostrando como primer ejemplo a no seguir su propia actitud y convirtiendo la experiencia que le dan los años en una energía renovada para empezar de cero.
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Solamente muero los domingos - Carlos Salem
Textos: © Carlos Salem
Cubierta e ilustraciones interiores: © Marta Oltra
© MueveTuLengua
ISBN: 9788417938390
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muevetulengua.com
PartePrólogo
Odio escribir prólogos. Odio los compromisos. Odio las ciudades grandes. Odio a los piratas. Odio la literatura y a los hombres. Odio el mundo. Odio escribir prólogos, ya lo he dicho. Odio escribir. Así, a secas. Odio los domingos. Odio.
Pero los lunes se me pasa.
Y amo. Amo entonces Madrid. Y Buenos Aires. Y hasta el mundo y sus hombres. Y el corazón que late tras los parches de los piratas o en los muñones de sus patas de palo. Y, sobre todo, la literatura. Y más aún la de Salem. Y hasta amo los malditos domingos. E incluso escribir este prólogo.
Hace tiempo que, a todos los que me piden unas páginas para su libro, les doy un no por respuesta. Pero, a este pirata de tierra firme, no pude negárselas. Así que aquí estoy, tras haber sucumbido a este poemario, redondo y afilado –perdonadme el oxímoron– como una pedrada en los huevos, o todo lo contrario, como un abrazo a quienes fuimos en el pasado, a quienes somos ahora y a quienes aspiramos a ser. Porque así es la poesía de Carlos: una pluma capaz de acariciarte la nuca con delicadeza de ángel, pero también de convertirse en un peso pesado castigándote el hígado hasta tumbarte de un uppercut seco en la barbilla. Como el gato de Schrödinger, que está vivo y no lo está al mismo tiempo. Su poesía sacude: ya sea desde la ternura o la brutalidad. Sus libros son pasión desatada bajo una atmósfera de surrealismo urbano: una especie de sucio realismo mágico, o de novela negra fantástica, con un humor íntimo y fiero, muy peculiar, que lo recubre todo y provoca sutiles desajustes en nuestra realidad. Y es que Salem sale a jugar en sus poemas, porque sabe que son una cosa muy seria. Es cosa de su carácter de eterno adolescente entrado en los cincuenta.
Carlos es un apátrida, un outsider: mitad argentino, mitad gato. Nómada consumado y reincidente –infinitas mudanzas dan fe de ello–, bastante mujer y más hombre que ninguno. Niño siempre. Hecho de bourbon y palabras. Exfumador empedernido y afamado cierrabares. Salem es sinónimo de bolos por toda la piel áspera de nuestro país y por los ojos verdes de Francia. Recitales en México, en Sudamérica. Es Aleatorio, y Diablos Azules y el Bukowski Club –descansen en guerra ambos–. Es pizzerías, es abrazo, es jams de poesía, es borrachera asegurada, exaltación de la vida, las piernas de Madrid bajo la madrugada hasta la aurora. Es mi compadre. Nos vemos poco, pero no es obstáculo para que se haya convertido en uno de esos pocos camaradas de verdad, los que te caben en una sola mano. Salem es antónimo del tedio y de la existencia con nudo de corbata. Salem no tiene más bandera que la libertad. Su patria es el amor porque, tras su voz rota y canalla, esconde un corazón tan grande que se lo pisa. Amigo como pocos, ya lo dije, de los que ponen la cara cuando llueven puñetazos. De los que afirman, parafraseándolo, que las novias de sus amigos tienen bigote. Un escritor perdido de romanticismo bajo una fachada de tipo duro, como el Poe de algunas de sus obras. Su patria son retazos de la Patagonia de Rayos X, la cerveza más fría de un verano en Buenos Aires, Melilla con las bragas bajadas, los tugurios de las novelas de Chandler, un puñado de bares de Malasaña, Hank y Benedetti y su adorado, pequeño, gran Cortázar, los puentes de París y el París que amanece cada noche en su cuarto, que da a un patio de luces en el corazón castizo de nuestra capital.
Y, aunque parezca imposible –yo sé que nunca duerme; otros solo lo sospechan–, a pesar de su vida ajetreada y desordenada, de viajero constante y con cien mil