Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Estruendoso silencio
Estruendoso silencio
Estruendoso silencio
Libro electrónico154 páginas2 horas

Estruendoso silencio

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Incluyendo los muertos y los que van a nacer, los que juegan billar y pierden su equipaje, los que cierran la tienda y los insomnes, los que no tienen madre y los amantes, los que adoran el mar, la oscuridad, la luna y confunden los gatos con las liebres, los que no están en esta clasificación y los que entran. Conocí a Ismael Vargas en un viaje al centro de la tierra en la nave de JV. Se desempeñaba como capitán con el ojo izquierdo y pintaba con el derecho. Sin embargo, cuando operaba el piloto automático creaba con todos los ojos en que era capaz de pensar. Quizá por eso su obra es única, y por eso celebro esta novela narrada por "el desempleado, desobediente, renegado, condenado al fracaso, adicto a soñar despierto…" Otto Vega, auxiliado por Julieta y Carmen Julia, cuyas voces húmedas enriquecen la visión del texto.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 feb 2023
ISBN9786075717234
Estruendoso silencio

Relacionado con Estruendoso silencio

Libros electrónicos relacionados

Cómics y novelas gráficas para jóvenes para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Estruendoso silencio

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Estruendoso silencio - Ismael Vargas Rivera

    Otto

    Querido Otto, esta mañana vino el doctor Jacinto Mayagoitia traje —en una cajita de cartón— el kit necesario para el viaje que anhelamos desde la infancia. No me olvido, querido Otto, de las tribulaciones que pasaste juntando pastilla tras pastilla hasta llenar el frasquito de cristal en que se quedaron esperando que las ingirieras, hasta que te casaste y decidiste arrojarlas al wáter. Esta vez, querido Otto, yo tomo la decisión; al tenerlo en las manos experimento la tranquilidad que se tiene cuando la salida de emergencia está a tu alcance y no hay por qué prolongar la estadía. Sobre todo ahora, que se suma Julieta al equipo. Confieso lo inesperado de su entusiasmo, pues su amor a la vida es evidente y solo confirma que la decisión no es descabellada. Acepto acompañarlos cuando lo decidas, Otto; es tu turno y lo respeto con el agrado con el que esperaste tan prolongada acción de mi parte.

    Ahora que lo dices, vienen imágenes que no recordaba hace tiempo; instantáneas iluminadas por flashes intensos como relámpagos, nítidos retratos de familiares, la casa, el árbol del patio, nosotros conversando. De ti, Otto, recuerdo solo la voz; siempre estuviste a mi lado en todos aquellos párvulos años auditivamente. Tu rostro, Otto, lo conocí cuando ocupaste mi lugar, entraste en mí como ponerte un traje de buzo.

    Mis esfuerzos por permanecer despierto eran inútiles. El peso de la espera vencía mis párpados oportunamente antes de que papá se retirase. Esta cotidiana ausencia acumulaba en su amante un lógico resentimiento; dolor en un ego ignorante que de inmediato lo añejaba en veneno letal. Ni él ni yo escapábamos a sus efectos.

    De seis años, le preguntaba intrigado por qué amaba a esa mujer. La respuesta evasiva siempre era la misma: ¡No hables así de tu madre!. A un inocente no se le puede confesar lo que todos los adultos saben, ¡dos tetas jalan más que dos carretas! Las mujeres siempre han sido la debilidad de mi padre. Apostaba un trono por una moza. Su razón de existir era conquistarlas.

    El enigma, Otto, de dónde pasaba papá las noches, tú y yo lo supimos la tarde en la que los tíos lo trajeron bañado en sudor y sin aliento, lo acostaron como un traje mojado sobre la cama de mamá y lo cubrieron con cobijas.

    La ausencia sin reclamo de Carmen Padilla, compañera queridísima de Rolando, derrumbó su salud como búmeran directo a la cabeza.

    Los tíos, desconocidos hasta entonces, eran una presencia extraña; los dos se sentaron en mi cama y el tío Olmo se quedó de pie inclinado sobre la cabecera donde reposaba papá. La habitación, pequeña y medio iluminada por el desnudo foco que colgaba del centro del techo, se inundó de los perfumes que cada uno de los tres desconocidos usaba. La curiosidad fue una experiencia inédita en aquella ocasión y grabó de forma indeleble la escena; te puedo contar, Otto, los detalles más fugaces, como si estuviera esculpida en terracota la vivencia de aquella tarde.

    Georgina, un año menor que mi padre, se dirigió a mí revolviéndome el cabello, complacida de que su sobrino fuera tan rubio como ellos. Brillaron intensos destellos como canarios salidos de los dedos de la mano izquierda de la tía al ajustarse el mantón bordado con flores de seda de colores, y entonces los conté… diez anillos adornaban las manos de la tía Georgina (después supe que eran diamantes). Amparo, en la penumbra, no se movió del extremo de la cama donde se sentó desde que llegaron. Reservada y parca, no podía evitar la tristeza de ver a mi padre congestionado y abrumado por el malestar. Sentí empatía inmediata por aquella mujer de facciones familiares.

    Tío Olmo se mantuvo de pie para conservar la raya del pantalón impecable. De vez en cuando metía el dedo gordo de su mano derecha en el bolsillo del chaleco, así dejaba ver la leontina de oro cuyo extremo remataba en circular por demás costoso reloj. Displicente al dirigirse a mamá, no abandonaba un tufillo de superioridad acentuado por un enorme diente de oro al frente de su dentadura. Invadida mi casa, los intrusos mantenían lejano a papá de mis estridentes manifestaciones de alegría; eterna me pareció su presencia aquella tarde que me negaba a compartir.

    Federación 504 y Juan Díaz Covarrubias es la dirección de la vecindad en la que nací y viví diez años más, suficientes para extender mi casa varias cuadras a la redonda, área en la que se ubicaba el colegio al que asistí los seis años de la primaria. El mercado de San Juan de Dios que tanto disfrutaba, sus rumas de acumulamientos de máscaras, muñecas de cartón y las cabezas de caballitos cuyo cuerpo lo formaba un palo de escoba para ser montado. Las calles de tierra suelta propiciaban en tiempos de lluvias enormes charcos en los que no tardaban en aparecer los mágicos ajolotes, capaces de transformarse de peces a reptiles, abandonando el agua.

    Era el único niño en aquel conjunto de departamentos. Mi presencia provocaba expresiones de ternura en aquellos adultos resecos, áridos en el trato con sus vecinos. Me sentía adoptado, sobre todo por las mujeres, la mayoría de las cuales habían rebasado la edad reproductiva. Me dejaba mimar en ausencia de sus maridos. Las cocinas de todas las viviendas convergían en un enorme patio central en cuyo centro creció un frondoso huamúchil. Sus ramas se prolongaron en cordeles donde se tendía la ropa después de ser lavada.

    Otro uso prestaba el tronco del huamúchil, exclusivo para mí. En él me amarraba mamá, manteniéndome frente a ella el tiempo que le llevara lavar nuestra ropa. Estar amarrado me obligaba a desamarrar mi imaginación. Tanto practiqué este ejercicio que llegué a extrañar la soga en mi cintura unida al tronco del árbol. Mi cuerpo habituado a aquel cotidiano acto seguía los movimientos que mis extremidades memorizaban como los dedos de un pianista. Sentado en la tierra y la espalda recargada en el áspero tronco, entraba en el túnel luminoso cuya puerta de salida era una lupa, tornando el lugar al que accedía en un mundo visto a través de un microscopio carente de tiempo. No sabía que este lugar fuera de mi exclusividad y me costaba trabajo entender cuando lo nombraba por qué mamá se fastidiaba de mi entusiasmo. Otras veces, Otto, tu voz conducía mi atención en lo que debíamos hacer cuando nos desembarazáramos de la niñez; en este punto no había alternativa, era imperioso tragarse las pastillitas para dormir.

    La inconstancia y falta de sostener un deseo el suficiente tiempo ha hecho que el frasco con las diminutas grageas continúe en el escondite que le asignamos.

    Descarrilada la familia de mamá, solo ella se quedó en Guadalajara. La experiencia vivida antes de mi nacimiento conformó indudablemente la personalidad de Anastasia, cuya belleza no fue lo suficientemente fuerte para revertir el efecto de aquel dolor incrustado en su espléndido cuerpo, surgiendo entonces un inevitable monstruo de bellísimos ojos.

    La tía Soledad nunca logró sustituir a Herminia, aunque Anastasia —mi madre— apenas si la recordaba. Soledad, empeñosa y compasiva, le brindaba lo que sabía y tenía para darle. Mamá no sabía recibir, ni dar, ni imaginar, ni desear, ni pedir. Bajaba cual hoja seca, llevada por el viento. Este viaje se prolongó el resto de su vida sin escalas ni asideros donde reposar. Soledad, su tía, murió de amor; un famoso torero se llevó su virginidad y alegría a otro tercio y a otra plaza.

    Meses antes de meterse bajo la cama y negarse a comer, Soledad presentó a Rolando, dueño de la sombrerería donde había adquirido no hacía mucho un gracioso sombrerito de alas cortas y una redecilla de encaje a manera de celosía que le cubría media cara. Mucho gusto, dijo Anastasia de los dientes para afuera y le extendió la mano. Rolando, intuyendo de golpe el vendaval que ponía frente a él aquella belleza, veinte años menor, la miró a los ojos y prolongó minutos su mano en la de ella. El amor, el trabajo, la compañía, la amistad y la devoción de Carmen Padilla dieron un paso al frente en el vacío que se abrió en aquel apretón de manos de Rolando y Anastasia.

    Ella no lo supo hasta cinco años después.

    Una mujer sin solidaridad femenina y con actitud de madrastra de Blanca Nieves le dio el santo y seña de nuestra dirección. La tarde siguiente, furtivamente, esperó en la esquina frente a casa y más temprano que tarde presenció la representación concluyente y desapareció de la escena sin decir ni pedir explicaciones. Dos mujeres de apariencia similar se cruzan en direcciones opuestas alterando a su paso el destino de quien las ama. Ufano, el amante paga el precio de la confusión, obnubila su visión y no ve lo que no quiere ver, involucrando en esta espiral a inocentes a los que no se les consultó, como es mi caso.

    El dolor inmerecido de esta mujer en casa fue regocijo para mí, al recibir en la recámara de mamá a mi padre enfermo. Lo esperaba como bálsamo sanador a las múltiples cortaditas consuetudinarias a pesar de su silencio; su lenguaje corporal me decía lo que necesitaba saber para levantarme al día siguiente sin hacer uso del frasquito secreto.

    Yo tengo madre. Analfabeta y perversa, pero tengo madre.

    Mamá no conoció ni padre ni madre, ni tampoco la necesidad de juntar pastillas para dormir, ni la certeza de haber perdido el paraíso al nacer. Mamá nunca se enteró de que era mala; no distinguía entre el bien y el mal; no era religiosa ni liviana; simplemente vivía asombrada de encontrarse de pie sin el menor deseo de estarlo.

    Ildefonso Rivelino, mi abuelo, murió la noche antes de que Anastasia naciera. El ferrocarril que conducía Ildefonso descarriló en una de las incontables curvas que tiene la vía en el trayecto de Sayula a Manzanillo; los carros separados y retorcidos quedaron como colillas de cigarros en el fondo de la barranca. Horas después, y sin enterarse, Herminia González paría una niña rubicunda y llorona que sería mi madre.

    Diecinueve años después continuaba descarrilada la familia.

    Roberto, el primogénito de sus padres, cumplida la mayoría de edad se embarcó en Tamaulipas en un destartalado carguero sin nombre ni rumbo conocido.

    Margarita, tan bonita… Margarita desapareció un domingo regresando sola de misa. Venía de pedirle a Dios su protección y cuidado de ella y sus hermanos pequeños. Años pasaron antes de volverse a ver con los hermanos. El hacendado que se la llevó la mantuvo cautiva pariendo hijo tras hijo en una hacienda del estado de Guanajuato. Un valiente caballerango la trepó junto con su prole a la combi en que llegaron al barrio de Mexicaltzingo y vivieron ahí hasta que la muerte los separó.

    Carlos, el menor de los varones, cruzó la frontera norte y se instaló en Illinois. Encontró trabajo en la ferroviaria Southern Pacific y laboró eficiente por años, compró departamento y nunca se casó. Las gringas llenaban su lista de conquistas y cuando mamá en carta le pedía que se casara, de la misma manera, invariablemente, le contestaba: oh, Anastasia, yo no voy a mantener gaznates aventureros.

    En casa mamá hablaba sola. Si yo le preguntaba qué decía fingía dirigirse a mí alzando la voz y repitiendo pausadamente que nuestra

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1