El orden. Libro segundo
Por San Agustín
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En esta segunda entrega, San Agustín nos sumerge aún más en el análisis de cómo el orden puede guiar nuestras vidas hacia un propósito más elevado. Explora temas relacionados con la moralidad, la justicia y la relación entre el individuo y la sociedad. Sus enseñanzas nos invitan a considerar cómo nuestras acciones y elecciones afectan no solo nuestras vidas personales, sino también el mundo que nos rodea.
A través de "El orden. Libro segundo", San Agustín nos brinda una guía para vivir de acuerdo con principios éticos que promueven el bienestar común y la armonía en la sociedad. Sus profundas reflexiones siguen siendo relevantes en la actualidad, ya que nos recuerdan la importancia de buscar el orden en nuestras vidas y contribuir a un mundo más justo y equitativo. Esta obra es un recordatorio de que la búsqueda del orden es fundamental para alcanzar una vida plena y significativa.
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El orden. Libro segundo - San Agustín
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EL ORDEN
Traductor: P. Victorino Capánaga, OAR
LIBRO SEGUNDO
DISPUTA PRIMERA
CAPÍTULO I
Examen de la definición del orden
1. Pasados pocos días, vino Alipio, y después de una espléndida salida del sol, la claridad y la pureza del cielo, la temperatura benigna para el rigor de la estación invernal, nos convidaron a bajar a un prado que frecuentábamos y nos era muy familiar. Con nosotros también se hallaba nuestra madre, cuyo ingenio y ardoroso entusiasmo por las cosas divinas había observado yo con larga y diligente atención. Pero entonces, en una conversación que sobre un grave tema tuvimos con motivo de mi cumpleaños y asistencia de algunos convidados, y que yo redacté y reduje a volumen, se me descubrió tanto su espíritu que ninguno me parecía más apto que ella para el cultivo de la sana filosofía. Y así, había ordenado que cuando estuviese libre de ocupaciones tomase parte en nuestros coloquios, como te consta por el libro primero.
2. Estando, pues, sentados con la mayor comodidad en el lugar mencionado, dije a los dos jóvenes:
-Aunque me mostré severo con vosotros, porque tratabais puerilmente de cosas tan graves, con todo, me parece que no sin orden y favor de Dios se empleó tanto tiempo en el discurso, con que os quise curar de esta ligereza, obligándonos a aplazar el estudio de la cuestión hasta la venida de Alipio. Por lo cual, como le tengo ya bien informado de todo, así como de los progresos que hemos realizado, ¿estás dispuesto, Licencio, a defender con tu definición el orden según tu cometido? Pues recuerdo que definiste el orden diciendo que es aquello con que Dios obra todas las cosas.
-Dispuesto estoy según mis fuerzas-contestó el interpelado.
-¿Cómo, pues, realiza Dios con orden todas las cosas? ¿Está Él mismo dentro del orden, o modera todo lo demás con exclusión de sí mismo?
-Donde todas las cosas son buenas, allí no hay orden-dijo-. Porque hay una suma igualdad que no exige orden.
-¿Niegas-le dije-que en Dios están todos los bienes?
-De ningún modo-respondió.
-Luego ni Dios ni todo lo divino están regidos por el orden. Hizo señales de aprobación.
-¿Crees tal vez que todos los bienes no son nada?-le insté yo.
-Antes bien, ellos verdaderamente existen.
-¿Dónde está, pues, aquello que dijiste que todo está regido y administrado con orden, sin haber nada que se sustraiga a su jurisdicción?
-Es que también hay males-respondió-, los cuales contribuyen al orden de los bienes; no sólo, pues, los bienes, sino bienes y males están regidos por el orden. Cuando decimos: todo lo que existe, no hablamos solamente de los bienes. De lo cual se sigue que todas las cosas que Dios administra se moderan con orden.
CUESTIÓN PRIMERA
3. Yo le apremié diciendo:
-Las cosas administradas y regidas, ¿te parece que se mudan o son inmóviles?
-Las que se hacen en este mundo, confieso que se mueven -dijo.
-Y las demás, ¿niegas que se muevan?
-Todo cuanto hay en Dios es inmóvil; lo demás, creo está sometido a la ley del movimiento.
-Luego-le argüí yo-si todo lo que está en Dios es inmutable y lo demás se mueve, síguese que las cosas mudables no están con Dios.
-Repíteme lo que has dicho más claro. Parecióme que dijo esto, no para comprender mejor el argumento, sino para tomarse tiempo y resolver mi objeción.
-Tú afirmas-repetí-que lo que está en Dios no se muda,, mientras todo lo demás se mueve. Luego si las cosas mudables fueran inmutables puestas en Dios, porque sigue su condición inmutable todo lo que se halla en Dios, dedúcese que están fuera de Dios las cosas que se mudan.
Licencio callaba, pero al fin rompió el silencio diciendo:
-Paréceme a mí que, aun en este mundo, las cosas que permanecen sin mudarse están en Dios.
-Eso no me interesa-le dije-. Porque equivale a decir que no todas las cosas que hay en este mundo se mueven. Luego hay cosas en el mundo que no están en Dios.
-Lo confieso: no todo está con Dios.
-Luego hay algo sin Dios.
-No-respondió.
-Están, pues, con Dios todas las cosas.
-No he dicho-continuó vacilando-que no hay nada sin Dios, porque las cosas móviles no me parece que están con Dios.
-Luego ¿está sin Dios ese cielo que a los ojos de todos aparece moviéndose?
-De ningún modo admito eso.
-Por lo mismo, hay cosas mudables que están con