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Primos: Una novela de suspenso, amistad y redención
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Libro electrónico230 páginas3 horas

Primos: Una novela de suspenso, amistad y redención

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Información de este libro electrónico

En el año 2016. El hombre que ha estado secuestrando y asesinando a mujeres en estado avanzado de embarazo ha sido capturado, y yace en coma en un hospital de la Ciudad de México. Isabel Díaz de Toledo, hija del embajador de España, está a punto de dar a luz y ha desaparecido. El comandante Navarro, que e

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento20 dic 2022
ISBN9781685742393
Primos: Una novela de suspenso, amistad y redención

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    Primos - Hugo Najera

    México 2016

    1

    Una patrulla de la secretaría de seguridad pública avanzaba a vuelta de rueda tratando de abrirse paso entre la muchedumbre afuera del hospital Juárez de la Ciudad de México. Cuando fue evidente que el vehículo ya no podría avanzar más, y después de un breve debate, dos policías salieron de la patrulla para extraer el cuerpo inerte de un hombre del asiento trasero. La multitud reaccionó en sincronía, como una manada de hienas al detectar a su presa, y una avalancha de golpes y maldiciones llovieron sobre el cuerpo inconsciente, y sobre los pobres policías que trataban de protegerlo sin mucho éxito.

    Después de recorrer a duras penas un par de metros rumbo al hospital, el rostro de uno de los agentes fue impactado por un pedazo de ladrillo que alguien había lanzado. Fragmentos de dientes y sangre explotaron en el aire. Sin pensarlo, el agente agredido soltó una de las piernas del cuerpo que cargaba, desenfundó la pistola que colgaba de su cinturón y disparó un par de tiros al aire. Las detonaciones retumbaron en la madrugada como cañonazos de un barco pirata. Todos en la multitud se agacharon exactamente al mismo tiempo. Las maldiciones y agresiones se transformaron en gritos femeninos de terror.

    —¡Jálale, pareja! ¡Es ahora o nunca!

    El grito hizo reaccionar al otro agente, que se había sorprendido por los balazos tanto como la turba, y los policías reiniciaron el camino rumbo al hospital.

    Ya muy cerca de la entrada, dos enfermeros vestidos completamente de blanco salieron a recibir a los policías y los ayudaron a cargar el cuerpo al interior del edificio. Una vez adentro del hospital, los enfermeros acostaron el cuerpo en una camilla y comenzaron a empujar a cama y paciente. Una doctora se unió al grupo, pero, justo cuando iniciaba su diagnóstico, el agente que había disparado momentos antes la empujó fuera de su camino y detuvo la camilla.

    —¡Óigame! ¿Qué… ? —La doctora comenzó a reclamar, pero se detuvo cuando vio que el agente que la había empujado tenía el labio partido en dos y que sangraba a borbotones.

    Sin decir palabra, el oficial herido utilizó dos juegos de esposas de acero para asegurar un brazo y una pierna del paciente a los rieles metálicos de la camilla. Después de dar dos tirones violentos a cada una de las esposas, el agente dio un paso atrás y asintió con la cabeza, dando a entender a los enfermeros que podían proseguir su camino. Un charco de sangre se había formado a los pies del joven policía. Enfermeros, doctora y paciente, se perdieron detrás de las puertas de un elevador.

    —¿De verdad en necesario tanto? Pero si está casi muerto —preguntó la doctora, mientras examinaba al paciente.

    —¿A poco no sabe el chisme, doctorcita? —respondió uno de los enfermeros, mientras oprimía el botón marcado con el número quince—. Este es la Comadrona.

    La doctora, que estaba inclinada sobre el paciente, se incorporó inmediatamente y dio un paso hacia atrás alejándose de la camilla, como si se acabara de enterar de que el paciente tuviera una enfermedad contagiosa.

    —¿El de las embarazadas? ¿El de los fetos? —preguntó la doctora, con sus ojos verdes exageradamente abiertos.

    2

    La puerta de la oficina que había sido acondicionada como dormitorio para el personal médico del turno nocturno se abrió después de dos golpes sucesivos. Sin esperar respuesta, una enfermera bajita y con sobrepeso ingresó a la habitación, encendió la luz, y se plantó a un lado de un sofá-cama situado al fondo de la habitación.

    —Qué pena, doctor —dijo la mujer sin ser sincera—, lo necesitan en urgencias, ¡pero ya!

    El doctor González, Frank González, que hasta hacía cinco segundos estaba completamente dormido, arrojó las cobijas que lo cubrían al piso y se incorporó.

    —Doctor, lo necesitan —presionó la enfermera regordeta.

    —Si, Estelita, la escuché la primera vez. Un segundo —dijo el doctor, mirando su teléfono celular.

    —Oiga, Estelita, son apenas las tres de la mañana. Mi turno no empieza hasta las seis. ¿Que no están Mayra o Salazar de turno? —reclamó el doctor, mostrando su celular a la mujer, que lo ignoró.

    —¡Doctor, ni se imagina! ¡Capturaron a la Comadrona y lo acaban de internar aquí!

    —¿A quién?

    3

    El doctor Frank González, o Güero, como le decían en su niñez por el color rubio de su cabellera y ojos azules, nació en la Ciudad de México en el año de 1972. De padre mexicano-alemán y madre estadounidense, Frank y su madre habían emigrado a El Salvador en Centroamérica, a mediados de los ochenta, después de lo que Frank describía como un divorcio «medio complicado» de sus padres. La realidad es que Frank hubiera dado lo que fuera porque la verdad fuera tan simple como un divorcio, pero la explicación funcionaba para satisfacer la curiosidad de entrometidos y empleadores, y evitar preguntas adicionales.

    El abuso de drogas después del divorcio de sus padres fue algo que casi le cuesta la vida al joven Frank. Irónicamente, también fue lo que lo condujo al centro de rehabilitación donde conocería a su futura esposa: una chica salvadoreña delgada, de piel bronceada y caderas anchas, llamada María Hernández.

    Con el apoyo incondicional de María, Frank venció las adicciones, terminó la preparatoria y se enroló en la Facultad de Medicina de la Universidad Pública de El Salvador en San Salvador. Le tomó más de 6 años y todo tipo de trabajos para pagarse los estudios, pero los sacrificios valieron la pena, y Frank se graduó como médico cirujano a finales de los noventa.

    Las oportunidades en Centroamérica para un doctor sin experiencia eran limitadas, así que, cuando Frank ganó una beca para estudiar una especialización con posibilidad de empleo en un hospital en la Ciudad de México, asumió que todos los pecados del pasado habían expirado, cambio su apellido a González y aceptó la oportunidad.

    4

    El área de recepción del hospital Juárez, que hacía menos de una hora estaba desierta, ahora estaba saturada de policías, personal administrativo y grupos de enfermeras y doctores, que chismorreaban mientras veían atentamente las noticias en sus teléfonos celulares. Las conversaciones se detuvieron cuando las puertas metálicas del elevador exclusivo para vips se abrieron y un grupo de personas salió para dirigirse al área de oficinas en el extremo opuesto del lobby. Entre las personas del grupo, una mujer rubia de unos sesenta años lloraba inconsolable.

    —Por aquí, por favor —dijo el hombre que guiaba al grupo.

    El hombre que lidereaba al grupo era Miguel Romano, «Doctor Romano, que mi trabajo me costó», solía decir el tipo alto y canoso, a cualquiera que se atreviera a menospreciar su título profesional. El doctor Romano y su finísimo traje sastre abrieron la puerta de la oficina para permitir el ingreso de la mujer que lloraba, su esposo y su yerno.

    —Ahora los alcanzo —dijo un hombre bajito que caminaba al final del grupo.

    El doctor Romano asintió y cerró la puerta de la oficina después de ingresar.

    El hombre bajito era José Navarro, mejor conocido como el comandante Navarro, que aparentaba todo menos ser un agente de alto rango del gobierno federal.

    De apenas metro y medio de estatura, sin mucho cabello, y vestido con pantalones de mezclilla holgados y chamarra negra de cuero dos tallas más pequeñas de lo necesario, Navarro lucía con orgullo una enorme barriga cervecera. El sobrepeso lo forzaba a caminar raro, como pingüino, y por eso Navarro era mejor conocido como «el Maradona», y no precisamente en los mejores tiempos del famoso futbolista argentino.

    Educado en la prestigiosa escuela militar de la capital mexicana y con años de entrenamiento militar estratégico y táctico en el extranjero, Navarro era el líder actual del grupo élite antisecuestro de la Ciudad de México. Su grupo se había hecho de fama por la ejecución de múltiples operaciones exitosas, incluyendo el reciente rescate de uno de los bebés gemelos de un alto ejecutivo de la televisora más importante del país. El hecho de que Navarro había enfrentado mano a mano al secuestrador que amenazaba con degollar a uno de los bebés había solidificado su posición de héroe y el favor de líderes del gobierno. Lamentablemente, uno de los bebés había muerto en el fuego cruzado.

    Navarro se unió a un grupo de oficiales que vestían todos de negro con la leyenda «UNIDAD ESPECIAL ANTISECUESTROS» impresa en color amarillo en sus espaldas. En cuanto el comandante se acercó, los cerca de diez agentes formaron un círculo alrededor de su superior y colocaron sus manos atrás, esperando órdenes.

    —Equipo —inició Navarro—, como ya sabrán, hace menos de dos horas internaron aquí a un hombre que, de acuerdo con evidencia circunstancial y testigos, se presume como el autor intelectual y material de los feminicidios ocurridos en el último mes en la capital. Mientras la policía local está encargada de esos homicidios, nosotros tenemos dos objetivos primordiales.

    Navarro levantó su mano derecha con el dedo índice apuntando al cielo para enfatizar su punto. Al hombre le encantaba asegurarse que todo mundo supiera quién era el jefe.

    —¡Uno! Identificación inmediata del sospechoso y, por supuesto, garantizar su seguridad. Habrá más de un héroe que se lo quiera chingar. —La pequeña mano ahora tenía dos dedos apuntando al cielo—. ¡Dos! Determinar si este sujeto es también el autor del secuestro de la hija de los embajadores de España, y si ese es el caso, el rescate con vida de la llamada Isabel Díaz de Toledo, que, por cierto, y justo como las otras víctimas, estaba en un estado avanzado de embarazo cuando se le vio por última vez hace veinticuatro horas.

    Navarro hizo una pausa mientras bajaba la mano y hacía contacto visual con cada uno de los miembros de su equipo.

    —No tengo que recordarles las repercusiones políticas del caso. El señor presidente de la república está recibiendo mucha presión del Gobierno español. ¿Preguntas?

    Ninguno de los agentes se atrevió a abrir la boca, sabiendo que Navarro no esperaba preguntas, sino resultados.

    —Detalles tácticos con Isra —dijo Navarro, cediendo la palabra a un agente joven, alto y delgado que estaba parado detrás de él.

    —Gracias, jefazo —respondió Israel Domínguez, «Isra para los cuates», decía—. Seguridad en todas las entradas y salidas del hospital, y especialmente en el piso quince, que es el de cuidados intensivos. Nadie que yo no apruebe tiene acceso.

    Isra se dirigió a una de las dos oficiales femeninas del grupo.

    —Karla, ¿en cuánto tiempo puedes tener identificación positiva del sospechoso? ¿Huellas digitales? ¿Registros dentales?

    —Si están en el sistema, de veinticuatro a cuarenta y ocho horas máximo —respondió la mujer, arrepintiéndose en cuanto las palabras salieron de su boca.

    —¡No me chinges, mamacita! —gritó Navarro—. Ya para entonces la víctima y su bebé valieron madres. Tienes seis horas o ya mejor ni lo hagas.

    La mujer miró al piso sin contestar. Isra se sintió apenado con la agente por exponerla sin querer a la furia de Navarro, que finalizó la junta con una última instrucción.

    —Me acondicionan una de estas oficinas como centro de comando para coordinar toda la operación. Reporte en una hora. Eso es todo.

    —¡Sí, mi comandante! —respondió el grupo al mismo tiempo justo antes de dispersarse—. Isra se quedó junto a Navarro.

    —Jefazo, tengo en la delegación a los que capturaron al presunto.

    —¿Capturaron? —replico Navarro en tono irónico.

    —Bueno, los pandilleros que casi matan al presunto. Son famosos en el área: venden droga al menudeo y aterrorizan el barrio, y pues nada, el sospechoso estaba en el lugar incorrecto a la hora incorrecta y los pendejos estos le pusieron la madriza de su vida para robarlo.

    —Ok. ¿Y estos pendejos fueron los que llamaron a los medios?

    —Afirmativo, jefazo. Después de golpear al sospechoso, le encontraron fotos instantáneas de las víctimas y las vendieron a periodistas. Que quieren una recompensa, o no entregan las otras pertenencias que le robaron. ¿Cómo ve, jefazo?

    Navarro soltó una carcajada sonora.

    —Claro que sí, Isra. Asegúrate que les den su calentadita como recompensa, y que nos manden todo lo que le pudieron haber robado.

    Isra asintió. Navarro se dirigió a la sala de juntas donde el doctor Romano y el resto del grupo esperaban.

    5

    Frank, todavía un poco adormilado, avanzaba por los corredores rápidamente tratando de revisar mensajes de texto en su celular y sin poner mucha atención a la enfermera Estelita, que no dejaba de parlotear. Años cubriendo el turno de noche de un hospital situado en una de las zonas más peligrosas de la Ciudad de México habían acostumbrado al doctor a todo tipo de situaciones y también a la enfermera Estelita, famosa por sus exageraciones y por coordinar tandas.

    Doctor y enfermera pasaron por afuera de una de las cafeterías del hospital. A Frank le llamó la atención el grupo de empleados reunidos alrededor de un televisor. La curiosidad lo venció, se unió al grupo.

    ... por lo menos tres cuerpos recuperados en las últimas semanas. El presunto homicida, el llamado Comadrona o Juan el Destripador, fue detenido por un grupo de jóvenes valientes hace solo un par de horas en la colonia Centro. El sospechoso ha sido internado en el hospital Juárez. Entendemos que está en condición grave. Hasta el momento no tenemos confirmación de si existe una relación entre el sospechoso y la desaparición de la hija de los embajadores de España ayer por la mañana. Los mantendremos informados. En noticias un poco más agradables, esta semana se cumplen ya 30 años del último mundial de futbol en México. ¿Pueden creerlo? Para celebrar el aniversario, el regente…

    —Treinta años... —susurró Frank, sin estar seguro de haberlo pensado, o haberlo dicho.

    —¿Perdón, doctor?

    —Nada, Estelita, nada.

    La pareja se detuvo al final del corredor, enfrente de las puertas metálicas de un elevador. El doctor oprimió el botón con la flecha que apuntaba hacia arriba y las puertas se abrieron casi inmediatamente. Frank presionó el número quince.

    —¿Por qué lo llaman así, la Comadrona? —preguntó Frank, aún hundido en el recuerdo del último mundial de futbol en México.

    —¿Pues en qué mundo vive, doctor? ¡Está en todas las noticias!

    Frank miró a la mujer con ojos de pistola, borrándole inmediatamente la mueca de burla de la cara.

    —Ay, qué genio, doctorcito.

    Frank no respondió.

    —Le dicen así porque las ayuda con el parto —dijo la enfermera, ahora molesta.

    —¿Cómo que las ayuda?

    —Les abre la panza y les saca los bebés. Dicen que se los come.

    6

    Navarro ingresó a la oficina de reuniones evidentemente reservada para eventos importantes. En una de las paredes colgaban las fotos de los miembros de la junta directiva del hospital. Navarro reconoció el rostro del doctor Romano en el retrato colocado por encima del resto. Debajo de la foto, una placa de metal que anunciaba el título de director general.

    Romano, con aires de superioridad, inició como si estuviera presentando a la reina de Inglaterra. Solo le faltó hacer una caravana.

    —Señor comandante, el embajador de España, don Pablo Díaz de Toledo, su esposa Carla y su yerno, el señor Mauricio Robles.

    Los hombres en la habitación se levantaron para estrechar manos. La mujer se quedó sentada llorando.

    —¿Qué tal? Soy el comandante José Navarro, encargado de la división especial federal antisecuestro. Voy a liderear la investigación de la desaparición de su hija. Lamento conocerlos en estas circunstancias. Tomen asiento, por favor.

    Navarro se sentó enfrente de la pareja de españoles y el prometido, y a un lado del doctor Romano. La silla era alta y con su apenas metro y medio de estatura, las piernas del comandante colgaban en el aire. El embajador no perdió tiempo.

    —¿Asumo que ya le han entregado los antecedentes del caso de mi hija? —dijo el embajador, con el clásico acento español de España.

    —Correcto —respondió Navarro—. Ya platiqué con agentes del ministerio público y tenemos el expediente con todos los detalles del caso de su hija. Vehículo, ropa que llevaba puesta, registros de celulares y testigos. Como seña particular, entiendo que su hija tiene un tatuaje en forma de mariposa en la muñeca de la mano derecha, ¿de acuerdo?

    El embajador asintió. Navarro desplegó sobre la mesa una serie de fotos y documentos. El embajador dejó de abrazar a su inconsolable esposa para acercarse y revisar a detalle.

    —Para resumir —continuo Navarro—, último contacto verificado por testigos fue ayer a eso del mediodía, cuando su hija salió del centro comercial Santa Fe, estacionamiento oeste. Teléfono celular y cartera con tarjetas de crédito fueron encontradas en un bote de basura. No hay rastros de violencia. ¿Esta es la foto más reciente?

    Navarro mostró la impresión de un selfi que mostraba una sonriente rubia de tez blanca y ojos azules. Los ojos del embajador se clavaron en la fotografía por un par de momentos, se llenaron de lágrimas, y confirmó. Navarro guardó la foto rápidamente.

    —Entiendo que todavía no ha habido contacto de los posibles secuestradores y…

    El puño del embajador se estampó contra la mesa, tomando por sorpresa a todos en la sala; excepto a Navarro,

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