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Cuéntame Una De Paramédicos
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Libro electrónico190 páginas2 horas

Cuéntame Una De Paramédicos

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Cuntame una de Paramdicos, su pera prima, es un relato de la vivencias de dos paramdicos. Eder y Luis, los protagonistas, son presentados sin estereotipias, desmitificados, reales, de carne y hueso. Semejante pareja no encajara en otro escenario que no fuera el de la Ciudad de Mxico, una ciudad cruda, mostrando por momentos la sordidez de sus habitantes. En ocasiones el lenguaje soez, que pudiera herir susceptibilidades, termina siendo acepcin y sinnimo en la jerga callejera de la urbe, y el lector termina cayendo en la cuenta de que algn otro vocablo resultara incongruente con la arquitectura gramatical de esta novela.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento15 oct 2013
ISBN9781463363727
Cuéntame Una De Paramédicos
Autor

Eloy García Mondragón

El Dr. Eloy García Mondragón, desde 1989, siendo aun estudiante de Medicina, se integró al Escuadrón de Rescate y Urgencias Médicas (E.R.U.M.), del Gobierno de la Ciudad de México, como paramédico. Se graduó en 1992 como Médico Cirujano en la Facultad de medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México. En Enero del 2010 acudió a Haití, junto con el equipo de rescatistas de México, para brindar auxilio con motivo de los sismos que asolaron a ese país en esa fecha. Ha estado trabajando en el escuadrón de Rescate y Urgencias Médicas por veinticuatro años.

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    Cuéntame Una De Paramédicos - Eloy García Mondragón

    Copyright © 2013 por Eloy García Mondragón.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 07/10/2013

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    490322

    A

    Cuquita, José, María, Filemón,

    Silvia, Sigfrido, Sonia, Araceli,

    René, Joel, Antonio, Emmanuel,

    Orlando, Alejandra, Mónica

    y a todas aquellas personas

    Que me permitieron algún día

    Irrumpir en sus vidas.

    Dicen que el suicida en el momento decisivo aquilata por un instante su libre albedrío, se ufana de esa capacidad cuasi divina de determinar el momento exacto de su muerte. Que esa sensación le embriaga en segundos todos los sentidos y ya no puede dar marcha atrás. Que en los estertores de la muerte toma conciencia plena del acto, lo dimensiona, se aterra y busca revertir el momento. Que ese arrepentimiento tardío deja una huella indeleble en su corazón. Y al revelarse en la autopsia, a los forenses no les alcanza su ciencia para describirla, y siempre terminan omitiéndola en el reporte final.

    A través de sus vivencias Él había aprendido que la gente se muere cuando le llega la hora. Y aunque siempre consideró que las cosas llegaban a su vida a destiempo, en ese día se asombró de la exactitud cronométrica con que se concatenaban su deseo de morir y las circunstancias del instante crucial.

    El brillo fatal de la muerte lo descubrió a muy temprana edad cuando su padre terminó ahorcando al perro de la casa que había contraído una rara enfermedad y en ese pequeño pueblo de Michoacán, en aquella época, era impensable buscar a un veterinario. El cuerpo del animal suspendido de la soga que lo había matado giraba a capricho del viento y en algún momento sus ojos abiertos y sin vida quedaron fijos en los de él con un fulgor inusitado que nunca habría de olvidar.

    Sus pensamientos le abandonaron. De pronto se sintió absurdamente solo entre aquella masa informe de personas, testigos obligados ahora, público expectante de ese circo infame improvisado en aquella estación del metro.

    Avanzó por el andén. La bocaza en semipenumbra del túnel exhaló un vaho helado, preludio de que el tren se aproximaba. A lo lejos distinguió los ojillos de neón del gusano metálico que se anunciaba con pitidos intermitentes. Calculó la distancia. Aguantó la respiración y saltó.

    Quienes se encontraban en el andén gritaron horrorizados. Un policía corrió para jalar la palanca que interrumpía el suministro eléctrico a las vías. En el interior del tren, la gente confundida conjeturaba:

    -¿Qué pasó?

    -Creo que alguien se cayó a las vías.

    -¡Dios santo!

    Antonio, el operador del metro se bajó temblando

    -¡No me dio tiempo de frenar!- Repetía una y otra vez mirando hacia el lugar en donde cayó el cuerpo.

    El paramédico saltó en el asiento de la ambulancia al escuchar a través del radio la voz del Centralista solicitando una ambulancia para una persona que había caído a las vías del metro en la estación Chapultepec.

    -¡ambulancia numero 50 avanza al lugar, Central de Radio!- rugió mientras su compañero, ponía en marcha el vehículo, encendía las luces de emergencia y sirena y, casi de manera simultánea, arrancaba con un chirrido de llantas.

    De forma vertiginosa sorteaban el tráfico agobiante de esa hora. El trabajar en esa profesión ya por varios años les confería la destreza de realizar muchas cosas de manera coordinada y en automático. Ya uno solicitaba el paso entre los automóviles con un ademán, ya el otro viraba a los lados sin casi mirar los espejos, confiado en las voces del compañero. En la intersección de dos avenidas principales observaron a una ambulancia de la Cruz Roja cuyos tripulantes al descubrirlos también, imprimieron mayor velocidad, dirigiéndose evidentemente al mismo lugar del accidente. Ese era el juego cotidiano, la competencia de las ambulancias por llegar primero a algún llamado. Competencia que tal vez no tenía razón de ser, pero que estaba establecida desde hacía varios años, con reglas tácitas y bien definidas. Sin otro interés que el de demostrar al rival un mejor dominio del vehículo y mayor conocimiento de las calles de la ciudad. Al final siempre se coordinaban en el lugar del siniestro para atender de manera conjunta a los lesionados.

    Cuando llegaron al sitio del accidente, ambas ambulancias frenaron a la entrada del tren subterráneo y los paramédicos bajaron corriendo, esquivando a los usuarios que salían en forma caótica de la estación. Llegaron jadeantes al andén. El tren mostraba en el frente un manchón de sangre similar al que dejaría el jugo de un jitomate arrojado contra una pared. Junto con los paramédicos de la Cruz Roja saltaron a las vías después de comprobar con los guardias de seguridad que ya no se encontraban energizadas.

    Asomándose abajo del tren siguieron con la vista un rastro de sangre y jirones de ropa hasta descubrir el cuerpo entre las ruedas del vehículo, desmadejado, brazos y piernas en posiciones incongruentes. No había mucho que hacer allí, excepto confirmar la muerte del suicida.

    Se encuentra el cuerpo sin vida de un individuo, al parecer de unos 45 a 50 años, no es posible establecer otras características para identificarlo, por destrucción masiva del cuerpo debido al atropellamiento por el convoy del metro… concluía el reporte de ambulancia.

    Ya tenía muchos días que Eder no había visto a Miguel Mendoza, el paramédico de Cruz roja que conoció casi en los inicios de su carrera, cuando ambos eran bisoños cadetes practicando en las ambulancias con los más experimentados.

    -¿Qué pasó cabrón, donde andabas?- Le pregunto palmeándole la espalda mientras Luis, compañero de Eder, saludaba a Hugo el otro paramédico.

    -Nos mandaron al Centro de Capacitación por un mes. Ya somos instructores. Contestó Mendoza con aire ufano.

    ¿Dónde están de base hoy?- Preguntó Hugo Camacho, el chofer de la ambulancia de Cruz Roja.

    -En la Alameda Central. Ya se pueden ir a dormir. Nosotros nos hacemos cargo- Contestó socarronamente Eder.

    -Pues sí, pero hoy les toca pagar los cafés- Dijo Hugo. Los cuatro se encaminaron a una tienda de conveniencia.

    -A propósito- Dijo Eder mientras sorbía la caliente bebida- ¿Ya saben que se integró el Grupo de Rescate en Estructuras Colapsadas?

    -Sí, ayer salió en los periódicos la nota- Contestó Mendoza

    -De hecho ahí traemos el periódico- Dijo dirigiéndose a su ambulancia de la que regresó con el diario y leyó en voz alta:

    -En un esfuerzo por lograr la excelencia y eficacia de los cuerpos de rescate de esta ciudad, por órdenes del Jefe de Gobierno, se conformó el grupo interdisciplinario entre Cruz Roja y Escuadrón de Rescate y Urgencias de la Ciudad, mismos que actuarán de manera coordinada en caso de una emergencia mayor en el área metropolitana…

    Creo que va a haber una junta en esta semana. No sabemos si va a ser en nuestras instalaciones o en las de ustedes- Complementó Luis.

    -¡Ambulancia numero cuarenta y tres!- se escuchó en el radio de Cruz Roja.

    -¡Adelante, le escucho!- contestó Mendoza

    -Calle Héroe de Granaditas esquina calle Jesús Carranza en el Mercado de Tepito, reportan dos personas lesionadas por arma de fuego-

    Casi de manera simultánea se transmitía la misma emergencia por el radio de la ambulancia de Eder y Luis quienes ya estaban a bordo y arrancaron rápidamente seguidos por la ambulancia de Cruz Roja.

    José del Carmen acarició con placer la prominencia que en el bolsillo de su pantalón formaban los tres mil pesos que le acababan de pagar como un adelanto para realizar un trabajo de albañilería. Sonrió mientras miraba sin mirar por la ventanilla del microbús pues mentalmente calculaba las ganancias que le redituaría esa chamba. Viajaba en la parte posterior del vehículo. Junto a él un joven de aspecto aniñado leía un libro. El conductor escuchaba en la radio una melodía tropical que hablaba de amores blasfemos. Unos asientos adelante, dos señoras discutían los precios de los alimentos. El microbús rodaba perezosamente por la avenida, superado ya a esas horas el agobiante trafico cotidiano de las primeras horas de todas las mañanas. Nadie reparó en los dos jovenzuelos que subieron en la esquina de la calle de Aztecas en pleno Barrio de Tepito. Como tampoco nadie, o casi nadie escuchó la amenaza, velada por el alto volumen del radio del vehículo:

    -¡Ya valió verga hijos de su puta madre!, ¡esto es un asalto!

    José despertó a la realidad cuando vio al tipo parado junto a él apuntándole con una pistola.

    -¡Órale pendejo, afloja la cartera!

    Por instinto, en un rápido movimiento, se llevo la mano para cubrir el bolsillo en donde llevaba el dinero y el ratero lo interpretó como un movimiento para repeler el asalto. El estruendo del disparo apagó todo sonido. El joven con cara de niño saltó hacia el delincuente tratando de desarmarlo. Forcejeo. Gritos. Otro disparo. Ambos ladrones bajaron atropelladamente del vehículo mientras el joven-niño se desplomaba lentamente en el pasillo como cowboy de película.

    José del Carmen se había llevado las manos al pecho sintió correr entre sus dedos un líquido caliente. Rápidamente su camisa se empezó a teñir de un rojo encendido. No había dolor solo la sensación de no poder respirar y un mareo intenso. Comenzó a sudar y entonces tuvo la convicción de que su vida se escapaba lentamente por ese agujero de una bala 9 milímetros, entonces supo que ya no podría disfrutar de la ganancia obtenida por su trabajo.

    Después todo pasaba rápidamente. Escuchaba sirenas, unos policías subieron al microbús.

    -¡no se mueva, ya viene la ambulancia!- le decían a José del Carmen. Esto ya lo oía distorsionado, como si estuviera bajo el agua.

    Al llegar Eder al lugar se estacionó junto a uno de los puestos del mercado de Tepito. Unos policías los guiaron hasta el microbús en donde se encontraban las víctimas. José del Carmen se encontraba recostado en su asiento, su respiración era difícil. Aunque sus ojos permanecían abiertos, la gravedad de su lesión lo mantenía en el limbo de la inconsciencia. En el piso del vehículo yacía en posición fetal el otro herido.

    Alrededor del microbús la vida cotidiana del mercado continuaba. Se escuchaban los pregones de los vendedores:

    -¡Mira gente ‘agárrale’, de regalo, de remate! ¡Acá están los tenis de marca!-

    Acostumbrados a la violencia diaria, prácticamente nadie reparaba en el drama que se vivía a bordo del microbús. Algunos solo se detenían unos instantes para observar el trabajo de los paramédicos y después continuaban su marcha.

    José se sintió movido y llevado a una ambulancia. Su compañero de infortunio también fue levantado del pasillo del microbús por los paramédicos de la ambulancia de la Cruz Roja en estado agónico.

    Una multitud de reporteros que habían llegado al lugar, cámara en mano dispararon inmisericordemente hacia los paramédicos al tiempo que estos bajaban del microbús con los lesionados.

    -¡Chingao, como sangra!- decía Eder a bordo de la ambulancia, mientras cortaba la camisa del herido para descubrir el agujero en el pecho del que borboteaban sangre y burbujas. Lo taponó y después pinchó una vena para administrar suero.

    La ambulancia caracoleaba entre los autos y viraba de un lado y a otro a una velocidad vertiginosa emitiendo con la sirena su lastimero quejido. Arribaron al Hospital de Balbuena. Un médico muy joven y evidentemente bisoño trató de averiguar qué le había pasado al lesionado, Eder lo apartó con un ademan y continuó hacia el área de pacientes más críticos. En unos instantes varios galenos interrogaban a los paramédicos mientras atendían al herido que en un rato ya tenía en su garganta una cánula conectada a un aparato que respiraba por él. Tubos y catéteres invadían su cuerpo y su rostro mostraba una aparente tranquilidad inducida por los sedantes que le habían administrado. Solo contrastaba la palidez extrema de todo su cuerpo.

    Más tarde la ambulancia abandonaba el hospital. Ya a esa hora de la mañana Eder y su compañero buscaron un lugar para almorzar. Acudieron a una fonda famosa porque su clientela estaba principalmente compuesta por policías y paramédicos. Ofelia, la cocinera los saludo con familiaridad:

    ¡Huy! ¿qué milagro?-

    -Es que no nos había tocado por esta zona- Contestó Eder mientras husmeaba en las cazuelas de guisados.

    Tomaron lugar junto a un par de policías que bromeaban y que los saludaron también. Mientras comían miraban las noticias en la televisión: el eterno conflicto del Medio Oriente en pleno. Se difundían imágenes de ataques inmisericordes, destrucción apocalíptica de ciudades.

    -¡Pinches judíos se están agandallando! ¿No? – comentó uno de los policías, henchido el cachete pletórico de alimento.

    -¿Cómo quieren sus huevos?- Preguntó Ofelia a los paramédicos

    -¡Como se quiere a dos entrañables amigos!- Contestó Eder arrancando las carcajadas de algunos de los comensales.

    -¡Ja, Ja Ja Ja! ¡Qué guarro eres!- comentó Luis

    Mientras comían, los dos escuchaban el radio de los policías. El parloteo monótono de alguien que solicitaba una grúa para mover un vehículo estacionado quien sabe dónde fue interrumpido por una voz demandante:

    ¡Central! ¡Central!… ¡mándeme en ´K5´ una ambulancia para una persona enferma muy grave!

    Mientras Eder pagaba de manera apresurada los alimentos, Luis garrapateaba en un papel la ubicación de la patrulla que solicitaba ayuda.

    Ismael había sido un comerciante próspero. Llegó a tener una lujosa casa en la Colonia Del Valle, y una mujer bonita. Bonita y perversa. Un día se fugo con su socio dejando a Ismael sumido en un mar de deudas que ya nunca pudo pagar.

    En medio de ese infortunio de amor encontró a una amante que nada le reprochaba, que no le importaba quien había sido, que siempre lo esperaba tan ansiosa como él. Que no le exigía nada a cambio del placer que le prodigaba: una botella de aguardiente.

    Ese día con su penoso andar había recorrido el

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