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Atrevi2: Emprendedores en primera persona
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Libro electrónico211 páginas3 horas

Atrevi2: Emprendedores en primera persona

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Hubo un momento decisivo en la vida de estos emprendedores que definió su mirada sobre los negocios y que forjó el sello que convertiría a sus pequeñas empresas en las más destacadas del país (y del mundo). A través de una mirada ágil y cercana, este libro reconstruye la historia de los últimos ganadores del premio "Emprendedor del año", e indaga en las razones de su éxito. Historias humanas que revelan la compleja transición de emprendedor a empresario, y que sin duda servirán de inspiración a otros para perseverar en sus ideales y concretar sus sueños.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 dic 2022
ISBN9789569986956
Atrevi2: Emprendedores en primera persona

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    Atrevi2 - Manuel Fernández Bolvarán

    EMPRENDEDOR DEL AÑO 2017

    JOSÉ ROSENBERG VILLARROEL

    Fundador de Rosen

    Un sueño familiar

    «Partí en una época en que ser colchonero no era bien visto, a diferencia de quienes se dedican al calzado o a la agricultura, porque no tenía un campo que mostrar. Una vez invité a un grupo de ganaderos a la fábrica y me preguntaron cuánto valía un colchón. Les dije que unos trescientos mil pesos de la época y ellos se sorprendieron. ¿Lo mismo que un animal? No se lo imaginaban. ¿Y cuántos hace? Dos mil diarios. ¡¿Dos mil animales diarios?! Ahí ya no se lo podían creer. Hoy hacemos más de cuatro mil».

    «Me da una tremenda satisfacción lo que he conseguido. Es que, cuando pienso en todo lo que ha pasado, la verdad es que hay muchas cosas que todavía no entiendo. Casualidades. Como si Dios me hubiera ido guiando en este camino y poniendo en mi vida, en el momento justo, a las personas exactas que necesitaba».

    Colchones Rosen es, en 2022, no solo la empresa más grande de la Región de La Araucanía, sino la principal de su rubro en Latinoamérica. Según sus propios registros, sus productos se venden en Chile, Argentina, Colombia, Perú, Bolivia, Uruguay y Ecuador, a través de una red de seiscientos puntos de venta detallistas, además de su propia cadena de tiendas, que suma treinta ubicaciones. Toda su producción, que asciende a más de cuatro mil colchones diarios, se genera en una enorme fábrica ubicada en el acceso norte

    a Temuco.

    Y hoy su producción se ha diversificado, con líneas de ropa de cama, muebles de dormitorio, almohadas y una empresa llamada Glover, que produce muebles de madera. Una trayectoria que ha convertido a su fundador, José Rosenberg, en acreedor de una serie de reconocimientos. En 1989 fue nombrado Hijo Ilustre de Temuco y su palmarés incluye el Premio Icare 1991; el Premio de Diego Portales Palazuelos 1991, de la Cámara Nacional de Comercio; el Premio Hernán Briones al Empresario del Año 2008, de la Sociedad de Fomento Fabril, y el Emprendedor del Año 2017, entregado por EY y El Mercurio, que lo llevó a presentar su historia a Mónaco en 2018, junto a emprendedores de todo el mundo.

    Cuesta imaginar que un proyecto empresarial de esta envergadura naciera prácticamente de la nada. Y eso explica el orgullo que siente José Rosenberg al recordar cómo, partiendo de la pobreza, logró forjar un destino que le ha cambiado la vida a miles de familias en su región (sus trabajadores) y ha redefinido el concepto de buen dormir en

    el país.

    Incluso más difícil es concebir que, si no hubiera sido por una cadena de «casualidades», como él mismo las describe, nada de esto habría pasado.

    El primer eslabón de esa cadena de casualidades es que José Rosenberg haya nacido en la Región de La Araucanía que tanto ama.

    ***

    Una foto, posiblemente del pasaporte, es la única imagen que José Rosenberg conserva de su padre. Tomada en blanco y negro, en ella se ve un hombre de frente amplia, mirada en el horizonte, perfectamente afeitado, de camisa, corbata y chaqueta, con los párpados un tanto caídos. Es Baruch Rosenberg Meilijson, nacido en 1888 en Edinet, una localidad ubicada en el entonces principado de Besarabia, que hoy pertenece a Rumania. Zona convulsionada a inicios del siglo XX, que en pocos años pasó del dominio otomano al de la Rusia zarista, embarcada de manera cada vez más frecuente en persecuciones contra los judíos, como la familia Rosenberg Meilijson.

    Con cierto ingenio, Baruch logró evitar sistemáticamente ser enrolado en el ejército, donde por su ascendencia, arriesgaba convertirse en simple carne de cañón. Sin embargo, la situación se volvió más compleja hacia la década de 1910. Fue entonces cuando sus padres tomaron la decisión separarse de sus hijos, y ocupar sus limitados recursos para salvarlos a él y a su hermano. Consiguieron embarcarlos, rumbo a América cuando ambos bordeaban los veinte años, con la promesa de un futuro más tranquilo.

    Una vez en Nueva York, su hermano, Luis, fue admitido en Estados Unidos. Sin embargo, el asma que padecía Baruch le cerró las puertas y se vio obligado a probar suerte en el sur, cada vez más al sur. Nunca más volverían a verse.

    Después de errar por Brasil y Argentina, terminó llegando a Chile junto a Pedro Klerman, un amigo que conoció en el país trasandino. Por motivos desconocidos, se afincó en Traiguén, donde partió explotando la única herramienta de trabajo que tenía: una flauta. Él tocaba y Pedro pasaba el sombrero.

    Luego encontraría empleo como vendedor viajero, labor que lo llevó a recorrer los alrededores de Traiguén. En esas travesías, se enamoró de Blanca Villarroel Montoya, quien trabajaba en el Hotel Savoy del centro de Angol. En paralelo, con su amigo inició una tienda de muebles en Traiguén, llamada La Besarabia. Las cosas parecían mejorar.

    Baruch decidió seguir su corazón y dejó Traiguén para mudarse a Angol y formar familia con Blanca. Sería en esa ciudad donde empezarían a nacer sus hijos: Gil, Juan, Rebeca, Miguel, José y Luis. El primogénito, Gil, era un niño que Blanca recordaría siempre como inteligente y despierto. Sin embargo, una meningitis le causó la muerte cuando apenas tenía dos años.

    La tragedia afectó de forma tan fuerte a Baruch que incluso pareció dañar directamente su salud. Murió en 1936, a los cuarenta y ocho años, y José Rosenberg, que había nacido en 1933, apenas pudo conocerlo. Tras esta pérdida, Blanca y sus cinco hijos quedaron solos y en una situación económica extremadamente precaria.

    ***

    Una de esas personas que José Rosenberg cree que Dios puso en su camino fue, precisamente, Blanca Villarroel, su madre. Ella misma relató su historia en un artículo publicado el 16 de septiembre de 1990 en El Mercurio. Tenía noventa años recién cumplidos.

    «Mi marido no me dejó fortuna. Pero me dejó hijos que han sido mi mayor riqueza. Juan, el mayor, tenía nueve años y Lucho, el menor, un año y cuatro meses. Y no sabía hacer nada y no sabía adónde ir».

    Cuando se mudó a Angol, Baruch —o Bernardo, como se hizo llamar en Chile— convenció al dueño del Hotel Savoy de que lo contratara como administrador del recinto. Ese empleo fue el que le dio cierta estabilidad a la familia. Sin embargo, la pérdida de su esposo fue un golpe demasiado duro para Blanca. Pasó cuatro meses encerrada por el dolor y, cuando intentó retomar su vida, volvió al Savoy.

    «Hice tres intentos de regresar a ese lugar, pero no pude. Cada vez que me acercaba, me parecía ver a Bernardo y me echaba a llorar. Trabajaba todo el día con los ojos nublados de lágrimas. Hasta que comprendí que tenía que alejarme de allí por el bienestar de mis hijos».

    De a poco fue rearmándose para lograr sacar adelante a sus hijos. Una amiga de su familia le arrendó una casa en Angol, para lo cual debió abonar cinco meses por adelantado, lo que consumió gran parte de sus ahorros. De lo poco que le quedaba, depositó dos tercios en la Caja Nacional de Ahorros (una de las instituciones que más tarde conformarían el BancoEstado) y un tercio lo invirtió para instalar un local de abarrotes en la misma casa. Cada mañana, partía en la madrugada a comprar el pan que ofrecía a sus clientes.

    «Regresaba a casa con un canasto lleno de pan calientito y a las ocho de la mañana ya no me quedaba. Con eso, tenía ganado el sustento para mis hijos. El resto era ahorro. Cada peso que juntaba lo depositaba en el banco».

    José nunca olvidaría las incontables veces que acompañó a su madre al cementerio para visitar las tumbas de Baruch y Gil. Y tampoco se le borraría la imagen de verla llorar en silencio en las noches por sus pérdidas.

    El negocio fue prosperando lentamente y los ahorros le permitieron mudarse a una casa propia, donde siguió con la venta de productos, además de ofrecer vino a los parroquianos que llegaban a jugar rayuela. Fueron tiempos difíciles y de estrechez. De hecho, la falta de recursos la obligó a aceptar las ofertas de amigos y familiares de hacerse cargo de algunos de sus hijos. Ella siguió con José y Luis. Miguel vivió un tiempo con una pariente en Angol y Juan y Rebeca partieron a Valdivia, donde los recibió Pedro Klerman, quien había llevado a esa ciudad sus conocimientos como mueblista.

    Pero la situación seguía frágil y quedó claro en 1939. El terremoto que destruyó Chillán el 24 de enero de ese año, también se sintió más al sur; de hecho, devastó Angol, incluyendo la casa de Blanca y las escuelas de sus hijos. A sugerencia de Klerman, Blanca partió con su prole a Valdivia.

    Llegaron a una pequeña vivienda con dos habitaciones, situada frente a la estación de trenes de la ciudad. En una de esas piezas, la madre cocinaba pescado frito con papas cocidas para quienes quisieran comer algo barato. En la otra, vivía la familia, todos apretados en una sola cama.

    La estrechez de esos años pareció aliviarse ligeramente en 1941, cuando Klerman le consiguió un trabajo en el Centro Israelita. Ahí, con un sueldo fijo y a punta de rezarle a San Sebastián (ella y sus niños eran católicos), pudo darles una educación a sus hijos. El pequeño José entró a la Escuela Pública N°1 de Valdivia y recibió el único regalo de Navidad de su infancia: una pelota de tenis de mesa.

    Esa humilde prosperidad, si es posible llamarla de esa manera, duraría poco. La dueña de la casa que arrendaba en Valdivia le pidió la vivienda, por lo que debió emigrar. Siguiendo un nuevo consejo de Pedro Klerman, arribó a Temuco. Alquiló una pieza y consiguió trabajo con una vecina, como costurera. Y si alguien le pedía lavar ropa o cuidar casas, lo hacía para obtener algo más de dinero.

    Con los ahorros que fueron generando, compró un sitio en la ciudad, en calle Janequeo. Ahí vivían en un rancho con piso de tablas. Sin baño, ni ducha. Blanca criaba cerdos y gallinas, así que tenían manteca, longanizas y huevos para comer y vender.

    A Temuco no se había movido toda la familia. Juan, el mayor de sus hijos se quedó en Valdivia para terminar sus estudios nocturnos en el liceo y durante el día trabajaba en un taller eléctrico. Sin embargo, las necesidades de la familia eran grandes y no logró acabar el colegio. A los diecisiete años se consiguió un trabajo pegando afiches de la empresa Sydney Ross, luego ascendió a chofer y aportaba su sueldo a la familia. Más tarde, Rebeca también entró a trabajar y contribuía a la economía familiar.

    Los más chicos decidieron que también tenían que cooperar. «Debo haber tenido como doce años cuando empecé a trabajar. Mi primer negocio fue hacer volantines. Los ponía en la ventana de la pieza y la gente que pasaba por la calle los veía y me los compraba», recuerda José Rosenberg.

    No se quedó ahí. Con su hermano Luis, se les ocurrió ir a los basurales a recoger fierros y huesos, que entonces se molían para hacer abono. También cortaban leña o iban a la estación a ayudar a los pasajeros a cargar bultos a cambio de una propina. Y luego, pegaba afiches de Aliviol, Mejoral y píldoras Ross, los productos estrella de Sydney Ross.

    Todo esto, José Rosenberg lo compatibilizaba con sus estudios en el Instituto Superior de Comercio, donde esperaba sacar el título de contador. Como siempre le gustaron los fierros, inicialmente quería entrar a la Escuela Industrial, pero terminó siguiendo el consejo de su madre, azuzado por sus recién descubiertas aptitudes para las matemáticas.

    ***

    «¿Por qué terminé cuarto? ¿Por qué se fijaron en mí?...», repasa José Rosenberg cuando recuerda lo que pasó cuando estaba terminando su estudio escolar.

    Antes de comenzar el último año de la secundaria, fue llamado al servicio militar. Decidió hacerlo y eso provocó que se reincorporara al liceo en mayo de 1952. A su juicio, eso fue lo que causó que no terminara entre los tres primeros de su curso, sino cuarto. «¡Afortunadamente!», exclama setenta años después.

    Es que la tradición era que los primeros tres alumnos del Instituto Superior de Comercio recibían tentadoras ofertas laborales de la Tesorería o de Ferrocarriles. Al terminar cuarto, debió seguir en Temuco y trabajar para realizar su memoria y obtener el título de contador general.

    Como quería trabajar en la Caja de Crédito Agrario

    —otra de las instituciones que se terminaron fusionando para dar forma al BancoEstado—, decidió hacer su memoria sobre esa organización. Tomó el tren a Santiago y estuvo un mes trabajando en la Biblioteca Nacional hasta que la terminó. Ese informe, que casi pierde en regreso al sur por culpa de un pasajero que confundió su equipaje, no solo le permitió acceder al título, sino que también fue su carta de presentación para solicitar un empleo en la Caja.

    Mientras esperaba una respuesta a su postulación laboral, empezó a tener sus primeros encargos como contador y consiguió un cupo como garzón en un restaurante ubicado en pleno cerro Ñielol. En febrero de 1954, atendió una mesa en la que había cinco hombres sentados y, por algún motivo que desconoce, se fijaron en él.

    —¿Cómo se llama usted?

    —José Rosenberg, señor.

    —¿Qué estudios tiene?

    —Soy contador general, mi diploma me lo entregan en marzo.

    Resultaron ser oficiales de la Fuerza Aérea (FACh) que esa noche vestían de civil. Era una comisión que había viajado desde Santiago para evaluar interesados en ingresar a la Escuela de Aviación. Estaban el comandante de la institución en Temuco, el médico Antonio Said, un par de integrantes de la comisión y el dentista de la FACh, René Pedro de Jourdan. Fue este último quien dirigió las preguntas.

    —Tú nos atendiste muy bien. Estábamos comentando que se nota que eres un joven con ganas de hacer cosas. Y estábamos pensando que podríamos tomarte examen si quieres entrar a un curso especial a la Escuela de Aviación, de dos años —le dijo.

    Motivado por la invitación, esa noche apenas durmió. Al día siguiente, a las siete de la mañana, estaba en la dirección que le dieron. Said y de Jourdan lo revisaron y confirmaron que su salud era compatible con la Escuela de Aviación. Quedaron de notificarlo si su postulación era aceptada.

    En cosa de días, Rosenberg se vio con dos ofertas muy distintas en la mano. Una carta de la Caja de Crédito Agrario aceptando su postulación para entrar a trabajar el 1 de marzo de 1954 a su oficina de Temuco, y un telegrama de la FACh comunicándole que había sido aceptado como cadete en la Escuela de Aviación Capitán Ávalos, en Santiago. La primera le permitía generar un ingreso económico, la segunda implicaba dos años más sin tener un sueldo y, además debía costear una fianza.

    Su madre y su hermana Rebeca le recomendaron que tomara el camino militar. En su entrevista de 1990, Blanca Villarroel explicó el motivo de su consejo.

    «A Santiago te vas, le dije. Porque andaba pololeando y la niña no me gustaba».

    Pero José piensa que, en realidad, su mamá estaba pensando en el largo plazo. Sabía que era una carrera mejor para su hijo y estuvo dispuesta a sacrificarse un tiempo más.

    ***

    «¿Por qué salí con la segunda antigüedad?...».

    La Escuela de Aviación no solo fue una buena instrucción en las artes militares. Vestir el uniforme le sirvió para aprender el respeto por la autoridad, a

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