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Atrevidos: Historias de emprendedores y cómo construyeron su futuro
Atrevidos: Historias de emprendedores y cómo construyeron su futuro
Atrevidos: Historias de emprendedores y cómo construyeron su futuro
Libro electrónico315 páginas4 horas

Atrevidos: Historias de emprendedores y cómo construyeron su futuro

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Un enólogo deslumbrado por la belleza de un paisaje; una joven que se impone una intensa carrera para cambiar la vida de los habitantes de su región; un niño que observa admirado el tesón de su padre en su hora más difícil; un hombre que se aísla del mundo con el fin de descubrir la solución a un problema que parece imposible; una pareja de hermanos que se disfrazan de brujos para atraer clientes a su local...

Hubo un momento decisivo en la vida de estos emprendedores que definió su mirada sobre los negocios y que forjó el sello que convertiría a sus empresas en las más destacadas del país. A través de una mirada ágil y cercana, este libro reconstruye la historia e indaga en las razones del éxito de los ganadores del premio Entrepreneur Of The Year: Karina von Baer, Aurelio Montes, Fernando Fischmann, Andrés Navarro, Horst Paulmann, Jorge Pacheco, Jorge Nazer, Rolando Carmona, Gonzalo Bofill y Víctor Moller.

Un llamado a la acción, a arriesgarse y a perder el miedo al fracaso. Diez relatos que revelan la compleja transición de emprendedor a empresario, y que sin duda servirán de inspiración a otros para perseverar en sus ideales y concretar sus sueños.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2017
ISBN9789569986048
Atrevidos: Historias de emprendedores y cómo construyeron su futuro

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    Atrevidos - Manuel Fernández

    2017

    EMPRENDEDORA DEL AÑO 2007

    KARINA VON BAER JAHN

    Fundadora de AgroTop

    Plantando desafíos

    «Cuando empiezas a emprender, el primer desafío es no perder las ganas aunque sea difícil. Hay que pensar que no hay más alternativa que sacar tu proyecto adelante. Eso sí, el segundo desafío es el más difícil: conocerte a ti misma. Eso sirve para aprender en qué cosas una es buena y debería seguir sus ideas hasta el final. Y, sobre todo, sirve para darse cuenta de en qué cosas una es más débil y sería mejor

    escuchar a otros».

    El sábado 6 de diciembre de 2003 se grabó a fuego en la memoria de Karina von Baer.

    Tenía una idea y le pidió a su padre, Erik von Baer, que le permitiera presentarla ante los doscientos agricultores que ese día irían al tradicional Día de Campo que organizaba para sus clientes la empresa de la familia, Semillas Baer. En ese encuentro presentaban las novedades que ofrecerían a los productores para la temporada de siembra.

    Pero Karina tenía otros planes. Quería convencer a ese grupo de embarcarse en un proyecto distinto: que sembraran para ella. Su padre le reservó un espacio al final de la jornada que se realizaba en un predio de Cajón, en las afueras de Temuco. La joven agrónoma, con su pelo hasta el hombro y una mirada entusiasta, les habló con decisión.

    «Esto es lo que tenemos que hacer, señores», comenzó.

    Su presentación era breve, de solo cinco diapositivas. En dos de ellas, gráficos con curvas que empezaban a mejorar a partir de 2004. En otras dos, tablas con datos que la respaldaban. Les hablaba de salmones, de un contrato a largo plazo, de Nutreco, de aceite de raps...

    En la quinta lámina, el nombre de su proyecto: CanolaTop.

    Estaba escrito con letras verdes rodeadas por un óvalo del mismo color y con la p adornada con la flor amarilla de la canola, también conocida como raps.

    Esa fue la imagen que la acompañó cuando terminó de hablar, cuando su audiencia empezó a aplaudir y cuando la mayoría se puso de pie para felicitarla. Tenía el sí de los productores.

    Había conseguido sembrar en ellos una ilusión. La esperanza de un negocio conveniente para todos a partir de un producto que parecía en decadencia.

    Pero ahora había que hacerse cargo de eso y pasar del dicho al hecho. Necesitaba construir una planta que procesara esas cosechas de raps. Y si no lograba financiarla antes de marzo, para que los agricultores vieran que el proyecto era real y sembraran sus campos para abastecerla, todo el entusiasmo del Día de Campo quedaría en nada.

    Tenía cuatro meses y necesitaba conseguir 6,7 millones de dólares.

    El sábado 6 de diciembre de 2003, al mismo tiempo que su audiencia la veía sonriente, Karina von Baer sintió que tenía la soga al cuello.

    ***

    Hay una foto de Karina von Baer, con apenas dos años de edad, jugando al aire libre con la mayor de sus tres hermanas. Las dos guaguas aparecen en medio de las espigas de trigo en el campo familiar de Gorbea, el lugar donde sus padres pasaban gran parte del día. Las niñas gozan, como si esas plantaciones de cereales que las rodean en la imagen fueran la fuente misma de la felicidad.

    Esas tierras son parte del ADN de los Von Baer, que llevan generaciones dedicados a la agricultura. Originaria de Estonia, la familia trabajaba con semillas desde el siglo XIX, intentando aplicar los conocimientos de una disciplina que entonces daba sus primeros pasos: la genética.

    Luego de perderlo todo en la Primera Guerra Mundial, decidieron partir de cero en Alemania, por lo que se radicaron al sur de Berlín. Ahí volvieron a caer en desgracia durante la Segunda Guerra Mundial. Erik y Agnes, los abuelos de Karina, llegaron a Chile a fines de la década de 1940. Solo traían una maleta. Junto a sus cuatro hijos, se terminarían afincando en la zona de Gorbea, en lo que hoy es la Región de La Araucanía. Como los recursos escaseaban, comenzaron arando la tierra con una vaca. A mediados de los 50, ya más estabilizados, nació Semillas Baer.

    El padre de Karina, también llamado Erik, se hizo cargo de la compañía a fines de los 60 y se enfocó en investigar, desarrollar y comercializar semillas de nuevas variedades que fueron fundamentales para entender el impulso que vivió la industria del trigo en las dos décadas posteriores.

    Con esa sangre corriendo por sus venas, a nadie le sorprendió que, al egresar de cuarto medio del Colegio Alemán de Temuco, Karina decidiera irse a Santiago a estudiar agronomía en la Universidad Católica. Quería desarrollar su pasión por las semillas y los granos, que eran tema frecuente de conversación en su casa durante toda su infancia. Pronto descubriría que sus cultivos favoritos no eran particularmente populares entre sus compañeros, en años donde la fruta vivía su auge y la enología ganaba prestigio.

    En la agricultura chilena de la década de 1990, los granos parecían condenados a quedar out. De hecho, la superficie cultivada de raps iba en caída libre y lo que muchos predecían en la facultad de Agronomía era que esos campos iban a estar plantados con eucaliptos en el futuro cercano.

    Ya titulada, Karina von Baer volvió a La Araucanía y se incorporó a la empresa familiar, donde trabajó en 1998. Aunque todavía no tenía claro hacia dónde apuntar, sentía que sus inquietudes iban más allá de Semillas Baer, así es que al año decidió independizarse. Mientras se definía, se dedicó al corretaje de trigo: conseguía que los molinos le compraran la producción a sus clientes, a cambio de una comisión.

    Ahí se dio cuenta de las cualidades de los diferentes tipos de trigo y, sobre todo, que no todos eran buenos para generar los mismos productos. Igual que las uvas, donde unas sirven para hacer vino y otras para producir pisco. Entonces, si lo que se busca es producir pan baguette, no se necesita el mismo trigo que para fabricar galletas. Hay una variedad que permite hacer una masa que deje aire en su interior, como en el caso de la baguette, y otra que es más apropiada para una masa crocante, como la de las galletas.

    El punto es que los agricultores mezclaban esos diferentes tipos de granos. La industria era rústica y se perdía el valor de entregar un producto más adecuado a las necesidades puntuales de los compradores. En palabras simples, se estaba perdiendo plata. ¿Qué pasaba si en vez de dedicarse a producir mayores volúmenes, los agricultores daban un giro y se abocaban a atender a una determinada industria, como la de las galletas?

    Esa idea tenía en mente cuando entró a Saprosem en 2000, una pequeña compañía que se dedicaba al corretaje de semillas. Con el capital que tenía, se convirtió en socia y trató de darle ese nuevo enfoque a su negocio. Así nació su primer proyecto: GranoTop.

    Lo de «Top» tiene una explicación sencilla. Por un lado, a Karina no le gustan las siglas que hacen poco sentido al público y que son casi una tradición entre las empresas del agro. Y, por otro, buscaba reflejar lo que ofrecía: un producto especial, de alta calidad. Top.

    Tomó como bandera una semilla de las de su padre, llamada Caluga Baer, que tenía un valor especial para la industria de las galletas, y se la vendió a esas empresas. Así fue naciendo un modelo distinto de trabajar con los granos, uno que vinculaba a los productores con una necesidad específica de una industria. A los tres años, el método empezó a llamar la atención y ella sintió la satisfacción de haber logrado algo más allá del negocio de su familia.

    En el fondo, le daba las gracias a su padre. Él, como genetista, siempre se había preocupado de desarrollar semillas que tuvieran un valor para la industria. Tenía ese bichito. Pero lo que ella entendió es que el tema no era genético, sino comercial. No solo había que mejorar las semillas, sino la forma de vincularse con los compradores de las cosechas, buscarles un mejor espacio en el mercado. Ahí estaba la revolución que podría cambiarle la cara a La Araucanía.

    En 2003, los agricultores del sur de Chile aún no habían asimilado que en la zona se estaba forjando una fuerte industria salmonera. Los productores de granos estaban enfocados solo en el trigo y los campos eran exigidos al máximo: para satisfacer al mercado, no hacían la rotación de cultivos necesaria para preservar la productividad del suelo. Los cultivos de raps, en tanto, estaban al borde de la extinción, con una superficie plantada de apenas setecientas cincuenta hectáreas.

    En ese crítico escenario, pensó Karina, estaba la gran oportunidad. La salmonicultura venía creciendo a un ritmo tan fuerte que pronto iba a pasar de ser una industria prometedora a una realidad potente. Y en ese momento sería insuficiente la producción de aceite de pescado —que se emplea para alimentar a los peces— para satisfacer la demanda. ¿Qué pasaba entonces si esa demanda la cubría el aceite de raps o canola? Investigó y determinó que había ciertas variedades de esos granos que podían aportar más ácidos grasos y omega-3 para potenciar el crecimiento de los salmones.

    Su trabajo llamó la atención de la empresa Skretting, filial de Nutreco que se dedica, precisamente, a la producción de alimentos para la salmonicultura. Conoció al gerente general, José Miguel Barriga, quien creyó en su idea y se comprometió a comprarle el aceite de canola. Firmaron un contrato a largo plazo.

    Ese fue el proyecto que les propuso a los doscientos agricultores que llegaron al Día de Campo de Semillas Baer, en Cajón, a fines de 2003: para poder cumplir con las exigencias del contrato, ella necesitaba construir una planta para hacer aceite de canola en Freire en máximo un año. Ellos, por su lado, serían sus proveedores de materia prima; para eso tendrían que sembrar en marzo las variedades de raps que ella había estudiado y que, según sus análisis, respondían mejor a los requerimientos de la industria del salmón. Las cosechas estarían listas al mismo tiempo que la planta que las procesaría. El negocio parecía tan atractivo que terminaron aplaudiendo de pie.

    Pero ella no tenía aún cómo financiar esa planta. Lo único que le daba esperanza ese día de diciembre era la frase que tantas veces había escuchado en las clases de economía de la universidad y que esperaba que se cumpliera en su caso: «Si el proyecto es bueno, las lucas aparecen».

    ***

    La cuenta regresiva para conseguir los 6,7 millones de dólares estaba en marcha. Al día siguiente de presentar CanolaTop, Karina asumió en lo que estaba embarcada y afloró el natural temor de no poder lograrlo. Sabía que la idea era buena, pero ¿pensarían lo mismo los inversionistas que

    necesitaba para su planta? Y, tanto o más importante, ¿lograría convencerlos dentro del plazo?

    Su marido, Andreas Schick, la animó. Convinieron que él se quedaba a cargo del negocio que ya tenían con Saprosem y GranoTop para que ella pudiera salir, literalmente, a recorrer el mundo a la caza de recursos.

    La agrónoma de treinta y dos años tomó un avión a Buenos Aires, Argentina. Su plan A era conseguir un socio, y el primer nombre que se le vino a la mente fue el de Cargill, una de las mayores productoras de aceite vegetal del mundo. «Deben estar interesados», pensó. Y, de hecho, lo estaban. Sin embargo, le dijeron que necesitaban seis meses para tomar una decisión así. Ella no tenía tanto tiempo.

    Fue a Austria y Alemania, donde se reunió con posibles inversionistas. Nada. Entre tanto, también aprovechaba de ver los equipos que debería comprar en caso de conseguir los fondos para montar la planta. Sentía que en esas empresas la miraban como una niñita loca. La atendían, pero con escasa fe de tenerla como una clienta real en los próximos meses.

    Siguió su búsqueda en Madrid, donde un fondo de inversiones español estuvo dispuesto a conocer los detalles de su idea. La respuesta la desconsoló.

    —Vuestro proyecto es increíble, pero nosotros no invertimos bajo los diez millones de dólares.

    Dos semanas de viaje para nada. A inicios de 2004, cuando aterrizó de vuelta en Chile, seguía sin conseguir un solo peso.

    ***

    En su fuero interno, Karina von Baer está convencida de que, más que agrónoma, es una ingeniera comercial. Fue su madre, Helga Jahn, quien forjó su disciplina financiera desde la niñez. A las cuatro hermanas les daba una mesada y unos pesos extra para que compraran sus útiles escolares, ya que se aburrió de tener que ir a conseguir lápices cada vez que ellas los perdían. Con esos recursos, Karina hizo su primer negocio: se encargaba de comprar lápices y gomas y luego se los revendía a sus hermanas.

    Helga les creó un sistema elemental de contabilidad. Cuando les pasaba la plata a sus cuatro hijas, anotaba el monto en un cuaderno. A fin de mes, si querían recibir la siguiente mesada, tenían que rendir cuentas: debían guardar las boletas de cada compra y justificar sus gastos, además de ir ahorrando. Así, Karina aprendió algunos principios básicos, como hacer presupuestos ordenados, no gastar más de lo que se tiene, cuidar lo que se gana y la importancia del ahorro. A los diez años pudo comprarse su propio caballo.

    La tendencia se intensificó en la universidad. Andaba siempre con una pequeña libreta donde anotaba cada vez que se le venía una idea de algún negocio que podían desarrollar. De esos apuntes se beneficiaba el centro de estudiantes de Agronomía, que encontraba en ellos formas de financiar los eventos que organizaba. También sacaba dividendos la propia Karina, quien siempre trabajó durante su etapa universitaria. De promotora, en las ferias... ¡hasta de tractorista en Canadá durante cuatro meses!

    Aplicaba donde podía las clases de economía de la carrera. Sobre todo las que hablaban sobre cómo financiar proyectos. Así pudo comprarse un auto muy tempranamente y costear los viajes que hizo cuando joven. A Bolivia con sus amigas, a mochilear al sur...

    ***

    Cuando volvió de Europa con las manos vacías, todo parecía derrumbarse. Un empresario amigo, en quien tenía mucha confianza, se le acercó un día y le dijo lo que pensaba.

    —Karina... yo te quiero mucho, eres una gran amiga mía, te admiro por todo lo que has hecho, pero ahora estái loca. Piensa que hace dos años Unilever desmanteló todas las plantas de aceite en el sur de Chile. La siembra de raps está en el piso. Por algo se fueron todas las empresas internacionales. Piénsalo.

    Fue un golpe duro a su ánimo. Quedó asustada y frustrada, las cosas parecían no avanzar. Se aferró al único respaldo real que tenía: la familia. Su padre le dijo que se fuera con calma, pero la instó a seguir adelante. Y su esposo terminó por revivir en ella la esperanza.

    —Karina —le dijo una noche—. Mira, tu amigo no tiene la información que sí tienes tú. Sabes que viene un boom de los salmones y la idea tiene mucho sentido. Estamos apostándolo todo a esto, ya no hay alternativa. ¡Hay que hacerlo nomás, poh!

    ***

    Andreas Schick es un alemán que vino a conocer Chile con un par de amigos el mismo año en que la universitaria Karina von Baer estaba haciendo planes para irse a trabajar de tractorista a algún campo en Canadá. En Valdivia, conoció a una de las hermanas Von Baer, quien fue el nexo con Karina.

    Lo que partió como un encuentro en Santiago para intercambiar consejos sobre cómo ir a trabajar al extranjero durante las vacaciones derivó en un pololeo a distancia. Estuvieron tres años escribiéndose cartas. Cuando terminó la universidad, ella fue tras él a Alemania, el romance tomó vuelo y decidieron casarse.

    Schick pertenecía a la Agencia de Cooperación Técnica de Alemania (GTZ), un organismo dedicado a promover el desarrollo económico, político y social de países subdesarrollados. Su sueño era irse a trabajar a África, donde había estado varias veces. Sin embargo, en uno de sus viajes a ese continente contrajo una malaria tan grave que lo obligó a posponer el matrimonio algunos meses. Se casaron en 1997.

    Esa misma enfermedad le impidió aceptar un trabajo en África y, en cambio, terminó escogiendo uno que le permitía volver a Chile con su flamante esposa. Al principio sería temporal, pero acabaron quedándose y empezaron a forjar juntos la idea de producir aceite de canola.

    ***

    El artículo salió publicado en la página B5 del diario El Mercurio el lunes 19 de enero de 2004. Hablaba de los nacientes cultivos de merluza austral, la nueva apuesta de la acuicultura chilena, que comenzarían al año siguiente. Hacia el final, se colaba un párrafo sobre nuevas líneas de trabajo de la Fundación Chile:

    «En materia agrícola, los programas de la fundación apuntan al desarrollo de cultivos, como el lupino y la canola, los que se piensan usar luego como alimentos para los salmones que están en cultivos».

    A continuación, el texto citaba al entonces presidente de Fundación Chile, José Pablo Arellano, quien afirmaba que este plan tenía dos grandes ventajas: «Permitirá que la industria tenga más opciones para la alimentación de los salmones —disminuyendo la dependencia de la harina de pescado y su disponibilidad— y permitirá que la agricultura del sur tenga nuevas opciones».

    Cuando leyó la noticia, sintió como si le hubieran estado leyendo la mente. Tanta coincidencia solo podía ser una señal. Karina von Baer no lo pensó dos veces y partió rumbo a las oficinas de la fundación, en el sector alto de Santiago.

    Cuando llegó, se encontró con que la gerenta de Agroindustria era Eugenia Muchnik, quien había sido su profesora en la universidad. Respiró aliviada, porque había sido buena alumna de esa clase y le presentó el proyecto, cuyo nombre había cambiado. Ya no era CanolaTop, por un problema al inscribirlo, sino OleoTop.

    —Karina, ¡esto es justo lo que nosotros estamos buscando!

    De inmediato, Muchnik designó a un joven analista para estudiar el plan. Su nombre era Marcos Kulka, y un par de años después llegaría a ser el gerente general de Fundación Chile. Él tomó el proyecto y consiguió darle estructura y sistematización al modelo de negocios en tiempo récord. Logró hacer una evaluación de riesgos y pulió aspectos tan relevantes como los contratos con los productores.

    Con su ayuda, en menos de un mes consiguieron que la fundación se sumara a OleoTop y aportara los primeros trescientos mil dólares. Seguían faltando 6,4 millones de dólares y el plazo estaba por vencer.

    ***

    «Para hacer un proyecto, lo más importante son los partners. Gente que te apoye de verdad, que te aconseje. Porque el emprendedor siempre está en ese riesgo de caerse después de que las primeras ideas funcionaron, de ir más lejos de lo que puede.

    Por ejemplo, en algún momento me interesé por los biocombustibles, tenía muchas ganas. Pero cuando vimos cómo funcionaba en otros países, descubrimos que el negocio dependía básicamente de subsidios y Chile no estaba en condiciones de hacer ese gasto. Al menos, fue bueno estudiarlo.

    Es que la mente sigue funcionando... ahora mismo tengo cinco nuevos proyectos que quiero desarrollar. No quiero confesarlos porque si los digo, me voy a sentir responsable y voy a querer hacerlos altiro. ¡Es que en temas agrícolas, todavía queda mucho por hacer en Chile, hay mucho espacio!

    Es algo propio del emprendedor eso de estar buscando, buscando y buscando. Para mí no es muy distinto de lo que hace el empresario. El llegar a ser empresario es la consolidación de un camino recorrido, por decirlo de alguna forma. Quizás lo diferente es que el empresario tiene muchos más roles que solo crear una compañía, y me encanta que sea así. Llega un momento en que, de alguna forma, te tienes que hacer cargo de otras problemáticas de la sociedad. Te conviertes en líder y tu deber ya no está solo en la creación de compañías. Pero para eso, una tiene que estar orgullosa de lo que hace y mantenerse activa, juvenil, interesada, con ganas de aprender y disponible para la sociedad».

    ***

    El apoyo de la Fundación Chile le dio una especie de sello de seriedad al proyecto. En cuestión de semanas, Karina von Baer había logrado conseguir capitales tanto de los bancos como de Empresas Transoceánica, la firma liderada por Christoph Schiess.

    Finalmente, en marzo de 2004 había logrado conseguir los recursos. Ahora tenía el respaldo para decirles a los agricultores que se habían entusiasmado con la idea que podían plantar la canola y que, mientras esas plantaciones crecían, OleoTop levantaría su planta de aceite. Ese mes, mientras cuatro mil hectáreas se sembraban con raps, Karina von Baer puso la primera piedra de esa estructura en una ceremonia a la que asistió incluso el alcalde de la comuna de Freire.

    La carrera contra el tiempo volvía a comenzar. Construir y habilitar una planta de aceite en nueve meses iba a ser tan complicado como haber conseguido el financiamiento para hacerla. Fueron semanas difíciles, de largas horas de trabajo y que pasaban tan rápido que incluso varias de las fotos que las documentaron están movidas.

    En una secuencia de imágenes se ve cómo en medio del campo se levanta una estructura de metal amarilla. En otra, se ve la estructura forrada y techada, ya con forma de un gran galpón. En otra, se ve cómo un grupo de trabajadores construye los cimientos de los silos.

    Pero los problemas seguían. Cuando en mayo fueron a buscar las prensas para extraer el aceite de raps que habían acordado comprar a una empresa de Alemania, se toparon con que había aparecido un cliente ruso que ofrecía llevárselas a un precio más alto. Fue dramático, pero tras largas negociaciones destrabaron el negocio.

    Luego estaba el problema de traer a Chile la maquinaria, considerando que el presupuesto era exiguo. Karina y Andreas se pusieron manos a la obra. Ellos mismos fueron al puerto de Hamburgo y cargaron los contenedores con el equipamiento para despacharlo rumbo a Chile. En una de las fotos movidas, de hecho, se ve a su marido con overol azul y guantes acomodando cajas dentro de la estructura metálica.

    A fines de octubre, con las fechas encima, los españoles a quienes les habían comprado los silos avisaron que tenían un retraso de un mes y medio. Con diciembre a la vista, no les quedó más que apretar los dientes y encomendarse a que todo resultara bien.

    Finalmente, todo el equipamiento llegó en noviembre y el sueño de la planta de aceite de canola tomó forma real. Catorce meses después del Día de Campo, OleoTop pudo iniciar la producción de diez mil toneladas anuales de su producto para la salmonicultura.

    La respuesta del mercado fue muy positiva: al poco andar subieron a quince mil toneladas anuales y en 2017 podrían alcanzar las doscientas sesenta mil.

    ***

    «En nuestro modelo de negocios, ubicamos al agricultor en el centro y los beneficios llegan directamente a sus bolsillos. Por ejemplo, nosotros ideamos este tema de la agricultura de los contratos. ¿En qué consiste? Yo firmo un contrato con el agricultor para comprarle su producción. Con ese contrato, el banco va a estar más disponible para prestarle la plata, y una tasa de interés que antes era de 1,5 por ciento mensual le baja a 0,8 por ciento, porque es menos riesgoso. Así, el agricultor puede crecer.

    Otra cosa que hicimos fue desvincular el momento de entrega del producto con el momento de fijación del precio. En 2008, cuando se juntaron las crisis del salmón con la financiera, el aceite cayó de mil doscientos dólares por tonelada a seiscientos dólares. Entonces, el incentivo del cliente a salirse del negocio era muy importante. Y al revés, si uno le fijaba un precio al agricultor y en el año se disparaba, había un incentivo muy grande a que no cumpliera con el contrato.

    Entonces, el gerente general, Álex Strodthoff, ideó un sistema bien innovador que, básicamente, consiste en cubrirnos en la Bolsa de Chicago. Eso nos permitió que ahora los agricultores tengan muchas oportunidades durante el año para determinar el precio que nos cobran. Obviamente, hay negociaciones importantes en la temporada de cosecha, pero una gran parte de ellas se logró adelantar y el agricultor con eso logra cubrir su riesgo.

    En general, la industria agrícola a nivel mundial no se preocupa mucho

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