El profesor Zíper y las palabras perdidas
Por Juan Villoro
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Juan Villoro
Juan Villoro nació en México DF en 1956. Ha sido agregado cultural en la Embajada de México en la entonces República Democrática Alemana, colaborador en revistas y numerosos periódicos. Fue también jefe de redacción de Pauta y director de La Jornada Semanal, suplemento cultural del diario La Jornada, de 1995 a 1998. Actualmente es profesor de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) e invitado en las de Princeton, Yale, Boston y Pompeu i Fabra de Barcelona. Colabora regularmente en los periódicos La Jornada (México), El País (España) y El Periódico (España), y en publicaciones como Letras Libres, Proceso, Nexos, Reforma y la italiana Internazionale. Premiado en sus múltiples facetas de narrador, ensayista, autor de libros infantiles y traductor de importantes obras en alemán y en inglés, Juan Villoro es cada vez más reconocido como uno de los principales escritores latinoamericanos contemporáneos.
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El profesor Zíper y las palabras perdidas - Juan Villoro
JUAN VILLORO
ilustrado por
RAFAEL BARAJAS, EL FISGÓN
Fondo de Cultura EconómicaPrimera edición, 2022
[Primera edición en libro electrónico, 2022]
Distribución mundial
© 2022, Juan Villoro, texto
© 2022, Rafael Barajas, El Fisgón, ilustraciones
D. R. © 2022, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México
www.fondodeculturaeconomica.comComentarios: librosparaninos@fondodeculturaeconomica.com
Tel. 55-5449-1871
Colección dirigida por Horacio de la Rosa
Edición: Susana Figueroa León
Formación para libro impreso: Miguel Venegas Geffroy
Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos correspondientes.
ISBN 978-607-16-7528-6 (ePub)
ISBN 978-607-16-7486-9 (rústico)
Hecho en México - Made in Mexico
A María Moliner, que hizo un maravilloso
Diccionario mientras zurcía calcetines.
No fue admitida en la Academia,
pero mantuvo vivo el lenguaje.
O mejor todavía: a María Moliner, cuando
era niña y jugaba con las palabras.
Índice
El lápiz del equilibrio
27 peces dorados
El Fisgón, Pancho Hinojosa y La Tinta Envenenada
Malteada de fresa consentida
Encuentro en el bosque
Zíper inventa la tranquilidad
La idea de Alex
Criptograma en acción
Zíper reacciona
El mensaje secreto
Zíper entra al diccionario
Se alquilan palabras
El Cuarto de los Tres Pellejos
El amor a las palabras
Vuelta a clases
El lápiz del equilibrio
Alex era feliz en la escuela. La frase suena extraña porque a pocos muchachos de 13 años les gusta ir a la escuela. Pero Alex era un caso especial. Durante años tuvo que trabajar en la tintorería de su familia. En aquel tiempo iba a clases en la tarde y regresaba a su casa a hacerle de cenar a sus padres y sus tíos, que eran muy flojos. Su única diversión consistía en jugar con el gato Mediodía, que había aprendido a enrollar calcetines. Esa vida llena de esfuerzos duró hasta que fue en busca de su hermano Lucio, que había desaparecido y se encontraba en un lugar que parece inventado: La Isla de los Inmortales.
La aventura de Alex fue tan complicada y apasionante que dio lugar a un libro: El té de tornillo del profesor Zíper. Cuando su hermano Lucio regresó a la vida normal, se hizo cargo de la familia y de la tintorería, y Alex pudo volver a la escuela en un horario común, sin tener que trabajar. Eso explica que le gustara tanto ir a clases. Ahora tenía 13 años y empezaba la secundaria.
El maestro de Literatura llegaba al salón con un portafolios de cuero negro con aspecto de maletín de doctor. No hubiera sido raro que de ahí saliera un termómetro o un estetoscopio. Aquel maestro tenía uno de esos nombres que nunca se olvidan: Bernardo Banfi.
Al llegar a clase, sacaba —siempre en el mismo orden— un termo de café, un tubo de pastillas de menta y un lápiz amarillo que se ponía tras la oreja.
En una ocasión, Julia, la chica más curiosa de la clase, le preguntó por la utilidad de ese lápiz.
La explicación fue la siguiente:
—El cuerpo humano es magnífico, pero por desgracia no tiene bolsillos. Los canguros y los tlacuaches nos llevan ventaja en ese campo; nosotros necesitamos bolsas o portafolios. Por suerte, existen las orejas, que pueden sostener plumas y lápices. Tener un lápiz en la oreja mantiene el equilibrio mental: si se te ocurre algo interesante, puedes escribirlo de inmediato. Estoy tan acostumbrado a tenerlo en la oreja que si me quitan el lápiz, me callo.
Las palabras no significan lo mismo para todo mundo. Unos pensaron que el maestro era raro y otros pensaron que era normal. La mayoría ni siquiera puso atención. Pero un alumno demostró que las orejas también sirven para oír lo que te da la gana: Fede Pardillo, travieso por naturaleza, tuvo una idea.
Bernardo Banfi le pidió que pasara al pizarrón a escribir una frase famosa: El tenedor es la radiografía de la cuchara
.
Fede aprovechó una distracción del maestro para quitarle el lápiz y lo escondió bajo la manga de su camisa.
Sin el instrumento que daba equilibrio a sus ideas, Banfi no pudo seguir hablando. Tuvo que ir a la papelería de la esquina por un nuevo lápiz. Cuando regresó al salón, los alumnos disputaban una batalla de avioncitos de papel. El maestro retomó la clase con voz insegura; pudo hablar pero con tartamudeos. La razón era la siguiente: el lápiz estaba en su oreja —amarillo, nuevecito—, pero no tenía punta. Si a Banfi se le ocurría algo, no podría usarlo.
La gente sensible se altera por cosas pequeñas y Banfi era una persona sensible. Por suerte, a la siguiente clase regresó con el lápiz afilado.
No sólo contaba cuentos, sino que los actuaba. Era capaz de subirse al escritorio con una regla en la mano para representar a un espadachín o un pirata. Además, recitaba poemas que parecían juegos y adivinanzas, como La bicicleta
, de Eugenio Montejo:
La bici sigue la cleta
por un ave siempre nida
y una trom suena su peta…
¡Qué canción tan perseguida!
A Alex, el maestro le caía de maravilla y le cayó aún mejor cuando abrió su portafolios y, después de sacar el termo de café, el tubo de pastillas de menta y el lápiz del equilibrio, mostró un ejemplar de El té de tornillo del profesor Zíper.
Alex no había hablado con nadie de esa aventura. ¿Cómo explicar que alguien de su edad hubiera ido a La Isla de los Inmortales? ¿Podría convencer a sus amigos de que ese libro estaba basado en su vida? Por supuesto que no.
Hay días que se recuerdan para siempre. Ese fue uno de ellos.
Después de la clase, Julia se acercó a decirle:
—Ya habías leído ese libro, ¿verdad?
—¿Por qué?
—Porque me dijiste que tu gato se llama Mediodía, como el que aparece en El té de tornillo.
—Sí, ya lo había leído —contestó Alex para no entrar en detalles.
Y es que Julia era demasiado hermosa para entrar en detalles. Cuando Alex veía su pelo negro y sus ojos brillantes, olvidaba la mitad de las palabras que quería decirle. Ella, en cambio, siempre sabía lo que tenía que decir:
—Prométeme una cosa —le pidió a Alex.
Hay muchas maneras de contestar a esa solicitud. Se puede decir sí
, claro
, por supuesto
o desde luego
, pero él no pudo decir nada. Los ojos de Julia hacían que él fuera como el maestro sin el lápiz tras la oreja. Esa mirada lo enmudecía.
Por suerte, ella no esperó su respuesta y volvió a hablar:
—No cuentes el final del libro. Me encanta adivinar cómo acaban las historias.
Una vez más, Alex estaba ante la posibilidad de decir sí
, claro
, por supuesto
o desde luego
. Tragó saliva y no dijo nada.
—Me gusta que leas libros. Tenemos que seguir hablando —Julia apartó de un soplido el pelo que le caía en la frente, sonrió como sólo ella sabía hacerlo y regresó a su pupitre.
Aunque la única que había hablado era ella, Alex se sintió feliz de haber tenido una conversación
. La verdad es que él no leía libros. ¡Había vivido esa historia! Si lo decía, Julia lo tomaría por alguien mentiroso y presumido. Tal vez algún día podría presentarle a Mediodía, el gato blanco de patas negras que aparecía en el libro. Tal vez entonces ella lo tomaría en serio.
Por ahora compartían un salón donde sólo unos cuantos querían estudiar. Uno de ellos era el pequeño Asdrúbal, un niño pobre que había sido admitido en la escuela por recomendación del maestro Banfi, que además le pagaba la colegiatura.
Ya vimos lo que contenía el portafolios de cuero negro de Bernardo Banfi. Antes de que comenzara la clase, contenía algo más. El maestro saludaba a Asdrúbal en el patio de la escuela y le daba una oreja de pan dulce. Era el desayuno del muchacho que usaba zapatos rotos, pedía que le regalaran lápices y cuadernos viejos para hacer sus tareas, vivía en las afueras de la ciudad y tomaba tres camiones para llegar a clases. Esos esfuerzos hacían que apreciara la escuela más que nadie. Alex se identificaba con él porque había trabajado durante años en una tintorería para mantener a su familia.
Julia se interesaba mucho en la clase de Literatura porque se había convencido de algo muy raro:
—El mundo es como un libro: hay que saber leerlo —le dijo a Alex.
Él pensó entonces: Algún día voy a tener la cabeza llena de palabras, algún día voy a poder decirlas, algún día voy a ser como un libro
.
Por el momento, era mejor escuchando que hablando.
Asdrúbal era aún mejor para oír. Tenía las uñas negras porque ayudaba a su padre en un