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Efraín: Una historia de Colombia
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Libro electrónico391 páginas5 horas

Efraín: Una historia de Colombia

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El 9 de junio de 1965, el gobierno de Colombia necesitó un tanque de guerra, dos cañones de artillería pesada, un equipo de gaseadores y más de 500 soldados en combate para dar de baja a un solo hombre. ¿Quién era Efraín González y por qué su muerte fue tan celebrada por unos y llorada por otros? Este libro nos asoma a su vida personal, a la circunstancia histórica del bandolerismo y al contexto nacional a partir de testimonios de primera mano, de periódicos, de procesos judiciales, de archivos históricos, notariales, fotográficos y fílmicos, que componen el retrato más cercano, íntimo y real hasta la fecha realizado sobre uno de los bandoleros más célebres de todos los tiempos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 nov 2022
ISBN9788411443203
Efraín: Una historia de Colombia

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    Efraín - Luis Carlos Gaona

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Luis Carlos Gaona

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-320-3

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    AGRADECIMIENTOS

    Cuando bebas agua, recuerda la fuente, dice el proverbio chino. Mi gratitud con quienes ayudaron a hacer posible este libro arranca con la tentativa de recopilar algunos testimonios para realizar un cortometraje documental en colaboración con Nelson Omar Silva, Nelson Arnoldo Piñarte, Guillermo Quiroga y Juliana María Escobar Suárez. De igual modo, debo reconocimiento a quienes amablemente me confiaron sus recuerdos; también gratitud a Daniela Rubio, Carlos Álvaro Ramírez, Jorge Ortiz, Oscar Chiquillo, Álvaro Laitón, Alejandro Espitia, Nauro Torres y el Rvdo. Ricardo González, quienes me ayudaron a despejar el camino.

    .

    EFRAÍN

    «Señores, voy a contarles lo que en Bogotá pasó.

    La noche del 9 de junio Efraín González murió.

    Él era un hombre formal, querido por mucha gente,

    pero se volvió un travieso que a las tropas enfrentó.

    Lo enterraron en Yopal donde entierran a los guapos,

    en medio del regimiento y lo cuidan más de cuatro».

    El corrido de Efraín González

    «Efraín González ha sido hechura de todos».

    Jairo Aníbal Niño

    «¿No habrá manera de que Colombia,

    en lugar de matar a sus hijos,

    los haga dignos de vivir?».

    Gonzalo Arango

    PREÁMBULO

    Como la piedra que cae al estanque liberando un chasquido y luego se desliza hasta el fondo, mientras en la superficie una serie de círculos concéntricos se van alejando y dejan en el agua un temblor que perdura más allá del sueño tranquilo de la piedra en el fondo del pozo; así es la relación de Efraín González con quienes hoy nos negamos a olvidarlo.

    Efraín se ha quedado en el tiempo, ha rebasado los linderos de su corta vida, ha desplegado las alas de la leyenda que añade vida a sus años. ¿Y nosotros?… Siempre volvemos a aquello que nos inquieta, a aquello que se nos escapa, que no podemos comprender. Aquello que regresa a través del tiempo, o mejor, aquello que no nos resignamos a dejar en el pasado. Me pregunto por él, pero también por nosotros. ¿Qué necesidad tenemos de añadir una justificación a su atrocidad? ¿Qué imagen especular nos devuelve este hombre para que estemos tan fascinados con él? ¿Qué de su persona anhelamos en nosotros? ¿Por qué hemos desviado la vista ante su impiedad y su salvajismo? Sin duda, la imaginación o el deseo explican por qué las gentes han añadido unos rasgos a su imagen y han tergiversado otros tratando de justificar su crueldad. Quizá lo acomodan a su sentir, lo han hecho suyo desde el sentimiento; o tal vez le atribuyen ese carácter heroico porque es un baluarte de resistencia, de rebeldía ante el Estado.

    ¿Qué hay de seductor en este hombre para que la gente le haya tolerado —le tolere aún— tanta barbarie? ¿Qué acontece para que en la memoria colectiva perviva con tanta carga positiva? ¿Qué de verdad y qué de fantasía hay en los decires con que se ha construido su imagen? ¿Qué artilugio hace que se haya convertido en mito?… En él la historia y el mito se mezclan en una frontera difusa, ambigua, siempre cambiante. Tenía siete vidas como el gato en que creían que se convertía, ágil, preciso como un felino. Lo que se dice de él se debate entre la dialéctica —por un lado— de entenderlo, de clasificarlo, de sacarlo a la luz y —por otro— la tentativa de exaltarlo, engrandecerlo, legendarizarlo, mitificarlo, que es también una forma de esconderlo. Y Efraín se niega a quedarse en el pasado, retorna difuso, incomprensible, fantasmal; pervive como mito, justamente porque no ha podido ser explicado.

    Efraín González, un hombre habitado por la contradicción, al que no es fácil seguirle el rastro. Aún ahora —más de 50 años después— lo barnizamos con nuestro lenguaje, nos negamos a dejarlo partir, a dejarlo morir. Nos maniata la dificultad de que estos bandoleros ya han muerto y la única posibilidad que tenemos de acceder a ellos es a partir de testimonios, de periódicos, de procesos judiciales, de archivos históricos, notariales, fotográficos y fílmicos. Para llegar a Efraín González y a su cuadrilla tenemos que hacerlo por el camino de la mediación. Lo que tenemos de él nos ha llegado a través de otros, que privilegiaron con su cosecha tal o cual aspecto de su carácter, que pusieron palabras en su boca para justificarlo o para señalarlo; porque hablar de Efraín González compromete de plano el talante moral de quien discurre. Este libro, hecha esa salvedad, pretende evocar el accionar del bandolero a partir de los testimonios de primera mano de víctimas y protagonistas que reconstruyen, a la manera de un puzle, los sucesos de violencia en la región. Cada testimonio muestra unos hechos y plantea interrogantes y conjeturas que otro testimonio va completando o desvirtuando. La complejidad de la temática del bandolerismo y la violencia de mediados del siglo pasado es abordada también a partir de la vivencia particular de personas del común que cuentan los hechos que durante años han querido olvidar y reflexionan al tenor de esos recuerdos.

    No hay memoria precisa de él, su imagen no circula en souvenirs, es un fantasma que aparece momentáneamente y siempre nos deja con ganas de saber más. Tras su muerte, pululan las condecoraciones¹ y la casa donde fue dado de baja se convirtió en sitio de peregrinaje. Se dice que su cadáver fue llevado a Yopal, pero nadie sabe dónde está. Llegó a rumorearse que su cabeza había sido enviada a Estados Unidos para que estudiaran su cerebro y sacaran en limpio rasgos de su destreza y maldad. A su muerte la gente lo lloraba y pagaba misas por el descanso de su alma, se decía que los campesinos alumbraban con velas su fotografía en los altares de sus casas. La verdad es elusiva, escamoteada continuamente por la cantidad de historias forjadas por imaginaciones calenturientas que añaden algo de su invención a los relatos que escucharon de Efraín. La fantasía no cesa de colarse por las entretelas de la realidad. Así las cosas, este es un libro de antemano condenado al fracaso, pues no puede ofrecer a los lectores la claridad que ellos quisieran. No me preocupa, Efraín es —lo era en vida— un ser de difícil aprehensión.

    Sería pretencioso buscar la unánime «verdad», resulta imposible tejer un discurso totalmente esclarecedor de hechos acaecidos hace ya tanto, pues los testigos ofrecen una versión tamizada por su ideología y por vaguedades propias del paso del tiempo. Sé que los testimonios no pueden ofrecernos la tan ansiada objetividad, pues cada uno habla desde su retazo de mundo, desde su circunstancia política, desde su rincón cultural y su sensibilidad particular. Lo que recibimos de cada testigo es solo su verdad, lo que pretende ahora, años después, que sea su verdad. Así se afianza este ensayo, en la medida en que permite acercarnos a esta complejidad, también desde la sencilla perspectiva de víctimas y testigos. Como dije, no me interesa presentar al lector una visión unánime de los acontecimientos, sino permitir que los testimonios choquen y se contradigan, que la voz del simple campesino se oponga, si es el caso, a la del académico, a los registros noticiosos de la época o a los textos ya publicados. No se trata de ofrecer una versión acabada y precisa de la historia, sino de abrir espacio a múltiples voces, para que se produzca significado a partir de una disertación colectiva, una argumentación construida según la perspectiva de las víctimas, de uno y otro bando, con las contradicciones que de ello puedan derivarse. Se busca un nuevo acercamiento al fenómeno, muy distinto al tono autoritario y sesgado de la voz unánime en la historiografía tradicional.

    Hay una constante en los textos escritos de carácter literario que se han producido sobre él, se trata de la elucidación que le atribuye poderes sobrenaturales, ya sea por favor divino o pacto demoníaco, esta interpretación permanece invariable en los guiones para cine y en una extensa crónica novelada². Acaso no huelgue preguntarnos si esta visión mítica que se ha popularizado resulta adormecedora en tanto hace que el lector, seducido por la espectacularidad del personaje, reproduzca esa invención primaria que la cultura popular tiene de Efraín y aparte la vista de los verdaderos móviles de orden sociopolítico que animan el bandolerismo. No sirve hablar del pasado si rehusamos mirar en derredor. No se puede exorcizar el fantasma de la violencia cerrando los ojos y pronunciando conjuros, ha de mirarse a la cara, por más horror que conlleve la osadía. Los hechos que pretendemos traer al presente marcaron una época álgida del conflicto en el país y como tal su crudeza está fuera de duda. La realidad no pudo ser más cruel, los hechos fueron brutales y el lector tiene que sentir eso, pero a su vez debe saber que está siendo invitado a interpretar esos hechos, a pensar en el fenómeno tratado y sus incidencias en la actualidad. Creo haber advertido cuán difícil resulta la pretensión de Heródoto de «contar lo que fue». Con el material que pude acopiar, sin duda, busqué fidelidad con los hechos, para concatenarlos e instar al análisis. Sería inútil el tiempo gastado en este libro si no esperase del lector un aporte mayor al de simple depositario de los episodios referidos, sin más esfuerzo que el de una lectura literal. Me desvela, ya no el saber, sino el comprender. Pues, «es innegable que una ciencia siempre nos parecerá incompleta si, tarde o temprano, no nos ayuda a vivir mejor» (Bloch, 1996: 46). A esto apunta mi pregunta por la utilidad de la historia.

    Pero ¿tiene algún sentido hacer esta indagación, escribir esta historia cuando ya los muertos, muertos están? ¿Quién o qué me autoriza para escribir sobre el dolor ajeno? ¿Por qué recabar en el olvido? ¿Para qué narrar la vida de un hombre que causó tanto daño? ¿De qué sirve buscar la verdad cuando ya no hay remedio?, ¿de qué sirve?, me pregunto. Los testimonios de quienes dijeron conocerlo son vagos y en algunos casos contradictorios. A más de cincuenta años de su muerte, la gente aún rehúye hablar de él, como no sea de forma desprevenida, es como si tantos años después aún lo escondieran. A medida que escuchaba los testimonios me preguntaba por la verdad de esta historia. Ahora creo que la verdad no está en los hechos, las fechas o los protagonistas, sino en el trasfondo que se presiente bajo sus palabras: la pasión, el dolor, la rabia, la postrera venganza, efectiva o frustrada, el titubeo al recordar, acaso sean lo único verdadero.

    Mi generación, desde temprana edad, escuchó el recuento de hechos concernientes a episodios violentos ocurridos entre liberales y conservadores. Aún recuerdo escuchando esos relatos y lo mucho que me inquietaban. Fue por aquella época que tuve mención de personajes como Efraín González, una figura elusiva y legendarizada que pervive en el imaginario de las gentes de la región. Desde entonces quedé envenenado por el deseo de desentrañar la raigambre de la violencia bandolera y dilucidar la enigmática figura del Siete colores. Decidí, entonces, indagar sobre estos hechos, a la par que iba recorriendo lugares, desandando los pasos del bandido y dejándome seducir cada vez más por la temática. Durante este tiempo he hablado con personas que lo conocieron o que fueron víctimas o testigos en hechos cruciales al respecto. Hablando con ellos comprendí que el recuerdo puede ser un dolor cuyo pálpito persiste a pesar de los años. Sin embargo, me pregunto: ¿por qué esta manía de querer hurgar en el pasado, como si algo de aquel tiempo me hiciera falta para vivir? ¿Qué es lo que quiero comprender? ¿Por qué no me es posible el olvido, la amnesia histórica, que es un rasgo tan común hoy en día?

    Al final persistí, por esto que llamamos patria: una nación entregada al destino infame de autodestruirse, al papel histórico de acabarse desde adentro, pues sus guerras con otros países han sido bastante modestas en comparación con su tragedia interna. ¿Cómo seríamos hoy si en nuestra historia no se hubiera cosechado tanto dolor, tanto resentimiento? Y, sin embargo, queremos más. Nuestra relación con la historia es bastante superficial, valorada con desinterés y a menudo producto de la tergiversación. Hemos de admitirlo, nuestra conciencia histórica es frágil no porque no se haya indagado el pasado, acaso porque no se ha dado a conocer con la suficiente amplitud. La mayoría de la gente tiene una visión simplista y estereotipada del fenómeno de la violencia bandolera. En los sitios donde se padeció, la desmesura del conflicto y el miedo hacen que muchos ni siquiera hablen del tema. No hay espacios de reflexión generalizada al respecto, entre otras razones, porque los valiosos y múltiples estudios sobre la violencia solo parcialmente rebasan el campo específico de las universidades y el saber especializado. ¿De dónde esto de que la historia está confinada al pasado? Considero que vivenciar la historia no puede reducirse a un hecho tan baladí como visitar un museo. Sigo pensando que el conocimiento de nuestro pasado no debería ir por fuera, como una prenda que se cuelga sobre el cuerpo, sino que es más una llama que uno abriga; va por dentro, instalada en el cerebro y en el corazón, como una luz, como una antorcha en tiempos de oscuridad.

    José Porras,

    encontrado en una zanja, primero por los buitres.

    Adelina Flórez,

    imploró por sus hijos?... Nunca lo sabremos.

    Eleuterio García,

    lo tajaron a machete y le arrojaron puñados de sal en las heridas.

    Roso Tinjacá,

    ¿qué imagen quedó flotando para siempre en el charco de sus ojos?

    La muerte anduvo suelta por los campos…

    En las noches, con pasos de sonámbula, triscaba vidas inocentes:

    de Juanes, de Pedros, de Marías.

    Mujeres y niños temblando tras las puertas.

    Lo demás era muerte.

    Una andanada brutal: de 1948 a 1953, un balance de 140000 muertos.

    En 1958 un acuerdo bipartidista conocido como Frente Nacional,

    pretendió,

    con la alternancia de liberales y conservadores en el poder,

    poner fin a la violencia política.

    Pero en el sur del departamento de Santander,

    esa medida, lejos de resolver el conflicto, lo agravó aún más.

    EL PRESIDENTE ANDA DE FUNERAL

    En un país con una tradición de conflicto interno no es común ver al presidente de la república, el ministro de guerra y la cúpula militar asistiendo al sepelio de unos soldados. El 11 de junio de 1965 acompañaron el cortejo fúnebre de cinco militares, que murieron a manos de Efraín González, uno de los bandoleros más sanguinarios de Colombia. Sobrevivió a tantos combates con el ejército que popularmente se rumoraba que tenía la propiedad de convertirse en gato, armadillo, mata de plátano…, en múltiples formas gracias a su pacto con el diablo. Otros ponderaban su habilidad para disfrazarse y pasar en medio de las tropas como campesino, mujer, sacerdote o anciano desvalido. Se le inculpó de más de un centenar de asesinatos y por su cabeza se ofreció una cuantiosa recompensa. Se decía que lo protegían algunos militares, ciertos directorios políticos, miembros de la Iglesia y los campesinos de la región. Este hombre que enlutó amplias comarcas del Quindío, sur de Santander y noroccidente de Boyacá y a quien unos veían como su protector y otros como su verdugo, pervive aún en las mentalidades colectivas de la región, donde las gentes lo recuerdan como una figura legendaria. El 9 de junio de 1965 el gobierno necesitó un tanque de guerra, dos cañones de artillería pesada, un equipo de gaseadores y más de 500 hombres para dar de baja al bandolero que fue leyenda gracias a su astucia, su coraje, su destreza militar y su implacable crueldad.

    La operación militar que arrojó como resultado la muerte de Efraín González fue un logro cimero del empeño gubernamental por acabar con los bandoleros en el país. No obstante, para entender el posicionamiento de Efraín en el panorama del bandolerismo colombiano resulta de crucial importancia esclarecer la dinámica histórica que hizo posible un fenómeno como este y un personaje como aquel.

    El bandolerismo, su contexto

    Abordar con acierto el fenómeno de la violencia bandolera de mediados del siglo XX exige dedicar considerable atención, más que a las diferencias ideológicas y doctrinales, a los rasgos emotivos y pasionales que caracterizaron la filiación partidista desde sus orígenes. El apasionamiento sectario, la violencia, la manipulación y el fraude electoral han sido una constante en la historia política de nuestro país. En las mentalidades colectivas pervive la creencia de que la confrontación política es susceptible de ser resuelta por la fuerza, no de otro modo se explican las guerras civiles del siglo XIX y que la transición al siglo XX se diera en medio de una de las guerras más largas y cruentas del país. Desde antaño la disputa política fue sinónimo de confrontación armada y la gesta electoral estuvo ligada a mover la nervadura pasional de la plebe. Ya desde el inicio de las justas democráticas, el favor electoral se conquistaba con jolgorios, chicha, pólvora y almuerzos.

    Desde la consolidación del proceso independentista, a comienzos del siglo XIX, las guerras civiles fueron determinantes en la conformación de la República. Las élites, ávidas de poder, hicieron de la guerra el mecanismo expedito para resolver las contradicciones políticas. El siglo XIX se caracterizó por la continua inestabilidad administrativa y una serie de disputas nacionales y regionales fueron cosechando «hijos de la guerra», con resentimientos pendientes y cuentas por saldar. En la que posteriormente sería la región de influencia de Efraín González la participación popular en la guerra de los Mil Días fue considerable y la confrontación dejó una sarta de problemas no resueltos y heridas sin sanar. La región de Cachovenao se caracterizó por la euforia partidista conservadora, el sacerdote Rito Celio González recuerda: «Por ejemplo en Cachovenao tenían una bandera azul, grande, que tenía una venada y unos venaditos y en las manifestaciones la sacaban y todos en procesión detrás del que llevaba la bandera».

    En Colombia la violencia ha sido una práctica consustancial al ejercicio del poder político. La dinámica gubernamental se ha movido siempre bajo la obtusa dialéctica de la confrontación armada con el contradictor. El papel estructurante de la violencia en la formación del Estado se verifica en la medida en que a lo largo de la historia se ha legitimado una antesala de violencia para acceder a niveles de participación en el andamiaje del Estado. Diversos sectores se articularon a la vida política nacional a partir de la confrontación y el ejercicio sistemático de la violencia; no de otro modo se labraron un nombre en el accionar político los partidos tradicionales (la violencia como antesala de la política, sucedió desde las guerras del siglo XIX y así habría de acontecer con el narco paramilitarismo y las guerrillas que se incorporaron a la vida civil). En Colombia, por tanto, la violencia, fenómeno de larga duración, ha sido una constante en la historia del país y cumplió un papel estructurante en la formación del Estado Nación, concebido inicialmente desde una perspectiva bipartidista. Justamente el bipartidismo forjó la visión estrecha que hizo de él un Estado parcializado y esto no le permitió solucionar las tensiones sociales, dejando que las gentes resolvieran dichas tensiones por obra de la dinámica misma de las fuerzas en pugna, que como dijimos obedecía más a impulsos de carácter pasional que a ideologías de consenso. En el ciudadano del común pesaba más la lealtad partidista que el sentir patriótico, el interés del Estado no tenía más valía que el interés de los partidos. Quizá en este punto radique el mayor óbice para que nos consolidemos como nación; no somos una nación en el estricto sentido del término porque el Estado mismo se erigió, a trancas y a mochas, en medio del furor bipartidista y, desde entonces, los provechos de partido o de grupo pesan más que los intereses de nación.

    Ser liberal o conservador era un rasgo de identidad del individuo, hacía parte de su «ser», era un componente de su personalidad, las gentes decían «soy» liberal o «soy» conservador. De nacimiento venían matriculados a un partido y esa filiación arrastraba toda la raigambre familiar, era constitutiva de la estirpe. Los individuos, las familias, las veredas, los pueblos se cohesionaban en torno a un partido. Los militantes se sabían prestos a luchar por su partido, a morir por él y cuando los líderes convocaban, la masa se movilizaba fervorosamente en aras de defender el partido. Aunque como dijo alguien: «Defenderle sin saber qué» (Testimonio de Rito Celio González). La identidad política se explicaba en función del partido contrario; más que por un partido, se votaba contra el partido antagónico. Se era liberal o conservador, no por convicción doctrinaria, sino por tradición familiar o por arraigo regional. Se era liberal o conservador de nacimiento, se arrastraba un estigma político y se cargaba con un odio heredado dependiendo de la región y de la familia en que se había nacido. Inocencio Forero afirmó: «Mi papá estuvo en la guerra de los mil días peleando contra los liberales, cómo podría ser yo liberal; por esta sangre que llevo de mi padre no puedo ser sino conservador» (Laitón Cortés, 2008: 44). Humberto Prieto lo expresó con sencillez y precisión: «Recuerdo que mi mamá me enseñó un verso de guabina que decía: En el cielo no se reza ni se siembra platanal, los godos no van allá porque Dios es liberal. Cuando yo era así pequeñito, los papás de uno le enseñaban, que un godo, que yo no sé qué, que se se cuándo, desde cuando eso, y así todo el mundo… Y de allá para acá sería lo mismo. Ya desde pequeño yo conocí ese odio… ¿Y sin saber por qué sería?».

    La violencia política de mediados del siglo XX se explica en buena parte por el fervor partidista. La elección de partido no era una elección meditada, sino una imposición del contexto sociocultural, una deuda con la tradición, el entorno y la historia. Si bien dicha identidad venía de cuna, la vida les iba reafirmando su compromiso con el partido. Cada individuo modelaba su ser en ese entramado simbólico, en ese cantón de lenguaje que era el marco de expresión del animal político en que literalmente iba convirtiéndose. La praxis política de confrontación permeaba su vida. Cada fracción política quería constituirse en una fuerza y cada fuerza quería ser superior a su oponente; la vida de estos individuos parecía confinada a esta lógica binaria. A tenor de la oratoria de los dirigentes, plagada de llamados a la confrontación y a la victoria, que en caso de ser necesario sería militar, los campesinos creían que su deber moral era defender al partido y enfrentar a sus enemigos. El dolor y el ánimo de venganza eran el terreno abonado para que fructificaran las voces radicales que hablaban de defender al partido con el machete en la mano y se desoía el llamado de los dirigentes moderados, más interesados en el convivialismo que en el conflicto. Estaban encerrados en discursos unívocos, sin posibilidad de diálogo y menos de acuerdo racional.

    Cada partido creía que defendía los más altos valores e intereses de la patria. El partido liberal y el conservador se concebían y promocionaban como entidades opuestas, pero a nivel programático no resultaba fácil establecer diferencias cruciales entre ellos. Sin embargo, los campesinos de una y otra colectividad se consideraban antagónicos y cada uno reclamaba para los suyos valores altruistas y atribuía a los otros los mayores vicios y vejámenes. Los conservadores se veían como defensores de la fe y la tradición católica, de la familia y la patria. Los liberales se creían defensores del ideario ilustrado, del racionalismo moderno y el progreso. Unos tildaban a los otros de comunistas, a su vez estos de retrógrados a aquellos; ambos se acusaban mutuamente de bárbaros. Ambos partidos se arrogaban la condición de víctimas y consideraban lícito el empleo de la violencia. La identidad partidista que llegó a ser constitutiva del individuo se forjaba pasionalmente por oposición a los contrarios, caracterizados negativamente para zanjar distancia con ellos. La narratividad con que cada grupo justificaba su existencia y su actuar estaba construida a partir de la resistencia frente a la fuerza del otro, afianzada en una historia de agresiones que se remontaba a varias generaciones; la identidad entonces, como ya se ha dicho hasta la saciedad, estaba afianzada en la otredad. De tanto repetir que el partido contrario representaba lo malo y negativo, se terminó por pasar de la diatriba, del discurso venenoso, del insulto, a la objetivación de una praxis agresiva. Una vez el otro derivaba vulnerado en el plano simbólico del lenguaje, resultaba muy fácil vulnerarlo físicamente. La palabra lucha, la palabra batalla, la palabra victoria, se repetían en los discursos de uno y otro dirigente. Los líderes amenazaban al otro partido con tácitas alusiones a la guerra, con advertencias que eran también amenazas. Así las cosas, los militantes de base debieron pensar que enfilar las armas contra sus contrarios, a lo sumo era adelantarse al querer de los dirigentes de su partido.

    Manifestar públicamente esa identidad partidista resultaba peligroso, podría acarrear consecuencias desastrosas; sin embargo, la alevosía, el orgullo de hombría o el licor los hacía levantar el puño en alto y gritar vivas a su partido. La violencia campesina contra sus vecinos en buena parte fue producto del proselitismo y los prejuicios que, por generaciones, se implantaron en sus mentes. Alimentaban una imagen obcecada del opositor político a quien veían como un ser extraño, perjudicial y peligroso. Los miembros del partido contrario, o mejor de la chusma contraria, generaban temor y desconfianza y eso de por sí predispone a la violencia, a una violencia brutal que dejó en los muertos rastros de sevicia y salvajismo. El campesino de la misma vereda, a quien conocían, fue objeto de un odio que iba más allá de la muerte, hasta la desfiguración del cadáver; era como si desfiguraran al liberal o al conservador que había en él, como si se ensañaran contra la identidad partidista del contrario enviando así un mensaje postrero. El cuerpo de los vivos representa una identidad política, el cadáver representaba esa identidad desmembrada. La crueldad con el cadáver del enemigo tenía que ver con desfigurar esa identidad partidista, enviando así una advertencia sobre el peligro de pertenecer al otro bando. Se ensañaron con el cadáver, lo tajaban a machete como se les hace a ciertos bejucos que proliferan o a la yerba mala que tememos que retoñe. La contemplación de estos cadáveres era una amenaza, pero obraba también en sentido contrario, como una exhortación a la valentía, un llamado a la venganza.

    Ser liberal o conservador equivalía para el sujeto común a mucho más que ser colombiano, la sujeción voluntaria no era ya a una nación o un Estado (si es que hubo nación o Estado) sino a un partido político. La afiliación al partido establecía un vínculo que estaba por encima del ordenamiento jurídico y del andamiaje filosófico que sustenta la naturaleza del Estado. En realidad, pesaba más el vínculo medieval de sujeción a un señor, en este caso a un partido o un caudillo. In situ era como volver a un estado anterior a la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, pues un individuo conservaba o no los derechos consagrados en teoría, según

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