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Escuela y Primera Infancia: Aportaciones desde la Teoría de la Educación
Escuela y Primera Infancia: Aportaciones desde la Teoría de la Educación
Escuela y Primera Infancia: Aportaciones desde la Teoría de la Educación
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Escuela y Primera Infancia: Aportaciones desde la Teoría de la Educación

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Antes de embarcarse en la aventura de educar, todo profesional de la educación debe conocer y dotar de sentido las decisiones que como profesional deberá tomar en todas y cada una de sus actuaciones como educador. Disponer de los conocimientos básicos sobre qué es la educación, para qué y por qué de la acción educativa, con el fin de proponer intervenciones educativas, a la vez que guiar a cada individuo en su proceso de maduración como persona y ciudadano en el contexto en el que vive. Tarea que empieza en la primera infancia, en todos los escenarios en los que interactúa y en el que la escuela es uno de los espacios con mayores posibilidades para favorecer el aprendizaje.

Como educadoras y educadores tenemos la tarea de facilitar el desarrollo de todas las capacidades, de tal manera que, poco a poco, cada niño y niña vaya configurando su identidad. Para alcanzar todos estos objetivos propios de la escuela, y compartidos con otros actores sociales, cada profesional debe lograr una sólida formación teórica y práctica que le capacite para saber intervenir en cada caso concreto, a la vez que le facilite esas claves necesarias del qué, el por qué y el para qué de cada acción educativa.

Este es el objetivo de este libro elaborado por 14 profesoras y profesores procedentes de diferentes universidades. Coinciden en que todos ellos imparten docencia en los Grados de Educación Infantil y en Educación Primaria, con amplia experiencia investigadora en torno a esta etapa, lo que avala la diversidad de enfoques y perspectivas a la hora de abordar cada capítulo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 sept 2022
ISBN9788427729483
Escuela y Primera Infancia: Aportaciones desde la Teoría de la Educación

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    Escuela y Primera Infancia - Marta Ruiz-Corbella

    Capítulo 1

    La educación como tarea humanizadora

    1. Una primera aproximación al ser humano

    2. Cuatro coordenadas básicas de la existencia humana.

    3. El ser humano en cuanto animal cultural .

    4. El sentido común de una cultura.

    5. La educabilidad y las dimensiones humanas educables.

    Educar es una actividad propia y exclusiva de la especie humana en dos sentidos. Por una parte, solo los humanos educamos a nuestros semejantes y, por otra, solamente es posible vivir una existencia plenamente humana si se ha tenido la oportunidad de acceder a la educación, aunque sea en sus formas más elementales. ¿Cuáles son los rasgos distintivos de nuestra especie que exigen educación para poder desarrollarse en plenitud? Una característica que distingue a todos los seres vivos —ya se trate de un roble, un gusano de seda o un ser humano— es que no son todo lo que pueden llegar a ser desde que comienzan a existir; y por eso deben superar la distancia que separa su situación inicial, más precaria e imperfecta, de la plenitud que deben alcanzar como individuos adultos de su especie según sus capacidades particulares, por medio de su actividad. Los vivientes se mueven por impulsos internos que les dirigen hacia la perfección propia de su naturaleza que, en el caso del ser humano, se experimenta subjetivamente como felicidad. Pero, así como el resto de los seres vivos llegan a esa plenitud gobernados por los instintos biológicos naturales peculiares de cada especie, los seres humanos carecemos de instintos. Somos libres, y solo podemos alcanzar los fines que nos proponemos voluntariamente.

    En este capítulo se estudiarán las características del ser humano que hacen necesaria la educación, y los ámbitos que esta debe abarcar si se quiere progresar efectivamente en el camino hacia la excelencia humana.

    1. UNA PRIMERA APROXIMACIÓN AL SER HUMANO

    Desde el inicio de la reflexión filosófica en la Grecia antigua, las preguntas fundamentales sobre la condición humana: ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Dónde me dirijo? ¿Qué me cabe esperar?— no han dejado de formularse entre quienes se han tomado en serio su vida. Parece oportuno, por tanto, que las personas que quieren dedicarse a la educación reflexionen sobre estos temas fundamentales acerca de la condición humana si desean comprender con más profundidad qué papel desempeña la educación en este proceso.

    Se van a mencionar tres supuestos (García Amilburu, 2021) que es imprescindible tener en cuenta (Tabla 1.1) a la hora de intentar comprender al ser humano y que, si se ignoran, se corre el peligro de edificar la tarea educativa sobre el error, en el vacío.

    1.1. Situados en un espacio y un tiempo concretos

    La pertenencia del ser humano al reino animal es una de las pocas afirmaciones sobre las que puede constatarse un consenso universal. Desde posturas animalistas se cuestiona recientemente si somos un animal especial, pero nadie pone en duda que lo somos y, más concretamente, que pertenecemos al orden de los mamíferos. Tenemos un cuerpo que, por ser material, está sometido a las leyes físicas y se desarrolla, como cualquier otro organismo vivo, según marcan los procesos de la biología.

    La condición corpórea constitutiva de nuestra existencia nos coloca inexorablemente en unas coordenadas de espacio y tiempo: estamos situados, existimos en un entorno y no podemos eludir, detener o revertir el paso del tiempo: el transcurrir de la propia vida constituye un enigma, un misterio para todo ser humano. Que la persona exista en términos corpóreos e históricos, significa que no puede superar completamente los límites de su situación terrenal y que las coordenadas espacio temporales son el presupuesto necesario para la comprensión de uno mismo y del mundo.

    El sentido de la propia existencia se juega en este espacio y en este tiempo; toda vida humana está situada, y pretender ignorar el contexto particular y la historia que le ha forjado sería un intento tan vano como querer salirse de la propia piel. Somos, estamos, vivimos, insertados en un lugar, un tiempo y una tradición cultural que son concretos, particulares que nos configuran y nos brindan las herramientas necesarias para acceder al conocimiento de la realidad exterior y para comprendernos a nosotros mismos.

    La temporalidad constituye la otra dimensión ineludible de la existencia humana y, en la actualidad, adquiere nuevas connotaciones. Por una parte, está el fenómeno de la globalización y el desarrollo de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), que permiten establecer relaciones sincrónicas con un gran número de contemporáneos compartiendo con ellos el presente a nivel planetario; y, por otra, se experimenta inexorablemente la dimensión diacrónica de la propia temporalidad al evocar recuerdos de los que extraemos enseñanzas y experiencias, y al proyectar el futuro que nos gustaría protagonizar a nivel personal y como sociedad. Y percibimos además que la temporalidad humana no se estructura como mera duración individual, sino que la biografía de cada persona forma parte de otras muchas historias que, cuando se contemplan desde la perspectiva de una comunidad, se comprenden como tradiciones que son plurales e históricamente cambiantes.

    1.2. Creadores de cultura y necesitados de ella

    Los seres humanos tenemos además la capacidad de conocer, comprender, utilizar para nuestro beneficio y trascender intencionalmente las leyes físicas y biológicas, gracias a la inteligencia, aunque no podamos suprimirlas. Crear cultura es una capacidad fundamental exclusiva de nuestra especie. La plasticidad biológica del organismo humano y su carácter racional hacen posible —y reclaman, al mismo tiempo— la creación cultural. Para llegar a ser plenamente humano es necesario poseer la estructura biológica propia de la especie y haber interiorizado una cultura particular.

    Mediante la creación cultural, la humanidad ha ido atesorando, generación tras generación, un cúmulo de conocimientos y una potencia operativa cada vez mayor. Así, quienes nacen en el siglo xxi no solo disponen de las capacidades biológicas y racionales propias del homo sapiens sapiens, sino también el legado cultural forjado por la humanidad a lo largo de los siglos —conocimientos, instituciones, ordenamientos jurídicos, instrumentos, técnicas, obras de arte, etc.—, que multiplica exponencialmente la capacidad operativa del ser humano. Pero este acervo cultural no se recibe pasivamente, como sucede con el patrimonio genético, sino que alguien ha de presentarlo ante nosotros y enseñarnos cómo interiorizarlo y hacerlo propio, como veremos con detenimiento más adelante.

    1.3. Dependientes y vulnerables

    El tercer supuesto antropológico que conviene considerar en este contexto es la dependencia y la correlativa vulnerabilidad de nuestra especie. Desde el punto de vista práctico se comprueba que el ser humano es inviable sin la participación y la ayuda de sus semejantes: nadie se ha dado la vida a sí mismo y la supervivencia en la etapa infantil, la adquisición del lenguaje, etc., muestran por la vía de los hechos que no somos autónomos ni autosuficientes, sino seres profundamente dependientes de otros. Asociarse, buscar apoyo, ayuda, protección, compañía y consuelo entre los semejantes, son actitudes espontáneas de todo ser humano que, en expresión de Aristóteles, es por naturaleza un animal social. La independencia y autonomía personal que caracteriza a los individuos adultos de nuestra especie, solo se puede forjar a partir de múltiples dependencias anteriores. Por eso, aunque en los ambientes educativos contemporáneos se insiste mucho, con razón, en la formación de personas autónomas, con pensamiento propio, que puedan tomar decisiones por sí mismos, no estaría de más subrayar igualmente la necesidad de reconocer todo lo que nos ha sido dado, que ha hecho posible que maduremos hasta la edad adulta. Y, en consecuencia, es de justicia fomentar actitudes de agradecimiento por lo recibido.

    TABLA 1.1. Presupuestos para la comprensión del ser humano y educación

    2. CUATRO COORDENADAS BÁSICAS DE LA EXISTENCIA HUMANA

    Vale la pena recordar al inicio de este apartado algo obvio: el ser humano no es una realidad simple, sino un todo complejo —los clásicos lo calificaron como un microcosmos— en el que se pueden distinguir, sin separar, varias dimensiones que constituyen una unidad orgánica: es un ser corpóreo, aunque sea más que su cuerpo; es un sujeto individual, aunque necesite de la sociedad formada por sus semejantes para desarrollarse y vivir; sus capacidades cognoscitivas se orientan a la acción práctica, a la producción técnico-artística y a la contemplación teórica; experimenta una serie de necesidades materiales, biológicas, cognitivas, afectivas, estéticas y trascendentes que tiene que satisfacer, etc.

    Frente a esta complejidad y aparente dispersión, todo ser humano pertenece a una misma especie biológica, todos comparten la misma naturaleza. Esto constituye la razón última y el principal fundamento de la radical igualdad y dignidad de todos los humanos, con independencia de sus diferencias corpóreas, culturales, sociales, etc. Todos los seres humanos son personas: esta es la dignidad propia de los individuos de nuestra especie.

    Con el fin de sistematizar las coordenadas que definen a la persona, se van a mencionar cuatro fundamentales: la corporeidad, la apertura al mundo y a las demás personas, la racionalidad y la libertad (García Amilburu, 2003). Están estrechamente vinculadas entre sí, formando un sistema orgánico coherente y, por lo tanto, no pueden estudiarse adecuadamente de manera fragmentaria, prescindiendo de alguna de ellas, o considerarlas aisladamente. Es su conjunto lo que define la humanidad, y las cuatro se implican mutuamente (Tabla 1.2). Ahora bien, por razones expositivas, las trataremos por separado, intentando resaltar al mismo tiempo su mutua relación.

    TABLA 1.2. Coordenadas básicas de la existencia humana

    2.1. Corporalidad

    Los humanos somos un tipo peculiar de organismo vivo. Concretamente, pertenecemos al grupo de los mamíferos y, sin prejuzgar ulteriores precisiones que puedan establecerse como consecuencia del desarrollo de la Paleontología, nuestra especie se describe en la escala zoológica como homo sapiens sapiens, y se diferencia de las demás a nivel bioquímico por los 23 pares de cromosomas que forman los núcleos celulares.

    Tener cuerpo no es accidental para los humanos, hasta el punto de que nuestra existencia en cuanto tales, está vinculada a la corporalidad —desde la concepción hasta la muerte—; y nuestro organismo —considerado desde los puntos de vista fisiológico, estético, cultural, operativo, etc.— es uno de los elementos fundamentales que configuran la identidad personal.

    El rasgo principal que caracteriza el estilo de la vida humana es la falta de especialización, o plasticidad biológica. Las características del cuerpo humano son muy adecuadas para el desarrollo de una existencia de carácter personal: el bipedismo, la inespecialización funcional de la mano humana, la ausencia de instintos y la modulación de las tendencias mediante el entendimiento y la voluntad, son otros tantos elementos de nuestra naturaleza que permiten y reclaman simultáneamente desarrollar un estilo de vida absolutamente diferente al de los demás vivientes.

    El propio cuerpo es también el lugar de nuestra inserción en el mundo y el medio que nos permite relacionarnos con nosotros mismos, entre nosotros y con el entorno. Solo podemos ser con otros y para otros si tenemos una dimensión visible que los demás pueden captar como un fenómeno en el que se manifiesta una subjetividad personal. La corporalidad encierra, por tanto, la posibilidad de que los demás puedan objetivarnos.

    2.2. Apertura de la persona al mundo y a sus semejantes

    Una segunda característica de la persona humana es su apertura radical a la realidad en su totalidad. No estamos clausurados sobre nosotros mismos, sino orientados hacia lo otro y los otros, y nos relacionamos de manera espontánea con el mundo físico, con los productos culturales y con nuestros semejantes.

    Nuestra relación con el mundo es, en algunos aspectos, parecida a la que mantienen otros seres vivos que necesitan de lo que les rodea para subsistir y para el desarrollo de la especie. Al igual que el resto de los seres vivos, somos al mismo tiempo dependientes e independientes: vivimos individualmente, con una existencia separada de los demás y, sin embargo, necesitamos de ellos. Pero mientras que el resto de los seres vivos se mueven dentro de los límites de su medio sin poder trascenderlo el nicho ecológico que les es propio—, el ser humano habita en el mundo, al que hace su casa, adaptándolo a sus necesidades mediante la creación cultural.

    La Biología define el instinto como una pauta de comportamiento fija, estereotipada, común a toda una especie, eficaz en orden a conseguir su objeto, irresistible e innata. Y señala también que hay dos instintos fundamentales: el de supervivencia y el de propagación de la especie. Los animales no humanos solo perciben y se interesan por las realidades que son relevantes para su supervivencia o la conservación de la especie, y poseen una dotación instintiva innata que señala el sentido que adoptará su conducta dentro del ciclo funcional de la vivencia.

    Atendiendo a esta definición, se puede afirmar que el ser humano carece de instintos, porque uno de los rasgos más destacados de la acción humana es que es imprevisible. Aunque no se puede negar la existencia de tendencias naturales inscritas en la biología humana —que en ocasiones se experimentan con una gran fuerza—, estas no tienen la fijeza, regularidad e irresistibilidad que caracterizan a los instintos.

    Por otra parte, el campo de realidades que pueden tener interés para un ser humano es infinito. Y una vez que se ha captado algo como un estímulo, no se desencadena necesariamente una respuesta, sino que es posible inhibir voluntariamente la acción. Y si decide responder al estímulo percibido, la actividad puede desplegarse en un amplísimo abanico de direcciones, porque las tendencias humanas quedan a disposición de lo que decida realizar el entendimiento en su diálogo con la voluntad.

    Pero más significativa aún que la apertura del ser humano al mundo en su totalidad es su apertura y relación con las demás personas. El solipsismo es incompatible con el concepto de persona. La vida humana no se define exclusivamente por la tendencia a la conservación y a la propagación de la especie, sino que uno de sus rasgos distintivos es la autotrascendencia y la donación de sí, cuya forma más elevada se llama amor. El ámbito que necesita un ser humano para su pleno desarrollo es el de la acogida y el reconocimiento, y estas situaciones solo se producen si el que reconoce y acoge es alguien semejante a uno mismo.

    En el seno de las relaciones interpersonales los humanos quedan constituidos como seres con los que los demás hombres pueden hablar, y no meramente como cosas acerca de las que se puede hablar. Por eso, reducir a una persona a la categoría de objeto —de conocimiento, de discurso, de disfrute o de utilidad, por poner solo algunos ejemplos— supone no hacer justicia a su peculiar modo de ser y, por tanto, atentar contra su dignidad. De ahí que la existencia humana vivida en plenitud debe desarrollarse como coexistencia entre semejantes, posibilitada por la apertura y acogida mutuas, gracias a las cuales se establece una red de relaciones que sitúa a los seres humanos en un ámbito intermedio entre la fusión y la exclusión, que son los rasgos típicos de las relaciones entre los cuerpos físicos o entre el resto de los seres vivos. El individualismo —y la soledad no deseada, que es su efecto propio— es uno de los mayores daños que puede experimentar la persona, y constituye además una lacra para el tejido social.

    2.3. Racionalidad

    Conocer sensiblemente, valorar y comprender el significado que tiene lo conocido para la supervivencia teniendo como punto de referencia la propia situación orgánica, son actividades que también pueden realizar algunos animales no humanos gracias al sentido interno que se llama estimativa. Para ellos, las cosas solo son relevantes como medios o como término de sus dinamismos biológicos, que tienen unos fines fijos e inalterables marcados por la biología de cada especie.

    Además de estas actividades, el ser humano puede conocer y valorar la realidad sin hacer referencia a su propia situación orgánica, o incluso al margen de ella. Así, la racionalidad ha sido reconocida desde los mismos inicios de la filosofía como un rasgo propio de la naturaleza humana. La razón o inteligencia es la capacidad cognoscitiva humana que goza de esa autonomía. Por ejemplo, podemos comprender qué significan «exclusividad», «subsiguiente» o «redondez», que son conceptos abstractos que no tienen ninguna vinculación con nuestras necesidades biológicas o con la propagación de la especie. La razón nos permite, por tanto, establecer la diferencia entre lo que las cosas son en sí mismas y lo que son para mí. En otras palabras, el ser humano es capaz de objetivar y conceptualizar la realidad.

    El entendimiento humano conoce la realidad y se conoce a sí mismo como parte integrante de ella. La percepción de sí, ese darse cuenta de uno mismo como sujeto capaz de conocer objetos, configura la propia subjetividad y hace posible la aparición de la autoconciencia, otra capacidad exclusiva de los seres humanos. La autoconciencia surge por la reflexión del entendimiento sobre sí mismo y sobre su propia actividad. Solo después de esta reflexión sobre lo que éramos y todavía no sabíamos de nosotros mismos, se puede formular el pronombre de la primera persona en singular y decir «yo». Pero, tal como recuerda la antropología contemporánea, no es posible adquirir propiamente la conciencia de ser un «yo» sin tener conocimiento de alguien que es, al mismo tiempo, distinto y semejante a mí: un «tú» humano.

    Los humanos somos sujetos conscientes de nosotros mismos y nos percibimos, al mismo tiempo, como realidades físicas naturales que existen en el mundo, sienten, piensan y desean. La inteligencia, razón o entendimiento es la capacidad humana que permite reflexionar sobre uno mismo y la propia actividad y, de ese modo, constituye en cada uno una interioridad que es inalcanzable desde el exterior y resulta incomunicable de modo completo o absoluto. Somos reconocibles a través del cuerpo y de los estados psíquicos reflejados por él, pero nuestra dimensión subjetiva interna escapa a toda posible objetivación y hace a cada ser humano único, inefable, insustituible, inasimilable a los demás o a la especie.

    La racionalidad y corporalidad humanas son conjuntamente las condiciones de posibilidad del primer y principal producto cultural: el lenguaje. Los animales racionales hemos creado un sistema de signos convencionales mediante el que podemos comunicarnos y expresar el pensamiento, haciendo posible la colaboración para vivir en sociedad. El lenguaje humano es también una manifestación de que las relaciones del ser humano con el mundo están mediadas simbólicamente: vivimos en un mundo interpretado, y lo seguimos interpretando continuamente para poder vivir.

    2.4. Libertad

    La categoría de ser persona está estrechamente vinculada a la libertad. Los humanos no estamos programados genéticamente para ejecutar de manera instintiva aquello a lo que nos inclinan las tendencias naturales. El ser humano es libre porque puede hacer lo que quiere; pero para hacer lo que quiere, ha de saber qué quiere hacer. De ahí la vinculación estructural entre racionalidad y libertad. Cuando se pregunta a un agente libre por qué hace esto o aquello, responde señalando las razones que le han llevado a obrar así, porque la causa última de la acción humana libre es siempre el querer del agente.

    Que el ser humano pueda obrar u omitir la acción como respuesta a un estímulo ha recibido el nombre de libertad de ejercicio; y el que pueda actuar de un modo u otro, es decir, de la manera que decida, se llama libertad de determinación, o autodeterminación. Este poder de autodeterminación nos permite comprobar a cada uno, de modo muy intenso, que somos nosotros mismos y que podemos trascendernos.

    La vivencia de la propia libertad es una de las experiencias más profundas que puede darse en la subjetividad humana. Y se percibe con especial intensidad en los casos en que no nos es permitido ejercerla: bien porque se nos impide hacer lo que queremos, o bien porque se nos obliga a actuar de manera contraria a lo que querríamos hacer.

    3. EL SER HUMANO EN CUANTO ANIMAL CULTURAL

    Atendiendo a su estructura biológica, la especie humana se ha considerado como un animal inacabado: no está especializado para nada, y su infancia es muy larga y vulnerable. Pero contemplada en su conjunto se comprueba que la naturaleza humana es la más poderosa del universo material: la capacidad intelectual de la mente, la voluntad libre y la habilidad de sus manos para producir instrumentos, suplen y superan con creces la falta de instintos y de especialización biológica. El ser humano produce cultura y puede procurarse a sí mismo y a sus descendientes una calidad de vida cada vez más excelente; aunque la contrapartida del mal uso de esa capacidad puede dar origen a los desequilibrios más destructivos y a las acciones más viles.

    El ser humano crea la cultura para hacer frente a sus necesidades existenciales, y por medio de su acción transforma el mundo que le rodea, convirtiéndolo en un ámbito habitable y útil para su desarrollo. Este mundo, imbricado de realidades físicas y culturales, es el único ámbito en el que puede desarrollarse la existencia humana.

    La definición más sencilla de cultura la describe como el sistema de los instrumentos, leyes y formas de representación simbólica creados por un grupo humano, es decir, el modo de disponer las cosas propio de una sociedad.

    El único mundo habitable para los seres humanos es el universo cultural, no meramente el medio físico. La cultura es absolutamente necesaria para el desarrollo de la vida humana, para atender las necesidades biológicas, intelectuales, afectivas, trascendentes, etc., propias de su naturaleza. El lenguaje, mito, arte, ciencia, religión, historia, etc., constituyen los hilos que entretejen la trama cultural que se va reforzando continuamente a medida que se produce cualquier progreso en la actividad humana (García Amilburu, 2010).

    Pues bien, una de las características más notables de la cultura es la contingencia propia de sus formas y sistemas. La necesidad de la cultura es universal, pero las culturas son particulares, plurales, contingentes, y adoptan las formas que cada grupo humano les imprime al crearlas.

    Solo es posible acceder al universo cultural si se es introducido en él mediante la educación, a través de los procesos de enseñanza-aprendizaje. Solo es posible llegar a comprender cualquier forma o sistema cultural —lengua, costumbres, ritos, etc.— si alguien que ya está familiarizado con ellos enseña a quienes aún no lo están, qué significa cada cosa; y solo se hacen propias estas formas cuando se interiorizan mediante el aprendizaje.

    Por eso, cuando se sostiene que el ser humano es por naturaleza un ser cultural, se está afirmando, al mismo tiempo y por la misma razón, que es un ser educable. La educabilidad es, por tanto, una de las características humanas más sobresalientes, porque define un rasgo propio de nuestro modo de ser.

    Se entiende por socialización la introducción de un individuo en el mundo cultural —no meramente físico— de una sociedad o de un sector de ella. Se distinguen dos etapas en este proceso: la socialización primaria, que tiene lugar en la infancia y se identifica con la aculturación y la socialización secundaria que incluye todos los procesos de socialización posteriores mediante los que el individuo, ya socializado primariamente, accede a nuevos sectores del mundo cultural —profesión, asociaciones, comunidad política, etc.— (García Amilburu, 2010).

    El elemento clave de todo proceso de socialización es la interiorización: la captación e interpretación de un acontecimiento como significativo, es decir, como una manifestación de que algo que ya tiene sentido para otras personas, empieza a tenerlo para el sujeto y es, desde ese momento, comprensible también para él.

    La socialización primaria configura tanto el ámbito del conocimiento como el de las emociones y, en esta fase, la comprensión se produce como identificación con lo que le es presentado por los otros significativos —los padres, u otras personas que estén en relación constante con los niños—. El individuo aprende que él es lo que los demás le dicen que es: recibe una identidad, le es asignado un lugar determinado dentro del mundo —es hijo, hermano, nieto…—. Esta primera interiorización de la cultura es simultánea e inseparable de la adquisición del lenguaje.

    El lenguaje es, al mismo tiempo, el primer contenido y el instrumento de todo el proceso de socialización. El lenguaje permite vivir en un mundo que no solo está formado por cosas, sino también por signos y símbolos. Aporta esquemas de clasificación para diferenciar a los objetos según el género, número, acción, grados de intimidad social, etc. Normalmente, para cuando tiene cinco años el ser humano domina unas reglas complejas de gramática y de sintaxis (aunque su vocabulario sea limitado) y también gran variedad de funciones del lenguaje: mandar, preguntar, llamar la atención de otros, ejercer un control social, explicar, describir, etc. Con la adquisición del lenguaje se aprende una compleja y eficaz manera de organizar la experiencia, de comunicarse con otros y de actuar sobre el mundo físico y el medio social.

    Los adultos son los principales protagonistas de la socialización primaria. Los niños no tienen posibilidad de seleccionar quiénes van a ser los otros significativos, por eso su identificación con ellos es casi automática y la interiorización de la realidad tal como se les presenta es inevitable. En la infancia se interioriza el mundo como el único mundo existente y posible. Y este modo de comprenderlo que se interioriza en la socialización primaria arraiga mucho más firmemente en la conciencia que las otras categorías que se asumen en la socialización secundaria. El mundo infantil así constituido, imprime en el individuo una estructuración ordenada en la cual puede confiar y sentirse seguro.

    La socialización primaria finaliza cuando el concepto del otro en general,

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