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El paradigma de la educación continua: Reto del siglo XXI
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El paradigma de la educación continua: Reto del siglo XXI

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En la sociedad actual la globalización influye en el mercado mundial y en los procesos de enseñanza-aprendizaje. La exclusión social o la pobreza ponen de manifiesto la necesidad de una educación a lo largo de la vida como inversión en capital humano y principio activo para la economía y la inclusión social de los ciudadanos.
En el contexto global de la educación como proceso de formación a lo largo de la vida hemos de asumir e integrar tanto lo relativo a los contextos educativos formales como a los no formales e informales, al dejar de ser, precisamente, las escuelas y las instituciones profesionales el único lugar donde adquirir y perfeccionar el conocimiento.
Es necesario crear espacios de formación permanente para capacitar a la ciudadanía mediante una nueva alfabetización que garantice la adaptación a las diferentes transformaciones económicas, laborales, sociales, comunicativas y digitales, sin olvidar los valores y los derechos universales.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 abr 2020
ISBN9788427727069
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    El paradigma de la educación continua - Emilio López-Barajas Zayas

    2009

    Emilio López-Barajas Zayas

    1. Introducción.

    2. El sentido de la antropología.

    3. Progreso, ciencia y antropología.

    4. La racionalidad lógica y significativa.

    5. Los paradigmas científicos y la epistemología moderna.

    6. Los paradigmas idealistas y positivistas modernos.

    7. Epistemología Analítica y lingüística.

    8. Síntesis y perspectivas.

    Bibliografía.

    1. INTRODUCCIÓN

    Las estrategias de educación permanente exigen el conocimiento propio y de los aprendices. El conocimiento de la antropología humana, el conocimiento de nuestras posibilidades y limitaciones, es la reflexión primaria que todo ser humano ha de hacer acerca de sí mismo. Tal vez por eso, el santuario helénico de Delfos situado en la falda del Parnaso estaba presidido por la frase: «conócete a ti mismo» («gnothi seauton»). La educación permanente del ser humano para alcanzar la felicidad que le es propia, necesita conocer su biografía, su etnia, la cultura, pero también su ser. No constituía este aforismo sólo una advertencia hacia el aprecio de los dones que le habían concedido los dioses, hacia la introspección psicológica, hacia el conocimiento de su aptitud artística, de su naturaleza física, del grado de su virtud hacia lo justo o lo prudente, una llamada a cómo mejor contribuir como ciudadano desde sus posibilidades reales a la construcción de la ciudad, sino también un llamamiento al saber de la antropología profunda, acerca de «qué» es el ser humano.

    Una reflexión acerca de la educación permanente y la epistemología nos requiere hablar del término episteme, de origen también griego, como no, que significó la ciencia y por derivación el significante «epistemología». El vocablo gnosis se usó para designar el conocimiento en general, por esta razón cabe diferenciar la epistemología como el tratado acerca del conocimiento científico, y la gnoseología que versará acerca del conocimiento en general. El reduccionismo cientifista introducido por la Modernidad, acerca de la noción de ciencia (sólo es verdadero aquello que está implícito en la «ciencia natural», o para ser más exactos aquél que se ha sometido a control, contraste y réplica) explica que la epistemología pueda ser entendida, desde la perspectiva racionalista e idealista, por algunos autores, en un sentido mas amplio, más cualitativo, aunque también en esta forma subyace su propio reduccionismo, dada su naturaleza inmanente, al anteponder el pensar al ser.

    La gnoseología para un experimentalista, como consecuencia, es epistemología por la sencilla razón de que no hay más conocimiento auténtico que el científico, entendido éste en su sentido ya señalado. El diseño científico tendrá pues, siguiendo el modelo hipotético deductivo experimental, las finalidades siguientes: a) maximizar la varianza sistemática primaria; b) minimizar la varianza del error; y c) controlar la varianza sistemática secundaria (la que proviene de las llamadas «variables extrañas o no intervinientes»). La lógica y las matemáticas, por su parte, no serán «ciencias reales» sino formales, que permiten eso sí un juego decisivo en la teorización y los modos de formalización del saber.

    Entre otras facetas del conocimiento, a la educación a lo largo de la vida, le interesa recordar aquí y ahora que la inteligencia humana es una facultad de estructura racional, intencional y dialógica, y en virtud de esas características tiende a considerar como verdaderos los resultados de sus operaciones. La inteligencia tiende a confiar en sí misma; es decir las mujeres y los hombres tendemos a aceptar la validez de nuestros propios conceptos, ideas y conclusiones. Nuestro itinerario mental se caracteriza en su conjunto por la verosimilitud: porque alcanza una creencia o contenido verdadero, cuya evidencia o apariencia, le acerca al «limite» de lo conocido como lo suficiente como para confundirlo con un contenido que no sea verdadero, o racionalmente justificado. Cuando pensamos, fácilmente nos encontramos subyugados por las conclusiones que aparecen al final de nuestros razonamientos. Y, al contrario, de hecho, la constatación de nuestros errores intelectuales tiene algo de violento; normalmente, admitir las propias equivocaciones requiere un cierto espacio de tiempo, necesario para desmontar los argumentos y comprobaciones que nos han llevado a pensar de ese modo equivocado, y para asimilar, después, las nuevas razones y conclusiones que se adecuan más exactamente a la realidad (Borobia, 1998).

    La educación permanente reconoce que la inteligencia humana tiende al conocimiento de modo natural, pero frecuentemente es autocomplaciente con nuestros propios razonamientos o explicaciones. El ser humano antes o después se plantea un entendimiento unitario, sistémico si se prefiere del universo, del sentido de su biografía, de los rasgos fundamentales de la cultura, de los aconteceres del contexto histórico, ya sea desde el «interior» del mismo o mirado desde el tiempo con perspectiva diferente desde nuestro tiempo. Lo que es un hecho es la falibilidad, los límites del conocimiento, en muchos casos. La tendencia racional del pensamiento humano obliga, sin embargo, a una comprensión global del mundo y de la propia vida, y de su devenir histórico dinámico, y plantea necesariamente la respuesta al problema sobre el origen del mundo y de esa propia existencia personal. Junto a él, también de manera necesaria, el hombre necesita saber sobre la finalidad del mundo y sobre el fin propio, con particular ansiedad cuando se trata de su propia existencia (Borobia, 1998).

    El discurso antropológico de la educación continua, que se considera como tratado sistemático y sistémico del estudio del hombre en cuanto humano, necesita de la epistemología para saber los límites del conocimiento humano. La antropología trata de diagramar, de la mano de la epistemología, el lugar que corresponde al ser humano, dada su naturaleza y estructura óntica, y su discurrir evolutivo en el «contexto del ecosistema propio, en su dinamismo de relación social, cultural, histórica, ecológica y cósmica con la comunidad humana, y con los demás seres vivos. La tarea exige situarlo en verdadera naturaleza, con la mayor seguridad posible, en su entorno dinámico, en su relación con los demás seres vivos, con los demás seres conscientes, que le permita la vida en un desarrollo sostenible y verdaderamente humano. La complejidad en la que «trabaja» la inteligencia, para establecer los límites del conocimiento, es notoria, quizás sea por su contingencia, y los diferentes paradigmas del discurso humano, al menos en estos doscientos últimos años.

    El diálogo intelectual, se produce de muchas maneras: a) en la reflexión se da un cierto diálogo de la inteligencia consigo misma; b) en el diálogo con otros a través del lenguaje; y c) en el diálogo con los objetos del mundo (Buber, M., 1993). La dificultad del proceso intelectual, la probabilidad de error en sus deducciones o intuiciones no significa que el hombre no pueda conocer el cosmos y el sentido de la vida. Antes al contrario, el ser humano tiene necesidad de «acertar» en el mayor grado posible, porque en esa misma magnitud podrá organizar su existencia de modo estable.

    La tendencia natural del ser humano en general, y de forma particular el educador social, desde el límite de su conocimiento, significa afirmar la naturaleza de la inteligencia como un instrumento adecuado para comprender objetivamente el mundo y la propia subjetividad. Es posible y urgentemente necesario, para cada hombre singular, recuperar la confianza en la inteligencia humana, y superar así la incertidumbre vital dominante en la actualidad.

    En las circunstancias actuales, es, pues, esto lo primero en el saber: saber que podemos saber, que «el diseño interno de la inteligencia conduce a la verdad objetiva, siempre que se cumplan las condiciones de uso de la inteligencia y dentro de sus límites propios» (Borobia, 1998: 123). La ciencia siempre se ocupó del «mundo visible» y la filosofía trató de comprender el «mundo novisible». En los orígenes de nuestra cultura esta diferencia en general era clara, cada modalidad de conocer tenía su propio «campo de estudio». El dualismo antropológico aboca a la confrontación cuando se establece, como ha ocurrido históricamente, por la vía metodológica, o más exactamente entre el mundo visible y el no-visible, y al mismo tiempo a la construcción de «muros» entre la ciencia y la no-ciencia.

    La educación permanente advierte que las vertientes de la antropología, derivadas de los supuestos epistemológicos y gnoseológicos, han favorecido varios géneros principales: la física, aquella que está inscrita en la biología (de naturaleza ecológica); la antropología étnica-cultural (que puede catalogarse en la sociología); y por último, la antropología filosófica que elabora ese saber de las categorías profundas del ser humano, por la vía de la reflexión y la lógica universales.

    Sólo es posible hablar de libertad, justicia, solidaridad, etc., si admitimos saberes no exclusivamente científicos. Los saberes biológicos, físicos, históricos y culturales nos ayudan a conocer «quién es el ser humano», mientras que el saber filosófico (trascendente antológicamente) nos permite profundizar en «qué es el hombre». La razón instrumental (empírica-experimental) científica es necesaria para profundizar en el conocimiento biológico, ecológico, y étnico de la vida humana, pero la razón universal es imprescindible para establecer las dimensiones fundamentales de la dignidad humana (derechos universales).

    La metodología científica no obstante es el procedimiento adecuado, una «herramienta» de la educación permanente, para profundizar en el saber biológico, psicológico y social de la vida humana, pero «no se puede ir al noúmeno del hombre, a lo que éste sea más allá de los fenómenos, a través de prueba alguna» (Fullat, O., 1997). No obstante, la cultura dominante es naturalista en este sentido. Ciertamente, el naturalismo ha ocupado una posición cada vez más destacada en la cultura contemporánea, bien sea porque se renuncia a plantear los problemas metafísicos, o bien porque se pretende responder a esos problemas mediante la ciencia. Se habla de «auto creación» del universo, de acuerdo con las leyes físicas, a partir de una fluctuación del vacío cuántico, aunque éste, se advierte, no es la nada (Artigas, M., 1998: 25).

    2. EL SENTIDO DE LA ANTROPOLOGÍA

    El ser humano, para el pensamiento clásico, surge en la existencia de modo precario, llega al escenario de la vida con una indigencia extrema, su anatomía y su fisiología manifiestan grandes carencias para la adaptación al medio ecológico en el que tendrán que escribir su biografía. Y sin embargo el genotipo ha de dar las respuestas adecuadas de la especie para no acabar desapareciendo. La imperfección de su inteligencia no es óbice para haber sido adornado con cualidades divinas. No es un dios pero comparte algunos destellos divinos.

    Volvamos a nuestra cultura actual con objeto de poder caracterizar la antropología propia de la educación permanente en el marco del discurso epistemológico. Si se estudia la historia de los animales —la filogénesis de las especies vivas— se comprueba que, quizá en un tramo de tiempo amplio, en todas se han verificado cambios notables. Sin embargo, en la especie humana no. No es que no haya experimentado cambios, no es que no haya evolucionado nada; ahora bien, en comparación con el resto de la escala zoológica, ha evolucionado poquísimo, por lo menos si nos atenemos a los datos fósiles que tenemos de miembros de la especie humana de hace muchos miles de años. Esto es lo que viene a señalar Gehlen con relación a la incomplexión biológica (Barrio, 1998: 96). El problema sigue siendo si la inteligencia humana puede conocer lo verdadero.

    En la Crítica de la razón pura (Kritik der reinen Vernunft) Kant intentó establecer los límites del poder de la razón humana para alcanzar el conocimiento, para lo cual tuvo que emplear la propia razón para responder a tal cuestión. Lo aparentemente contradictorio es que sólo el saber puede averiguar en qué consiste el saber. «Da la impresión que nos encontramos delante de un reo que se convierte altaneramente en juez de sí mismo (Fullat, O., 1997).

    Normalmente, a lo largo del tiempo, el análisis de esta cuestión ha estado en manos de los especialistas en la Teoría del conocimiento, de los filósofos, o, mas adelante, de los científicos cuando la ciencia, ante las polémicas de la filosofía, ha querido erigirse, según señalamos anteriormente, en el lugar propio de la verdad y del saber. Hoy, esa misma cuestión está en la calle, afecta a la gente de a pie, en la vida cotidiana, con una particular incisividad. Hemos entrado, desde hace décadas, en una época de escepticismo, de inseguridad sobre el alcance y el valor real de lo que sabemos. El relativismo gnoseológico y las consecuencias de éste en el escepticismo, relativismo sociológico y cultural, ético. Historicismo, subjetivismo… son ya maneras habituales de proceder intelectualmente ante las cuestiones más ordinarias. Además del conocimiento científico y filosófico, el mismo conocimiento natural ha sido arrastrado a la duda sobre aquellos contenidos de los que podemos realmente estar seguros (Borobia, 1998). Parece claro que el escenario de la antropología está previamente condicionado por otro: la posibilidad misma del conocimiento y el instrumento metodológico que legitime sus evidencias, inferencias y conclusiones. Resulta aparentemente contradictorio que los defensores de un conocimiento relativo o subjetivo, sin embargo, impidan o censuren que se utilicen instrumentos lógicos, reflexivos, que no sean el contraste y la réplica, el análisis dialéctico o la interpretación comprensiva.

    En consecuencia, no es suficiente saber «quién es el hombre» sin responder previamente, o al mismo tiempo, «qué es el hombre». El conocimiento antropológico de lo individual, de lo biográfico, no se ha de contraponer a lo común de la especie.

    Con objeto de evitar divagaciones, la educación permanente, ha de formularse la pregunta: ¿Qué es la existencia humana? La pregunta acerca del «qué es» hace referencia al ser de las cosas, y se responde mediante una definición esencial. El Inmanentismo moderno encontró dificultades insalvables a consecuencia del anteponer el pensar al ser, y más tarde a causa de su prejuicio fenoménico, acerca de la naturaleza de la percepción. La educación permanente, por consiguiente, advierte que una definición descriptiva, no esencial, sería insuficiente incluso para la ciencia, porque se enunciarían sólo características extrínsecas, remitiría a experiencias sensoriales inmediatas, de carácter fenoménico. Y los conceptos más elevados que son necesarios «para entender las formas superiores de la realidad (finalidad, sentido, forma, estructura, organización, función, relación, etc.) remiten a la propia experiencia interna de nuestro espíritu» (Lorda, 1998: 167). Muchas personas que, teóricamente, no tendrían inconveniente en afirmar que, desde un punto de vista teórico, un hombre es, en definitiva un paquete de células o un puñado de materia organizada, mantienen, sin embargo, su sensibilidad moral (Lorda, 1998: 200). Ética que sería relativa a la etnia y al momento histórico, lo que llevaría a justificar cualquier hecho social, cualquier comportamiento político, cualquier partido político fascista o integrista que accediese al poder por las urnas, y del que no sólo los alemanes tienen nefasta memoria sino todo el mundo.

    El positivismo y el neopositivismo parecen haber pasado de moda. Aunque muchas de las explicaciones que proponían hayan sido criticadas de modo devastador y haya quedado patente su insuficiencia, sus tesis básicas no sólo han sobrevivido, sino que han adquirido una fuerza persuasiva que ni siquiera se discuten, aunque condicionan en gran parte las ideas actuales. Se trata de un nuevo caso de «reinar después de morir» (Artigas, M., 1998). Es verdad que nuevas esperanzas se abren en el horizonte de la inteligencia humana. Incluso la Antropología biológica cada vez es más acorde en la afirmación de que en el hombre no se puede hablar propiamente de instintos, debido a la enorme complejidad de la mayoría de sus conductas, siendo así que lo propio de los instintos es dar lugar a comportamientos fijos, a reacciones estereotipadas, que se verifican siempre de la misma manera» (Barrio, 1998: 91). Consideramos que sí puede hablarse de instintos en el ser humano, y es patente la «contradicción del corazón humano» que los seres humanos protagonizan, necesitan de la razón para orientar sus impulsos y tendencias inteligentemente hacia una vida plena y feliz.

    La etología animal tiene su fuente principal en el estudio empírico de comportamientos estables, pero sin duda alude, como al origen de esos comportamientos, a códigos que invariablemente se trasmiten con la generación; la información genética con la que cada individuo viene al mundo es la clave principal para conocerle y, en él, a toda la especie a la que pertenece. Las variaciones individuales, en los animales y en los vegetales, no son nunca suficientes para justificar algún tipo de iniciativa (Barrio, 1998: 91). La sensibilidad de la ciencia, en su vertiente positiva, nos ha señalado la importancia de no reprimir la información genética que cada individuo trae a la vida consigo. Esto no significa que el hombre, por el contrario, puede reducirse a lo que de él sabemos gracias a los conocimientos de la Biología. No cabe duda que éstos aportan noticias sustantivas sobre lo que es el hombre, pero lo más sustantivo en él no es lo que le viene dado sino lo que él se da a sí mismo (Barrio, 1998). La historia humana lo es del conjunto de las biografías humanas y las etnografías de los pueblos, mientras que la «historia animal» es sólo la descripción filogenética de las especies, nunca de los individuos.

    La educación permanente comprende que la naturaleza humana es un principio de comportamiento, pero no un principio de comportamientos fijos. En todo caso la instintividad humana, lo repetimos una vez más, está teñida de racionalidad. El modo de ser racional en los seres humanos no es accidental, accesorio. Desde el punto de vista meramente biológico, y siguiendo el árbol de dependencias filogenéticas que dan lugar también a relaciones de tipo morfológico, el hombre puede clasificarse, como puede leerse en cualquier tratado de zoología, en el grupo de los vertebrados superiores, entre la clase de los mamíferos y, más en particular, en el orden de los primates. El orden de los primates, que es el superior del reino animal, comprende las distintas especies de lo que comúnmente llamamos monos, agrupadas en diversas familias. Y entre las familias superiores, destacan dos: la familia de los póngidos o antropomorfos, con sólo cuatro especies (gorila, chimpancé, orangután y gibón, aunque a veces esta especie se considera una familia aparte). Y la familia de los homínidos, con una sola especie, que es el hombre actual.

    Esta clasificación tradicional puede considerarse estable (Lorda, 1998: 168). La diferencia específica es el alma racional, la inteligencia, el lenguaje (homo sapiens), «aunque actualmente se reserva para la forma actual de la especie y no para las que se consideran anteriores (homo habilis, homo erectus). La cuestión es problemática y no se puede despachar con demasiada rapidez. Además de los parecidos morfológicos, la clave para la identificación de restos fósiles como propios de la especie humano son los residuos culturales, que son también muy fragmentarios. Cuando se va hacia atrás en el tiempo, se advierte que cada vez son menores y que los que conservamos de los «hombres» más antiguos (homo habilis) son poco más que piedras ligeramente manipuladas y modificadas. También se observa que hoy algunos primates (como los chimpancés) son capaces de preparar y usar pequeños instrumentos de manera muy rudimentaria (por ejemplo, unas varitas para hurgar en un hormiguero). Llevada al límite la cuestión no es, en efecto, nada fácil.

    Los medios que tenemos para sumergirnos en ese remoto pasado son muy tenues y nada nos pueden decir acerca del modo de pensar y comportarse de aquellos seres que hace dos o tres millones de años afilaron levemente unas piedras, por lo que no somos capaces de medir el alcance efectivo de este gesto» (Lorda, 1998). Que el hombre de Neanderthal era inteligente es deducible «por evidentes restos culturales (asentamientos, dominio del fuego, herramientas); pero con esto nos hemos introducido sólo 150.000 años en el pasado y actualmente se datan resto de «Homo habilis» hasta los dos millones y medio de años» (Lorda, 1998). La naturaleza del proceso por el que

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