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La Pintura: Una novela basada en hechos reales
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Libro electrónico505 páginas7 horas

La Pintura: Una novela basada en hechos reales

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Información de este libro electrónico

Michael Reid ha escrito una historia poderosa para nuestra época. Basada en los eventos de la vida—y eventualmente el escape— asombroso de Roberto Ramos en la isla de Cuba, “El cuadro” es un relato ficticio de la vida de Roberto Ramos desde el 1982 hasta el 1992. Criado bajo el régimen de Castro, Roberto aprende con el tiempo como Fidel traicionó a la Revolución. Esta es la historia de la indignación de Ramos a esta traición y el alto precio que paga por expresarlo. Los descaros de su resistencia son asombrosos y causa una trama que capta al lector en suspenso. La tensión se amontona hasta la última página, donde el suspenso finalmente se rinde al triunfo humano sobre la opresión. También hay un elemento artístico crucial a la historia. Por el camino y al momento de su escape a los Estados Unidos, Ramos es atraído a las obras de los maestros cubanos—en especial la tradición de pintura prerrevolucionaria cubana—como un desagüe para sus emociones y sus frustraciones con el gobierno de Castro, un sistema que encuentra cada vez más intolerable mientras más años pasan y su angustia aumenta. En un viaje que es aterrador, pero también un triunfo del espíritu humano, Ramos revela el poder del individuo en luchar contra un sistema político injusto. En hacerlo, él rescata su propia identidad y la herencia artística que lo define. La historia de Roberto Ramos es una historia personal cautivadora, pero el poder de este libro cae también en contarla. Reid captura los detalles de una odisea extraordinaria y los entrelaza en un drama extenso, creando una parábola para nuestra época. Es la conciencia aguda a los detalles de Reid que nos demuestra como valorar la riqueza de la vida, hasta en las luchas más crueles. El resultado es una historia para todos que atesoran la libertad . . . y la vida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 ago 2022
ISBN9781662924989
La Pintura: Una novela basada en hechos reales

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    La Pintura - Michael Reid

    LA HABANA, CUBA, 1982

    I

    —Roberto. ¡Roberto! —dijo Carlos desde la cocina, un poco más alto la segunda vez.

    Carlos siempre estaba ansioso y hoy su ansiedad estaba peor de lo normal porque había prometido ayudar a su anciano amigo Julio a mudarse de la casa donde había vivido por 65 años. Julio tenía 92 años, había sobrevivido a su esposa y sus hijos, y ya no necesitaba su casa de cinco habitaciones en Santos Suárez. Se estaba mudando a un apartamento en el mismo barrio donde estaría más cerca del mercado y la farmacia.

    Carlos sabía que esta mudanza iba a ser difícil y emotiva para su amigo Julio y quería librarse de eso lo más pronto posible.

    —¡Roberto! —gritó Carlos otra vez, pero más alto.

    —¿Qué quieres Carlitos? —preguntó Roberto.

    Roberto estaba molesto porque su hermano lo había despertado y no se acordaba de que él le había prometido que ayudaría con la mudanza de Julio.

    —¿No te acuerdas de que hoy es el día que se muda Julio? —preguntó Carlos.

    —No, se me olvidó. Lo siento, Carlitos.

    Roberto casi nunca se enojaba con su hermano mayor y lo amaba mucho. Entendía lo profundamente difícil que había sido para Carlos crecer con autismo y veía a diario cuanto sufría por eso.

    —Voy ahora Carlitos, pero necesito tomar café y comer algo primero—. Su madre hacía las mejores coladas y pastelitos del barrio, pensó. El café dulce y fuerte y los pastelitos de guayaba eran lo único que necesitaba para sobrevivir por el día.

    —Yasiel viene con el carro en 20 minutos y me dijo que él solo puede ayudar por una hora. Necesitamos poner todo lo posible en el carro. Yo quiero mover todos los muebles pesados, antes que nada. Cuando Yasiel se vaya nosotros podemos mover lo que queda con la carreta de bueyes —dijo Carlos.

    —¿El carro solo está disponible por una hora? —preguntó Roberto.

    —Sí y te tienes que apresurar. Trae tu café contigo —dijo Carlos.

    —La carreta de bueyes es para animales —se quejó Roberto.

    —Lo sé, pero es lo único que hay —respondió Carlos—. A mí no me gusta tampoco. Podemos jalarla juntos. Además, la mayor parte del camino es cuesta abajo.

    Yasiel estaba muy orgulloso de su Chevy Sedan Delivery y fue a regañadientes que dejó que los hermanos lo usaran para ayudar a Julio. Era grande y podían llevar muchos muebles en un solo viaje.

    Julio había ejercido en la medicina general en La Habana por más de 60 años, ayudando a familias pobres en el barrio de los hermanos con atención y con ropa y comida, ambos bienes siempre escasos, al igual que otros artículos comunes. Claro, estas escaseces nunca fueron reconocidas por el régimen de Castro, sino solo tratadas en privado.

    En los últimos años, luego del fallecimiento de la familia de Julio, Carlos velaba cada vez más por su amigo a medida que envejecía, ayudándole con sus tareas diarias. Sentía pena por Julio sin su familia y lo protegía.

    Cuando se acercaron a la casa de Julio, pudieron verlo esperando en el portón de entrada. La casa era vieja y necesitaba reparaciones. Había sido una casa magnífica y era un ejemplo destacable de la arquitectura neoclásica, merecedora de mejor cuidado. El sol y el clima tropical la habían deteriorado l con el paso de los años. Era una casa grande típica de Santos Suárez, sin duda había tenido dueños norteamericanos ricos para quienes La Habana había sido un sitio de relax invernal. Desafortunadamente, Julio estaba muy débil y frágil y se le había hecho imposible realizar hasta las reparaciones más simples. Todos en la Cuba comunista tenían el mismo sueldo mensual. Hasta un médico recibía tan solo 40 pesos al mes, lo que casi no daba para sobrevivir; entonces, pagarle a alguien para reparar la casa no era una opción.

    —Buenos días, Julio. ¿Como tú ’ta? —preguntó Carlos.

    —Buenos días, jóvenes —Julio siempre estaba alegre y no sentía ni el rencor ni la ira de mucha gente mayor en Cuba acerca del régimen—. Yasiel va a llegar pronto. Siento que no podamos usar el carro por más de una hora.

    —Está bien —respondió Carlos—. Lo manejamos y trabajamos rápido.

    —Necesitamos terminar antes de la lluvia de la tarde —le recordó Roberto a su hermano.

    Era pleno verano, muy caluroso y húmedo. Y eso significaba que los aguaceros se formaban por el terreno alto al sur de la ciudad y siempre se movían al norte, hacia el mar, al final de la tarde.

    Los hermanos trabajaron rápido, moviendo los muebles pesados fuera de la casa para colocarlos en la calle, frente a la casa de Julio. Si podían hacer varios viajes con el Sedan Delivery, lo que quedaría para trasladar con la carreta de bueyes serían solo artículos del hogar pequeños.

    Yasiel llegó a tiempo, los hermanos llenaron el enorme carro norteamericano con los muebles y le agradecieron el haber ofrecido su ayuda.

    Ya para cuando Yasiel tenía que irse con el carro, había terminado la segunda carga y la mayoría de los muebles pesados estaban en el nuevo apartamento de Julio. Yasiel dijo adiós y los jóvenes fueron hacia la parte trasera de la casa, donde Julio tenía la carreta de bueyes. La carreta era vieja, pesada y hecha de caoba caribeña de grano fino.

    —Es bella —dijo Roberto—. Desde que era pequeño, siempre le había gustado cualquier cosa vieja. No sabía por qué, tal vez era el sentido de autenticidad intrínseca de lo que estaba hecho a mano.

    —Pero creo que va a ser muy difícil jalarla por los adoquines.

    —Esto es lo que hay —dijo Carlos—. Ven, toma el mango de un lado y yo tomo el otro.

    Al jalar la carreta frente a la casa, Roberto, sorprendido, comentó la facilidad con que las grandes ruedas se deslizaban sobre los adoquines.

    —Las ruedas grandes ayudan. Tal vez no será tan malo —dijo.

    —Veremos —respondió Carlos—. Recuerda que ahora mismo está vacío.

    El anciano, aunque débil, hacía lo que podía para ayudar, llevando algunos de los artículos pequeños de la casa. Se mudaba a un apartamento, no tenía espacio para muchas de sus cosas y solo se quedaba con lo necesario, así como con sus tesoros más preciados: sus cuadros.

    Roberto y Carlos no sabían nada de arte, pero notaron que Julio estaba manejando los cuadros con mucho cuidado, entonces hicieron lo mismo mientras montaban el resto de las cosas en la carreta.

    La distancia al apartamento nuevo de Julio era un poco más que diez cuadras hacia el norte y, aunque la carreta estaba a capacidad, era más fácil jalarla de lo que pensaban. Por momentos, mientras iban pasando por el barrio, los niños de cada cuadra, queriendo ayudar y pensando que era un juego, salían a arrimar el hombro para jalar la carreta.

    Era el final de la tarde cuando terminaron de desempacar la última tanda y no había mucho tiempo antes de que empezara el aguacero vespertino.

    La brisa fría y la lluvia del aguacero eran un alivio para los muchachos. Estaban cansados, pero al mismo tiempo se sentían bien por haber ayudado a su amigo Julio. Y ahora, estaban entusiasmados por recibir su paga.

    Mientras esperaban por Julio, discutían lo que iban a hacer con el dinero. Carlos amaba leer y tenía en mente comprar libros. Le gustaba leerle a su padre, quien se había criado pobre, en el campo, y no sabía ni leer ni escribir. Su padre, Guillermo, estaba muy orgulloso de su hijo, a pesar de las dificultades propias del autismo. Carlos le leía a su padre todas las tardes, cuando el sol se había puesto, cuando era más cómodo y fresco estar sentado afuera que en la vieja casa de cemento.

    Roberto tenía otro plan. El plan era conseguir suficiente dinero para comprarse un par de jeans americanos en el mercado negro. El dinero de Julio ayudaría un montón para convertir su sueño en realidad. Roberto tenía 17 años. Con los jeans, de seguro captaría la atención de las muchachas bellas del barrio.

    Julio apareció detrás de la entrada cargando uno de los cuadros pequeños que habían transportado en la carreta.

    —Lo siento, jóvenes, pero desafortunadamente no tengo el dinero para pagarles por su trabajo en el día de hoy.

    Roberto miró a Carlos, como si fuera a decir: ¿Tu fuiste el que hizo este trato, del que decidí formar parte y ahora no nos van a pagar?.

    —Les puedo dar este cuadro como recompensa —les dijo Julio—. Sé que querían dinero, pero ya no trabajo y esto es lo único que tengo. Es muy valioso y fue pintado por un amigo, Carlos Sobrino.

    —¿Estás seguro de que no tienes nada de dinero? —preguntó Roberto, queriendo meterle presión al viejo, pero no ser irrespetuoso.

    —No, no tengo dinero —contestó Julio—. Pero si quieren, pueden vender el cuadro por más de lo que les podría pagar.

    Los hermanos podían ver que Julio estaba malcontento, avergonzado y en una situación imposible. Entonces decidieron llevarse el cuadro, intrigados por lo que Julio había dicho de su valor. Como todos en Cuba, en especial la gente mayor, Julio hacía lo que tenía que hacer para poder sobrevivir día a día.

    —Mis disculpas por el problema —dijo Julio—. Carlos Sobrino era un buen amigo mío y un artista importante en Cuba. Le compré el cuadro en 1953.

    —¿Tiene nombre? —preguntó Roberto.

    —Sí, se llama El saxofonista. Carlos Sobrino amaba todo tipo de música, en particular el jazz norteamericano. Nunca me dijo quién era el saxofonista de la pintura. Carlos fue obligado al exilio después de la revolución y se fue a España.

    —¿Por qué se fue de Cuba? —preguntó Roberto a Julio.

    —El gobierno pensó que los temas que él pintaba no eran compatibles con los ideales de la Revolución. Se fue del país hace casi veinte años y falleció en 1971. Creo que en España. Bueno, no tendrán problema en vender el cuadro si deciden hacerlo. Pero realmente espero que se queden con él. Si lo venden, el dinero desaparece y no tendrán nada. Vale más de lo que podría pagarles —les recordó Julio una vez más.

    —¿Como determinamos el valor? —preguntó Carlos.

    —Pueden ir al Instituto Cultural y preguntar ahí. A veces compran obras de arte de la gente; entonces sabrán cuánto vale. Recuerdo que después de que él gano el Premio de Pintura Nacional en 1957, el Museo Nacional puso varias de sus obras en exhibición, pero no he ido al museo en años. Buena suerte y gracias por su ayuda y por su bondad hoy. Deben apresurarse y llegar a casa, que va a empezar a llover.

    Julio se despidió de los hermanos y entró en su apartamento, cerrando la puerta.

    —Vamos al Instituto Cultural mañana —le dijo Roberto a Carlos con gran emoción—. Creo que yo sé de alguien que pueda comprar el cuadro.

    —Nadie que conocemos tiene dinero, Roberto. Estás soñando. Hubiese preferido que Julio nos pagara. Además, esta pintura tiene valor sentimental para Julio. No creo que la debamos vender.

    —Ya verás, Carlitos, ¡esto puede cambiar nuestras vidas! —dijo Roberto, sin prestarle atención a las palabras de su hermano.

    De regreso a su casa, la gente miraba por los balcones y terrazas, sin duda preguntándose porque dos adolescentes estarían cargando un cuadro. Los hermanos no le prestaron atención, enfocados tan solo en que necesitaban llegar a casa antes de que empezara a llover.

    Ya estaban por llegar cuando cayeron las primeras gotas y tuvieron que correr los últimos cien metros a casa de sus padres para evitar que se mojara el cuadro. Cuando llegaron, su padre todavía no había llegado del trabajo y su madre, Rosa, estaba en la cocina preparando la cena familiar; entonces, se llevaron la pintura al piso de arriba sin decirle nada.

    Roberto llevó el cuadro al cuarto que compartía con su hermano. Allí encontraron un lugar para colgarlo, justo encima de un escritorio pequeño donde Carlos guardaba sus libros.

    —Tú sabes, Carlitos, si vendemos esta pintura, nuestros problemas económicos desaparecerán.

    —Tal vez por unos días, pero tu escuchaste lo que dijo Julio. Vendemos la pintura y el dinero desaparece. Y no tendríamos nada. Además, pude ver cuánto le importaba la pintura. Me siento mal de haberla aceptado como pago. Hablamos de eso mañana. Podemos ir al Instituto Cultural. Julio dijo que nos pueden contestar cualquier cosa sobre la pintura y Sobrino.

    Ya se hacía tarde y los hermanos estaban cansados del todo el trabajo que habían hecho. Lo único en que podían pensar era en comer algo y descansar. Tomaron turnos para bañarse y cenaron con sus padres en la terraza, como hacían todas las noches.

    Cuando Roberto se despertó por la mañana y bajó para una colada, su hermano ya estaba en la cocina hablando con su madre de los eventos del día anterior. Ya le había contado sobre el cuadro y que iban a indagar sobre él y sobre el artista.

    Su madre les recordó que debían tener cuidado de con quien hablaran sobre la pintura, en especial cualquier persona del gobierno.

    —Hay una institución gubernamental que compra cuadros a la gente —le dijo Roberto—. No es un crimen ser dueño de un cuadro. Julio tiene muchos.

    —Julio es viejo. El gobierno no molesta a los viejos y tú no sabes que eso sea cierto, Roberto. Muchos artistas, escritores e intelectuales se han ido del país en protesta o los han mandado a la cárcel. Y en el caso de algunos de los que están en la cárcel jamás se ha sabido de ellos. Te digo que tengas cuidado.

    Los hermanos podían ver que la conversación estaba molestando a su madre, entonces cambiaron de tema: el béisbol y, claro, la pesca. Los dos jóvenes amaban pescar y habían planificado una excursión para el siguiente fin de semana con su amigo Maykel, quien tenía un bote de ocho metros en el que solía salir a pescar en la corriente del Golfo, a las afueras de la bahía de La Habana, más allá del Morro.

    —Cuando vayan de pesca con Maykel, asegúrense de atrapar un pez esta vez —bromeó su madre—. Estoy empezando a creer que los dos son como Jonás. Maykel, lo sé, no es un salao, pero ustedes dos… bueno. Podríamos comer pescado fresco y recuerden que a mí me gusta el dorado. ¡Si pescan dorado, les hago dorado empanado y plátanos dulces!

    Roberto se dirigió a Carlos y le dijo:

    —Nos tenemos que ir, Carlitos. Julio nos dijo que el Instituto Cultural está al otro lado de la ciudad, cerca del Palacio de la Revolución.

    Luego le dijo a su madre:

    —Regresamos en la tarde.

    A medida que se acercaban al edificio al que Julio los había dirigido para indagar acerca del cuadro, Roberto podía ver que los niveles de ansiedad de su hermano iban subiendo. Entonces, puso su mano en el hombro de Carlos, lo cual pareció haber ayudado, y le dijo:

    —No tenemos que hacer esto si no quieres hacerlo.

    —Estoy bien, Roberto. Estaré bien.

    El edificio se veía intimidante, como todos los edificios del gobierno solían verse por diseño. Una vez dentro, se enfocaron en la razón de su visita.

    —Estamos aquí para investigar sobre un artista famoso de La Habana —le dijo Roberto a la empleada de la recepción. Los guardias posteados cerca del pasillo miraron a los hermanos con suspicacia, pero no dijeron nada.

    —Tienen que ir a la oficina de cultura, en el segundo piso—. La empleada ni movió los ojos del escritorio y era claro que no le gustaba su trabajo.

    En la oficina, a media luz, los saludó una señora mayor, con quien se sintieron cómodos.

    —Buenos días, señora —dijo Roberto, tomando la iniciativa. Sabía que las dificultades de su hermano con la comunicación y las interacciones sociales serían demasiado para él en esta ocasión.

    —Buenos días. ¿En qué les puedo ayudarles? —preguntó la señora.

    —Estamos aquí para indagar acerca de una pintura y el artista famoso que la pintó, Carlos Sobrino—. contestó Roberto con orgullo.

    —Bueno, tendría que buscar en nuestros catálogos porque jamás he escuchado del artista. ¿Es de Cuba? ¿Y saben en qué fecha vivió y falleció? —preguntó la empleada respetuosamente.

    —Sí, es de Cuba —contestó Roberto contestó, un poco sorprendido de que ella jamás hubiese escuchado acerca de Sobrino—. De La Habana. Nació en 1909 y murió en España en 1971—dijo Roberto intentando mostrarse lo más confiado posible. Una cosa que a Roberto no le faltaba era confianza en sí mismo y muchas veces eso lo metía en problemas.

    Los hermanos esperaron con paciencia mientras la empleada rebuscaba por numerosos catálogos y publicaciones, casi todos lo suficientemente viejos para contener alguna información sobre Sobrino o fotos de sus obras. Después de más de una hora, la señora regresó adonde estaban sentados los hermanos. Se veía decepcionada y hasta un poco avergonzada.

    —Perdón —dijo—. Pero no logré encontrar ninguna información sobre este artista. ¿Están seguros del nombre?

    —Sí, estamos seguros de su nombre. El cuadro tiene su firma bien clara en la parte de abajo —contestó Roberto—. Se titula El saxofonista y es muy valioso. El dueño anterior es un buen amigo.

    —Bueno, les sugiero que vayan al Museo Nacional. Está en la calla Agramonte y si hay alguien que les pueda ayudar, serán los empleados de ahí. Si el artista es famoso, como has dicho, probablemente encuentren algunas de sus piezas en el museo. Buena suerte.

    —Gracias —dijo Roberto. Carlos inclinó la cabeza y se dirigieron hacia el vestíbulo y fuera del edificio.

    —Estoy seguro de que vamos a encontrar algo en el Museo Nacional —dijo Roberto, mientras caminaban por las estrechas calles de La Habana Vieja.

    —No creo que pase eso —respondió Carlos—. Si Sobrino es tan famoso, la señora del Instituto cultural hubiese sabido de él.

    El un camino hasta el Museo Nacional era largo y muy caluroso, de modo que se detuvieron para tomar agua de coco frio y jugo de caña. El jugo de caña les dio el golpe de energía que necesitaban y volvieron a sentirse optimistas con respecto a su búsqueda.

    Cuando llegaron al museo, Carlos sugirió que primero miraran en la galería de arte moderno. Roberto se preguntaba a menudo como su hermano podía ser tan intuitivo. Carlos había sido un estudiante pésimo en la escuela, pero era un lector voraz y naturalmente instintivo.

    —Los cuadros aquí son parecidos a El saxofonista —dijo Carlos—. Si no encontramos algo en esta galería, entonces miramos a los retratos.

    Después de casi una hora de búsqueda, los hermanos no encontraron nada sobre Sobrino.

    —A mirar a los retratos —le dijo Carlos a Roberto.

    Después de mirar cuidadosamente todos los retratos que había en el museo, empezaron a pensar que tal vez Julio se había imaginado que su amigo era famoso y que la pintura, aunque bella e interesante, no valía mucho.

    —Tal vez podemos preguntar en la oficina del director —sugirió Carlos.

    —Yo creo que tu amigo Julio es un viejo y está sentimental sobre la pintura y su amigo Sobrino —dijo Roberto.

    —A mí no me importa si no vale nada. Me gusta porque era de mi amigo Julio y me hace sentir bien cuando lo veo.

    —Me imagino que sentirse bien es importante —respondió Roberto, confundido por el comentario de su hermano—. Tal vez hasta más importante que el dinero, especialmente cuando eres pobre. De todos modos, ya es tarde, Carlitos. Debemos regresar a casa. Va a empezar a llover.

    Al virar a la esquina de su calle alcanzaron a ver a su padre, Guillermo, sentado en las escalinatas de la casa hablando con los vecinos. Era domingo; por eso, no trabajaba y siempre disfrutaba de conversar con sus amigos del barrio.

    —Buenas tardes, padre —dijo Carlos.

    —¿Por dónde andaban? —les preguntó Guillermo a los hermanos.

    —Necesitábamos ir al Instituto Cultural y luego al Museo Nacional de Arte —contestó Roberto.

    —¿Para qué? —preguntó Guillermo, sorprendido por la respuesta de Roberto.

    —Bueno, ayer hicimos la mudanza de Julio a su apartamento nuevo y cuando terminamos él no nos podía pagar por el trabajo hecho —le explicó Roberto a su padre—. Entonces nos dio una pintura valiosa como recompensa. Fuimos a investigar el valor de la pintura para ver si la podíamos vender. Pero, desafortunadamente, nadie en ninguno de los dos lugares parecía saber de la pintura o el artista.

    Roberto podía ver que su padre no estaba ni feliz ni impresionado con su contestación.

    —Roberto, ¿este Julio es el doctor? —preguntó Guillermo.

    —Sí, ¿por qué? —contestó Roberto.

    —¿Y esta pintura estaba en la casa de Julio en Santos Suárez?

    —Sí, mudamos todos sus muebles y pertenencias de ahí al apartamento nuevo —dijo nerviosamente Roberto.

    —Entren adentro, mijos. Necesito preguntarles unas cosas más —ordenó Guillermo un poco agitado.

    Para evitar involucrar a los vecinos, Guillermo les dio las buenas noches a sus amigos, entró y atravesó la casa hasta llegar a la terraza, al fondo.

    Mientras los hermanos seguían a su padre, podían oler la cena de pargo frito que su madre estaba cocinando. Cuando pasaron por la cocina, ella los miró, pero no dijo nada.

    —No debieron haber aceptado la pintura —dijo Guillermo.

    —¿Por qué? Hicimos el trabajo y Julio nos pagó con la pintura —explicó Roberto.

    —¿Tienen la pintura aquí? ¿Aquí en mi casa? —preguntó Guillermo.

    —Sí, la tenemos colgada en el cuarto. ¿Por qué? —preguntó Roberto.

    —No la quiero en mi casa. Es un mal presagio. Todos los que vivían con Julio en esa casa murieron ahí. No la quiero aquí. La tienen que botar mañana por la mañana. Eso es todo lo que tengo que decir.

    Guillermo viró y se fue adentro a cenar.

    —No me sorprende —dijo Roberto—. Él siempre ha sido bien supersticioso.

    —¿Qué hacemos con la pintura, Roberto? —preguntó Carlos.

    —No sé, pero no la vamos a botar. La podemos esconder en el cuarto por ahora y decidimos que hacer con ella más tarde. Tengo mucha hambre, Carlitos.

    Y, con eso, los hermanos se fueron a cenar con sus padres sin hablar más de la pintura esa noche.

    A la mañana siguiente, cuando Roberto despertó, se apoderó de él una fuerte emoción y se fue a mirar el pequeño cuadro, examinando todos sus detalles. El hombre que tocaba el saxofón, los colores, las líneas y las formas geométricas usadas por el artista para crear las imágenes.

    Al mirar atentamente a la pintura, se vio abrumado por una profunda sensación de calma y serenidad, algo que nunca había sentido antes. No entendía porque se sentía así. Tenía muchas preguntas y quería saberlo todo sobre la pintura.

    ¿Quién era el saxofonista? ¿Dónde había vivido? ¿Todavía estaba vivo? ¿Y por qué Sobrino lo había pintado como lo pintó? Se preguntó Roberto. Sabía que por lo menos debía aprender más sobre el artista. Recordando lo molesto que estaba su padre la noche anterior y que le había dicho que botara el cuadro, decidió esconderlo debajo de su colchón antes de bajar a desayunar. Ahí estaría protegido y seguro.

    Carlos ya se había despertado desde hacía rato y estaba en la cocina tomándose un café. No había dormido mucho la noche anterior; había estado pensando en la pintura y en qué hacer con ella.

    —Roberto —dijo Carlos entusiasmado—. Tengo una idea sobre la pintura. Creo que debemos ir a la Biblioteca José Martí y buscar información sobre Sobrino.

    —¿Cómo sabes de esta biblioteca, Carlitos?

    —Tomo libros de ahí a cada rato. Es uno de mis lugares favoritos.

    —Sabes, Carlitos, tú eres listo. Quisiera yo saber de esas cosas. Estoy preparado para ir cuando quieras.

    Mientras salían por la puerta de entrada, bajaban las escalinatas y ganaban la estrecha calle al frente de la casa, Carlos se dirigió a Roberto y le preguntó:

    —¿Y el cuadro? ¡No lo podemos dejar en casa!

    —Lo escondí debajo del colchón —dijo Roberto—. Es pequeño y a padre nunca se le ocurrirá buscar ahí. Estará protegido.

    La caminata hasta la biblioteca era extensa y, cuando estaban por la esquina de La Avenida Paseo, en dirección al este, frente al monumento de José Martí, pudieron ver la biblioteca a la izquierda. El monumento al famoso poeta y escritor José Martí y la Biblioteca Nacional eran estructuras modernas que se veían fuera de lugar en una ciudad llena de arquitectura colonial española.

    —Roberto, cuando entremos, déjame hablar. Los empleados me conocen —dijo Carlos—. Además, creo que sé dónde hay que buscar primero.

    Después de entrar al gris edificio cuadrado de quince pisos, los hermanos se dirigieron a la recepción, anotaron sus nombres y fueron hacia el directorio ubicado en el lobby.

    —Ahí —dijo Carlos—. Creo que tenemos que ir a al Departamento de Archivos Históricos. Es en el cuarto piso. Podemos tomar el ascensor.

    Cuando el ascensor llegó al cuarto piso, se encontraron con hilera tras hilera de idénticas carpetas negras.

    —No sé, Carlitos. ¿Por dónde empezamos?

    —Roberto, es fácil —dijo Carlos, sonando un poco frustrado con su hermano—. Todo está organizado por año. Sabemos cuándo nació Sobrino, cuando murió y cuando se fue de Cuba para España después de la Revolución. Julio dijo que Sobrino ya era famoso cuando compró El saxofonista; entonces, empezamos con los años justo antes y después del 1953.

    Caminando por el primer pasillo, rápidamente encontraron la sección que contenía los años 1940 a 1949, formada mayormente por periódicos gubernamentales que detallaban el recuento histórico de cada año. No había menos de cuarenta carpetas negras juntas, una para cada cuarto del año.

    —Creo que vamos a encontrar algo aquí, Roberto —dijo Carlos con entusiasmo—. En 1940, Sobrino tendría treinta años y estaría justo en la cima de su carrera.

    —¡Eres increíble! —exclamó Roberto—. Esto no tardará nada.

    Los hermanos empezaron a buscar rápido en las carpetas, una a una, mirando cada página en busca de cualquier pizca de información sobre Carlos Sobrino o alguna de sus pinturas. Mientras iban mirando cada página cuidadosamente, vieron muchas referencias a pintores, poetas, escritores y músicos cubanos importantes de la época. A algunos ya los conocían por las clases de la escuela. Cuando llegaron al final de la sección, no habían encontrado nada sobre Sobrino.

    Habían pasado dos horas y estaban muy frustrados otra vez, por no haber podido hallar ninguna información sobre Sobrino. Estaban cansados de mirar las carpetas y querían algo de comer.

    —Carlitos —dijo Roberto—. Debemos regresar a casa. Podemos volver mañana e intentar otra vez. Debemos buscar en los años posteriores a 1949. Por cierto, ¿recuerdas que mañana es mi cumpleaños? —preguntó Roberto.

    —Nos podemos ir y estaré listo para buscar otra vez mañana. No estoy desanimado. Y sí, claro que sé que es tu cumpleaños mañana. Podemos celebrarlo el sábado con Maykel, en la excursión de pesca. Dieciocho, eso es para celebrarlo, Roberto —dijo Carlos, tratando de ser elogioso.

    Roberto notaba que su hermano estaba decepcionado y que estaba teniendo dudas sobre el cuadro y sobre la historia de Julio, pero por respeto a su hermano y al amigo de su hermano, no dijo nada.

    Cuando llegaron a la casa, su madre estaba en la cocina como siempre, preparando la cena. No los miró cuando llegaron y ellos pudieron notar que estaba molesta por algo.

    —¿Pasó algo, madre? —preguntó Roberto.

    —No, no pasó nada, pero te llegó esto en el correo hoy —dijo Rosa.

    —¿Qué es? —preguntó Roberto, un poco sorprendido.

    —Es del ejército. Tienes 17 y cumples 18 mañana. Probablemente son tus papeles de conscripción. Me sorprende que el gobierno no los haya mandado antes.

    —Déjame ver —dijo Roberto. Abrió la carta y la leyó. Cuando termino de leerla, vio que su madre estaba llorando.

    —¿Por qué estas llorando, mamá? Sabías que esto venía.

    —Lo sé, lo sé. Pero ahora es real. Todos los que se meten en el ejercito van para Angola y no regresan —dijo Rosa.

    —Madre, no voy para Angola. Si les digo que me rehúso ir, simplemente me quedo por tiempo adicional. Yo sé cómo funciona, ya verás —dijo Roberto.

    —Siempre estás seguro de todo, Roberto —dijo Rosa—. Un día eso te va a meter en problemas. Espero que esta vez tengas razón. Tú y tu hermana y tus hermanos son todo lo que tengo.

    Roberto vio que no podía consolar a su madre. Salió a la terraza, se sentó y leyó la carta otra vez. Pasare lo que pasare —pensó —, él no iba a ir Angola para pelear otra guerra sin sentido en África. Demasiados jóvenes de La Habana, muchos que él conocía, habían muerto en la guerra. Él había visto de primera mano cuán devastador había sido para sus familias.

    Volvió a entrar, abrazó a su madre, pero no dijo nada y se fue arriba, a su cuarto. Cuando entró al cuarto, Carlos estaba sentado en la cama. Había sacado el cuadro de debajo del colchón y lo miraba intensamente.

    —Carlitos, no creo que tengamos tiempo para ir de vuelta a la biblioteca mañana. Estos son mis papeles de conscripción —dijo Roberto calladamente, enseñándole los papeles a su hermano.

    Se sentó en la cama con su hermano y contemplaron la pintura, sin decir nada.

    Después de varios minutos Roberto miró a su hermano y dijo:

    —¿Sabes algo, Carlitos? Es extraño, pero cada vez que miro la pintura, si estoy preocupado por algo o deprimido por el dinero o me siento atrapado y no tenemos escape, siempre me siento mejor. Es como una ventanita a un lugar donde se puede pensar y vivir libremente.

    —¿Cuándo crees que podamos ir a la biblioteca otra vez? —preguntó Carlitos—. No quiero que nos rindamos.

    —Mañana tal vez no podamos si tengo que ir al Ministerio de las Fuerzas Armadas, pero podemos ir el jueves y quedarnos todo el día. Y si no encontramos nada el jueves, regresamos el viernes por la mañana. Estaré listo para buscar otra vez mañana, no estoy desanimado. Tengo entrenamiento de Taekwondo en la tarde del viernes, pero recuerda que nos vamos de pesca con Maykel el sábado.

    —No me voy a olvidar de tu paseo de cumpleaños, Roberto. Se supone que el clima estará perfecto el sábado, con vientos leves del noreste. Los dorados siempre pican cuando el viento viene del noreste y si hay dorado, ya sabes que va a haber peces vela y si tenemos suerte…

    Interrumpiendo a su hermano, Roberto dijo:

    —Carlitos, tal vez debamos poner el cuadro debajo del colchón por ahora. Hace calor aquí en el cuarto. Voy a ir a la terraza, donde es más fresco.

    En dirección hacia las escaleras, al pasar por la cocina y al abrir la puerta para ir a la terraza, pudo sentir el viento fresco de la noche viniendo de las nubes oscuras al sur y vio que estaba por llover. Podía sentir que su misión para encontrar información sobre el cuadro y el artista estaba empezando a cobrar vida propia y poder, y se sentía emocionado.

    Al día siguiente, Roberto se levantó temprano, nervioso por su cita para registrarse en el ejército. Se vistió rápido, cogió sus papeles de identificación, se tomó una taza de café y se fue de la casa, sin hablarle a nadie.

    Cuando llegó al Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, ya había una larga fila alrededor del edificio; entonces, tomó su turno en la fila con los otros muchachos jóvenes, a la espera de que abriera el ministerio.

    Finalmente, el ministerio abrió y quienes tenían los papeles de conscripción fueron dirigidos a la oficina de inscripción para llenar los documentos requeridos y se les dio una fecha específica para el comienzo del entrenamiento básico.

    Roberto tenía quince días antes de que tuviera que reportarse. Durante su entrevista inicial en el ministerio, le dijeron que –por su experiencia con en defensa personal y su título de campeón nacional en Taekwondo– cuando terminara su entrenamiento básico era posible que lo asignaran al Servicio Secreto en el Departamento de la Seguridad Estatal, una división de elite encargada de la protección de oficiales gubernamentales de rango alto.

    Era una caminata larga hasta su casa y tenía mucho en que pensar. Pensó en su madre y en cómo ella iba a manejar el estrés. Parecía que, por el momento, no lo iban a asignar al combate activo en África, un alivio para su madre sin duda, pero no había garantías. Pensó también en Carlos, quien por su autismo estaba exento del servicio militar, luchaba diariamente con su afección y dependía mucho de Roberto. Todo había cambiado para Roberto y comenzó a ponerse ansioso.

    Cuando llegó a la casa, Carlos lo estaba esperando.

    —¿Todavía vamos a ir la biblioteca mañana, Roberto? —preguntó.

    —Sí, claro que vamos a ir —dijo Roberto.

    —¿Qué te dijeron en el ministerio? —preguntó Carlos.

    —Bueno, tengo dos semanas antes de deba reportarme y después de eso tengo que ir al entrenamiento básico por seis meses —contestó Roberto—. No estoy preocupado por el entrenamiento. Entreno todo el tiempo en el gimnasio. Sé cómo sufrir —Roberto vaciló— y cómo disfrutarlo. Sera fácil. De todos modos, hablemos de mañana y de nuestra visita a la biblioteca.

    —Sí, hablemos de mañana. Tengo unas ideas.

    Con eso, los dos entraron; Roberto tenía que contarle a su madre sobre los eventos del día y tal vez calmar sus ansiedades sobre su futuro.

    Después de la cena, la familia pasó el resto de la noche disfrutando y hablando en la terraza. Ningún hermano mencionó nada sobre el cuadro frente a su padre, ni aludieron a su visita a la biblioteca al día siguiente. Era una bonita noche de verano, con las lluvias al sur y los vientos del oeste trayendo brisas secas sobre la ciudad y alivio del calor.

    Al día siguiente, los hermanos partieron temprano para ir a la biblioteca. Cuando entraron al edifico y regresaron al cuarto piso, donde habían hecho su búsqueda en los días previos, Carlos recordó que Julio les había dicho que Sobrino había ganado el Premio Nacional de Pintura en 1957.

    —Sabes —dijo Carlos cuando entraron a la biblioteca—, si Sobrino ganó el Premio Nacional en 1957, significa que el museo pensó que él era el mejor pintor del país en ese momento. Deben tener información sobre él. Debemos buscar todos los catálogos de entre 1950 y 1957, cuando ganó el premio.

    Con interés renovado, fueron directamente a los archivos del cuarto piso e inmediatamente empezaron a trabajar, buscando con gran cuidado en todos los catálogos de los años cincuenta.

    Después de tres horas de búsqueda meticulosa, no encontraron ninguna referencia de Carlos Sobrino ni de sus obras. Era una desilusión enorme para los hermanos. No podían entender cómo un artista reconocido en el ámbito nacional no estaba representado en los archivos de la Biblioteca Nacional.

    —No sé, Carlitos. Creo que estamos malgastando nuestro tiempo. Tal vez nos debamos ir. Ya es casi la una y tengo que estar en el gimnasio para las dos. Perdón.

    —Nos podemos ir, Roberto, pero no me doy por vencido.

    Frustrados y entristecidos por su fracaso en encontrar algo de información, se fueron para su casa.

    No tendrían otra oportunidad para regresar a la Biblioteca Nacional por más de seis meses, después de que Roberto terminara su entrenamiento básico. Rehusando a pelear en Angola y habiendo calificado para las fuerzas especiales de Cuba, sería asignado a un puesto en el Servicio Secreto, en el Palacio de la Revolución, protegiendo al presidente Fidel Castro, un giro que cambiaría su vida para siempre.

    No pudo dormir mucho esa noche; se despertó antes del amanecer y se preparó para el muy esperado día de pesca en el océano. Junto con su amigo Maykel, celebrarían los dieciocho años de Roberto. Maykel tenía más de 60 años y era considerablemente mayor que los hermanos, pero estaba lleno de pasión y siempre era el primero en los muelles. Amaba genuinamente llevar a los hermanos de pesca, disfrutando de su entusiasmo y optimismo.

    —Buenos días, Carlitos —le dijo Roberto a su hermano cuando se sentó a la mesa para tomar el café—. Espero que hayas dormido bien y que te sientas fuerte. Hoy vamos a pescar un montón de peces.

    Los pescadores son eternamente optimistas. No importa cuán mala haya sido la pesca del día anterior, siempre están seguros de que el nuevo día será una buena jornada.

    —Estaré listo cuando Maykel me necesite —dijo Carlos.

    —Vi a su hijo Aroldis ayer, cuando estaba regresando a casa del entrenamiento. Me dijo que Maykel tuvo un buen día y que pescó un dorado de veinticinco kilos.

    —¿Cuantos peces pescó? —preguntó Carlos.

    —Aroldis dijo que su padre pescó en la bahía y pescó veinticinco peces y dos sierras grandes —respondió Roberto.

    —¿Estuvo pescando solo?

    —Creo que sí —contestó Roberto.

    —Debió de estar muy cansado. Nosotros enrollaremos todos los peces hoy —dijo Carlos con confianza.

    —Debemos irnos, Carlitos. Odio llegar tarde a los muelles. Maykel dijo a las cuatro y media. Nos va a estar

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