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Siria: La década negra (2011-2021)
Siria: La década negra (2011-2021)
Siria: La década negra (2011-2021)
Libro electrónico295 páginas4 horas

Siria: La década negra (2011-2021)

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La aproximación al conflicto sirio no resulta sencilla dada la multiplicidad de actores implicados en su desarrollo y la diversidad de intereses que defienden. Lo que empezó siendo un levantamiento popular contra Bashar al-Asad se transformó pronto en una confrontación civil. Aunque el conflicto todavía no ha finalizado, no cabe duda de que al-Asad ha conseguido su objetivo: mantenerse en el poder. El precio a pagar ha sido demasiado elevado, como demuestra el éxodo de más de 13 de sus 23 millones de habitantes y el hecho de que el 90% de ellos vivan bajo el umbral de la pobreza.

La indiferencia occidental ante el descenso de Siria a los infiernos abrió el camino a las potencias internacionales que armaron a los diversos bandos de la contienda. El régimen sirio se ha impuesto a sus rivales gracias a la determinante ayuda prestada por Rusia e Irán, que no dudaron en intervenir militarmente para proteger a su aliado estratégico y que han instaurado un protectorado de facto sobre el país árabe. Este libro, una versión revisada y ampliada de Siria. Revolución, sectarismo y yihad, publicado en 2016, intenta aportar las claves para comprender de dónde viene y hacia dónde se dirige Siria.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 may 2022
ISBN9788413524856
Siria: La década negra (2011-2021)
Autor

Ignacio Álvarez-Ossorio

Es profesor titular de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante y coordinador de Oriente Medio y Norte de África en el Observatorio de Política Exterior de la Fundación Alternativas. Además, es investigador del Instituto Interuniversitario de Desarrollo Social y Paz (IUDESP) y miembro de la Junta Directiva del Comité Español de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos (UNRWA). Ha publicado o editado una docena de libros sobre Oriente Medio, entre ellos Siria contemporánea (2009), y es colaborador habitual de varios medios de comunicación como El País, El Correo y TVE.

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    Siria - Ignacio Álvarez-Ossorio

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    Ignacio Álvarez-Ossorio

    Siria

    La década negra (2011-2021)

    Colección relecturas

    PRIMERA EDICIÓN: MAYO DE 2016

    SEGUNDA EDICIÓN: NOVIEMBRE DE 2016

    PRIMERA EDICIÓN EN LA COLECCIÓN RELECTURAS: ABRIL 2022

    © Ignacio Álvarez-Ossorio, 2022

    © Los libros de la Catarata, 2022

    Fuencarral, 70

    28004 Madrid

    Tel. 91 532 20 77

    www.catarata.org

    Siria.

    La década negra (2011-2021)

    isbne: 978-84-1352-485-6

    ISBN: 978-84-1352-410-8

    DEPÓSITO LEGAL: M-9.768-2022

    thema: 1FBS/JPWS

    impreso por artes gráficas coyve

    este libro ha sido editado para ser distribuido. La intención de los editores es que sea utilizado lo más ampliamente posible, que sean adquiridos originales para permitir la edición de otros nuevos y que, de reproducir partes, se haga constar el título y la autoría.

    PRESENTACIÓN

    Aunque el conflicto sirio todavía no ha concluido, no cabe duda de que el presidente Bashar al-Asad ha conseguido su objetivo: mantenerse en el poder. No obstante, el precio a pagar ha sido demasiado elevado, como demuestra el éxodo de más de trece de sus 23 millones de habitantes. Siria es, hoy en día, un país devastado y sin futuro con, al menos, un tercio de sus inmuebles e infraestructuras dañadas y con el 90% de su población viviendo bajo el umbral de la pobreza, lo que ha colocado a dos terceras partes de los sirios en situación de inseguridad alimentaria.

    El régimen sirio se ha impuesto a sus rivales gracias a la determinante ayuda prestada por Rusia e Irán, que no dudaron en intervenir militarmente para proteger a su aliado estratégico y, de esta manera, reforzar su presencia en Oriente Próximo. A principios de 2022, la situación sobre el terreno era claramente favorable para al-Asad y sus aliados, que controlaban tres cuartas partes del país, incluida la denominada Siria útil que abarca toda la franja mediterránea y el corredor urbano que va desde Deraa hasta Alepo y donde reside el 75% de la población. La derrota del Estado Islámico en Iraq y Levante (EIIL) ha permitido que sus antiguos bastiones pasen a manos de las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), una heterogénea coalición aliada de Estados Unidos y dirigida por las Unidades de Protección Popular (YPG) kurdas, que ha instaurado la Administración Autónoma del Norte y Este de Siria y ha extendido su radio de acción más allá del Rojava, el Kurdistán sirio. Por último, la Organización para la Liberación del Levante (OLL), coalición integrada por las milicias islamistas del Frente al-Nusra y Ahrar al-Sham, todavía controla la mitad de la provincia de Idlib y el paso fronterizo de Bab al-Hawa, por donde entra ayuda humanitaria a los dos millones y medio de personas que viven en dicha provincia, muchos de ellos desplazados forzosos de otras zonas rebeldes. Turquía, que ha lanzado tres ofensivas en el área fronteriza junto al Ejército Nacional Sirio (ENS), se ha hecho con el control de la zona kurda de Afrin y la franja que va desde Tel Abiad hasta Ras al-Ayn, interrumpiendo la continuidad territorial de las zonas kurdas y promoviendo operaciones de limpieza étnica para cambiar su composición demográfica.

    El levantamiento popular contra el régimen asadista se inició a mediados de marzo de 2011 en el marco de la denominada Primavera Árabe, un movimiento contestario que pretendía poner fin a los regímenes autoritarios que gobernaban la mayoría de los países de Oriente Próximo y el norte de África. Las multitudinarias manifestaciones fueron un claro ejemplo de movilización transversal que aglutinó a la mayoría de los sectores de la heterogénea sociedad siria. A pesar de su carácter pacífico, el régimen dejó claro que no presentaría ningún tipo de concesión y recurrió a la represión disparando contra los manifestantes. Desde un principio, las unidades leales al régimen consideraron que libraban un combate a vida o muerte en el que solo podría haber un ganador: al-Asad o quemamos el país se convirtió pronto en su lema. La respuesta no tardó en llegar, ya que los miles de desertores del Ejército Árabe Sirio (EAS) que se negaron a abrir fuego contra sus propios ciudadanos establecieron el Ejército de Liberación de Siria (ELS).

    La contienda no solo se libró en el campo de batalla, sino también en el de las narrativas. Mientras que los cientos de miles de personas que tomaron las calles en demanda de reformas y libertades las definieron como una revolución, Bashar al-Asad no dudó en catalogarla como una conspiración internacional. Por su parte, los grupos de orientación salafista, que gradualmente fueron ganando terreno hasta acabar secuestrando en buena medida el levantamiento, la consideraron una yihad para instaurar un Estado islámico regido por la sharía y derrocar al Gobierno apóstata. Por su parte, las potencias internacionales que intervinieron en el país la consideraron como parte de su guerra contra el terrorismo.

    La indiferencia occidental ante el descenso a los infiernos de Siria abrió el camino a las potencias regionales. Irán y Arabia Saudí, dos países que mantienen una intensa rivalidad desde la Revolución Islámica de 1979, fueron los dos primeros en intervenir, conscientes de que Siria es la llave para extender su influencia al conjunto de Oriente Próximo. Irán considera a Siria su patio trasero e interpreta que la supervivencia de al-Asad es prácticamente un asunto de seguridad nacional, ya que su caída colocaría en una delicada situación a las milicias chiíes de Hezbolá, otro de sus aliados regionales. Arabia Saudí, por su parte, ha tratado de orquestar un bloque sunní para contrarrestar la influencia de Irán. También otros actores regionales, como Turquía y Qatar, intervinieron activamente en Siria financiando a diversos grupos armados de orientación islamista, en un claro intento de descarrilar la revolución siria que aspiraba a establecer un Estado democrático y laico.

    A medida que los grupos insurgentes fueron conquistando nuevos territorios, Bashar al-Asad pasó a depender cada vez más de sus aliados. En un principio, Irán movilizó a Hezbolá en defensa del régimen sirio, pero cuando su presencia se mostró insuficiente para contener el avance rebelde, también recurrió a su propia Guardia Revolucionaria iraní y a diversas milicias chiíes iraquíes, afganas y paquistaníes, cuya intervención resultó determinante para desequilibrar la contienda. Rusia, que en un principio se había conformado con proporcionar cobertura diplomática y financiera a al-Asad, se vio obligada a intervenir militarmente en septiembre de 2015, lo que permitió recuperar el terreno perdido por el régimen y blindar en el poder a al-Asad. Hoy en día, estas dos potencias han instaurado un protectorado de facto sobre el país.

    Además de este sólido respaldo ruso-iraní, otra de las razones que explican la resiliencia de Bashar al-Asad fue la división de la oposición. Las diferentes plataformas opositoras en el exterior —el Congreso Nacional Sirio (CNS), la Coalición Nacional de Fuerzas de la Revolución y la Oposición Siria (CNFROS) o el Alto Comité Negociador (ACN)— disponían de escasa credibilidad en el interior del país y quedaron bajo la tutela de sus patrocinadores: Turquía, Qatar y Arabia Saudí, países que no simpatizaban precisamente con los principios revolucionarios que desataron el levantamiento popular. El ELS fue progresivamente perdiendo fuelle en detrimento de las milicias salafistas de Ahrar al-Sham y el Ejército del Islam, que ganaron protagonismo gracias al respaldo de las petromonarquías del Golfo. También Estados Unidos contó con sus propios peones en el tablero sirio y armó a las FDS, una heterogénea coalición liderada por los milicianos kurdos, que tuvo un papel determinante en la lucha contra el Estado Islámico.

    Esta caótica situación convirtió a Siria en un polo de atracción para los grupos yihadistas transnacionales. El desmoronamiento del régimen y el vacío político resultante permitieron la irrupción de dos fuerzas yihadistas emparentadas con al-Qaeda: el Frente al-Nusra, netamente sirio, y el autodenominado Estado Islámico en Irak y Levante, integrado sobre todo por yihadistas internacionales. Su agenda sectaria representaba una grave amenaza para las minorías religiosas y étnicas, que suponían una tercera parte de la población siria y cuya situación se deterioró notablemente tras la proclamación del califato yihadista el 29 de junio de 2014 por Abu Bakr al-Bagdadi en la gran mezquita de Mosul.

    La irrupción del EIIL fue aprovechada por las potencias internacionales para acelerar su intervención en Siria. En el verano de 2014, Estados Unidos se puso al frente de una coalición internacional que golpeó las posiciones del grupo terrorista tanto en Irak como en Siria. Rusia también utilizó el mismo pretexto para justificar su intervención en otoño de 2015, aunque pronto se evidenció que su objetivo no era otro que apuntalar a un régimen en horas bajas. También Irán utilizó el discurso contraterrorista para movilizar a decenas de milicias chiíes regionales que acudieron a Siria para combatir a los grupos takfiríes, como los denominaban por su empleo del takfir o excomunión del resto de musulmanes que no compartían sus posiciones. En realidad, todos estos actores no solo pretendían combatir a dicho grupo, sino también afianzar su presencia en una zona de especial relevancia geoestratégica como es el Oriente Próximo.

    Ante la agudización de la tragedia siria, la comunidad internacional se mantuvo impasible. La UE reaccionó tarde y mal a pesar de que Siria es un país mediterráneo y que el agravamiento de la situación podría provocar, como muchos advirtieron, la desestabilización de la región. A partir del verano de 2015, cientos de miles de refugiados sirios, así como iraquíes y afganos, llamaron a las puertas de Europa debido a una combinación de factores, entre los que se encontraban el agravamiento de la situación sobre el terreno, la reducción de las ayudas prestadas por los organismos internacionales y la ausencia de expectativas en torno a una solución negociada del conflicto. Ni los atentados de París del 13 de noviembre de 2015 ni los del 17 de agosto de 2017 en Barcelona y Cambrils alteraron una política exterior europea incapaz de aliviar el sufrimiento de la población civil y de presionar a las partes del conflicto para que pusieran fin a la guerra.

    En su libro Siria. La revolución imposible, el opositor Yassin al-Haj Saleh resume esta complicada partida de ajedrez y distingue tres etapas claramente diferenciadas en el conflicto sirio. La primera fue la etapa de la revolución, la segunda fue la etapa de la inserción de la guerra siria en la pugna sunní-chií y la tercera fue la etapa del imperialismo y ‘guerra contra el terrorismo’. Por esta razón, el disidente sirio considera que:

    La lucha siria se enfrenta a tres enemigos: el Estado asadiano, cuya constitución es al-Asad o quemamos el país; las milicias chiíes y sunníes, que libran la primigenia guerra del islam, aspiran a una victoria sectaria y están ligadas a potencias regionales sectarias; y, por último, las fuerzas de dominio internacional, que han convertido la guerra contra el terrorismo en un pretexto para atacar toda forma de resistencia siria y en un punto de no retorno al cual tejer alianzas.

    Esta década negra también ha sido testigo de la mayor catástrofe humanitaria que se recuerda en la región desde el inicio del siglo XXI. Las cifras hablan por sí solas. Según el Observatorio Sirio de Derechos Humanos, la guerra ha causado 600.000 muertos en esta década negra. La mitad de la población se ha visto obligada a abandonar sus hogares, convirtiéndose 6,6 millones en refugiados en los países del entorno o Europa y otros 6,7 millones en desplazados internos, todo ello en un país que antes de la guerra contaba con 23 millones de habitantes. La pandemia de la COVID-19 no ha hecho más que agravar la situación provocando el colapso de la economía y disparando el porcentaje de población que vive bajo el umbral de la pobreza. Además, debe tenerse en cuenta que, según un informe del Banco Mundial, al menos un tercio de las viviendas sirias han resultado parcial o totalmente dañadas durante el conflicto y la factura de la reconstrucción oscilará entre los 250.000 y los 400.000 millones de dólares.

    Si algo ha quedado claro en esta década negra es que la comunidad internacional ha fracasado de manera rotunda a la hora de encontrar una salida al conflicto sirio. A pesar de que en un primer momento se barajó la posibilidad de una intervención internacional amparada en la doctrina de la responsabilidad de proteger (RtoP), lo cierto es que los vetos entrecruzados en el seno del Consejo de Seguridad lo impidieron. La posibilidad de una solución negociada tampoco ha logrado frutos, a pesar de que, en un principio, la Declaración de Ginebra de 2012 y, después, la resolución 2.254 de 2015 sentaron las bases para una resolución del conflicto basada en la formación de un Gobierno interino, la aprobación de una nueva Constitución y la celebración de elecciones legislativas y presidenciales bajo supervisión internacional. El canal de negociaciones abierto por Rusia en Astaná, la capital de Kazajistán, ha tenido más éxito al establecer un alto el fuego y varias zonas de distensión, aunque el gran beneficiado ha sido el régimen asadista al lograr que los focos rebeldes vayan rindiéndose uno tras otro.

    Así las cosas, todo parece indicar que el final de la guerra es tan solo una cuestión de tiempo y de que las diferentes potencias implicadas en el conflicto alcancen un acuerdo para repartirse sus respectivas zonas de influencia y la explotación de los recursos sirios. Rusia e Irán son las mejor posicionadas, pero también los intereses de Turquía deberán ser tenidos en cuenta en la Siria postbélica dada su presencia en el norte del país y su patrocinio de los grupos islamistas que todavía controlan parcialmente la provincia de Idlib.

    Madrid, 20 de enero de 2022

    CAPÍTULO 1

    LA SIRIA DE LOS ASAD

    Bashar al-Asad fue elegido presidente de Siria el 17 de julio de 2000. Su principal y único mérito residía en ser hijo de Hafez al-Asad, quien había dirigido el país con puño de hierro durante las tres décadas precedentes estableciendo uno de los regímenes más autoritarios de Oriente Próximo solo comparable con el Irak de Saddam Husein. No es casual que en ambos países gobernase el Partido Árabe Baaz, que cultivó el culto al líder y restringió severamente las libertades públicas. El ascenso al poder de Bashar fue fruto del consenso entre las Fuerzas Armadas, los servicios de inteligencia y el Partido Árabe Baaz, que interpretaron que la mejor manera de preservar sus privilegios era precisamente mediante la creación de una república hereditaria que perpetuase el statu quo.

    LA DICTADURA DE HAFEZ AL-ASAD

    Hafez al-Asad llegó al poder el 16 de noviembre de 1970 mediante un golpe de Estado que desalojó al presidente neobaazista Nur al-Din al-Atasi. No era la primera vez que participaba en un golpe militar, ya que previamente había tomado parte en el derrocamiento del Gobierno de Nazim al-Qudsi en 1963 y en el golpe contra el baazista Amin al-Hafez en 1966. A la tercera, como suele decirse, fue la vencida.

    Hafez al-Asad había nacido en 1930 en Qardaha, una pequeña localidad en la costa mediterránea y pertenecía a la comunidad alauí, una heterodoxa rama del islam chií doudecimano que apenas representaba el 13% de la población siria. Tras incorporarse en su juventud al Partido Árabe Baaz, de orientación panarabista y secular, entró, al igual que muchos alauíes que vivían en la pobreza, en la Escuela Militar de Homs. En 1958 formó el Comité Militar del Baaz, que jugaría un papel destacado en el golpe que permitió al partido hacerse con el poder en 1963, todo ello con la aprobación del fundador del partido, el cristiano Michel Aflaq. Tras el golpe neobaazista de 1966, Hafez al-Asad fue designado ministro de Defensa, puesto que mantendría hasta que en 1970 desalojó del poder a Nur al-Din al-Atasi y se convirtió, en primer lugar, en presidente del Gobierno y, un año más tarde, en presidente de la república.

    Como destaca Patrick Seale en su célebre libro Asad of Syria. The Struggle for the Middle East, el régimen de Hafez Asad fue un animal híbrido: de su predecesor Salah Yadid heredó el modelo estatista soviético y el compromiso de promover a las clases más desfavorecidas, aunque con el objeto de extender su red de apoyos promovió la liberalización económica y política. Durante sus tres décadas como presidente, Asad instauró, como lo denomina Raymond Hinnebusch, un régimen bonapartista: una monarquía presidencialista que, gracias a su férreo control del Baaz, el Ejército y la burocracia, extendió sus redes clientelares más allá de la minoría alauí, que se reservó los puestos estratégicos en el aparato militar y securitario, abarcando también a la minoría cristiana y a algunos sectores de la oligarquía sunní.

    A partir de entonces, el Partido Árabe Baaz detentó el monopolio político y la Constitución de 1973 le reconoció como el partido líder en el Estado y la sociedad. El resto de formaciones fueron ilegalizadas y perseguidas y únicamente se toleró la actividad de algunos partidos de orientación naserista o socialista que disponían de apoyos residuales en la sociedad y que se integraron en el oficialista Frente Nacional Progresista. Los partidos de orientación islamista, como los Hermanos Musulmanes (HHMM), fueron perseguidos, al igual que otras formaciones izquierdistas como el Partido Comunista-Buró Político o el Partido de Acción Comunista. La represión también alcanzó al propio Baaz, que fue sometido a una profunda purga para eliminar a posibles rivales. Sus fundadores fueron hostigados hasta tal punto que Michel Aflaq tuvo que refugiarse en Bagdad y Salah al-Din al-Bitar huyó a París, donde fue asesinado en 1980 tras verter ácidas críticas contra la deriva autoritaria de Hafez al-Asad. El derrocado presidente Nur al-Din al-Atasi y Salah Yadid, hombre fuerte del anterior Gobierno, fueron encarcelados hasta su muerte en la prisión del Mezze en Damasco.

    La conquista del poder por el Comité Militar del Baaz, dominado por miembros de las minorías confesionales, fue considerada como una revancha de la periferia rural contra las élites sunníes de Damasco y Alepo, que tradicionalmente habían detentado el poder. Tras la independencia siria en 1946 irrumpieron en escena diversos grupos confesionales que, hasta aquel entonces, habían jugado un papel residual. Como recuerda el historiador Philip Khoury, tras el final de la dominación francesa: Los pueblos rurales, especialmente las minorías religiosas de la periferia —los alauíes en los accidentados distritos montañosos del noroeste de Siria y los drusos en las inhóspitas colinas al sureste de Damasco— comienzan a incorporarse a la escena política nacional.

    Hasta aquel momento, dichos grupos habían permanecido divididos y aislados por diversas razones, entre ellas la compleja orografía del territorio sirio o la lealtad a la tribu, el clan o la secta antes que al Gobierno central. No obstante, la persecución que habían sufrido durante siglos por parte había reforzado su cohesión comunitaria o ‘asabiya, un término acuñado a finales del siglo XIV por el sociólogo tunecino Ibn Jaldun. Dichas minorías representaban un bloque homogéneo dentro del estamento militar, ya que eran de origen campesino, provenían de regiones periféricas y comulgaban con el credo baazista. Debe tenerse en cuenta que el Baaz consideraba al arabismo como el principal elemento de cohesión de la sociedad siria, lo que le permitió atraer a las minorías confesionales hacia su proyecto socialista, secular e igualitario.

    Una vez en el poder, Hafez al-Asad no dudó en instrumentalizar esta heterogeneidad confesional para tratar de dividir a la población y ganarse la lealtad de unas comunidades frente a las otras. Más del 85% de la población siria era árabe, aunque existían importantes bolsas de kurdos (un 10%), así como armenios, asirios, circasianos

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