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Insanias del Espíritu
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Libro electrónico474 páginas6 horas

Insanias del Espíritu

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María Bolio se ha inspirado en un hecho real, claramente documentado, aunque lacónico: la apertura del Hospital del Divino Salvador, para atención a mujeres dementes en el siglo XVII.
Una oda al amor que no se conforma, al que cambia su entorno.
Una ventana a los más oscuros y recónditos pensamientos de la mente humana donde el lector se percata de que los más temibles demonios pueden vivir dentro de uno mismo.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 jul 2021
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    Insanias del Espíritu - Maria Bolio

    1

    Si llegase y me viera bañada en mi propia sangre... Si tan solo tuviese el valor… Escurriría por las baldosas viscosa, espesa…, y al entrar, la pisaría. Estampadas iban a estar sus huellas, rojas, pegajosas..., manchando para siempre, sus botas de gamuza clara; y así, cada vez que las mirase, recordaría que él me mató.

    Ana María toma la navaja y la saca de la cacha de hueso, acaricia el filo, lo posa en su muñeca y presiona suavemente hasta que escapan gruesas gotas escarlata; ansiosa la separa, y mira como las gotas se abrazan formando caminos insensatos, sendas de agonía, veredas angustiadas. Al poco, coloca la punta sobre su cuello, y aprieta con más fuerza; tan solo transcurren instantes cuando ya siente como escurre caliente, y llega hasta sus senos, lenta, brillante, tiñendo los encajes suaves del camisón. La mujer apoya un poco más la hoja, apenas separada de la yugular por un latido, cierra los ojos, sus dedos se tensan, saltan azules las venas de sus manos cuidadas, los nudillos blanquean, cuando, de pronto, su vientre se mueve. La navaja rueda por el suelo.

    —¡Vida! ¡Vida de mi vida! —susurra cayendo de rodillas, inclinándose hasta que su frente toca el suelo; su párpado tiembla, un llanto convulso la sacude. El cirio, encendido a san Isidro, oscila burlón encima del tocador; un relámpago rasga el firmamento, el trueno ruge. Se estremece y mira la sangre que mana de sus muñecas, su camisón está empapado, tiene frío, mucho frío, la habitación gira borrosa a su alrededor.

    eee

    La tarde es ya avanzada cuando Fernando entra al dormitorio; abre la boca, mas el grito se paraliza, sus piernas son roca y un crepitar sacude la boca de su estómago. Un esfuerzo, una oración:

    —Amor, Anita, ¿qué es esto?, ¿qué has hecho? ¡Está muerta! Dios mío, ¿cómo pudiste? —pregunta tomándola en brazos y, colocándola, sobre el lecho—. ¡Virgen Santísima! ¡Aún sangras! ¡Respiras! Señor, protégenos —ora al tiempo que se arranca la camisa y la hace jirones; ata la muñeca de la insensata, y, con otro trozo, presiona sobre el cuello. La hemorragia cede al poco. El hombre mira las mejillas tersas, ahora tan pálidas, y los cabellos oscuros y ondulantes, desparramados sobre la almohada. Un beso trémulo y ella recupera el sentido; su cabeza gira despacio de un lado a otro, con la mirada perdida, de pronto se detiene y grita aferrándose a las manos de su esposo.

    —¡No me dejes!

    —Por Dios, ¿de qué hablas?

    —Ella no te puede querer como yo.

    —¿Ella?

    —Yo te vi y supe… Esa albarazada de los ojos grandes…

    —Mi amor, esa chiquilla es la hija del capataz, de Ruperto; bien que la conoces, es una niña; le ayudé porque se rompió una pierna. Te lo he explicado ya tantas veces.

    —Es bonita, pero es tan prieta, ¿no te da asco? Así son los hombres, todos son lo mismo, y cuando ellas se ofrecen…

    —Para mí solo existes tú, no hay nadie más. Tanto te lo he repetido, y ahora… ¡Mira, mira lo que has hecho! ¿Acaso no te das cuenta? Dios bendito que llegué a tiempo. Si hubieses muerto… Ni en sagrado se me permitiría enterrarte. Condenada quedarías, ¿qué no lo entiendes?

    —¿Condenada? Mi única condena es no poder vivir sin ti.

    —Pero si aquí estoy, a tu vera.

    —Abrázame. ¡No te vayas! Tengo mucho miedo.

    —Siempre estaré a tu lado, no dudes de mí; y, por Dios bendito te lo ruego: ¡No vuelvas a intentarlo!

    Ana María, refugiándose entre los brazos de su esposo, llora suave, largo, manso.

    2

    —V amos, querido —suplica Ana María—. ¡ Llámala!, pídele que venga, que se quede con nosotros hasta que nazca el niño; ella tiene modo y sabe cómo calmar mis furores y ese frenesí que, a la de veces, me acogota el alma.

    —Clara ya no es joven; y José, su marido, algo tendrá que decir, me imagino yo.

    —Es que no la conoces bien, no sabes cómo me quiere: para ella, soy como una hija, y por mí, es capaz de cualquier cosa.

    —Me cuido de ello; ni matrimoniarse quiso hasta que nosotros lo hicimos — dijo Fernando.

    —Y mira que con lo guapa que era no le faltaban pretendientes. Esos sus ojos verdes, y las pestañas; y ni te cuento de su figura…

    —Me alegra que se haya casado; no hubiera sido justo que se quedase sola.

    —Pero ya no pudo engendrar… —indica Ana María con tristeza—. Eso siempre le ha pesado.

    —Y, ¿no has pensado que venir a cuidarte así, preñada como estás, será un recordatorio cruel de su desgracia? Además, la carta tardará en llegar y luego el viaje… No sé si convenga molestarle; para cuando llegue quedarán pocos meses de embarazo.

    —¿Pocos?, pero si ni siquiera he llegado a la mitad. ¡Anda!, manda recado con un propio; no importa lo que cueste. Te aseguro que en no más de quince días, tenemos aquí a Clara. Te lo ruego, necesito compañía; tú te ausentas tanto…

    Fernando duda; nunca pidió ayuda a Clara, la prima de Ana María, nunca… hasta ahora que su mujer está llena de celos y desasosiego, hasta ahora que ha tratado de quitarse la vida. El hombre toma la escribanía y traza:

    Puebla, Ciudad de los Ángeles, 27 de marzo de 1686.

    Querida Clara:

    Unas semanas después, apenas raya el alba cuando Clara, envuelta en su chal de lana, llega a San Francisco; enfrente, en la plazuela, parten las diligencias.

    —Escribiré en cuanto llegue —asegura subiendo ágilmente al estribo mientras José la toma del brazo; le sigue un pifiar de caballos, el crujido de las ruedas y un pañuelo blanco que se agita a lo lejos. Luego, se arrellana en el asiento desgastado, y mira por la ventanilla cómo, al andar ansioso del carromato, las casuchas con techos de paja se escapan en carrera; al poco, en los campos, las margaritas salpican los prados y van ansiosas tras los pinares sombríos. Los volcanes no se mueven, tan solo giran su mirada hacia la arboleda en donde un arroyuelo se fuga contra su propio curso.

    3

    Ana María se levanta y asoma por el balcón que ilumina la luz cre pus cular; ante sus ojos solo hay una desilusionada vereda vacía. Mesa sus cabellos ondulados y castaños, y golpea ansiosa los almohadones del sillón; de un cesto, toma las agujas y teje unos cuantos puntos, deja la prenda sobre la mesa, y regresa a la ventana.

    —Señora —irrumpe Nachita, la sirvienta—, ¿por qué no se mete?, ya está enfriando, y en su estado…

    —¡Déjame en paz!, solo estoy esperando un hijo, como miles de mujeres lo han hecho.

    —Más vale el prevenir, que luego el aliviar; y como el señor me encargó…

    —Déjate de monsergas, no necesito nana. Y calla de una vez; con tanta estupidez harás que me duela la cabeza.

    La criada jala nerviosa el collar de corales que pende sobre su pecho robusto, y acomoda una faja bordada, sostén de sus anchas enaguas amarillas.

    —¿Sabe? Mejor le voy a poner una vela a san Isidro. Habrá tormenta, los huesos bien que me lo avisan. Así pasa cada mayo, en cuanto los niños van a ofrecer flores, enseguidita cae el primer aguacero,

    —Cómo sea, pero no se te ocurra empezar con tus rezos raros. A mi madre le gustaban las velas y las encendía para llamar a los ausentes; a mí lo que me gusta es tocar la cera tibia —completa con un susurro.

    —¿Decía, la señora?

    —¿Está lista la cena?, van a llegar con hambre de lobo. ¿Pasó el hombre del pan?, no lo escuché. ¿Compraste del floreado? El bazo es tan duro. ¿Y los polvorones? A Clara le gustan de almendra. Acércame el tejido, este saquito parece de dulce, ¡no lo toques con tus manos sucias! ¿Está lista la cena? ¡Mi crinolina!, se arrugó y los encajes ya están deslucidos. ¿Qué va a pensar mi prima? Será mejor que me cambie.

    —¿A qué tanta apretura?, no se acongoje, se ve retebonita. Y ande, déjeme de una vez prender la vela.

    La sombra huye, el párpado izquierdo de Ana María tiembla; ora se sienta y cruza la pierna; ora se levanta y se mira al espejo, o sacude, con insistencia, las pelusas imaginarias de su vestido.

    —¿Por qué no han llegado?, ¿se sabe algo de mi prima?, ¿mandó aviso? Seguro pasó algo malo. Y es mi culpa, ¿para qué le hice venir?

    —Pare, señora, pare. A poco no se recuerda que la estación está bien lejos, además, esos trastos siempre llegan tarde; y pa’cabar, falta el trecho hasta aquí, hasta ‘La Inmaculada’.

    —Que alguien vaya a preguntar. ¿Y si hubo una calamidad? —augura acomodando sus rizos rebeldes y recorriendo la habitación de un lado a otro con rápido andar.

    —No llame a la desgracia, han de venir en camino.

    —Déjame en paz, ¡lárgate! —ordena a Nachita, quién cerrando los puños y con los dientes apretados, siente que su paciencia se agota. «Ay, doña Mancía», se dice la criada, «vaya que tenía usted razón. Bien alunada que está la patrona. El que me mete congoja es mi patrón; no se merece una loca, ni un hijo que vaya a saber cómo le vendrá, y con lo retebueno que es él».

    Ana María, en el sillón, se acurruca entre los cojines; siente el temblor en su párpado, su boca está apretada, empalidece, su corazón se oprime cuando reconoce los síntomas: «Dios, ¿por qué me castigas?, ¿qué he hecho para merecer esto? ¡Por piedad! Y empezará la tristeza, y me hundiré en el abismo… ¡Fernando! Acabarás dejándome. Buscarás otra mujer y… Estas lágrimas me queman. He de calmarme, no puedo estar así, con esta congoja. Dios, ¿por qué tiemblo?», piensa la infausta mientras, con la mano, aprieta su párpado en un intento vano por detenerlo. Entonces, se deja oír el pisar firme y rítmico de las botas de trabajo.

    —¡Ya están aquí! —exclama poniendo de pie su bien formada figura que, aun con el embarazo o quizá realzada por él, se nota sensual, pero, a la vez, elegante y bien plantada. La insensata cruza el patio y se lanza a los brazos de la recién llegada.

    —Clara, primita querida, sabía que no me podías fallar.

    —Anita, nena preciosa, deja te miro; ¡qué guapa luces!

    —¡A Dios gracias que aceptaste! Te necesito tanto, es que tengo miedo, y tanta esperanza, y me entra la tristeza, y no sé, no me puedo controlar. Pregúntale a Fernando. ¡Ay, qué ilusión tan grande! Anda amor, acércate. Nachita, trae los chanclos para el señor. Vamos querido, y te quitas las botas de una vez.

    —Calma, Anita —le conmina Clara—; primero entremos, no vayas a pescar un mal aire.

    —Sí, a la estancia. Te enseñaré los primores que he tejido, y la tía esa… ¿cómo se llama? Bueno, ya me acordaré; pero ya verás, envió unas preciosidades, ni te imaginas los bordados, españoles puros han de ser…, ¿verdad, querido?

    eee

    En la estancia se sirve la merienda; la mesa luce el mantel fino y un candelabro de cuatro brazos. Al poco, Ana María pregunta por José y, antes de que Clara responda, le consulta una laboriosa puntada; se queja de dolores en la espalda, se levanta, y, con ojos de deseo, acomoda el cuello de la camisa de Fernando tocándole lasciva, luego, se mira en el espejo acariciando su vientre.

    —Ahora, querida, la especialidad de Nachita —presume la insensata con voz temblona, temblona como sus manos al llenar los jarros de chocolate humeante y aromático. La espuma escurre por la boca, pero ella no deja de servir. El inmaculado mantel se tiñe de marrón.

    —Señora, ¡se derrama! —grita la sirvienta intentando detenerla.

    Ana suelta el recipiente. Un llanto histérico la invade, las lágrimas corren por sus mejillas pálidas.

    —Cariño, tranquila, no es para tanto —intenta calmarla Fernando, poniendo entre sus manos, fuertes y curtidas, las de su esposa.

    —¡El deshilado está arruinado! No habrá modo de limpiarlo, era tan lindo; perdónenme, ¡soy tan torpe! No sé cómo fue que casaste conmigo. No tardarás en dejarme, en irte con otra; lo siento aquí, en mi corazón, ¿qué haré sin ti?, y con un hijo… Yo mataría a esa mujer.

    —Señora —interrumpe la sirvienta—, lo lavo de una vez; si le tallo bien ni se va a notar.

    —¡Cállate! ¡India descarada! —vomita Ana María con mirada hosca.

    —Mejor prepara una taza de tila con unas cuantas flores de azahar —tercia Clara hablando despacio, luego, toma a Ana del brazo, y marchan hacia la recámara. Fernando calla, la desesperación le ha secado la garganta; solo alcanza a lanzar, con su mirada color miel, un ‘gracias’ silencioso.

    eee

    Cuando Clara sale de la habitación ya es pasada la media noche; en la estancia, la luz tenue de la vela sacra, ya casi consumida, alumbra el rostro demudado de Fernando, su nariz recta y bien formada parece inclinarse sobre la barba espesa. Sus labios delgados están pálidos y fruncidos en un rictus angustiante.

    —Al fin se ha dormido —suspira Clara entrecerrando sus ojos verdes—; abrazando a un muñeco de trapo, como cuando era una cría.

    —Gracias. Ven, siéntate un momento, vaya que lo necesitas y dime, ¿cómo la ves? Ella sufre, se desespera; las ansias y la aflicción la carcomen. La escena de hoy es casi del diario y, además, no ceja en su absurda idea del abandono, y luego se llena de celos, me interroga, y hasta ha intentado seguirme. Es un camino angosto, no quepo en él. A veces me veo desbordado, desesperanzado… No sé.

    —¡Ay!, ¿qué puedo decirte? —inquiere Clara frotando sus manos—. Sé que Ana es flaca de espíritu, siempre lo fue, y ahora, cómo la veo, a qué negarlo, en verdad me asusta.

    —Y eso que no te he contado lo peor…

    —¿Lo peor? ¿A qué te refieres?

    —Quizá debí decírtelo en la carta, pero no puede… Si tú supieras…

    —¡Habla! —ordena Clara con voz ronca.

    —He hecho todo lo posible; como verás, tenemos una posición acomodada: ‘La Inmaculada’ marcha bien, mis caballos tienen renombre; yo la he procurado, no le falta de nada —repone pasando la mano por su cabello leonado.

    —¿Qué debiste decir? Anda, déjate de recovecos.

    —Lo que me decidió a llamarte es que… Dios, Ana María intentó… Cuando la encontré estaba sangrando y, a su lado, mi navaja de afeitar…

    —¡Por la Sangre de Cristo!, ¿iba a quitarse la vida?

    —¡Condenada quedaría! A Dios gracias llegué a tiempo; ya estaba desmayada y tan fría, la sangre seguía saliendo…

    —Quita esos nubarrones de tu mollera. La salvaste, y con ella a tu hijo; eso debe bastarte.

    —Yo jamás imaginé… Dime: ¿cómo fue que se destempló su espíritu?

    —Ya sabes que ella adoraba a su padre, tanto que cuando les dejó, su mundo se vino abajo; siguieron las penurias y luego, para colmo de males, murió mi tía. ¡Pobre chiquilla!, llegó a casa cargando ese fardo de penas, peso harto desmedido para sus pocos años. No tardamos en notar que sus furias y abandonos iban más allá de una pataleta o una simple flojera; mamá le abroncaba y más de una tunda se llevó, pero era inútil, nunca pudo entrar en vereda; luego, fueron rebeldías y… bueno, hasta que te conoció, y sus furores cesaron por completo. Pero, aun así, siempre me carcomió la duda, bien sabía yo que esos males se enconan en el alma. Si me hubieses hecho caso…

    —No creí que fuera para tanto; el amor me jugó una mala pasada y no lo vi; pero ya no hay vuelta atrás, Dios así lo quiso.

    —¿Había estado bien?

    —Melancolía, euforia, flojedad y muchos celos; debilidades de su carácter, pensé. Nunca imaginé que fuera a más.

    —En casa —afirma Clara sirviendo en una taza los restos del chocolate ya frío— le dábamos algunos remedios, sobre todo cuando estaba tapada de la entraña y los humores se le iban a la cabeza; algo ayudaban, aunque, de vez en vez, cuando el furor la invadía, todo era inútil. El doctor Franco la trataba; él me enseñó sobre las manías y el frenesí, la melancolía y otros males que la aquejaban. Yo tenía que estar siempre al pendiente, pues en cualquier momento se desbordaba.

    —¿Tus hermanos?, ¿no te auxiliaban?

    —Beatriz recién se había matrimoniado; Sebastián en España con Bernardo; y las pequeñas… ¿a qué recordar?

    —Y tu madre…

    —Mamá estaba cansada, muy cansada; además, la paciencia nunca fue una de sus virtudes; por la Sangre de Cristo, si hubieses visto cómo le desesperaba, ¡pobre madre mía! Hizo lo mejor que pudo, pero fuimos demasiados hijos, demasiados desvelos, dolores, preocupaciones… En su lecho, ya en agonía, me pidió que cuidase de mis hermanos, aunque ya solo quedaba Anita, mi nena, mi chiquita. Bien me dijo mamá: Clarita, ¿a qué te engañas? Ella es como tu hija, lo ha sido desde que llegó; yo no le serví casi para nada, fuiste tú quién se hizo cargo. Tú eres su madre. Acéptalo de una buena vez, y así, como a una hija la he querido siempre; tal vez eso ha sido lo peor, pues a la de veces, siento que fracasé, que nunca conseguí que domeñara su espíritu, quizá si…

    —Saca eso de tus pensamientos; que no te amarren las culpas —ruega Fernando sentándose nuevamente, ahora, al lado de Clara—. Ana María te quiere como a una madre, y eso es, justamente, lo que siempre has sido para ella. ¿Quieres calentar el chocolate? Está lleno de nata y… No sé en dónde queda el colador…

    —No te molestes, mejor acércame la canasta de pan.

    —Con todo este lío ni siquiera cenaste. Aquí están los polvorones; Ana dice que son tu perdición.

    —¿Se acordó? Esa mi chiquita. Cuando llegaba el hombre del pan ella salía a todo correr, le hacía tanta ilusión: Elegía los cocoles de anís, las campechanitas crujientes, y mis polvorones. Ay, Fernando, ni te imaginas cómo le quiero.

    —Y vaya que me cuido de ello; si fuera de otra guisa no estarías aquí. Di, ¿sanará algún día?

    —Esos males, insanias del espíritu, son difíciles de arrancar, son cizaña que arremete de pronto, sin que sepamos de dónde o por qué.

    —¿Se podrá hacer algo? Si recordaras qué le dabas; lo que sea. No quiero ni imaginar lo que puede ocurrir al nacer el niño; ¿y si empeora?, ¿y si lo lastima?

    —A la de veces, me parece que Dios premia con la maternidad a quién no lo merece.

    —¿Qué dices? —interroga Fernando poniéndose de pie tan bruscamente, que la minúscula mesa que tiene cerca cae estrepitosamente dejando en astillas un florero de cristal—. Es mi linaje; y, a Dios gracias, después de años de intentarlo, nos ha llegado esta bendición. Como tú no tuviste hijos...

    —Calla, calla; no sea que digas algo irreparable. No, no pude tener hijos, yerma, seca estoy. Años y años deseándolo; esperanzas y sueños que surgían al mínimo retraso, y luego, nada, solo esa sangre maldita; no imaginas cómo la odiaba, aunque fuese mía.

    —Dispénsame, nunca debí…

    —Yo también lo siento —se disculpa Clara—. Esta ansiedad me traiciona.

    —Olvidémoslo; lo que importa es que ahora, podrás ayudarnos a cuidar a nuestro niño.

    —¡Qué más quisiera yo! Un hijo de mi Anita, de mi nena querida, pero tengo deberes; me temo que, en cuanto ella mejore, habré de regresar.

    —Y, ¿qué si no cura?, ¿si va a peor? ¡Dios! Tendría que llevarla a algún sitio; sé lo horrible que parece, pero… —añade cerrando los ojos, como si quisiera huir de esas imágenes de hospitales en tinieblas con enfermos harapientos y maltratados.

    —No, eso jamás; además, ni siquiera existen lugares apropiados, ni aun en la capital. Olvídalo Fernando.

    —Pero en el estado en el que se encuentra…, la verdad es que no sé… Tengo miedo, me duele reconocerlo, bien sabes que no soy cobarde, pero, en verdad, me asusta tanto todo esto.

    —Por la Sangre de Cristo, no te hundas; la tristeza es cieno que acogota. Mejorará, ya lo verás, y cuidará de tu hijo y…

    —Clara, Clara, quisiera creerte, mas…

    —Vamos, ten fe; y en vez de tanto aturullarte con esos pensamientos oscuros, mejor será que te apliques con los remedios. ¿Podrías conseguir aceite de ámbar?, es costoso, pero un poco de paz le devolverá a su espíritu.

    —También deseo consultar con el padre…

    —Eso no; te lo ruego.

    —Pero Clara…

    —Dispensa si soy tan tajante, pero es que ya lo viví: Empezaríamos con las pesadillas, ese despertar dando de gritos con las ropas empapadas en sudor; terror, angustia. No le ayudará, créeme, por la Sangre de Cristo.

    —¿Qué tiene que ver? Bien se nota que no conoces a este sacerdote, fray Pedro es un hombre tan santo.

    —Preferiría a alguien más mundano.

    —Clara, ¿cómo te atreves? —interroga con voz temblorosa.

    —Perdón, no quise ofenderte.

    —No me ofendes a mí, ofendes a Dios.

    —Dejemos a Dios afuera de esto.

    —¿Dejarlo fuera? ¡Imposible! Él está en todo. ¿Acaso no crees?

    —Por descontado que creo, pero piensa en Ana María. Los sacerdotes siempre nos crean turbación; el temor a los horrores del infierno le haría mucho daño. Mira, en casa rezamos oraciones contra demonios y maleficios, recuerdo algo como ‘Levántese Dios y sean disipados sus enemigos, y huyan de su Presencia los que le aborrecen…’, no recuerdo que más seguía, pero había que repetirla varias veces al día. Al cabo de algunas semanas, supuestamente, el mal había huido, pero comenzaron las pesadillas: Muros resbaladizos y sendas tapiadas; la angustia la acogotaba y despertaba dando voces. Estábamos tan asustadas que llamamos al sacerdote; el hombre habló largo con ella y le bendijo.

    —Una confesión en toda regla, me supongo.

    —No lo sé, lo único que puedo decirte es que, en cuanto se quedó sola…, pues…, se tiró de la azotea —suelta como un jarro de agua fría—. El doctor Franco le vendó medio cuerpo pues eran varias las costillas rotas, además de un montón de magulladuras, pero lo realmente grave fue que se golpeó la cabeza; días pasó como muerta, por momentos imaginamos lo peor.

    —Entonces, ya había intentado… ¿Por qué no me advertiste? Clara, ¿por qué? ¿No te das cuenta? Es la condenación eterna, ¡el infierno! Si me hubieses avisado, si… Dios, ¿cómo pudiste callar algo así?

    —Pensamos que había sido un accidente, ¿quién iba a imaginar? Por la Sangre de Cristo, hasta ahora, con lo que me referiste, he caído en la cuenta.

    —¿Crees que lo repetirá?

    —La cuidaremos; pero por favor, evitemos al sacerdote.

    —No podemos dejar fuera a Dios.

    —Bien, recemos aquí en casa: Un triduo, una novena, lo que tú prefieras, pero sin demonios y sin infiernos.

    4

    Fernando se pasea nervioso; sus piernas, largas y atléticas, recorren, de un lado a otro, el piso de losas rojizas; junto a él, las gavetas atestadas de trastos bailan burlonas, mientras escucha velada la voz de su mujer:

    —¡No quiero! Por favor, me da muchísima pena. No me hagas esto, primita, ten compasión, mejor tomo más del brebaje.

    —Anita —repone Clara suave, pero firme—, ya conoces la postura, vamos linda, no me digas que no lo recuerdas.

    —No, ¡no!

    —Nena, es por tu bien; ya lo sabes.

    —Es que me entra tanta vergüenza.

    —Pero si solo estoy yo; si quieres no miro.

    —¿Y si llega mi marido? Ve, revisa que esté lejos, dile que no se acerque.

    —En la cocina quedó; no vendrá.

    —¿Y la criada?.

    —Ya me estás desesperando; no quieres que me enoje, ¿verdad? Vamos, inclínate.

    —Pero es que duele.

    —Es porque aprietas, quédate flojita, así el enema pasa más fácil y no te lastimo. Vamos, levanta el trasero y baja la cabeza; entre más rápido será mejor.

    eee

    En el aire aún vibran los últimos toques del Ángelus cuando Clara sale de la habitación. Fernando está de rodillas, con la cabeza baja.

    —¿Terminaste al fin? —pregunta incorporándose.

    —Con trabajos, pero logré convencerla, esperemos que vaya mejorando, aunque sea de a poco. Ojalá que cuando nazca el niño ya esté purificada.

    —No te imaginas lo que he sentido al oír sus ruegos, me rasgaba por dentro. Quisiera tener en mis manos algún modo de ayudarla, de aliviarla.

    —Lo peor es el principio; me temo que los próximos días serán muy duros. Harías bien en ocuparte: Ve, prepara la tierra para el trasplante que me platicaste; los árboles quedarán bien en la huerta; necesitas pensar en otra cosa, en nada ayuda que te atormentes de esta manera.

    —Es tan difícil creer que en un cuerpo tan agraciado, tan atrayente, tan… Cuando recuerdo todos esos años, antes de que estallara esta tormenta… Lo disfrutamos tanto…

    —Ya que lo mencionas —dice Clara asomándose al balcón y evitando así, la mirada de Fernando—, hace días que quiero decirte que no se te vaya a ocurrir yacer con ella. Ayer, cuando salí, me pareció que habían compartido el lecho.

    —¡Es mi esposa! Nada más eso me faltaba —reclama indignado.

    —Es que la perturbas, le enciendes sus pasiones; eso no le conviene, y le haces daño, aunque no lo parezca —afirma Clara con decisión, mirándole ahora, fijamente.

    —No lo creo, en la cama…

    —Por la Sangre de Cristo, atiende de una buena vez, yo la conozco.

    —No será para tanto —repone el hombre entornando los ojos, quizá para disimular el enojo que brota de ellos.

    —Ay, Fernando, no sé cómo empezar —apunta bajando la mirada—, pero me temo que esos calores, esas brasas que tú enciendes, la dejan tan…, bueno, es que cuando queda así…, abusa de sus manos.

    —¿De sus manos?, ¿a qué te refieres? No comprendo.

    —Anoche tocó sus partes.

    —Pero eso es un pecado grave. Dios, ¡qué vergüenza! ¿No estarás equivocada?

    —Algo presentí, algo oí, no sé, no te puedo explicar qué fue, pero me asomé a su habitación y vi los movimientos; de inmediato la reprendí y se puso muy nerviosa; te imaginarás que lo negó alegando que solo tenía comezón, sin embargo, hoy, a la hora del lavado, noté un enrojecimiento poco natural en toda la zona.

    —No lo creo, además, ¿qué tiene que ver conmigo? Al contrario, después de…, ella se nota contenta, serena…

    —Dios, ¡cómo te explico! Sé que parece que apagas sus ansias, pero no te engañes, solo las reanimas; en sueños pide que le toques en…, bueno, y algo del perfume de las rosas y la cera tibia. Yo no sé de qué habla, supongo que tú sí; y cada que yaces con ella es la misma historia. Fernando, por su bien, evítala.

    —Pero Clara, soy hombre, y nosotros necesitamos…

    —Me temo —interrumpe la mujer— que habrás de realizar algunos sacrificios.

    5

    Los días se arrastran babosos. La mejora es casi imperceptible. Cada día, Clara inicia al rayar el alba, hirviendo hierbas y preparando tósigos , para concluir, pasada la media noche, cuando Ana María logra conciliar el sueño, un sueño inquieto, lleno de sudores y sobresaltos. Las frotaciones con esencia de lavanda apenas calman a la infeliz insensata que pregunta:

    —Primita, ¿por qué la luz escapa de mi espíritu? Solo quedan sombras densas, nubarrones espesos que se apoderan de mi cuerpo, de mi corazón, de mi alma; son zozobras que bajan por mi vientre, y atenazan mi entraña, y se escurren por mis piernas y…. Tengo miedo, miedo a que se vaya, miedo a quedarme sola, y miedo hasta de mí misma, de estas congojas que me llegan, de los furores, de… Dios, ¿qué será de este pobre niño?

    —No te destemples —intenta consolarla Clara—, ya verás cómo mejoras con los remedios, y si eres buena y me obedeces…

    —¿En dónde está Fernando? Dile que venga. ¡Está con otra mujer! ¡Lo sé!

    —No fabules; Fernando te ama, nunca haría algo así. Andará en su faena y a la hora de la comida se dejará caer —responde Clara, ya acostumbrada a los giros de veleta de Ana María.

    —Me voy a poner el vestido azul, está un poco escotado, con decirte que una vez el cura me riñó; pero a mi marido le gusta. Vamos, dámelo, y ponme un poquito de colorete.

    eee

    Finalmente, una tarde, y a precio de oro, Fernando consigue el tan ansiado aceite de ámbar. Su aroma intenso, dulce y resinoso, impregna el pecho y las muñecas de la enajenada; después, las manos entrenadas de Clara frotan el cuello, desde el nacimiento del cabello hasta los hombros; siguen por la espalda y bajan hasta la cadera, presionando con firmeza; Ana María estira entonces los brazos y Clara los recorre terminando en la punta de los dedos; las piernas y los pies también son friccionados. La enajenada siente que la angustia le abandona; sus miembros son ahora flácidos, la respiración es pausada, el corazón va sin prisa. Sigue la infusión de melisa y, al poco, Ana duerme plácidamente, por primera vez en semanas. Un suspiro mueve las sábanas de lino que le cubren; su rostro pálido y ojeroso, enmarcado por los encajes del camisón, acusa los padecimientos de los últimos meses.

    Clara recoge el vuelo de su falda parda y sale de puntillas hacia su habitación. «Dios, al fin algo de paz», se dice abriendo la ventana, dejando que el aire perfumado de la montaña mesa las cortinas; el firmamento está ya cargado de estrellas. Ilusionada, se acerca el secreter y prende el velón. El papel grueso le mira invitante, la tinta escapa ansiosa de la pluma.

    Ciudad de los Ángeles, 21 de mayo de 1686.

    Querido mío:

    Parece mentira, ya han pasado más de quince días, y es hasta ahora que dispongo de la paz necesaria para contarte tantas cosas.

    Te extraño, amor mío, extraño hasta tu olor, perfume de cedro recién pulido. Me hace falta tu mirada profunda, tus comentarios chispeantes, el run-run del serrucho y hasta tus pleitos con la garlopa que, a la de veces, te hace sufrir lastimando las maderas suaves. Ahora que vuelva, veremos de comprar una nueva, pues tú nunca lo harás; ya te conozco.

    Ana María mejora, aunque poco a poco. Las insanias volvieron, y con ímpetu; no será fácil hacer que remitan. Faltan aún algunos meses para que nazca el niño, y me temo que aún me espera un largo trecho por andar. Supongo que ya estás frunciendo el ceño, no lo hagas, se resalta tu cicatriz y ya sabes que no me gusta. Ten un poco de paciencia.

    Pero no he de abrumarte con problemas, hay también deleites. ¿Te imaginas a tu mujer montando a caballo? No, ¿verdad?, ni yo tampoco hasta el día de ayer cuando Fernando, buscando algo que me distrajese un poco, me invitó a sus establos a conocer a un potrillo que acababa de nacer.

    Me impresionó la visita, pues, aunque no entiendo nada del asunto, se ve que los animales están sanos, lustrosos, bien atendidos; el recién nacido era todo patas y no se alejaba ni un instante de su madre. Después, Fernando mismo ensilló a una yegua, esta alazana es mansa y suave de boca. Te vendrá que ni pintada, afirmó insistiendo en que la montara; fue tanto su interés que ya era grosero negarme. Luego, Matías, un chiquillo moreno y vivaz, me ayudó a trepar. Al principio, estaba aterrada y me aferraba con todas mis fuerzas a la cabeza de la montura. Fernando, con paciencia de santo, me decía como mover la rienda para girar y para detenerme, suave, siempre suavemente. Luego, él trepó en un colorado enorme y, sin alejarse

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