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Victorina o heroísmo del corazón Tomo II
Victorina o heroísmo del corazón Tomo II
Victorina o heroísmo del corazón Tomo II
Libro electrónico174 páginas2 horas

Victorina o heroísmo del corazón Tomo II

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Segundo volumen de la obra Victorina o heroísmo del corazón, de Concepción Gimeno de Flaquer. La novela, publicada originalmente en forma de folletín, supone una dura crítica contra las tradiciones machistas y opresoras de la época de la autora bajo el disfraz de una historia de amor frustrada.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento19 oct 2021
ISBN9788726509090
Victorina o heroísmo del corazón Tomo II

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    Victorina o heroísmo del corazón Tomo II - Concepción Gimeno de Flaquer

    Victorina o heroísmo del corazón Tomo II

    Copyright © 1873, 2021 SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726509090

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    CAPÍTULO PRIMERO.

    Una nube de tristeza envolvia la humilde morada de la familia Santafé.

    Los ajimeces permanecian siempre cerrados herméticamente, y como el aire no se renovaba, habia en las habitaciones gases nocivos, fétidos miasmas, y una atmósfera tan sofocante que al aspirarla quedaban abrasados los pulmones.

    Aquellas lóbregas habitaciones parecian el asilo de la miseria.

    Cerca del cuarto de Cándida tenia lugar esta desgarradora escena.

    —¡Ay Marta, ya no tengo nada que vender! ¡Qué triste situacion! ¡Quién lo dijera! ¡Dios mio, la miseria nos ahoga con su descarnada y opresora mano! ¡Qué hacer! ¡Oh, sí, estoy decidida, nada de vacilaciones, venderé la sortija nupcial!

    —Señora, todavía me quedan tres faldas y un manton que vender.

    —¡Estás loca! Yo ya no puedo aceptar nada tuyo; estás desnuda por mi causa, y me avergüenzo de tus generosas dádivas.

    —Señora, aunque pobre, tengo delicadeza y lo que acaba usted de decir me aflige.

    Me está indicando que me miran como á una extraña, que no me quieren tanto como yo las quiero, que rechazan los débiles esfuerzos que por auxiliarlas hago yo.

    ¿Acaso valen ménos los ofrecimientos del pobre que los del rico?

    —No, buena Marta: los ofrecimientos del pobre valen más, infinitamente más; el rico da lo que le sobra, el pobre lo que le hace falta, el uno da por soberbia, por lujo; el otro da por compasion, por amor.

    Mas por lo mismo que eres pobre, parece un abuso cuánto acepto de tí; te quedas sin tu ajuar, sin la ropa que no sé cuando recuperarás.

    —Y bien, señora, la desgracia es para todos, resignémonos; yo quiero parte en las penas do ustedes, ¿acaso no cuentan conmigo en sus alegrías?

    —Alegrías, esa palabra me parece en esta casa el sarcasmo de la adversidad; aquí no puede haber nunca alegría, aquí ya no habrá felicidad, estamos desheredados de todos los placeres que tan dulcemente conmueven á los demás séres.

    Dios mio, ¿qué delito hemos cometido para ser castigadas así?

    —No se desespere usted, señora mia; llegará dia en que seremos dichosas, no se desconsuele usted; Dios prueba á sus hijos predilectos; si resistimos con virtud las pruebas, llevaremos nuestro premio.

    —Sí, sí; mas tratemos el asunto importante: Cándida está muy enferma.

    D. Agustin, que es un honrado caballero, no querrá tomar nada por sus visitas, mas tenemos que pagar al boticario; ya se le deben siete duros, y la receta de hoy no se puede comprar si no se le dan esos duros que se le deben.

    —Bueno, venderé el manton.

    —El manton te es muy necesario; además el producto de él no nos puede remediar la angustiosa situacion.

    ¡Valor, Dios mio, valor! Esta receta representa la salud de mi hija.

    ¿Y vacilo todavía? ¿Qué entrañas son las mias?

    Es que es muy doloroso desprenderme de la sortija nupcial, de esa sortija que representa el amor de mi esposo, su ternura, sus promesas, sus caricias; esa sortija que representa el dulce cautiverio de nuestros enamorados corazones; ¡ay! se me va tras ella un pedazo del alma; ¡Dios mio, vender este recuerdo tan santo! qué horrible profanacion! Es más irreverente este acto, que si vendiera una imágen de la Vírgen. ¡La necesidad, qué horrible es la necesidad!

    ¡Oh! la miseria hace cometer infamias, y vender esta sortija, me parece que lo es.

    ¿Pero no sería criminal dejar á mi hija sin los auxilios de la ciencia? sí, seria mayor crímen; toma, Marta, tómala.

    —¿Cuánto pediré, señora?—decia la pobre mujer abrumada por las razones de doña María.

    —Que la tase un platero.

    Marta, llorando á lágrima viva, no se atrevia á dar un paso.

    —Vete, vete, Marta, huye ántes que me arrepienta, aprovecha el momento en que la he desprendido de mi dedo; si me la vuelvo á poner, no sé lo que va á ser de nosotras. Marcha, marcha luego; que no vea yo la sortija, pues me falta el valor necesario para desprenderme de ella. La sortija es para atender á mi querida Cándida, por consiguiente puedes ir á venderla y quedaré tranquila. Llévate la receta y vuelve pronto.

    Doña María entró en el cuarto de su hija, ésta se hallaba dormitando.

    El cuarto de Cándida tenia por único adorno una mesita de pino sobre la cual habia una Vírgen adornada con las primeras flores que empezaba á prodigar la naciente primavera; un tocador antiguo, seis sillas y dos pequeños cofres.

    Su cama se hallaba cubierta por una blanca colcha de piqué labrado y muy velada por espesos y ámplios cortinones que hacian impenetrable la mirada.

    No dominaba en el cuarto la pobreza mísera que repugna; saltaba á la vista la pulcra sencillez que se hace simpática. Una lamparilla prestaba al cuarto esa luz suave y amarillenta que necesita un enfermo para que no hiera á su débil vista.

    Marta volvió entregando á su señora ochocientos reales de la sortija y un frasco que la habian dado para la enferma.

    —Marta, has vendido muy bien la sortija, no esperaba te dieran tanto.

    —Señora, Dios me guió indudablemente, pues fuí á una platería donde encontré un hombre tan honrado, que al verme llorar se compadeció de mi triste estado, adivinando nuestra pobreza, y al entregarme el dinero me dijo: haga Dios que cada lágrima tuya se trueque en un diamante que te pueda proporcionar el sostenimiento decente que parece anhelas.

    —Yo temia que las tiendas estuviesen cerradas.

    —Es temprano señora, no son mas que las nueve.

    —¡Cómo ha de ser! mi esposo verá desde el cielo lo mucho que me ha afligido desprenderme de la sortija.

    —La buena venta que he hecho ha sido preparada por Dios.

    —Anda Marta, necesito arregles infusiones de yerba-luisa y tila, para darle siete gotas del líquido que D. Agustin le ordenó.

    —Pronto estará todo, señora.

    Marta se fué á la cocina.

    Cándida empezó á moverse un poco.

    Su madre estaba con el corazon lleno de ansiedad esperando la primera palabra de su hija.

    La enferma abrió los ojos y los fijó en el semblante de su madre.

    Luego exclamó:

    —Madre mia, ¡cuán desdichada soy!

    Ahora comprendo mi desventura: desde que marchó, dos cartas me ha escrito, dos cartas solamente.

    —Resígnate, hija mia; ese casamiento que tú deseas, no se efectuará si Dios no lo tiene así decretado.

    —Es verdad, él no tiene la culpa de nada; yo la tengo, yo que le amo con ardiente idolatría. Antes de consentir se desarrollara esta pasion que me conducirá al sepulcro, debiera haber pensado que no estoy á su altura, que es muy brillante su inteligencia y muy oscura la mia.

    Allí habrá encontrado mujeres elegantes que le fascinarán, mujeres de sociedad y de talento que le harán soñar con lo más hermoso.

    Y estas mujeres serán dignas de él, es justo confesarlo; él necesita para vivir en Madrid, presentar á los grandes hombres que tratará, una mujer que fluctúe sobre la vulgaridad, una mujer distinguida que no se parezca á las humildes provincianas.

    Si su felicidad depende de algun amor que le encadena, pediré por su dicha; sabré sacrificarme por su ventura, aunque el sacrificio aniquile, destroce mi alma.

    Sea él feliz, lo demás no me importa nada. ¡Que no sufra él nunca los tormentos de un amor no correspondido!

    Todavía me queda algo que hacer por él; todavía tengo alientos para suplicar al cielo le ame la mujer que le inspira esa vehemente pasion por la cual me olvida.

    ¡Que le amen tanto como yo, y no necesita más para ser feliz!

    ¿Quién será esa mujer que le hace dejar un amor de ocho años?

    Ocho años de constancia, ¿qué digo, ocho años? luego llega el aniversario del dia que me dijo la primera palabra de amor, y serán nueve.

    ¡Qué lástima, tanto amor perdido, tanto entusiasmo, tanta fe! ¿En qué voy á creer, Dios mio, despues de tan horrible desengaño?

    ¡Qué fria queda el alma al conocer la amarga realidad!

    ¡Dios mio! ¿Por qué no habeis hecho que me engañara los pocos dias de vida que me restan?

    ¡Cuán dulce es el engaño!

    Sí, muy dulce, si dura tanto como la vida de la que cree en él, en ese engaño que me hubiera hecho venturosa.

    ¡Las penas más duras, son las penas por amor!

    —Hija mia; procura olvidar; ese hombre no merece un corazon tan inocente, tan puro como el tuyo.

    ¡Da gracias al Eterno, que te permite ver la pequeñez de ese hombre!

    ¿Qué hubiera sido de tí, pobre paloma, unida al astuto gavilan?

    ¡Ese hombre es un infame!

    —No, no lo es; al corazon no se le puede mandar, él tiene un corazon de fuego, y es victima de los despóticos mandatos de su corazon.

    —¿Aún le disculpas, infeliz?

    —¡Siempre le guardaré gratitud por haberme elevado hasta la sublime esfera de los sentimientos; él despertó mi corazon; él me hizo comprender la parte más bella de la vida; él me hizo gustar la felicidad!!

    —Ojalá no te hubiera hecho conocer jamás esa felicidad, cuya pérdida llorarás eternamente.

    Vale más no poseer, que perder lo que se posee.

    —Pero me ha amado ocho años, cerca de nueve; ¿y tú sabes lo que valen tantos dias de amor? Le debo nueve años de ventura, y en esta triste existencia ¡valen tanto nueve años de felicidad! ¡Un dia de amor, un solo dia de amor suyo, lo compraria yo con cien años de grandes penas!

    He vivido nueve años, sí; porque la vida es el amor; ¿y quieres que sea ingrata con el que me ha dado nueve años de vida?

    Infiel y amante, desdeñoso y apasionado, le amaré, siempre le amaré.

    Mi amor no necesita ser correspondido para vivir, es tan grande, es tan inmenso, que se alimenta por sí mismo. Nada lo matará; si él se acerca á mi tumba, estoy segura que mi corazon se animará, y volverá á latir.

    ¿Puedes comprender la ventaja de este amor?

    ¡Desdichado el que no ama, compadezco á los corazones gastados que no pueden amar!

    Prefiero me abandone Mario por otra, que por indiferencia, que por falta de sensibilidad.

    ¡No amar más, debe ser una cosa espantosa, fatal!

    —Te engañas, hija mia; ese amor gasta tu existencia; aunque fueras más fuerte sucumbirias.

    ¡El hierro es muy fuerte, y sin embargo lo corroe el moho!

    ¡Infeliz criatura! Eres cual el incienso que embalsama el fuego que le quema.

    ¡Los ángeles no pueden vivir en la tierra, tú has nacido para otro mundo mejor!

    Cándida tomó la medicina y quedó dormida.

    Su sueño era sobresaltado, intranquilo; era el sueño del narcótico, sueño artificial que no satisface.

    Doña María pasó toda la noche al lado de su hija haciendo oracion.

    Al dia siguiente el anciano doctor encontró un poquito mejor á la enferma á pesar de que la fiebre continuaba.

    Ya eran las cuatro de la tarde cuando Marta entró á despertar á doña María que habia quedado dormida sobre la almohada de su hija.

    —Señora, la llaman á usted, quieren verla—decia Marta con voz alterada, sin atreverse á anunciar al recien llegado por temor á

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