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Hija, esposa y madre. Tomo II
Hija, esposa y madre. Tomo II
Hija, esposa y madre. Tomo II
Libro electrónico401 páginas5 horas

Hija, esposa y madre. Tomo II

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Este segundo volumen de Hija, esposa y madre –novela moral en formato de cartas– se enfoca en las maternidades de Clara y Mélida a partir del contrapunto que le interesa recalcar a la autora: qué sucede cuando un niño o una niña son criados desde el rigor, qué sucede cuando son criados desde la condescendencia (suponiendo en ambos casos el afecto).Sinués pensaba que solo consagrándose a una fe cristiana que se expresara en la dedicación a la familia, y evitando por lo tanto todas las tentaciones de la ociosidad, podían las mujeres llegar a ser felices.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento29 sept 2021
ISBN9788726882193
Hija, esposa y madre. Tomo II

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    Hija, esposa y madre. Tomo II - María del Pilar Sinués

    Hija, esposa y madre. Tomo II

    Copyright © 1866, 2021 SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726882193

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Á LAS MADRES

    Nada podrá enseñaros la tercera parte de esta obra que vosotras no sepáis ya, porque el más sabio preceptor, por lo que toca al bienestar de los hijos, es el corazón de una madre.

    Pero hay ocasiones en las que vuestra ternura se ciega, y no veis el precipicio á donde pueden conducir vuestras condescendencias y debilidad á esos seres, á los que amáis con tanta ternura y abnegación.

    Hay asimismo—aunque yo creo que por dicha son muy escasas—madres desnaturalizadas é indiferentes á los santos deberes que Dios les ha impuesto al darles tan augusto carácter; madres que, ocupadas absolutamente de los frívolos asuntos del tocador y del salón, desatienden la santa y grata obligación de velar por sus hijos. Esta negligencia da siempre un amargo fruto, así como lo da la ciega y absoluta condescendencia.

    Los ejemplos que aquí voy á ofreceros, los he visto prácticamente en muchas ocasiones de mi vida: no son, por tanto, preceptos los que aquí hallaréis, sino consejos. El que creáis bueno, aprovechadlo; al que no os lo parezca, sírvale de excusa la buena intención que lo ha dictado.

    He deplorado muchas veces la educación que reciben algunos niños, y estoy segura de que los padres que no cumplen con sus deberes sufren, aun en esta vida, el castigo de sus faltas.

    Los buenos padres, las madres cuidadosas, ciñen en este mundo la más bella y más gloriosa de las coronas.

    Si amáis á vuestros hijos, procurad hacer todos un buen uso de este amor, para que dé ópimos frutos que recreen vuestra ancianidad, y para que digáis al Criador, al hallaros ante su Tribunal: «¡Señor, he cumplido la misión que me confiásteis!»

    La Autora.

    PARTE TERCERA

    MADRE

    I

    Clara á su hermana Mélida.

    Quinta de los Tilos, Mayo de 18...

    Todo duerme en derredor mío, hermana. Son las once, y sólo mi luz vela en esta gran casa, en la que tan bien me hallo.

    Camilo ha llegado cansado de la caza, y después de la cena le he persuadido de que debía acostarse.

    — ¿Y tú?—me ha dicho.

    — Para mí es temprano: trabajaré un rato y luego escribiré á Mélida. Yo no estoy cansada, y tú sí.

    — ¿No te aburrirás sola?

    — Ya sabes, amigo mío, que yo no estoy sola jamás,—le he respondido señalándole á María y Abel, que jugaban á dos pasos de nosotros.

    — ¡Pero tu compañía se dormirá!—me ha dicho Camilo.

    — ¿Y qué importa? Aun dormidos, me acompañan: escribiré cerca de ellos. Además, tengo mis libros y mis macetas, que me hablan de tí á su manera.

    — ¿De mí?

    — Sí, con el lenguaje de su perfume: tú las has hecho trasplantar para mí, y como son los olores que más te agradan, me hablan de tí.

    Camilo se sonrió; me abrazó, y luego se sentó para despedirse de los niños, colocándolos cada uno en una de sus rodillas.

    Estas despedidas son para él un negocio interminable, y un negocio que padre é hijos quisieran hacer más duradero.

    María, con sus ocho años, se hace la chiquita y la mimosa con su padre, que la adora, y conmigo la formal y la muchacha de gobierno.

    Abel, tan turbulento, tan hermoso, es el orgullo de su padre: tiene seis años, y parece de más edad que su hermana por lo alto y lo robusto que está.

    Mélida: toma tus tres querubines, y vente conmigo á pasar el estío en esta bella y pacífica morada que Camilo ha comprado para que crezcan y se desarrollen nuestros hijos. Deseo que los veas: ¡qué hermosos son! María tiene, como tú, una espesa y sedosa cabellera rubia; los ojos azules y grandes como los tuyos, y mi boca, que has alabado tantas veces.

    Ya hace años que no la ves, y durante ellos se ha puesto mucho más hermosa de lo que estaba: su tez es de nieve y rosa; su nariz griega, los hoyitos de sus mejillas, su barbilla rosada y redonda, le dan un perfil adorable.

    Abel se ha embellecido también; es más robusto, y su belleza está acorde con su sexo, siendo tan notable como la de su hermana.

    Es de carácter osado y voluntarioso; pero le acostumbro á que ceda á la reflexión, y ni su padre ni yo hemos empleado jamás la fuerza con este niño, que, como el acero, se rompería antes de doblarse: el valor está escrito en sus hermosos ojos negros, de mirada tan franca y leal, que parecen reflejar toda su alma.

    Dentro de mi cuarto, donde te escribo, está el de mis hijos: cada uno duerme, con la paz de un ángel, en su camita de acero y bronce, con cortinas de muselina blanca; las colgaduras del lecho de María están recogidas con lazos de cinta; las de su hermano, sólo con cordones de seda. Desde la primera edad quiero acostumbrar á mi hijo á los gustos sencillos y varoniles, y formar el de mi hija delicado y gracioso.

    María adora á las flores.

    Su hermano no pasa una sola vez por delante del cuadro de Jesús en la oración del huerto, que he pintado en el último otoño, que no se detenga con los ojos animados y llenos de lágrimas: desde la primera vez que ví la emoción que despertaba en mi hijo, conocí que mi obra valía un poco.

    Adiós, hermana mía: en otra seré más larga.

    Háblame de tí, de tus hijos... creo que sufres... no ocultes nada al amor de tu hermana

    Clara .

    II

    Juan Bautista á Luciano.

    C... Mayo de 18...

    He recibido, mi querido amigo, tu carta, en la que me invitas á que vaya á pasar contigo algún tiempo en esa hermosa villa de Epila, que tantas veces ha comparado delante de mí tu tío el cura á un canastillo de flores; yo lo haría de buena gana, y hace ocho meses hubiera partido al instante para abrazarte; hoy me es imposible de todo punto, por más que me sea también muy sensible.

    ¿Qué motivos me lo impiden? Permite que uno de ellos lo calle por ahora; muchos más tengo que puedo decirte.

    No puedo dejar á mis hijos solos con mi mujer. Mélida sigue siendo una criatura débil, y á los veinticinco años es tan niña como lo era á los diez y seis, que fué cuando me casé con ella.

    Educa á mis hijos—en cuanto está en su mano —con una blandura que no les hace ningún bien, y que á mí, lo confieso, me irrita mucho: así es que á ella la adoran, y cuando yo llego á casa ó salgo de mi escritorio, se ponen á temblar.

    Felicia, la mayor, creo que hasta me aborrece: jamás se separa del lado de su madre, y si alza hasta mí los ojos, es con visible temor; no le inspiro á su hermano mayor simpatía, y sólo Carlos, el menor, es el que me profesa alguna inclinación.

    El disgusto que esto me produce, y la monotonía que presta á mi casa la índole inalterable y fría de Mélida, creo que han agriado un tanto mi carácter: ya no soy aquel muchacho apacible y dócil que no se separaba ni un instante del lado de su mujer. El trabajo incesante; las noches pasadas en vela sobre mi bufete, estudiando causas criminales ó escribiendo libros profundos; los ataques de mis enemigos, todo esto me ha cambiado de una manera radical y completa.

    Mis ilusiones han huído como una bandada de tímidas palomas, y veo la vida amarga desde que conozco la pequeñez y la infamia de la humanidad.

    ¡Sí, Luciano! mi blanco ropaje de inocencia se ha desgarrado en los zarzales del camino. Mi cabeza está llena de sueños ambiciosos, y todo mi placer consiste hoy en humillar á mis semejantes y en triunfar á sus ojos.

    Mi mujer es la que ha disipado el bienestar que me rodeaba, y la que me hizo ver la luz fúnebre de la ambición. Ella me animó al estudio: á los veintiún años era yo inocente y dócil, y me lancé con ansia hacia un porvenir que me hiciera merecerla; pero ¡cuán peligrosa es la senda del talento! Yo puedo llamar á éste un castigo del cielo, pues te aseguro que era mucho más dichoso cuando todo lo ignoraba.

    Solo recorro ahora el camino de la vida: la débil criatura que el destino, y también mi amor, han colocado á mi lado, será una santa, pero no es la esforzada y brillante compañera que me conviene y que yo desearía. Pálida y triste, vive á mi lado sin que se queje jamás, pero protestando con su silencio contra todas mis impaciencias, contra la cólera que á veces me domina; sale muy poco, y vive dedicada absolutamente al cuidado de sus hijos: con ellos va á la iglesia y á dar un paseo solitario. Nunca me pide nada, y su pensión de alfileres le basta para sus gastos y para dar limosnas.

    Mélida escribe, pero no cartas, porque su correspondencia es muy reducida: escribe muchas hojas de papel, sobre todo por la noche y después de haber acostado á los niños. ¿Qué escribirá? Nunca se lo he preguntado, ni me lo ha dicho; pero no me gusta que las mujeres escriban: creo que la mujer ha nacido sólo para los cuidados del hogar, y que no debe desear otra misión.

    Paso el día en mi despacho y recibiendo á mis clientes; las noches en el teatro, en el que tengo una butaca abonada, y los viernes voy á casa de la Baronesa de Castellán, que recibe á las primeras personas de la ciudad, y cuya tertulia, aunque reducida, es muy agradable por el trato encantador de la Baronesa.

    Nunca he visto una mujer de belleza más picante y más llena de atractivos.

    Apenas llega á los veintiocho años, y ya hace tres que está viuda, viviendo acompañada solamente de una hermana suya, diez años más joven, y también muy bonita y muy espiritual.

    En aquella casa olvido la monástica tranquilidad de la mía: allí todo es animación, lujo, poesía. La Baronesa es alegre, y su talento se halla dotado de una valentía y hasta de una mordacidad que la hace temible para enemiga y para amiga adorable.

    Te hago, Luciano, la misma súplica que tú á mí. Vente por algunos días á mi lado, para ver si te enlazas aquí con los vínculos del matrimonio, pues ya tienes cerca de treinta años.

    Juan Bautista.

    III

    La Marquesa de Montemar á la Baronesa de Castellán.

    Madrid, Junio de 18...

    Tu carta, mi querida Amelia, me ha llenado de asombro, casi de terror. ¡Cómol ¿Desde la populosa y magnífica Londres te has ido á enterrar en esa pequeña capital de una provincia de España?

    ¿Y por qué? ¡Sólo porque debes algunos miles de duros! ¡Qué candidez! Más bien, ¡qué tontería!

    Seguramente, yo debo más que tú. ¿Pero piensas que por eso voy á hacer penitencia? ¡No lo creas! A pesar de ser madre de tres niños, quiero gozar del mundo, de los encantos de la existencia y de los placeres de la sociedad, mientras me sea posible.

    ¡Si supieras qué coincidencias hay en la vida! La esposa de ese pobre hombre, al que te diviertes en volver loco, fué mi mejor amiga, mi compañera de pensión... y el sér á quien más he amado en el mundo.

    ¡Mélida! ¡Aún resuena este nombre en mi corazón como una música celestial!

    ¡Mélida! ¡Qué bonita, qué dulce, qué buena era!

    Sí, Amelia: era y debe ser aún un ángel que nosotras no somos dignas de comprender hoy, pero que yo he comprendido y he adorado. No te sonrías... ¡La he adorado, á pesar de esta crueldad de alma que me motejas y que no niego que hoy exista en mí!

    No puedes figurarte, amiga mía, cuánto hay de odioso y de brutal en la conducta de su marido: él era hijo de unos aldeanos, y ella pertenecía á la primera nobleza de España. Sin embargo, ese labriego supo hacerse amar de Mélida y conquistar su corazón, acaso en despique de que yo le había rehusado para esposo, porque nuestra boda estuvo concertada y yo no le quise... Mélida, que hubiera sido una preciosa flor de los salones, se casó con él, gracias á la debilidad de carácter de la Condesa su madre; se quedó con él en la aldea; sufrió á sus rústicos padres con una paciencia de ángel, y luego, al ver la oposición de su marido por la vida del campo, interpuso todo su influjo para que le dejasen continuar su carrera de Leyes, y lo consiguió.

    ¿Cuál ha sido el resultado de tantos sacrificios, de tanto valor y abnegación?

    Que ese hombre, llamándose ya su marido, quiso por orgullo estudiar y ser algo en el mundo; que poco después ese orgullo perdió toda su parte noble y buena, y se hizo despótico y soberbio; que se halló con algún talento, y respondiendo á sus instintos de aldeano, quiso imponer á su esposa el yugo de su despotismo; se olvidó de quién era y de lo que le debía, y ha llegado hasta serle infiel porque está enamorado de tí, no por el corazón, sino por la vanidad y porque has caído, en medio del desierto en que vivía, como un brillante meteoro.

    Mélida es humilde, suave, poética, amante del retiro y de la soledad, como todas esas naturalezas elevadas y escogidas.

    Tú, brillante, altanera, impetuosa, adoras el ruido, el incienso, las adulaciones, y las sabes merecer.

    Esa naturaleza tosca y ambiciosa te prefiere á tí, y esto es lo natural.

    Mélida no desea más gloria que la de buena madre y buena esposa, y rinde culto á esas obscuras y silenciosas virtudes del hogar doméstico. Por eso amó á Juan Baustista, que era, al parecer, un muchacho tierno y sencillo; pero el jovencito inexperto ha desaparecido, y ha nacido en su lugar el hombre ambicioso y dominante: por eso el eminente abogado Valdés, el gran letrado, el hombre rico, el que se sentará en el año próximo en la Cámara, no ama ya á su pobre y débil esposa, cegado por el demonio de la vanidad. Mélida, que le es tan superior; Mélida, que le ha sacado de la nada, es ya muy poco para él.

    Valdés será á la vez tu esclavo y el tirano de su mujer: así lo quiere la implacable ley de los contrastes, ó más bien, así lo dispone la ruín naturaleza humana, toda ingratitud y cieno.

    Y, sin embargo, Mélida inspiró una loca, una ciega pasión al hombre más eminente que conozco; pasión que, si se ha extinguido—que lo dudo, —ha dejado al menos en el corazón de ese hombre superior un imborrable recuerdo.

    Juan Bautista y yo, destinados por nuestros padres á unirnos desde la cuna, hemos sido desgraciados, muy desgraciados, y por la misma causa.

    Yo quise salir de mi esfera casándome con el Marqués de Montemar.

    Él también, casándose con la hija de la Con desa de Campoverde.

    Si yo me hubiera unido á Juan, y Mélida á César, los males hubieran sido mucho menores, ¡porque los míos no tienen remedio!

    Apenas se podrá hallar un hombre más sumergido en todos los vicios que César, desde la muerte de su madre.

    La galantería le ocupó primero; después, ya no bastó para la ociosidad que dan una gran fortuna y un nombre ilustre, y se dedicó al juego.

    Cansado igualmente de perder que de ganar, y deseando probar si hallaba la dicha en otra esfera de la que vivía, descendió á los más vulgares desórdenes, y muchas veces Francisco, su ayuda de cámara de confianza, le ha traído á casa al amanecer, completamente embriagado.

    Yo ya no soy nada para él, ni él para mí; pero ¿qué hay en esto de extraño? Ya hace nueve años que estamos casados, y al fin del primero nos éramos uno al otro igualmente indiferentes.

    Él creyó hacerme un favor al casarse conmigo y poderme tiranizar; creyó que yo sería su humilde y fiel esclava, y que me doblegaría á contemplar á su madre y á pasar al lado de la extravagante Mariscala la vida de una monja; él creyó, en una palabra, que yo sería lo que son Clara y Mélida, con la primera de las cuales debió casarse. Yo, á mi vez, creí que su ciego amor duraría siempre; que mi hermosura era el solo atractivo que necesitaba para tenerle sujeto á mi voluntad y á mis caprichos; que mis coqueterías con sus amigos, en vez de entibiar su amor, le encenderían más y más cada día.

    Los dos nos engañamos.

    Los dos nos comprendimos mal.

    Los dos somos desgraciados, porque ninguno ha querido descender á poner un poco de su parte para complacer al otro.

    Ahora ya es tarde.

    Ya se han dicho palabras que no se pueden recoger; ya cada uno ha hecho alarde de libertad y de desamor al otro.

    Mas á pesar de esta tácita ruptura de todos los lazos que nos unían, exceptuando el que impone la Iglesia, César y yo amamos á nuestros hijos con la más ciega idolatría.

    ¡Son tan hermosos!

    ¡Ah! ya que la vida es toda dolores y amarguras; ya que mis tres hijos han de encontrar un martirio en su matrimonio; ya que han de gustar contrariedades y disgustos, dejémosles ahora que hagan en todo su gusto, que sean felices, que dispongan de su voluntad.

    Abraza á tu linda hermana Sofía; y sin renunciar á tu conquista, ten piedad de la pobre Mélida, digna de una suerte más feliz.

    Valentina.

    IV

    Honoria á Clara.

    Madrid, Junio de 18...

    ¿Que cómo me va en mi retiro, mi buena y encantadora amiga? A Dios gracias, tan bien como pudiera desear, puesto que mis haberes bastan para mis modestas aspiraciones y para mis modestos hábitos.

    Ya sabe usted que hará ocho meses cerré mi casa de pensión y me retiré á vivir con tranquilidad y—como decía una célebre escritora francesa — para Dios y para mis amigos. Petra se casó, como usted sabe también, con un ebanista que la ama y aprecia sus buenas cualidades: es una gran verdad que Dios aun en esta vida premia á los buenos hijos, y de esto es un ejemplo esta niña, que llegó á nuestra puerta á pedir una limosna, hambrienta, miserable, contrahecha, casi horrible de fealdad, de miseria y de dolor. Mis niñas y yo le tendimos una mano protectora; Dios tocó en nuestros corazones, y luego su buen natural, su amor al trabajo, al santo y honrado trabajo, hicieron lo demás.

    Usted se hallaba ya entonces en Barcelona y al lado de sus tíos, y no sabe ni pudo ver de qué modo esta criatura logró ir salvando los escalones de la miseria más profunda, para convertirse en un sér simpático, agradable, casi bello, á pesar de su deformidad; la bondad que se pintaba en su rostro y que reflejaba en todas sus acciones, y un extremo aseo, hicieron este milagro. Petra se aplicó al trabajo; adquirió á mi lado conocimientos modestos y útiles por el afán de socorrer á su madre, anciana paralítica y casi ciega, y llegó á poder dirigir la pensión, secundada por mis pasantas, en dos ó tres ocasiones que yo tuve que salir de Madrid, una de ellas para pasar algún tiempo al lado de Mélida.

    Su madre no carecía de nada; ambas ocupaban una buhardillita que hay sobre el tejado de mi casa, pequeña y muy humilde, pero alegre como un nido de golondrinas, calentada en el invierno por el bello y alegre sol, y bien aireada en el verano. Petra, la pobre indigente jorobadita, supo hacer de aquella pobre estancia una vivienda aseada, agradable, primorosa; les daba yo un poco de mi modesta comida, y así que supo coser regularmente, le busqué labor en un almacén de lencería. ¡Qué prodigios de laboriosidad, de economía, de aseo y de inteligencia obraba Petra! ¡A cuánto alcanza una firme voluntad, guiada por una intención sana y buena!

    La anciana se vió bien cuidada y atendida con esmero, y poco á poco las ganancias de la joven costurera le daban los medios de aumentar sus comodidades. Petra, aseada y con una vida tranquila y recogida, descubrió bien pronto gracias en su semblante, y su estatura se elevó más de lo que se esperaba: estas dos excelentes criaturas vivían alegres, y no pocas veces subí á olvidar mis propias penas á su humilde buhardilla.

    Jamás se atrevían á preguntarme la causa de mis tristezas; pero la anciana se incorporaba lo posible en su sillón, tomaba mi mano y la besaba, diciéndome:

    — Mi buena señora, paciencia y confianza en Dios: Él no nos olvida jamás, y buena prueba de eso somos mi hija y yo, que, cercanas á fallecer de hambre, hallamos á usted como un ángel de salvación en nuestro camino, para tendernos una mano protectora. Oremos juntas, y Él nos oirá, porque es imposible que desoiga el ruego unido de la beneficencia y de la gratitud.

    Rezábamos las tres; salía yo de allí con el corazón más libre y más aliviado; la vista del bien que se hace es el mejor calmante para las enfermedades del espíritu; el remedio, además, no tardaba en llegar.

    La anciana murió hace dos años. Petra, pasado el año de luto, se casó: había conocido en el almacén para donde bordaba á un joven y hábil ebanista que hacía algunas reformas en la tienda; éste oyó elogiar mil veces su habilidad, su modestia, su ternura filial, su talento poco común — don que Dios concede casi siempre á los pobres lisiados, no, como algunos dicen, para mayor tormento, sino como una sabia compensación—y lo escogido y afable de sus maneras.

    Petra estaba á mi lado; habíale yo hecho cerrar su buhardillita, consagrada con el piadoso recuerdo de su madre, y vivía en mi propia habitación. El honrado obrero vino á verme y me pidió el permiso de visitar á mi protegida y de ver si sus caracteres se convenían.

    — He pensado en casarme—dijo;—pero no lo haré sino con una mujer honrada, hacendosa, buena, distinguida en su clase; tengo á mi madre á mi lado, y deseo también que la joven á la cual me una la cuide como si fuera su propia hija, porque ya es muy anciana y está muy achacosa: ninguna de las mujeres que conozco creo que podrá llenar como Petra todos mis deseos; y así, señora, si dentro de tres meses juzga que puedo yo hacerla feliz y que ella puede hacerme dichoso, nos casaremos.

    El trato descubrió en Petra nuevas virtudes y nuevas gracias. Vicente quería casarse pasado el primer mes; pero Petra se opuso á ello hasta que llegase el término prefijado. En fin, esta unión se celebró dos días después de cerrar yo mi casa de pensión, y la alegría de haber asegurado la suerte de mi protegida me ha consolado algo del dolor de separarme de mis niñas. He sido la madrina de la boda, y luego, cediendo á los ruegos de Petra, de Vicente y de la madre de éste, buena y sencilla mujer, he ido á ocupar una salita y un gabinete que me ceden en su cuarto piso de la Plazuela de Oriente, por una módica suma que á ellos les ayuda á vivir y no excede á mis modestos recursos.

    Vicente es un honrado artesano, ejemplar, laborioso, ilustrado; Petra ha hecho de sus dos salitas dos modelos de aseo y de elegancia: la una la ocupa la anciana, y los esposos la otra; la madre, primorosa para la cocina, arregla mi comida y la de la familia, y el rato que le queda hace calceta. Petra arregla su casa, cose, borda y plancha para todos, y aún le sobran dos horas cada día para dedicarlas al almacén de lencería. Por las noches recibo en mi habitación á algún amigo ó amiga que viene á hacerme compañía, y los domingos los paso con esta amable y bien avenida familia, que miro como si fuera la mía: jugamos á la lotería, y luego tomamos té, yéndose cada uno á su cuarto al dar las once.

    Tal es, Clara, la vida sencilla, modesta y apacible de esta amiga, que piensa mucho en usted y en su hermana. Sí: mucho pienso en las dos; pero en Mélida, debo confesarlo, pienso muy tristemente.

    Su madre de usted, en cuya compañía como todos los jueves, está muy alarmada: dice que Mélida le escribe ahora muy poco, y que en las cartas que recibe advierte un sello de dolor tan profundo y á tanta costa disimulado, que la aterra. ¿Qué sucede á ese ángel, que tiene tantos derechos á ser dichoso? ¿La ambición que Bautista demostraba desde hace algún tiempo, habrá llegado hasta hacerle duro y cruel con su mujer, hasta hacerle olvidar la gratitud que le debe?

    Si algo sabe usted, Clara, dígamelo: hoy mi única pena es creer á Mélida infeliz.

    Adiós, amiga mía, y reciba un abrazo de su apasionada

    Honoria.

    V

    Mélida á Honoria.

    C... Julio de 18...

    Sí, amiga mía: sufro, y no quiero ni decirle á usted que no, porque mentiría, ni callárselo, porque su amistad y su cariño hacia mí, no menos que su sensatez y prudencia, bien merecen la confianza más completa de mi parte.

    Sufro; pero tranquilícese usted, porque no puedo llamarme con justicia desgraciada: dichosamente, Dios me ha dado tres hijos, y una madre tiene inefables alegrías que todo lo compensan. Al ver el amor con que estos tres ángeles pagan mis desvelos, al contemplarlos dormidos tranquilamente bajo mi mirada, que los envuelve con tanta delicia, con tanto júbilo, no puedo ni debo quejarme de su padre.

    Y, sin embargo, amiga mía, Bautista no es ni lo que era en los primeros meses de nuestro enlace, ni lo que yo tenía derecho á esperar de él: la ambición que yo procuré despertar en su alma débil para fortalecerla, para animarla al trabajo que conquista la gloria, ha crecido y ha envuelto en las llamas de su inmensa hoguera todos los tiernos y delicados instintos de su corazón, devorándolos con desoladora rapidez. Ha crecido, sí; ha crecido en talento más de lo que yo nunca esperé: su inteligencia es hoy una luz, no como la débil llama que arde apacible y modesta debajo de un fanal, sino como la antorcha poderosa que todo lo anima é ilumina; ella le muestra caminos altos y desconocidos que la suerte le ha reservado, y el ingrato juzga miserias todas las dulces y santas pequeñeces del hogar, todos los gratos y suaves afectos de la vida.

    Pero ¿deberé yo quejarme de mi propia obra? ¡No, amiga mía! De todos mis dolores, de todas mis horas de soledad y de desvelo, sólo saco dos consecuencias muy lógicas, aunque profundamente tristes: que la naturaleza humana es bastante pobre para no poder hermanar el profundo saber y la bondad humilde del cristiano, y que no es lo mejor elevarse sobre la multitud para conquistar la felicidad.

    Yo vivo bien sola, mi querida Honoria: temerosa de que el carácter irascible de Bautista me expusiera á humillaciones, he ido dejando mis amistades y me he refugiado en el seno de mis deberes; y, sin embargo, la amistad me ha parecido siempre uno de los mayores bienes de la humanidad, y sus manifestaciones los más dulces pasatiempos de la vida.

    Sí, amiga mía: yo era pueril, según dice Bautista, porque era feliz recibiendo á una amiga, con la que hablaba de esos mil nadas que constituyen la vida de la mujer y que se reducen á razonar sobre las flores, sobre éste ó el otro libro, sobre ésta ó la otra obra dramática, acerca del valor de un traje ó de la hechura de un sombrero; yo era feliz hablando con un amigo acerca de bellas artes, acerca de las bellezas del amanecer y de la noche, acerca de lo inútil de la guerra, de lo pernicioso de la ambición de los hombres que gobiernan las naciones. Y por la noche, de las ocho á las once, en mi pequeño salón, caliente y perfumado con aroma de lirio y de violeta, era yo dichosa al verme al lado de mi marido, joven entonces, modesto y apacible, y rodeados ambos de ocho ó diez personas sensatas, amables, y que nos apreciaban con todo el calor de la verdadera amistad.

    Poco á poco, y á medida que la inteligencia de mi esposo se desenvolvía, su carácter se hacía más obscuro, más irritable, más díscolo; rápidamente descendió desde la elevada cúspide de la buena y distinguida educación, al vergonzoso camino de la grosería, del menosprecio de los otros, de la soberbia vanidad de su propio mérito. Nuestros amigos, al ver que le eran odiosos, desaparecieron uno á uno y poco á poco, como con pena de dejarnos. Lamentéme un día de la soledad que nos envolvía, y me respondió duramente:

    —¿Para qué querías á esas gentes? Sólo servían para hacernos perder el tiempo.

    — ¡Perder el tiempo! ¡Ah! ¡dónde hay un tiempo más dulcemente empleado que el que se consagra á la amistad!

    Hallábamonos solos el uno enfrente del otro: yo, algo disgustada de la severa obscuridad á que quería reducirme mi marido; él, resentido de la pena que se adivinaba en mis facciones. Se

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