En el salón y en el tocador
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En el salón y en el tocador - Concepción Gimeno de Flaquer
En el salón y en el tocador
Copyright © 1899, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726509243
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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CAPÍTULO PRIMERO
El arte de agradar.
conocer el arte de agradar, es poseer la más alta diplomacia social. El deseo de agradar es innato en las personas civilizadas, y quien no lo siente, ni se respeta á sí mismo, ni respeta á los demás. Por muy exaltado que sea este sentimiento, no debe censurarse; él nos hace amables influyendo en el dominio del más duro carácter y en la corrección de nuestros defectos; él nos hace artistas porque nos mueve á modificar las deformidades de nuestro cuerpo.
Sentir ardientemente el deseo de agradar, es hallarse en camino de conseguirlo. El deseo de agradar es generoso, muchas veces está basado en el constante sacrificio. Esmerarnos para hacernos atrayentes, es proporcionar una grata impresión á nuestros semejantes. No puede negarse que existe abnegación en el esfuerzo para reprimir las asperezas del carácter, domar las pasiones, contener los ímpetus violentos y dar á nuestro trato una igualdad y dulzura en todos los momentos, aunque la irritabilidad del sistema nervioso nos tenga exasperados.
El deseo de agradar, es la coquetería del espíritu, coquetería tan simpática como odioso el coquetismo. La coquetería no se confundirá nunca con el coquetismo, porque aquélla es inocente y éste infame. Si el coquetismo es imperdonable en la mujer, la coquetería le es absolutamente necesaria: refiérome á esa coquetería artística que consiste en conocer profundamente el arte de ser agradable. Las mujeres que no conocen esta coquetería, carecen moralmente de sexo.
La mujer es la criatura encargada de despertar el sentimiento de lo bello, la inspiradora de la poesía. Su anhelo de parecer bien, es muy justificado: sabido es que muere dos veces, la primera cuando deja de ser bella. Siendo instintivo el horror á la muerte, no es extraño que defienda su belleza como el soldado su bandera.
Existen dos géneros de hermosura: la que se debe á la naturaleza y la que se adquiere á fuerza de inteligencia y arte.
La mujer extraordinariamente hermosa, si no posee buen criterio, satisfecha por la fascinación que causa, descuídase de adquirir bellas cualidades y cuando el esplendor de su belleza ha pasado, encuéntrase desprovista de atractivos. Suele ser desdeñosa mientras posee el talismán de la belleza, convencida de que todos los homenajes que se le tributan son pocos, nada agradece y, cuando la terrible mano del tiempo deja huellas en su semblante, se hace antipática porque no se ha cuidado de adquirir méritos insenescentes.
Una mujer de claro entendimiento es bella si se lo propone: estudia el atavío que más la embellece, sabe mirar y sonreir, cultiva su espíritu para ser agradable, dice agudezas para ser amena, luce su ingenio sin que se note afectación ó rebuscamiento, dejando en el ánimo de los que la tratan una impresión más profunda que esas bellezas perfectas que merecen pedestal y no despiertan sentimientos. La mujer de inteligencia cultivada, tiene en su fraseología, en sus maneras, en sus actitudes, gracia; y la gracia es más bella que la belleza, por ser más duradera. La gracia desafía al poder destructor del tiempo.
El hombre puede agradar siendo feo, si sabe hacerse simpático: la belleza del hombre es la inteligencia, por eso las mujeres en general, discretas ó tontas, enamóranse del hombre de talento. No á todos es dado poseer este dón que la naturaleza es avara en repartir, pero si no depende del hombre el tener talento, en cambio es acto de su voluntad adquirir cultura, ilustración. La mujer no puede amar verdaderamente al hombre que no es superior á ella. El hombre ilustrado cautiva tanto como el hombre de talento, porque seduce con la conversación. Un hombre culto que se vista con aseo y que posea maneras distinguidas, tendrá siempre más partido entre las mujeres siendo feo, que un hombre guapo insulso y ordinario. El hombre ilustrado y fino, si es caballeroso, reune todos los méritos de su sexo.
La educación es cualidad tan necesaria en el hombre, que ninguna mujer que se estime puede amar al que carezca de ella: es tan importante la educación, que á veces suple al talento en la vida de salón.
La benevolencia, hija de la educación, es cualidad social muy recomendable, porque la benevolencia es la cortesía del corazón. Las personas benévolas tienen pocos enemigos, así como las satíricas tienen muchos. Vale más hacerse amar que temer, y los malévolos, los murmuradores, sólo alcanzan este triste privilegio. Las simpatías adquiéranse poniendo en juego esas cualidades que yo llamaría virtudes sociales, porque se derivan de la afabilidad, de la prudencia y de la abnegación.
Entre las malas pasiones que más incremento toman en sociedad, y que nos hacen muy antipáticos, deben contarse la vanidad y la envidia; el que padece estas enfermedades del alma tan corrosivas, tan inspiradoras de grandes crímenes, debe á todo trance procurar curarse de ellas, oponiendo una fuerte voluntad. Si no podemos ser perfectos, seamos perfectibles; vivamos siempre corrigiéndonos. Si esas malas pasiones fueran por desgracia incurables, hay que ocultarlas porque nos ponen en ridículo, y hallarse en ridículo es morir socialmente. Los vanidosos han sido comparados á los globos aereostáticos que se elevan por su poco peso; en cuanto á los envidiosos, supóneseles siempre inferiores al envidiado.
La egolatría ó manía del yo, nos hace insoportables; hablar siempre de sí mismo es de mal gusto, es gran falta de tacto social. Saberse nulificar á tiempo es adquirir grandeza, es haber descubierto el secreto de agradar.
Para ser agradables no debemos mencionar nada que moleste, nada que pueda causar enojo.
Producen detestable efecto las alusiones á la edad ó las preguntas que se relacionan con ella. Es suma torpeza dirigir tales preguntas, que nunca son contestadas con sinceridad, que revelan una curiosidad pueril, necia y que jamás perdona quien posee algo de coquetería.
Consagremos á tan delicado asunto, capítulo aparte.
_________
CAPÍTULO II
El problema de la edad.
hase convenido en que es de muy mal gusto hablar de la edad, y á quien habla de ella se le considera persona de mala educación. Como las mujeres hacemos las costumbres riéndonos de las leyes, es seguro que al crear el cánon de las fórmulas sociales, debimos prohibir se tratara de los años, bajo el anatema de incurrir en grosería.
Tener lo que se llama cierta edad, que denota edad dudosa, es infamante para la mujer. Según la rutina habitual, la mujer no debe pasar de veinticinco años. Tan disparatada creencia es causa de que nos esforcemos en falsificar la partida bautismal, tratando de engañar á los que nos escuchan, por más que las engañadas seamos nosotras, ya que una mujer fea, aunque sólo cuente veinte abriles, inspira al hombre más respeto que si tuviera sesenta eneros.
Mucho se ha dicho que la mujer no sabe guardar un secreto, y sin embargo, ningún hombre puede jactarse de haberle arrancado el secreto de su edad; es más difícil saber la edad de la mujer que la edad de la tierra. No sólo á la mujer le disgusta que se le hable de su edad, al hombre le sucede lo mismo, porque el hombre moderno tiene sus defectos y los nuestros, ya que cada día se afemina un poco más. Víctimas de la monomanía de la edad, las mujeres sienten horror hacia la cronología, porque recuerda el tiempo; aborrecen la historia porque se divide en edades. Hácese necesario vencer tal puerilidad, que realmente nos pone en ridículo. Comprendo que dos enemigas dirijan sus dardos hacia el rostro como hacían los soldados de César con los pompeyanos, pero no comprendo que se apedreen con los años.
No ha muchos días subía yo por la calle de Alcalá y me encontré á una amiga en la puerta de La Equitativa.
—¿Qué haces ahí tan de mañana? —le pregunté.
—Te lo voy á decir: he salido de casa con los papeles arreglados para hacer el seguro de vida, solidificando por este medio el porvenir de mi hija y aquí me tienes vacilante antes de subir esa escalera porque me contraría la idea de tener que enseñar mi fe de bautismo. Los cincuenta años, que á tí no te puedo ocultar, me tienen aterrada.
— ¡No te conozco! — exclamé.—¿Puede una madre retroceder ante la idea de labrar la felicidad de su hija por una injustificada coquetería? Eres tan hermosa que debieras alardear de tus años por el placer de que te digan que no los representas.
Efectivamente, la bella señora á que me refiero, de rostro fresco y sonrosado, cabello abundoso, cintura delgada y cuerpo sin protuberancias, es una mujer interesante, porque á su esbeltez y gentileza, á su indiscutible hermosura, reune la experiencia de la edad y tiene una conversación picaresca y amena, muy diferente á la insulsa charla de las muchachas que no han tenido tiempo de estudiar á la sociedad ni en los libros, ni en la vida.
—Ha triunfado mi amor maternal—repuso.—¿Cómo he podido vacilar? Es tan incierto el porvenir de la mujer en España que á todo trance hay que asegurarlo. Con los recursos que proporcionan las Sociedades de seguros sobre la vida, sé que al morir yo, tendrá mi hija un buen capital. De este modo no la obligo á casarse sin amor, que es la mayor de las inmoralidades, la mayor monstruosidad.
Mi amiga subió resuelta á las oficinas de La Equitativa, presentando heroicamente su partida bautismal mientras yo me alejaba meditando acerca de las preocupaciones que esclavizan el entendimiento de la mujer.
No puedo olvidar la profunda frase de un amigo mío á propósito de la edad: La juventud no consiste en el tiempo que nos separa de la cuna, sino en el tiempo que nos separa del sepulcro. Siempre será más viejo el hombre enteco, el achacoso ó escuchimizado; el hombre robusto