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Quevedo en la Redoma.: Estudios sobre su poesía
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Libro electrónico347 páginas5 horas

Quevedo en la Redoma.: Estudios sobre su poesía

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Quevedo en la redoma es una recopilación de trabajos poco ortodoxos escritos por un filólogo. Su título, tomado del primer capítulo, pretende englobar el caso peregrino de un escritor tan dotado para la prosa como para el verso, que sin embargo mantuvo su obra poética en un segundo plano y le dedicó una atención muy desigual. Varios capítulos
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 may 2022
ISBN9786075643571
Quevedo en la Redoma.: Estudios sobre su poesía

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    Quevedo en la Redoma. - Antonio Carreira

    PRÓLOGO

    Se reúnen aquí once trabajos sobre la poesía de Quevedo escritos a lo largo de 25 años por un investigador literario cuyo objeto de estudio habitual son otros autores, aunque sigue con interés lo que se publica en esta materia. El título, que es el del primer trabajo, alude a un paso conocido del Sueño de la muerte, cuando el protagonista descubre una redoma de vidrio en la que está encerrado un nigromántico en espera de una hora propicia para volver al mundo¹. Razón de ser de tal título es que, a nuestro juicio, Quevedo obró de manera similar, guardando para sí la mayor parte de su obra poética en espera de mejores tiempos, y solo al final de su vida, enfermo y ocupado en otros menesteres, pensó en publicarla. No vamos a repetir las conjeturas acerca de los motivos que haya tenido para obrar así, y que se manifiestan en varios puntos de ese trabajo. Es, a nuestro parecer, el más objetivo de todos, o, si se quiere, el más positivista, ya que procura poner en orden, uno tras otro, los hechos confirmados acerca de algo sobre lo que se ha especulado mucho: la celebridad de Quevedo como poeta durante su vida.

    El segundo trata de lo que indica su título: los textos interpolados, atribuidos y apócrifos entre las poesías de Quevedo, para lo cual se aprovechan algún manuscrito desconocido y noticias no siempre tenidas en cuenta. Una tarea interminable pero necesaria, no solo para el refinado de los poemas quevedescos, sino también para su atribución.

    Los trabajos 3 y 4 se ocupan de romances no siempre seguros de Quevedo, y de los ecos, manipulaciones o imitaciones que suscitan, cosa que pone en apuros al filólogo a la hora de detectar la mano culpable. Los capítulos 5, 6 y 7 analizan la poesía amorosa en sus vertientes menos tópicas; en especial el 6, que es el menos recomendable para entusiastas de Quevedo, pues enfoca algunos poemas en fárfara, es decir, a medio hacer, o faltos de la deseable lima. Asimismo el 8, sobre la poesía religiosa, se centra en aspectos que poco añaden a la gloria del poeta, y que normalmente pasan inadvertidos por los estudiosos. El capítulo 9 trata del subgénero jácara, estudios y ediciones que buscan desvelar su sentido, y el 10 analiza la que comienza Estábase el padre Esquerra, inexplicablemente excluida de las mejores antologías de Quevedo. El 11 y último es una reseña a un serio trabajo de Darío Villanueva sobre el célebre soneto Retirado en la paz de estos desiertos, poema que ha hecho correr mucha tinta y echar a volar algunas fantasías, pero que todavía encierra problemas de interpretación.

    Solo queda por decir que, según nuestro entender, la palabra crítica tiene un significado neutro, distinto del que normalmente se le supone: ni florilegio ni diatriba, tan solo análisis. Semejante afirmación, que podría suscribir Pero Grullo, cuenta con ilustres defensores, entre los que vamos a citar solo tres, a la vez críticos y poetas:

    Al crítico corresponde señalar todo fracaso de un propósito como defecto artístico. En efecto, en arte no salva la intención; el arte es el reino de las realizaciones. Pero el crítico tiene el deber de señalar el fracaso con relación al propósito del artista, y está obligado a descubrirlo. Cuando ni por casualidad acierta a señalarlo, es el crítico quien fracasa (Antonio Machado, Apuntes, en Los complementarios, Obras. Poesía y prosa, ed. Aurora de Albornoz, Losada, Buenos Aires, 1964, p. 700).

    Existe una clase numerosa de personas, que incluye a algunos cuyos nombres aparecen impresos como críticos, que consideran cualquier censura hecha a un gran poeta como un acto hostil, de imperdonable iconoclastia, o hasta una canallada (T.S. Eliot, Milton, I, Sobre la poesía y los poetas, trad. María Raquel Bengolea, Sur, Buenos Aires, 1959, p. 141).

    Reflexionar en la torpeza de un poeta no es necesariamente ni una irreverencia ni una insidia, sino acaso un homenaje de honrada atención (Tomás Segovia, Muestrario poético de Emilio Prados. Modo de leerse, en Emilio Prados, 1899-1962, Residencia de Estudiantes, Madrid, 1999, p. 205).

    Semejantes opiniones, fáciles de multiplicar, respaldan nuestra actitud ante poemas de Quevedo que no nos parecen estar a la altura debida, recelo cuya justificación es tarea del crítico. De hecho no conocemos poeta, en ninguna lengua a nuestro alcance, de cuya obra no pueda decirse lo mismo, aunque, como sienta el refrán clásico, quien mucho habla, mucho yerra, incluso concediendo que acierte mucho, y Quevedo es poeta de notable facundia. Mayor es la de Lope de Vega, y tiene poemas espléndidos, junto con otros que distan de serlo.

    Por último, estos once capítulos tocan solo aspectos menores de algunos poemas. Los hemos revisado y actualizado en lo posible cuando trabajos más recientes enfocan los casos que nos interesan, pero no tendría sentido volcar aquí la bibliografía que tales poemas han suscitado desde hace 20 o 30 años. Revistas como La Perinola, Criticón o la misma NRFH allegan cuanto se publica al respecto, de lo que es buena muestra la Bibliografía sobre la poesía de Quevedo (1997-2013) de Victoriano Roncero (La Perinola, 19, 2015, pp. 225-239). Por si fuera poco, acaba de ver la luz el Parnaso español de Quevedo en espléndida edición de Ignacio Arellano (RAE, Madrid, 2020), cuya bibliografía puede henchir las medidas al más exigente (t. 2, pp. 332-373).

    * * *

    PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS

    1. Quevedo en la redoma: análisis de un fenómeno criptopoético, en Quevedo a nueva luz. Escritura y política, eds. Lía Schwartz y Antonio Carreira, Universidad, Málaga, 1997, pp. 229-247.

    2. La poesía de Quevedo: textos interpolados, atribuidos y apócrifos, en Homenaje a Antonio Vilanova, eds. Adolfo Sotelo y Marta Cristina Carbonell, Universidad, Barcelona, 1989, t. 1, pp. 121-135. Estudio actualizado en Quevedo y la crítica a finales del siglo XX (1975-2000), eds. Victoriano Roncero y José Enrique Duarte, EUNSA, Pamplona, 2002, t. 1, pp. 139-158.

    3. Para la fecha de un romance de Quevedo: un caso de intertextualidad, Modern Language Notes, Baltimore, 103 (1989), pp. 496-500.

    4. Cuatro romances de Quevedo: modelos e imitaciones, La Perinola, 11 (2007), pp. 51-71.

    5. Elementos no petrarquistas en la poesía amorosa de Quevedo, en La poésie amoureuse de Quevedo, ed. Marie-Linda Ortega, École Normale Supérieure de Fontenay-Saint Cloud, Paris, 1997, pp. 85-100.

    6. Quevedo en fárfara. Calas por la periferia de la poesía amorosa, Rivista di Filologia e Letterature Ispaniche, Pisa, 3 (2000), pp. 175-195.

    7. Agua y fuego en la poesía amorosa de Quevedo, en Les quatre élements dans les littératures d’Espagne (XVIe-XVIIe siècles), ed. Jean-Pierre Étienvre, Presses de l’Université Paris-Sorbonne, Paris, 2004, pp. 85-97.

    8. La poesía religiosa de Quevedo: intento de aproximación, en Actas del V Congreso de la Asociación Internacional Siglo de Oro, ed. Christoph Strosetzki, Iberoamericana-Vervuert, Madrid, 2001, pp. 275-286.

    9. Las jácaras de Quevedo, un subgénero conflictivo, en Literatura y música. El hampa en los Siglos de Oro, eds. María Luisa Lobato y Alain Bègue, Visor, Madrid, 2014, pp. 51-75.

    10. El conceptismo en las jácaras de Quevedo: «Estábase el padre Esquerra», La Perinola, 4 (2000), pp. 91-106.

    11. Quevedo y su elogio de la lectura, La Perinola, 1 (1997), pp. 87-97.

    Quevedo, Los sueños, ed. Ignacio Arellano, Cátedra, Madrid, 1991, pp. 346 ss.

    QUEVEDO EN LA REDOMA:

    ANÁLISIS DE UN FENÓMENO CRIPTOPOÉTICO

    Cuando se mira a una cordillera lejana, sus montes parecen formar un muro; vista de cerca, el conjunto puede resultar más ancho que largo, y sorprender con su insospechada complejidad: cadenas y valles transversales, cimas ocultas, tras las cuales aparecen otras, y así por todas partes. En la historia literaria, al mirar atrás a distancia de casi cuatro siglos, es fácil sufrir el mismo error de perspectiva¹. Este achatamiento de lo remoto se refleja incluso en la nomenclatura: llamamos Siglo de Oro a algo que dura mucho más de un siglo y donde pueden desarrollar actividad un hombre y sus tataranietos. La palabra generación, aunque discutible si se toma en sentido de grupo cohesionado, sirve para señalar que en los artistas, y en el común de las gentes, por mucha diversidad que presenten, las afinidades y discordancias cronológicas regulan las relaciones humanas. Cuando se contempla hoy la figura de Quevedo tendemos a situarlo en el ápice de ese período, que viene a corresponder al reinado de Felipe III (1598-1621). Y es cierto que el escritor, bastante precoz, habrá comenzado a llamar la atención con sus travesuras juveniles, en prosa y verso, muy a comienzos del siglo XVII. Pinheiro da Veiga, que visitó la corte de Valladolid en 1605, y dejó en la Fastigímia un testimonio de su estancia, lo cita, sin nombrarlo, junto a Villamediana como escritor de moda, o novedad literaria, mientras que Góngora, Lope de Vega, Liñán o el Conde de Salinas, quince o veinte años mayores, son ya maestros consagrados². No se olvide que un hombre de cuarenta años, que hoy se considera joven, entonces no solo era maduro, sino machucho, según se decía. Varios ingenios de aquel tiempo, como Garcilaso, Medrano, Carrillo, Anastasio Pantaleón o Pérez de Montalbán, ni siquiera llegaron a esa edad. Y Quevedo, en las sátiras que asesta a Góngora, una de las cosas que le reprocha es ser viejo. Este reproche, similar al que Avellaneda lanza a Cervantes, no se puede tomar al pie de la letra, sino en el sentido de que quien lo hace pretende extender la vejez de la persona a la obra. En eso Quevedo, una vez más, es injusto, y ve, como suele decirse, la paja en el ojo ajeno mejor que la viga en el propio, no porque él fuese viejo, sino porque sus obras suponen mucha menos renovación respecto a formas anteriores.

    Maxime Chevalier en el libro acabado de citar estudia a Quevedo desde el punto de vista de la cronología externa, y muestra cómo, mucho antes de que él los practique, van apareciendo géneros y subgéneros literarios, unos importantes y que consiguen afianzarse, otros volanderos y poco significativos, que responden a la demanda de un determinado público, alcanzan un desarrollo y un nivel de calidad, incluso inician un declive. Quevedo los conoce, los asimila, los incorpora a su acervo y los hace parecer más originales de lo que son, relegando al olvido sus precedentes. En este caso se encuentran las premáticas festivas, los pronósticos perogrullescos, los testamentos paródicos, los centones de refranes, las cartas jocosas, los desfiles incoherentes, los inventarios heteróclitos. Todos estos géneros acumulativos, algunos de ascendencia medieval, se gestan a lo largo del siglo XVI, y cuando Quevedo accede a la palestra literaria, los encuentra ya hechos, difundidos en pliegos, romanceros, colecciones de facecias. Su tarea consiste en remozarlos en verso o en prosa, dejándolos exentos o insertándolos en obras mayores³. Abrirse camino en semejante selva no era fácil; Quevedo debió de sentir lo que Gracián iba a expresar años más tarde en El discreto: Estamos ya a los fines de los siglos. Allá en la edad de oro se inventaba; añadiose después; ya todo es repetir⁴. Esto se ha dicho, sobre todo, respecto a su actitud ante Góngora: Quevedo comienza a escribir cuando su rival lleva veinte años de producción, y de producción intensa: poemas juveniles petrarquistas y antipetrarquistas, canciones exquisitas, letrillas satíricas y burlescas, romances que inauguraban géneros de gran éxito. La mitad de la obra de Góngora estaba compuesta, y circulaba manuscrita o impresa, atribuida o anónima, de mano en mano. Se puede decir que el joven Quevedo encontró tomados los caminos del verso: era muy difícil competir con aquel ingenio soberano que, ya antes del cambio de siglo, tenía deslumbrada a la masa de lectores, marcaba rutas y suscitaba imitaciones. En ese sentido, el mérito de Quevedo es enorme, porque se las arregló para ser un gran poeta después de que Góngora dominara soberanamente las formas de la lírica y renovara los recursos del lenguaje poético. Algo así hizo Calderón en el teatro, rivalizando con el otro monstruo, Lope de Vega. Nadie, en cambio, fue capaz de competir con Cervantes en la novela, según reconoce el mismo Quevedo en una de sus páginas. Sin embargo, Quevedo, frente a su gran adversario, cayó en algo que hoy nos divierte y resulta lamentable a la vez: la descalificación personal y el insulto, mientras guardaba lo mejor de sí mismo en la redoma, como el marqués de Villena, en espera de mejores tiempos.

    Góngora y Quevedo, cuya enemistad se ha aireado en exceso (pues, como dice José F. Montesinos, los autores de manuales son implacables), se deben de haber encontrado muy poco, al menos hasta los últimos años del cordobés. Las fechas vitales de ambos, y su gran diferencia en edad e intereses, lo atestiguan. Repasemos algunos datos: Góngora, nacido en 1561, estudia en Salamanca y vive en Córdoba hasta 1617. Quevedo, nacido en 1580, estudia en Alcalá, vive en Madrid, Valladolid y la Torre de Juan Abad hasta 1613; desde esa fecha a 1618, en Sicilia y Nápoles. Hasta ese momento, solo pueden haber coincidido en 1603, cuando Góngora pasa unos meses en Valladolid. Desde 1617 Góngora vive en Madrid, como capellán de honor del rey, hasta 1626, que vuelve a Córdoba, donde muere un año después. La primera parte de esos diez años reside Quevedo principalmente en la Torre, más o menos desterrado. Parece que no goza del favor de Olivares hasta 1623. Al año siguiente viaja con el séquito real por Andalucía. Una carta de Góngora, fechada el 4 de noviembre de 1625, alude a que va a ser desahuciado de su casa —sita en la calle del Niño, hoy Quevedo— por el nuevo casero, cuyo nombre omite y que podría ser el propio Quevedo. Consecuencia del hecho es una de las pocas sátiras seguras de este contra Góngora, la silva que comienza Alguacil del Parnaso, Gongorilla, donde dice que para desengongorar la casa y quitarle el tufo de Soledades hubo de quemar Garcilasos como sahumerio. Hay, por tanto, unos años en que ambos poetas están físicamente próximos, mientras cortejan a los validos, Lerma y Olivares, pero aunque comparten algún enemigo, como Jáuregui, no tienen amigos comunes: Quevedo aborrece a Villamediana, seguidor y protector de Góngora, y lo maltrata en los Grandes Anales de quince días. En cambio, es amigo de Lope de Vega, cuya rivalidad con don Luis es bien notoria. Góngora, que cita a Lope en repetidas ocasiones, incluso en poemas serios, nunca menciona a Quevedo en sus escritos, tanto en prosa como en verso: como si no le concediese categoría para lidiar con él, algo que solo puede deberse a la diferencia de edad. Uno se pregunta a qué se destinaba la mayoría de las sátiras, conservadas con frecuencia en un solo manuscrito, en las que supuestamente Quevedo retuerce el nombre de Góngora como si se tratase de un acto de magia negra: no se podían imprimir, no se podían firmar; fuera de leerlas a algún amigo, a lo mejor su destino era servir de desahogo o válvula de escape, o si acaso enviarlas como anónimos, para mortificar al adversario, y a porte pagado, para asegurarse de su recepción, igual que se haría con cartas echadizas en burla de las Soledades.

    La literatura del siglo XVII se forja en las últimas décadas del XVI, cosa menos perogrullesca de lo que parece, ya que la del XVI no se forja en el XV ni la del XVIII en el XVII. Y en concreto la génesis de la poesía seiscentista muestra una dialéctica propia, muy compleja. El romancero viejo, tras fases de decadencia y vacilación a mediados del siglo XVI, se metamorfosea en el romancero nuevo a partir de 1580. Góngora y Lope de Vega serán sus máximos impulsores, junto con Liñán, Cervantes, Lasso de la Vega, Juan de Salinas y otros. De 1589 a comienzos del XVI se imprimen y reimprimen las nueve flores de romances nuevos, que acaban formando otras tantas partes del Romancero general de 1600, y que se amplían a trece a partir de 1604. Quevedo, por edad, solo está presente en la fase final de este movimiento renovador. En la Segunda parte del Romancero general, de 1605, se imprimen anónimamente cuatro romances suyos: De Valladolid la rica, poema de circunstancias que comenta el traslado de la corte, otro en equívocos contra una mujer pedigüeña (Diéronme ayer la minuta), la sátira a la sarna, y unas endechas medio anacreónticas. Tardarán tiempo en aparecer impresos otros romances de Quevedo, lo cual no significa que no se conozcan. Ahora bien, hemos de revisar lo que tantas veces se dice sobre la difusión de poesías en manuscrito. Quevedo, en 1606, glosó el regreso de la corte a Madrid en el romance No fuera tanto tu mal, / Valladolid opulenta, / si, ya que te deja el Rey, / te dejaran los poetas. Según la edición crítica de Blecua, solo consta en tres códices. Otros se habrán perdido, pensamos. Pero quizá no sean tantos los manuscritos desaparecidos. Cuando uno examina cancioneros poéticos de distintas bibliotecas, tiene casi siempre la impresión de estar ante objetos preciados, cuidados, reunidos y encuadernados con esmero, que solo la acción del tiempo puede haber deteriorado. Y la mayoría son códices regulares, con folios en blanco para continuarse, no tomos colecticios formados por cuadernillos desiguales, aunque también los hay. El romance de Quevedo, y otros que se encontrarán en el mismo caso, cabe preguntarse por dónde circularon, incluso si circularon en absoluto. De algunos no hay duda: el romance de Escarramán es, con diferencia, el más conocido de Quevedo, como que pertenece al único género romancístico que se le debe prácticamente del todo: la jácara. Blecua lo ha encontrado en solo cuatro mss., a los que añade otros dos Pablo Jauralde⁵. No hubiera alcanzado esa celebridad en vida de Quevedo de no haber salido en pliego suelto de 1613, ni quizá se hubiera impreso tan pronto de no ser bueno y haberse hecho célebre⁶. Pero la Respuesta de la Méndez a Escarramán, que le sigue en el mismo pliego, es, según Blecua, una refacción breve y sin gracia; en efecto, cuenta 76 versos, frente a los 172 de la publicada en el Parnaso español, y no se sabe quién la hizo; la versión larga solo figura en un manuscrito. Otras jácaras de Quevedo, como la Carta de la Perala a Lampuga, su bravo, con la respuesta correspondiente, la Vida y milagros de Montilla, y el Desafío de dos jaques están en caso parecido: se conservan en dos, tres, cuatro manuscritos, y no se imprimen hasta el Parnaso español de 1648, y la segunda edición de los Romances varios.

    La jácara hoy archifamosa titulada Relación que hace un jaque de sí y de otros (Zampuzado en un banasto / me tiene su majestad) es posterior a 1623. Parece extraño que no se imprimiera hasta el Parnaso español, y que solo se encuentre en los cuatro mss. que cita Blecua, ya que, como la de Escarramán, fue objeto de parodias y citas frecuentes. Caso similar es el de Hermana Marica, de Góngora, que suscitó imitaciones, respuestas y vueltas a lo erótico impresas desde muy temprano, mientras que el romancillo del que derivaban, que es de 1580, tardó 47 años en estamparse. Es preciso recordar que, a diferencia de lo sucedido con los manuscritos, sí se han perdido cantidades ingentes de pliegos sueltos, dada su especial fragilidad. Rodríguez-Moñino, que reunió todas las noticias existentes acerca de pliegos del siglo XVI, ha descubierto que muchos se usaron en las escuelas para aprender a leer, y menciona otros de épocas posteriores que alguien considera inconvenientes para uso escolar porque contenían romances de ajusticiados, es decir, derivados de las jácaras. De algún pliego del siglo XVI consta que se hicieron tiradas de hasta doce mil ejemplares en un año, ninguno de los cuales llegó hasta nosotros. El destino de tales obritas —dice Rodríguez-Moñino— era el de ir a manos del público menos apto para guardarlas: soldados, mozas, enamorados, estudiantes, niños de la escuela. Y esto explica su desaparición⁷. Edward M. Wilson, en su artículo Quevedo para las masas, cree que la mala fama del escritor se debe en buena medida a los pliegos sueltos; sin embargo, si se exceptúa el de Escarramán, los que pudo descubrir con romances o sátiras de Quevedo —él mismo indica la poca simpatía de los pliegos por los poemas en métrica italiana— son de finales del siglo XVI, o de comienzos del XVIII⁸. Esto interesa subrayarlo, porque, como vamos viendo, el renombre del Quevedo poeta se nos va haciendo tardío; de hecho se fragua a todo lo largo del XVIII, ya que esta época, sorprendentemente, prefiere su obra en verso. Las masas populares a quienes pudo llegar la poesía de Quevedo, reconocible como suya, son posteriores a su muerte.

    Incluso en esta parcela, con ser de alta calidad y una de las más propicias a verse difundidas, encontramos bailes y jácaras hoy célebres que no se puede asegurar que lo fueran antes; nuestra propia estimación de la obra quevedesca se interpone para hacernos errar: de los bailes, algunos ni siquiera llegan a figurar en manuscritos; su posible vida teatral debe de ser muy tardía, posterior a su aparición en el Parnaso español. Por el contrario, la jácara Ya se salen de Alcalá / los tres de la vida airada no llegó a imprimirse: nos la transmite un ms. de la BNE con la típica indicación del mismo a continuación de un apócrifo, y otro ms. cuyo paradero se ignora. Algo similar sucede con la jácara Estábase el padre Esquerra, que tampoco está en el Parnaso español, y solo aparece en dos mss. de la biblioteca Menéndez Pelayo. Es muy buena, y muy quevedesca, pero también lo es el Epitalamio en las bodas de una vejísima viuda, que figura en la ed. Blecua con el núm. 625, y no pertenece a Quevedo sino a Fernández de Ribera, como ha recordado José Lara Garrido⁹. Robert Jammes, en su edición de las Soledades de Góngora, ha puesto en duda que buena parte de las sátiras antigongorinas atribuidas a Quevedo en uno o dos mss. sea suya¹⁰. Habría que preguntarse varias cosas al respecto: por qué no aparecieron entre los papeles de Quevedo, si habrán sido excluidas por sus editores a causa de su virulencia, y también, cuando el estilo es muy quevedesco, de quién más podrían ser, ya que la destreza de los imitadores está probada. En cualquier caso, antes de dar por segura una autoría se requieren elementos más sólidos que los hasta ahora empleados.

    Todavía, acerca de la fama poética, es forzoso matizar otra cosa: los poemas quevedescos pueden haber circulado, más o menos, en manuscritos o pliegos sueltos, antes de ser impresos en libro, y también después, ya que abundan en copias del siglo XVIII. Pero cualquiera que haya manejado manuscritos y pliegos sabe que en ellos los poemas aparecen, con la mayor frecuencia, no solo deturpados, sino anónimos o asignados a autor erróneo. Para quien haya creído la falacia de las diferentes estéticas que se asignan a Góngora y a Quevedo, resultará sorprendente encontrar en muchos casos poemas del uno atribuidos al otro. Esto es especialmente visible en el dominio de las letrillas, o sátiras, como entonces se solían denominar, pero también sucede con romances, sonetos y otras formas métricas¹¹. Así el romance Orfeo por su mujer, impreso en el Parnaso español y por tanto genuino, se asigna a Góngora en un buen ms. de la BNE, el 3796. En el anterior de la serie (3795 BNE) se atribuye al conde de Salinas, y a don Antonio de Mendoza, el romance, también auténtico, Don Repollo y doña Berza. Siempre el despojado suele ser Quevedo, y esa menor gravitación indica que su celebridad era escasa. Es lástima que Blecua no haya recogido las distintas atribuciones de cada testimonio, porque eso nos priva de algo importante desde el punto de vista de la recepción, que es el conocer cuál fue la imagen que los contemporáneos tuvieron de cada autor. Los colectores de cancioneros, es decir, quienes reunían trabajosamente los manuscritos, copiaban y depuraban los poemas, anotaban sus autores y circunstancias, contaban con pocos asideros y menos elementos de referencia para realizar su tarea. Los errores pasan de unos a otros, los nombres aparecen tachados, las tachaduras se anulan más tarde y, al fin, lo único que sobrevive es el texto, tampoco incólume. En manuscritos colacionados por amigos de Góngora se le atribuyen poemas que no le pertenecen, se ponen en duda otros auténticos, y, lo más asombroso, el propio poeta desecha en una ocasión una décima que es suya sin lugar a duda¹². En otro ms. el poeta puso esta nota autógrafa al margen de unas coplas: no son mías las que se siguen. Y, en efecto, las que se seguían en el ms. no eran suyas, pero las que se siguen ahora sí lo son: alguien arrancó el folio que contenía las espurias, y la ausencia no se nota¹³. Como en torno a Quevedo no hubo un círculo similar de admiradores dispuestos a recoger, autentificar y transmitir lo que iba escribiendo, no podemos saber si ocurrió lo mismo con sus poemas, ya que el número de sus manuscritos coetáneos, y sobre todo el número de copias, es mucho menor que en el caso de Góngora¹⁴. Con todo, en una edición tan laboriosa como la de la Obra poética debida a José Manuel Blecua hay aún poemas que no pertenecen a Quevedo, y de algunos se han señalado los autores seguros¹⁵. Por tanto, una cosa es la presencia de Quevedo, y otra, la presencia de textos quevedescos, en antologías poéticas de la primera mitad del siglo XVII¹⁶. Algo así ocurre con Cervantes: cuando él dice yo compuse romances infinitos, podemos creerlo, y sospechar que buena parte de ellos se encuentra entre los mil y pico anónimos del Romancero general. Ahora bien, ni

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