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¡REVELADORA!... ¡IMPACTANTE!... Después de la pandemia del Covid-19, la Guerra de Exterminio llegó presurosa y sin dar aviso. Las ojivas nucleares comenzaron a caer como racimos de uva sobre toda la tierra convirtiéndola en cementerio de almas errantes, abono fecundo para las sombras del inframundo. Sin nadie siquiera imaginárselo ni saber porqué, las tres terceras partes del sol dejaron de iluminar. El astro rey parecía agonizar y los pocos rayos que manaban de su corazón no podían vencer la perenne oscuridad de aquellos días que se extendieron por años y décadas. El Imperio de las Sombras había comenzado. Estaba escrito en el ADN humano mucho antes de iniciarse la destrucción, pero nadie escuchó los cantos de sus conciencias. ¿Por qué? La codicia y el egoísmo desataron el mal oculto en la oscuridad de sus almas. Luego, todo fue crimen y maldad. Cazadores de conciencias, espectros del mal emergieron de las sombras de los abismos. El mortal Covid-19 fue el preámbulo. La primera advertencia. Una clarinada que sólo escucharon unos pocos. A la pandemia le sobrevinieron muchas otras. Peores y más letales. Pero no todo había terminado. Los trescientos millones de seres humanos que sobrevivieron a las Tres Guerras, se habían unido y daban mortal batalla al Ejército de las Sombras. La Palabra era su esperanza y fuerza de lucha para vencer al mal y a sus huestes depredadoras. El día final estaba por llegar, pero antes revelaciones y sueños de muerte abrasaron la tierra.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 abr 2022
ISBN9781005925727
La palabra
Autor

Diego Fortunato

SOBRE DEL AUTORDiego Fortunato, escritor, poeta, periodista y pintor italiano nacido en Pescara (Italia). Desde su más tierna infancia vive en Venezuela, su tierra adoptiva, país donde se trasladaron sus padres al huir de los rigores y devastación que dejó la Segunda Guerra Mundial en Europa. Cursó estudios académicos que van desde teatro, en la Escuela de Teatro Lily Álvarez Sierra de Caracas, pintura, leyes en la Facultad de Derecho y periodismo en la entonces llamada Escuela de Periodismo de la Universidad Central de Venezuela. Desde temprana edad fue seducido por las artes plásticas y la literatura gracias a la pasión y esmero de su madre, ávida lectora y pintora aficionada. Sus novelas, teñidas de aventura, acción y suspenso, logran atrapar en un instante la atención del lector. Sus poesías, salpicadas de delicada belleza, están tejidas de mágicas metáforas. La pintura merece capítulo aparte. En sus cuadros, de impactantes contrastes cromáticos y a veces de sutiles y delicadas aguadas, Fortunato establece sorprendentes diálogos con la luz y las sombras, como en el caso de sus series Mujeres de piel de sombra y La femme en ocre. La mayoría de las portadas de sus libros están ilustradas con sus obras pictóricas.ALGUNAS OBRASNovelas: La Conexión (2001). La Montaña-Diario de un desesperado (2002). Url, El Señor de las Montañas (2003). El papiro (2004). La estrella perdida (El Papiro II-2008). La ventana de agua (El Papiro III-2009). Atrapen al sueño (2012). La espina del camaleón (2014). 33-La profecía (2015). Pirámides de hielo-La revelación (2015). Al este de la muralla-El ojo sagrado (2016). La ciudad sumergida-El último camino (2017). Borneo-El lago de cristal (2019). El origen-Camino al Edén (2020). La palabra (2021). Cuentos: En las profundidades del miedo (1969). Dunas en el cielo (2018). Conciencia (2018).- Dramaturgia: Franco Súperstar (1988), Diego Fortunato-Víctor J. Rodríguez. Ensayos: Evangelios Sotroc (2009). Pensamientos y Sentimientos (2005). Poemarios: Brindis al Dolor (1971). Cuando las Tardes se Tiñen de Aburrimiento (1994). Lágrimas en el cielo (1996). Hojas de abril (1998). El riel de la esperanza (2002). Caricias al Tiempo (2006). Acordes de Vida (2007). Poemas sin clasificar (2008). Palabras al viento (2010). El vuelo (2011). El sueño del peregrino (2016). Sueños de silencio (2018).

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    La palabra - Diego Fortunato

    la palabra

    Por Diego Fortunato

    SMASHWORDS EDITION

    la palabra

    Copyright © 2022 by Diego Fortunato

    Smashwords Edition, leave note

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    Diego Fortunato

    la palabra

    §

    Editorial

    BUENA FORTUNA

    Caracas

    DIEGO FORTUNATO

    Editorial Buena Fortuna

    Caracas, VENEZUELA

    Todos los derechos reservados

    © Copyright

    La palabra

    Copyright © 2021 by Diego Fortunato

    Cubierta copyright © Diego Odín Fortunato

    ISBN: 9798418880161

    Diseño y Montaje Fortunato’s Center, c.a.

    Printed in the USA. Charleston, SC

    Primera Edición: julio 2021

    E-mail: diegofortunato2002@gmail.com

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, lugares, caracteres, incidentes y profesiones son producto de la imaginación del autor o están usados de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas actuales, vivas o muertas, acontecimientos o lugares, es mera coincidencia. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del autor y editor.

    A la verdad y la vida,

    camino de redención y renacimiento.

    1

    La búsqueda

    Siete hombres, una mujer y un perro avanzaban silenciosos en la oscuridad por un alejado suburbio solitario y abandonado de Nueva Orleans. Iban como sombras somnolientas, aunque estaban alertas. Muy alertas. Siquiera se escuchaba su respiración. Sólo el latido de sus agitados y ansiosos corazones. Sabían que estaban en las puertas del misterio que buscaban descubrir o hacia una muerte segura, pero no les importaba. Su fe en hallar lo que por tantos años permaneció oculto, en descubrir el arcano secreto de sus enemigos, los hacía temerarios y decididos.

    En la antesala de la muerte nada es nítido. Nada es claro u oscuro. Menos gris. No hay tonos medios. No hay claroscuros. Todo es confuso en los confines del miedo y la incertidumbre.

    Bob Croquet guiaba a su pequeña patrulla, todos Guerreros de la Luz, y al fiel Metáfora, un pastor alemán inseparable del grupo, hacia una pequeña edificación de tres pisos del vecindario fantasma. La mayoría de sus habitantes habían muerto durante las guerras. Los pocos que habían sobrevivido a las pestes esparcidas por todo el mundo, huyeron hacia montañas lejanas.

    Todo era penumbra en aquella barriada de la otrora bulliciosa Nueva Orleans. Hasta los espectros parecían erizarse de miedo. En los alrededores no se escuchaba ningún ruido. Siquiera el melancólico maullar de un gato. Pese a que la gran mayoría de los pequeños felinos se habían unido a los Guerreros de las Sombras y convertido en sus infernales vigías. Las pocas criaturas libres que aún sobrevivían en la faz de la tierra se escondían. Siquiera copulaban a fin de que el chillido de su erótico éxtasis no los delatase a la distancia. El terror los había convertido en ascetas del reino animal. Muy pocos animales deambulaban por las calles, por todas las calles del mundo conocido anteriormente. El de ahora era otro mundo. Un mundo plañidero envuelto en sombras. Muchas especies de animales domésticos habían sido extinguidas durante las primeras batallas de la Guerra de los Diez Años. Las fieras salvajes que subsistieron permanecían ocultas en bosques, selvas o en algún recoveco donde se sintiesen seguras. Lejos del depredador humano y de los Guerreros de las Sombras. Cuando el hambre comenzaba a trastornarle instintos y fuerzas, salían de sus madrigueras en busca de una presa que le diese alimento tanto a ellos como a algunas de las crías que aún permanecían con vida. La mayoría morían de inanición o devoradas por sus hambrientos progenitores a los pocos días de nacer. El terror que había invadido al mundo era de magnitud tan diabólica, que muchos animales preferían morir de hambre que ser atrapados por los Guerreros de las Sombras, quienes los engullían en festín sangriento luego de torturarlos y desmembrarlos lentamente en rito satánico. Los quejidos de las suplicantes criaturas parecerían divertirlos en sádica complacencia. El espacio y el tiempo se cubrían de sollozos y dolor, pero nada se podía hacer. La misma suerte les tocaba a los humanos que vencían en combate. Los despedazaban y devoraban con sus corazones todavía palpitantes.

    Después de todas las guerras intestinas e intercontinentales. Después que la mayoría de los ejércitos del mundo fueron aniquilados por las pestes y los Guerreros de las Sombras, devino la oscuridad. Una oscuridad permanente, donde el día apenas era un recuerdo del pasado. Pese a ello, no todo había terminado. Los Elegidos de Dios y los Guerreros de la Luz que aún sobrevivían, oponían una titánica resistencia a fin de restablecer el orden divino mancillado y casi anulado por el Imperio de las Sombras.

    El planeta Tierra, la tierra conocida por los humanos por siglos, ya no era la misma. Había sido calcinada y penetrada por las sombras, por las huestes de Satán y la mayoría de la población diezmada. Una buena parte de los grandes ejércitos del mundo fueron diezmados durante las cruentas batallas sostenidas contra los Ejércitos del Mal. Otros, por pestes y virus esparcidos por todos los continentes, mares y cielos de la tierra.

    El mundo había sido atrapado por la confusión. La belleza mutilada para dar paso a lo absurdo. La humanidad sacrificó lo hermoso, puro y sublime por lo vano insustancial y trivial. El arte se convirtió en grotesca caricatura plagada de disparatadas huellas de la decadencia de la creación. Sin embargo, se les glorificaba y exaltaba. Era la muerte de las ideas y del genio creativo. Comenzó el imperio de la vanidad y el burdo materialismo donde los valores humanos eran asunto del pasado. Lo importante era el dinero sobre el espíritu y la conciencia. Ya nada valía y nada importaba. Sólo el goce desenfrenado.

    El reloj del Apocalipsis construido en mil novecientos cuarenta y siete por científicos de todo el mundo, donde se anunciaban los cataclismos por venir en la tierra, y del que tanto se burlaron propios y extraños, había dado la lúgubre hora. Nadie creyó en aquellos vaticinios y presagios, sin embargo todos y cada uno se fueron cumpliendo matemáticamente y sus manecillas avanzando con la implacable precisión de un reloj suizo. Y cuando menos se lo esperaba, la humanidad sufrió el primer desastre. La Guerra de Exterminio llegó presurosa y sin dar aviso después de la pandemia del Covid-19. La ojivas nucleares comenzaron a caer como racimos de uvas por sobre toda la tierra convirtiéndola en cementerio de almas errantes, abono fecundo para las sombras del mal del inframundo.

    Sin nadie siquiera imaginárselo ni saber porqué, aunque era obvio que las manos de Satán estaban tras el fenómeno, las tres terceras partes del sol dejó de iluminar. El astro luminoso parecía agonizar y los pocos rayos que manaban de su corazón no podían vencer la perenne oscuridad de aquellos días que se extendieron por años y décadas.

    No pregunten cuándo comenzó. Estaba escrito en el ADN humano mucho antes de iniciarse la destrucción, pero nadie escuchó los cantos de sus corazones. ¿Por qué? La codicia y el egoísmo desataron el mal oculto en la oscuridad de sus almas. Luego todo fue crimen y maldad. Cazadores de conciencias, espectros del mal emergieron de las sombras de los abismos.

    Mi intención no es asustarlos. Es la realidad. No puedo cambiarla.

    El mortal Covid-19 fue el preámbulo. La primera advertencia. Una clarinada que sólo escucharon unos pocos. A la pandemia le sobrevinieron muchas otras. Peores y más letales. Hubo un momento en que los científicos sobrevivientes ya no hallaban con que nombres identificar a las pestes. Los Covid y sus variantes Brasilera, Británica, Delta y demás llegaron hasta el Covid-X6R. Ya no las podían etiquetar por año de aparición, tal como hicieron con el Covid-19, cuya mortal presencia se registró a finales del dos mil diecinueve y persistió en sus diferentes mutaciones durante tres años más. Luego se desataron más pandemias y pestes más virulentas a las que se les bautizaron con disparatados nombres, como la Belial Negra, ya que producía vómitos de sangre, y una especie de bilis de color oscuro y pestilente emergía de las bocas de los infectados. También estuvo el virus de La cometa morada porque después de encender el cuerpo en fiebre muy alta, minutos antes del deceso, la peste convertía la piel del contagiado en color lívido violáceo brillante lleno de purulentas pústulas. Hubo otras tan tóxicas que una vez que penetraba el organismo, en menos de tres días acababa con la vida de una persona. Los virus se sucedieron uno tras otro. La paz apenas era un recuerdo de ultratumba. Las pestes aniquilaron más hombres que las balas y la Guerra de Destrucción Masiva o de Exterminio, la segunda de las grandes guerras acaecidas sobre la tierra en los años del tormento. Aunque aquella feroz guerra apenas duró tres años, sus bombas no causaron tanto daño como los virus.

    Muchas de las nuevas infecciones mutaron de animales a humanos. Más que todo de mamíferos, peces y aves. Una de ellas del inocente e inofensivo ciervo. A esa se le llamó CWR y era una variedad del CWD, la caquexia crónica o enfermedad del ciervo zombi. El CWR paralizaba mente y capacidad motora de piernas, brazos, manos, boca y ojos. Se alimentaba de las neuronas del cerebro humano. En menos de una semana devoraba los más de cien mil millones de nervios y células del cerebro. La muerte del infectado devenía luego de una quejumbrosa y lacerante agonía de tres horas. Otras, igualmente perniciosas y letales, fueron mermando la población mundial hasta que devino el Moloch 1, mefítico y mortal, salido de las cloacas del infierno. Luego el Labac-66, un virus que no mataba, sino que transformaba al infectado en un ser diabólico. Sus facciones, todas ellas, se alteraban. Su rostro se convertía en rojizo y su mirada penetrante y tan aguda que parecía una serpiente a punto de expeler veneno por sus pupilas. Sus cuerpos, tanto el de las mujeres como el de los hombres, tomaban aspecto animal y las uñas de sus manos como las de sus pies, en afiladas garras de pestilente hedor. Todos ellos fueron reclutados por el Ejército del Mal, el cual aparecía y desaparecía en el inframundo después de causar sangrientas masacres en cualquier ciudad, cualquier pueblo o villorrio sin dar aviso y sin que nadie pudiese detectar su malévola llegada.

    Lo que estaba ocurriendo en el planeta había sido anunciado muchos años antes, incluso siglos, pero nadie escuchó las alertas y siguió en demencial carrera pisoteando los valores y principios de la dignidad humana.

    El hombre no había aprendido nada con las primeras pestes. Tampoco yo. Demasiada obtusa arrogancia y prepotencia. Todos seguían en su voraz furia depredadora de posesión y riquezas timándose unos a otros sin misericordia ni remordimiento.

    Los servicios básicos elementales de la población, ya no existían. Pertenecían al recuerdo. En algunas afortunadas regiones sólo funcionaban al treinta por ciento de su capacidad. Sin agua, sin luz, sin gas, sin petróleo ni gasolina la peste se esparció libre entre las sombras que envolvían al mundo. Se había regresado a lo primitivo, a lo básico. Los ríos que aún fluían con poca vida animal y los lagos que permanecían sin sus aguas contaminadas por la peste del hombre y sus cientos de misiles y arsenal bélico atómico, seguían en su nobleza siendo sustento de vida. Cuando algunos de los guerreros encontraban una pequeña poza de agua se lavaban cara y cuerpos con tal fruición, que las gotas que descendían de sus rostros y manos parecía agua luminosa y bendita. Y ciertamente lo era. Gracias a su escasez, el agua había recobrado su importancia vital para la subsistencia. Era el nuevo petróleo, la nueva energía motora. Como todo bien escaso, también fue fruto de la codicia humana. En la oscuridad se formaron mafias y muchos crímenes y asesinatos se consumaron en su nombre. En vez de ser fuente de vida, el preciado líquido se había convertido en refugio y antesala de la muerte.

    Se sabía que lo que estaba sucediendo sobre la tierra ocurriría. Estaba anunciado casi a gritos. Ahogadas clarinadas se esparcieron por el orbe pero su eco sin retorno se apagaba como llama en la tormenta.

    El proceso de iniciación se remontaba a muchas décadas atrás, cuando todavía se estaba a tiempo de detener la perniciosa hecatombe de la humanidad. No obstante, la tergiversación de valores llegó a su punto más putrefacto para que el mal tomase las riendas en sus manos y se entronizase sobre la tierra. Sutilmente, como víbora silenciosa que se desliza entre pastizales, comenzó a preparar a la humanidad a través de imágenes y mensajes subliminales proyectados por el cine, medios de comunicación y propaganda televisiva hacia la oscuridad del pensamiento poseyendo mentes y almas. Todo lo diabólico y aberrante comenzó a ser comercial y lucrativo en cines y fiestas. Lo perverso era negocio. El miedo, el terror de los filmes de espantos y mefistofélicos deleitaban. Pero el fin real, el objetivo final de las industrias de las sombras no era ganar dinero sino almas. Sólo unos pocos se percataron de aquella diabólica intención, pero cuando la gran masa de mentes robóticas impensantes se dieron cuenta, la oscuridad ya las había atrapado. Ahora formaban parte del Ejército de Belial, el Príncipe de la Tinieblas y el Señor de los infiernos, porque no hay uno sólo, sino muchos infiernos subterráneos y etéreos. El primero de ellos es el que los humanos almacenan en sus frágiles y vulnerables mentes.

    Cuando llegó el tiempo, cuando todo había sido consumado, cuando las redes del mal poseyeron a la humanidad, en un instante el corazón de la tierra dejó de latir con fuerza. Sólo débiles redobles, murmullos inconscientes de una tierra agonizante, se escuchaban a la distancia. El mundo había sido arrancado de la luz y atrapado por la oscuridad de los infiernos.

    Profetas del Nuevo Tiempo lo habían anunciado. Habían dicho que así ocurriría, pero se burlaron de sus predicciones y vaticinios. Nadie les creyó, pero ya era tarde, muy tarde. Ahora se libraba la última de las guerras, la de la Subsistencia. Si no se lograba la victoria, el planeta se convertiría en posesión de Satán y sus huestes. Pero habían nobles guerreros y Elegidos de Dios que seguirían luchando hasta el fin. Hasta el último suspiro.

    El tiempo parecía estático.

    Entre batalla y batalla, exiguas victorias y grandes derrotas, fueron pasando los años. El mal, ayudado por las pestes esparcidas por sus sicarios, hizo bien su letal trabajo. Estaban a un paso de lograr la victoria total, pero la resistencia persistía en todos los rincones de la tierra. Grupos de guerrero, todos valientes y decididos ofrendaban sus vidas para salvar a la humanidad.

    Ya no quedaban ejércitos, todos habían sido diezmados. La mayoría se aniquiló entre sí mismos por voluntad del mal. Ahora las armas eran escasas. No podían fabricarse más. Todas las industrias bélicas fueron sepultadas bajo un terreno fangoso por los Guerreros del Mal y su siniestro poder diabólico. La población humana, que antes de la primera guerra había alcanzado los ocho mil millones de habitantes, había sido reducida a trescientos millones de personas. La mayoría todavía incorruptas y puras. Muchas de ellas deambulaban enfermas y confusas sobre la faz de la tierra, pero no habían sido poseídas. Otras se reunieron en pequeños e impenetrables refugios y buscaban sobrevivir segundo a segundo como si fuese el último instante de su vida terrena.

    Sólo los Guerreros de la Luz seguían en sus pertinaces y sangrientas luchas. Se habían ganado muchas batallas, pero el mal seguía enseñoreado en su trono edificado en la tierra y no pensaba abandonarlo hasta que no acabase con el último de los Guerreros de la Luz.

    Bob Croquet, y sus hombres seguían luchando para restaurar el bien sobre la tierra. Como su grupo, había muchísimos más luchando en cada rincón del planeta Todos con el mismo objetivo. Todos temerarios y aguerridos. Todos con el mismo sueño: restaurar la luz en el mundo.

    Aunque superados en tropas, crueldad y artilugios diabólicos, no desmayaban ni daban un paso atrás. No cejaban en su empeño contra el mal. Pese a que eran feroces y despiadados con las huestes del mal, su valor y decisión no era suficiente para derrotarlos. Para lograr lo que hasta ahora habían conseguido y seguir avanzando y ganando terrero, comenzaron a ser auxiliados por Elegidos de Dios, algunos de ellos casi niños, otros muy jóvenes, que habían empezado a nacer por todo el globo terráqueo durante décadas, mucho antes de que el negro y neblinoso manto envolviera y oscureciese la estratosfera del planeta entero. Desde sus polos hasta el ecuador. Todo lo que el ojo humano podía alcanzar y penetrar era oscuro y nublado.

    La intervención de los Elegidos estaba siendo vital y comenzó a inclinar la balanza. Sin su ayuda los Guerreros de la Luz jamás hubiesen podido vencer tantas y seguidas batallas. Habrían sido diezmados en su totalidad y las sombras conquistado la tierra.

    De esas luchas ya habían pasado treinta años y tres meses y el mal seguía posesionado sobre el hogar de la humanidad, la gran roca azul bañada de espléndidos mares y océanos que una vez estuvieron llenos de vida y que todos llamábamos Nuestra Tierra.

    Gracias a las victorias alcanzadas, el sol volvía a aparecer tímidamente en el horizonte cada tres días. Iluminaba sólo durante tres horas, no más. Restablecer la luz, aunque fuese por pocas horas, había sido un logro importante y costado vidas de millones de personas. Se debía seguir adelante. Avanzar. Retroceder no era una opción. Si los Guerreros de la Luz se daban por vencidos, todo se habría consumado y el mal vencido por toda la eternidad.

    Pese a ser inferiores en hombres y armas, escuadrones de valientes esparcidos por el mundo seguían resistiendo.

    Una de esas noches eternas que bien pudo haber sido día o tal vez una tarde soleada en un prado verde en las anteriores condiciones normales de la tierra, Bob Croquet y su grupo seguía la pista dejada por sanguinarios discípulos de Belial en un antiguo barrio de Nueva Orleans.

    Ahora la pandemia más perturbadora y mortal era el miedo. Paralizaba mentes y voluntades haciendo vulnerable al hombre. Los guerreros eran pocos. Sus enemigos muchos. Los demás, sobrevivientes paralizados por el terror, estaban escondidos. Las sombras vagaban libremente por el mundo y eran despiadadas y feroces.

    Callados, escuchando sólo el redoble de sus propios corazones, la pequeña escuadrilla liderada por Croquet se desplazaba en la oscuridad.

    Todos vestían de civil, con ropas ordinarias y en sus cintos enlazados pertrechos de guerra. Los más fuertes y hábiles cuchillos de caza asegurados con delgadas correas en la parte exterior de sus botas. Aunque el sol se había convertido en una quimera, algunos usaban gorras para protegerse de la arena, polvo y detritus que volaban por los aires en días de ventiscas. Otros, grandes pañolones, especies de kufiyyas palestinas, que ataban alrededor de la cabeza y cuello. En las espaldas, de acuerdo a su fuerza y resistencia, llevaban abultados morrales con enseres personales, alimentos secos y provisiones de combate. Hasta el disciplinado Metáfora, llevaba en su lomo un pequeño morral con alimentos.

    La noche parecía salida de una pesadilla de ultratumba. Sombras tenebrosas se movían con vida propia en una penumbra cómplice. La ciudad había muerto de espanto desde hacía mucho tiempo sin siquiera dejar esparcidas sus cenizas. Nada palpitaba. Nada se movía. Nada se escuchaba. Siquiera el canto de un grillo o el estridente maullido de un gato copulando. Nada. Croquet y su grupo avanzaban silenciosos y alertas. Atentos al más imperceptible ruido. Casi no respiraban. Aunque la peste, el mortal Labac-66, el llamado virus de Satán creado en los laboratorios de Los Iluminati, había amainado su asesina virulencia, marchaban con su nariz y boca protegidos por mascarillas con conductos de oxígeno purificado. Su silencio estaba vivo. El de la ciudad petrificaba.

    –¡Shhh!... Hay animales rondando –susurró Nelson Malony, un negro trinitario que tenía tatuada una rústica cruz en el centro de su frente, al notar inquietud en Metáfora, el fiel pastor alemán que los había guiado hacia la edificación abandonada y entrenado para desplazarse en silencio. Sólo ladraba cuando percibía que estaban a punto de caer en una trampa o ser emboscados por las sombras.

    –No son animales. Son labac… –respondió en imperceptible bisbiseo Croquet refiriéndose a los contagiados por el diabólico virus, ahora al servicio del mal–. Aunque una vez fueron humanos son las peores bestias –agregó mientras hacía señas de seguirlos.

    –Hay sombras que se mueven hacia el fondo –alertó con voz queda Helena, una joven griega de poco menos treinta años que se había convertido en una infatigable guerrera. Era diestra con las armas de guerra, pero quien probaba el filo de su katana no viviría para contarlo.

    –Son las mismas bestias… Nuestra búsqueda parece dar frutos… ¡Atentos!… –previno Croquet–. Cubre con más betún tu cruz… –sugirió a Malony porque se había hecho tatuar la simbólica imagen con una tinta tan luminiscente que reflejaba en la penumbra.

    –Van ansiosas… ¿Dónde irán? –se preguntó Raf Anzio, un ex teniente italoamericano que formó parte de la extinta Primera Compañía de Blindados del ejército norteamericano durante la Guerra de los Diez Años.

    –Es lo que debemos averiguar… –respondió inquieto Claudio Soler, un delgado y apuesto escritor español que se había unido a la lucha libertaria tres años antes. Fue quien había entrenado a Metáfora a olfatear y cazar a las criaturas de las sombras. El fiel sabueso no se movía de su lado. Era parte su cuerpo. Lo protegía como si fuese su hermano menor y obedecía todas sus órdenes.

    –Debe ser la reunión… Antes de morir el labac que capturamos en el bosque dijo que uno de sus príncipes había emergido del inframundo para reagruparlos –recordó Reneé Buchanan’s, quien se había unido a Croquet después que el grupo de guerreros al que pertenecía fue aniquilado por los Guerreros de las Sombras en Carolina del Norte.

    –Y si nos equivocamos y vamos hacia una trampa –previno Pablo Hidalgo, un aventajado estudiante de Leyes que cuando devino la oscuridad en el mundo se encontraba en su aula de clases en Universidad Complutense de Madrid.

    –Moriremos… Algún día todo debemos morir… ¡Qué sea por una causa justa! –respondió Croquet a la agorera ocurrencia.

    –A ti todo te parece fácil… A todo le tienes respuestas, pero yo no –protestó Hidalgo.

    –Si tiene miedo al dolor, no combatas… –precisó lapidario Anzio.

    –No entiendo… ¿Por qué lo dices? –indagó el joven extrañado por la respuesta.

    –Serás víctima fácil… El dolor distraerá tus instintos. No te hará pensar con claridad… Morirás a los pies de tu enemigo –explicó lapidario el guerrero italoamericano.

    –Esto no me da miedo… He sentido tanto dolor en mi vida, que ya no recuerdo que se siente con una bala metida dentro del cuerpo– refutó el joven guerrero español–. Me da miedo fallar… La incertidumbre… –puntualizó y sus palabras obedecían a la verdad porque había sido herido en varias ocasiones y nunca se quejó. Le indignaba no tener éxito en la misión. El fracaso no estaba en su alfabeto mental.

    –No fallaremos… Malaquías está con nosotros –aseguró Soler en tono suave refiriéndose a un joven de mirada serena y piadosa. Era un Elegido de Dios que se había unido al comando desde las primeras batallas–. Además, Metáfora no nos dejaría caer en una trampa… Ya habría ladrado. También es nuestro ángel guardián –recalcó mientras con una de sus manos acariciaba suavemente la cabeza del fiel animal.

    Aquella espontánea charla entre susurros y bisbiseos fue rota por amarillentos halos de luz que comenzaron a colarse entre los desvencijados listones de madera de la ruinosa edificación que tenían frente a ellos. Algo inusual debía estar ocurriendo dentro. Los Guerreros de las Sombras abominaban la luz y las pestilentes criaturas que vieron vagar entre las sombras se dirigían hacia ese lugar. Ahora, más que nunca, deberían penetrar el viejo edificio. De otra forma jamás sabrían qué estaba ocurriendo dentro. Si era alguna de sus colmenas deberían destruirla.

    Instintivamente Croquet posó los ojos sobre su reloj pulsera y chequeó la hora. Faltaban diez minutos para las tres de la madrugada. Quitó la vista de las manecillas del

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