Zona 6: La zona, #1
Por Eugenio Muñoz
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Año 2050. La tierra ha sufrido tres catástrofes consecutivas. La Gran Pandemia y la Gran Peste, que han diezmado la población a solo mil quinientos millones. Y el Gran Deshielo causante de la desaparición de todas las ciudades costeras. En este nuevo orden mundial los Nuevos han dividido al mundo en seis zonas.
Las nuevas ciudades, cercadas por vallas perimetrales, albergan a los Acólitos, personas que han permitido que se les coloque un Chip de Nano Grafeno, CNG, en el cerebro, conectado al ordenador cuántico con tecnología 7G, de la Zona Uno.
Los Cazadores, personas que no permitieron la colocación de CNG, están excluidos de las ciudades y viven en estado salvaje.
Doc, un médico cirujano e ingeniero en seguridad informática, junto a sus nuevas amigas, la Brigadier Mayor Alejandra, y la Comodoro Gabriela, iniciarán una aventura, de conocimiento personal, supervivencia y camaradería.
Su objetivo tratar de redimir a los Cazadores.
Su duda existencial: los Nuevos, a través del CNG. ¿Los cuidan o los controlan?
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Zona 6 - Eugenio Muñoz
Contenido
La zona
El traslado
La transición
La escolta
La base
El hacker
Comunicación total
La cascada.
El hospital
La cena
La noticia
El equipo
La misión
El regreso
La zona
CUANDO REACCIONÉ TENÍA gusto a sangre en la boca. Con la visión borrosa traté de recordar en dónde estaba y cómo había llegado ahí. Intenté levantarme, pero noté las piernas atrapadas bajo un peso difícil de mover. Para liberarme, debería hacer un gran esfuerzo. Fue bueno comprobar que no me había roto ningún hueso. De a poco, pasé del adormecimiento de todos mis músculos, a poder recuperar un mínimo de fuerzas.
Comencé a escuchar voces distantes y gritos que provenían del hueco de unas escaleras situadas a mi izquierda. En la pared del frente había un gran ventanal y a mi derecha las puertas de unos ascensores.
Desde el lugar donde estaba atrapado, podía ver solo la parte superior del número de piso, pero no podía distinguir, si era un cuarenta y cinco o un cuarenta y siete. Una especie de mueble que parecía un placar o un ropero me impedía ver bien el número.
Las voces se hicieron más intensas. Por las escaleras, unos cazadores, bajaban a un grupo de mujeres y niños. Entre los cautivos estaban mi esposa y mi único hijo.
Uno de los cazadores sostenía un tubo herrumbrado, con un codo en el extremo. Al verme, atrapado e indefenso, sonrió con satisfacción y me descargó un violento golpe en la cabeza. Solo pude ver un último destello.
Me desperté todo sudado. Tenía estas pesadillas, desde que me habían instalado el implante.
Recordé, vivía en el piso cincuenta de uno de los setecientos edificios, en los cuales fuimos reubicados los sobrevivientes civiles: el Sector M 55. Esto sucedió luego que la Gran Peste hubo terminado con el sesenta por ciento de la población mundial, hace ya veinticinco años.
Antes de esa tragedia aconteció la Gran Pandemia mundial, cinco años antes.
Yo había nacido y crecido durante la cuarentena. A diario veía cómo la gente moría en las calles de las grandes ciudades, todo el sistema de salud colapsado por el agresivo contagio. Primero en las grandes urbes, luego la mortandad se extendió al campo. Ahora, semejante tragedia ha quedado como un recuerdo, formando parte de una página más de la historia reciente.
Los médicos y científicos trataron en vano de encontrar un tratamiento y desarrollar una vacuna.
Con la excusa de controlar la salud de la población, la empresa Silicom Farma, había desarrollado un chip de nano-tecnología, con el material más simple, revolucionario y de múltiples usos, desde la invención de la rueda: el grafeno.
Luego de experimentar en secreto los múltiples usos y aplicaciones, en una cantidad infinita de dispositivos, desarrollaron: desde baterías ultra eficientes, diversos géneros y telas para ropa deportiva, militar y hasta chalecos antibalas.
Por las propiedades, súper conductivas y súper aislantes del grafeno, produjeron circuitos de todo tipo, con mínimo gasto de energía y de notable eficiencia.
El resultado final: habían desarrollado el chip de nano grafeno, CNG.
La población fue obligada a colocarse el CNG. Los neurocirujanos, de la gigantesca corporación multinacional, eran los responsables de implantar en el espacio subaracnoideo del lóbulo frontal, la finísima lámina de CNG.
El ochenta por ciento de la población accedió de forma voluntaria a ser portador del CNG y, ganaba el derecho de ser parte de la nueva sociedad.
El veinte por ciento restantes no permitió que la corporación los controlase y se convirtieron en los cazadores. Gentes que vivían en estado salvaje en las afueras de las ciudades, desparramados por los campos y las montañas. Sin acceso a la posibilidad de conseguir alimento, remedios y el confort de las nuevas ciudades, construidas luego de la Gran Peste.
Las enfermedades, las hambrunas y las guerras civiles, llenaron las ciudades antiguas de cadáveres. Las calles, las casas y los hospitales colapsados de hedor y muerte.
Los empleados públicos no daban abasto para enterrar en fosas comunes, los cinco mil millones de víctimas en todo el mundo. No quedó nadie, sin perder un ser querido, un amigo o un conocido.
Todos los habitantes del planeta por igual, cargábamos con el dolor y el peso de la muerte en nuestras almas.
El mundo había cambiado en apenas treinta y cinco años. Pero, no solo países enteros desaparecieron como sistemas políticos, económicos y sociales. Los cambios climáticos hacían estragos en el planeta.
La temperatura había subido diez grados centígrados. Los polos se derritieron inundando y haciendo desaparecer, todas las grandes ciudades costeras y portuarias, incluyendo Nueva York, Londres, Buenos Aires, Hong Kong, Río de Janeiro y San francisco.
Estados completos fueron sumergidos bajo el agua del deshielo, como Florida, California, por nombrar algunos. Además de países que eran islas desaparecieron emulando a la antiquísima Atlántida.
Así desapareció Cuba, Corea, Nueva Zelanda y miles de islas.
De estos países se perdió todo.
La gigantesca Australia quedó dividida en dos por las aguas del deshielo.
Solo algunos sobrevivientes lograron huir a tiempo. Migraron por millones, hacia lugares elevados en los continentes, escapando a terrenos que no se habían inundado.
Este fue en inicio de la Gran Peste.
Millones de cadáveres flotaban en los océanos del mundo, contaminando el agua y el aire.
Parecía un acto de venganza del planeta. El veredicto de la naturaleza exigió miles de millones de sacrificios humanos. Así de colosal era la condena.
Como antes, los humanos habíamos contaminado con las emanaciones de nuestras casas, industrias y vehículos. Con nuestra basura orgánica y tecnológica. Ahora, todo estaba contaminado por nuestros propios muertos.
El castigo era resultado, de nuestra exclusiva responsabilidad, falta de respeto al resto de los seres vivos y estábamos pagando el precio, por no hacer algo a tiempo.
Los grandes líderes habían caído y sus poderosas naciones con ellos.
Las inmensas fortunas pirateadas a los países débiles, a los que nunca habían dado la oportunidad de crecer y desarrollarse, se perdieron de sus paraísos fiscales, colapsados por la muerte y sumergidos bajo las aguas del mar.
El mismo Estados Unidos, supra poderoso y omnipresente, no supo cómo manejar la catástrofe.
Los sobrevivientes a la Gran Pandemia debieron enfrentarse a la Gran Peste. Luego, en multitudes huían de las ciudades costeras, hacia el centro del país. Entonces, encontraron a sus compatriotas armados hasta los dientes. Pues no querían ser invadidos, ni compartir sus alimentos.
Cualquier desconocido era un potencial enemigo, decidido a tomar por la fuerza, lo que sea para sobrevivir en medio de tanto espanto, dolor y muerte.
La mayor parte de la población sucumbió por el contagio o por las hordas de cazadores, en busca de alimentos, medicamentos y arrasaban todo a su paso. Unos, para sus familias o sus amigos sobrevivientes. Otros, por simple diversión.
Se drogaban para evadirse del dolor y la muerte. Usaban cualquier sustancia saqueadas de las droguerías y las farmacias.
El resultado fue una cruenta guerra civil, no declarada pero real. Civiles peleando con civiles, militares luchando contra militares. Es un horror ver como caen los gigantes.
El poder mundial se concentró en una nueva potencia: Eurasia.
En los últimos setenta años se habían estado preparando, para asumir el control del planeta.
Con bajos sueldos habían seducido a los dueños de las grandes corporaciones, a invertir e instalar sus industrias, en este lugar soñado para cualquier empresario avaro y miserable, atraídos por la mano de obra barata.
No se dieron cuenta, de la paciencia justiciera de estos pueblos con seis mil años de historia, ni sospecharon de la estrategia de sus gobernantes.
De manera dócil cayeron en la trampa. La venganza acumulada en años de humillaciones y acusaciones, algunas fundadas otras no, llegó a su fin. Cuando reaccionaron ya era demasiado tarde. Hasta Silicom Farma y sus patentes pertenecían a la nueva potencia.
El gobierno surgido después de la Gran Peste, se autodenominó: Los Nuevos.
Este nuevo orden mundial organizó el mundo en seis regiones, cada una llamada: La Zona.
La Zona Uno era Eurasia.
La Zona Dos: América del Norte.
La Zona Tres: La Antártida.
La Zona Cuatro: África.
La Zona cinco: Australia.
Y la Zona Seis: América del Sur. América Central había desaparecido por el deshielo.
La Zona Dos, era un territorio de cazadores.
Los Nuevos ordenaron el ataque. Mandaron su avión caza más moderno, con una bomba de pulsos electromagnéticos, cuya detonación dejó a la Zona 2, sin electricidad ni comunicaciones. Sin tecnología y sin la posibilidad, de recuperar la paz y el camino del desarrollo.
La venganza se convirtió en realidad. La justicia de la paciencia se cumplió y la sentencia había sido ejecutada. La Zona 2 estaba condenada a ser una tierra de cazadores.
La guerra civil de la Zona 2 trajo sus muertos por millones. Algunos asesinados, otros por enfermedades o hambre. Pero todos ignorados por los Nuevos.
En menos de treinta años, La Zona 2 retrocedió trecientos años.
Los Nuevos, sin embargo, tenían una clara idea de cómo querían que fuese el mundo. Tras la Gran Peste, las ciudades de todo el mundo habían colapsado. El plan de Los Nuevos era construir nuevas metrópolis, sobre las antiguas ciudades reciclando el cemento, el vidrio, los metales y todos aquellos materiales que sirvieran para edificar sus nuevos centros urbanos.
Nos llamábamos acólitos quienes teníamos implantado el chip de nano grafeno, CNG.
El ministerio de ciencia y tecnología de la Zona 1 había superado con rapidez la Gran Epidemia y creó, en el transcurso de veinticinco años una red satelital global, que ponía a disposición de los acólitos, la incipiente tecnología 7G. Desarrollada por universidades, institutos de investigación y compañías tecnológicas.
Las últimas generaciones de esta tecnología fueron el 5G. Se llamó: el internet de las cosas
. Porque tenía la virtud de manejar entre quinientos y mil megabytes por segundo.
Este estándar no fue aceptado por la Zona 2, por cuestiones políticas y de seguridad nacional. Los empujo a un violento aislamiento y atraso tecnológico. El 5G, por su velocidad de transmisión de datos, poseía la capacidad de conectar los electrodomésticos entre ellos y con los usuarios, de tal forma, en cien metros cuadrados, podían interactuar hasta un millón de dispositivos, a una velocidad nunca vista hasta entonces.
También sirvió para el reconocimiento facial de cada ciudadano, durante la Gran Pandemia. El uso de barbijos primero y el de máscaras antigás después, hizo fracasar estos complejos planes de control.
A este fracaso, todos lo llamábamos con ironía: fallido 1984. En honor a un famoso audiolibro del siglo XX.
Esa época coincide con mi nacimiento. Septiembre del 2020.
El 5G, dependía de antenas colocadas en torres terrestres, construidas para tal fin. Pero ya estaba en marcha el proyecto de conectar toda la red a través de satélites.
Antes de ser reemplazado por el 6G, los automóviles, trenes y camiones eléctricos, estaban comenzando a ser pilotados, controlados y ubicados, con una precisión asombrosa, por el moribundo 5G.
Cuando comenzó el 6G, yo cumplí doce años.
Ya tenía noción, del valor