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Equis
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Libro electrónico290 páginas4 horas

Equis

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La Canden, una nave de transporte con conciencia propia, recoge en el espacio un compartimento a la deriva en cuyo interior viaja un misterioso muchacho llamado Equis. El hosco capitán Ronco no quiere al chico a bordo y pone en marcha el proceso para devolverlo al planeta más cercano.

Pero todo se complica cuando el doctor Ayeín Corde ofrece a Ronco una elevada suma de dinero a cambio de Equis, por el que parece tener un enorme interés. El trato coloca a la Canden en medio de una persecución a tres bandas por recuperar al chico. Por un lado, una farmacéutica dispuesta a todo por hacerse con él; por otro, las autoridades que apoyan y encubren a la empresa, y por último, los terroristas del Movimiento Radical Contra la Genomodificación, que tienen sus propios intereses.

Equis empieza a manifestar verdadero temor a ser devuelto al lugar del cual, al parecer, ha escapado, y solo el cabo Tínyran y la oficial Daila, tripulantes de la Canden, parecen comprender las verdaderas motivaciones del muchacho.

Rocío Cuervo recupera la ciencia ficción comprometida sin perder el trepidante ritmo de las aventuras espaciales.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 feb 2022
ISBN9788412411379
Equis
Autor

Rocío Cuervo

Rocío Cuervo es una joven escritora que ha revolucionado el mundo de la fantasía española. Su precocidad en la escritura se inició a los 14 años, y su labor como autodidacta es reflejada por los personajes más jóvenes de sus novelas: sabios con apariencia de niños que están dispuestos a sufrir por cambiar el mundo, como también muestra el propio espíritu comprometido y activista de la autora.Alberto Santos Editor ha publicado toda su obra: La Marca del Guerrero, preámbulo de las Crónicas Aivanek: Los viajes de Taisham, El linaje perdido y El Imperio Aivanek.Con Equis, la autora se adentra por primera vez en los terrenos de la ciencia ficción.

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    Equis - Rocío Cuervo

    Prólogo

    La pequeña nave, en realidad, no estaba diseñada para el transporte de seres humanos. Por suerte, sí había sido acomodada con un soporte vital para el traslado de mascotas y mercancías vivas. De otro modo, Equis no habría podido sobrevivir al viaje.

    Aunque llamarlo viaje no sería del todo correcto. Un viaje tiene un inicio y un final, se viaja hacia un lugar, un destino. Aquella nave, en cambio, no se dirigía a sitio alguno. Al menos, no deliberadamente. De hecho, no podía decirse que se moviera, puesto que flotaba sin rumbo, vagando a la deriva.

    La nave no tenía controles propios dado que era más bien un compartimento independiente, diseñado para seguir las órdenes de un mozo de descarga a través de un mando. El código de aquel mando era una de las muchas cosas que podían leerse en ambos costados de la nave, con caracteres grandes y angulosos. Su pequeño motor había perdido ya el escaso combustible que lo alimentaba, y solo el generador, dotado de la tecnología patentada de aprovechamiento de la energía espacial, mantenía activadas las bombas de oxígeno, que se encontraban a la mitad. La comida enlatada multiespecie a base de aminoácidos y distintos nutrientes, en cambio, ya se había acabado.

    Equis se encogió sobre sí mismo al sentir los justificados quejidos de su estómago. En aquel mal llamado viaje dentro de aquella mal llamada nave, el niño entendió que el hambre no «picaba», no se «sentía», no «molestaba». El hambre dolía. Dolía mucho.

    1

    Los códigos de conducta en el espacio no son leyes en sí. En realidad, son más bien el producto de la necesidad y congoja que provoca en el ser humano encontrarse en un terreno hostil en el que, en caso de emergencia, la ayuda de los congéneres es vital. En los desiertos, muchas tribus tienen normas estrictas que prohíben dejar a cualquier semejante morir de sed, incluso a tu peor enemigo. No siempre puede considerarse ilegal la negación de auxilio en tales casos, pero es sin duda algo más que una muestra de mala educación para estas sociedades; algo parecido a un pecado mortal en una religión.

    Quizás es por ello que los navegantes se sienten obligados a recoger a un náufrago en el mar y, por supuesto, los tripulantes espaciales no se quedan atrás en el cumplimiento de estos códigos no escritos pero por todos conocidos.

    Así pues, hay que entender que el capitán Ronco, sin ser lo que podría considerarse un hombre de moral estricta, mandase detener la nave con una hosca orden acompañada de un sinfín de vulgares maldiciones. Era obvio que, en realidad, él hubiera preferido dejar a la deriva aquella minúscula lata de inconvenientes, pero ni tan siquiera se atrevió a planteárselo. Llevaba en el espacio casi toda la vida y las enseñanzas de todos los capitanes, del primero al último, bajo cuyo mando había servido, habían calado hondo en su, por otra parte, endurecido corazón.

    La Canden se aproximó al desangelado compartimento como un enorme monstruo en comparación. Tiny, que se ocupaba de los brazos de carga, se colocó en la cabina. La parte inferior del módulo E, más estrecha y pequeña que el resto, rotó hasta ubicarse en la posición idónea, tal y como diligentemente informó la nave.

    —¿Crees que no sé coger una cápsula, Canden? —preguntó Tiny entre dientes.

    —Considero que sus capacidades son cuestionables, cabo Tínyran —respondió la nave con una voz neutral.

    —Que te follen, Canden.

    —Por desgracia, eso no es factible.

    Tiny se calló. La nave siempre tenía respuestas para todo.

    Echó un vistazo alrededor. Aquel cubículo que se suponía que él debía mantener limpio y recogido estaba, por supuesto, revuelto. El poco espacio que había libre se hallaba tapizado de refrescos vacíos, revistas pornográficas y bandejas de comida sucias, entre otras cosas. Murmuró algo por lo bajo para que la Canden no pudiera oírle. Podía ser inteligente, incluso ingeniosa, pero aquella nave no tenía ojos apuntando hacia allí, por lo que desconocía por completo el estado en el que se encontraba ese punto, y Tiny prefería mantenerla en la ignorancia.

    Rebuscando entre aquellos desperdicios dio con el mando universal de recogida de mercancías. Achicó los ojos para ver cuál era el número pintado en aquel cubículo que flotaba frente a él, lo que le recordó que pronto tendría que operarse de la vista si no quería que le suspendieran en el próximo examen físico obligatorio para tripulantes de naves comerciales. Podría haberlo hecho ya, pero prefirió una suscripción de por vida a la televisión permanente.

    Una vez introducido el código, Tiny comenzó a pulsar todos los botones, primero los adecuados y luego al azar. La nave no ejecutó ningún movimiento, a pesar de que la luz roja parpadeante indicaba que el mando se había sincronizado con el compartimento.

    —¿Algún problema, cabo? —preguntó la Canden.

    —El mando no funciona. O el compartimento está sin combustible —respondió Tiny, dando un par de golpes al aparato y luego apretando con más fuerza los botones en un último intento por activarlo.

    —Mmmm… —La nave pareció quedarse un momento pensativa, pues durante unos segundos ningún sonido salió de los altavoces, para luego soltar una obviedad—. ¿Ha marcado el código?

    Tiny envió a la nave al infierno, a la mierda y a un par de sitios más. Sabía que no se comportaba así con todos, sino que le estaba irritando adrede. Y además era perfectamente consciente del motivo. El día en que había embarcado con el capitán Ronco, hacía ya tres meses, había opinado que la inteligencia artificial de las naves había llegado demasiado lejos para los «cacharros» que eran.

    A Ronco no le gustó aquel comentario.

    A la Canden aún menos.

    El capitán solo había permitido embarcar a Tiny porque su currículo era demasiado bueno como para pasarlo por alto, pero había tardado dos meses en empezar a mirarlo sin hostilidad. O al menos, con la menor hostilidad que el capitán Ronco parecía capaz de mostrar hacia cualquier otro ser humano.

    Ahora la nave Canden se empecinaba en hacer de su trabajo algo desagradable con sus continuos cuestionamientos y sus burlas. Era, no obstante, un trasto con el suficiente ingenio como para no decir o hacer nada que pudiera motivar a Tiny a presentar una queja a sus superiores. Así que el cabo no tenía más remedio que aceptar aquella actitud que, esperaba, en algún momento cesaría. Porque, si aquel chisme era capaz de sentir rencor, debía ser capaz también de perdonar y olvidar… ¿O no?

    Cuando logró calmarse, el cabo decidió dejar a un lado el mando y empezar a operar con los brazos mecánicos. Afortunadamente, como el modelo de transporte era antiguo, disponía de los asideros adecuados para tal fin. Los nuevos patrones eran demasiado endebles para su gusto. O él era demasiado brusco con ellos.

    Sea como fuere, Tiny logró agarrar el compartimento a la deriva al primer intento. Esbozó una sonrisa socarrona, aunque sabía que la Canden no podría verla. Quizás era mejor así.

    Los brazos comenzaron a plegarse a más velocidad de la debida, provocando que todo lo que estaba sin amarrar en su interior, incluido el niño, se desplazara violentamente y sin control de un lado a otro.

    Una vez remolcado al sitio conveniente, la puerta de entrada de mercancías succionó el tubo de salida del compartimento, lo aseguró con sus cinco anclajes y procedió a la compresión. Tiny sabía que, como era el nuevo, le tocaba a él ver qué había en aquel cubículo y comprobar que la nave no se había equivocado al identificar vida dentro de él.

    El cabo pensó que tal vez no se tratase de vida humana, y en tal caso era posible que pudiera reclamar una cena fresca. Eso le pintó una sonrisa en la cara. Aunque claro, también era posible que fuese algún alienígena hostil y completamente tóxico. Frenó su mano un momento justo cuando se encontraba sobre el botón de apertura, al que ya le había levantado la tapa.

    Canden, ¿seguro que es una forma de vida humana? —preguntó.

    —Completamente.

    —No es una broma —añadió Tínyran con solemnidad, desconfiando de la nave—. ¿Tienes una seguridad del 100%?

    —El 100% de seguridad es imposible; pero sí, cabo, es un ser humano.

    Tiny dudó aún un poco, pero no tenía más remedio que confiar en la nave. Lamentó el momento en que la fatídica frase ofensiva salió de sus labios el día en que se conocieron.

    Presionó el botón.

    Las escotillas se abrieron con ese sonido entre acuoso y gaseoso que siempre le resultó tan inquietante. Las dos partes de la puerta se desplazaron entonces en opuestas direcciones, introduciéndose dócilmente en sus respectivas rendijas. El maloliente interior dejó claro que el sistema de evacuación de desperdicios no estaba instalado en aquel modelo o bien se encontraba inoperativo.

    El cabo se tapó las fosas nasales con la manga y echó un vistazo asomando la cabeza. No vio a nadie. Quizás el olor procediera de un cuerpo muerto.

    —¿Hay alguien ahí? —preguntó, pero no obtuvo respuesta. Eso le dio mala espina. Sacó su porra eléctrica extensible—. Sal de donde quiera que estés o le pegaremos una patada a esto y volverás a perderte en la nada, desdichado.

    Hubo unos segundos más de silencio hasta que escuchó el sonido de unas latas —o algo similar, un repiqueteo metálico en todo caso— al ser desplazadas. De uno de los armarios salió el cuerpo algo consumido de un chiquillo, no mayor de diez años, que gateó hasta el centro del transporte. No podía ponerse en pie, y su postura encorvada resultaba, por alguna razón, inquietante.

    —Ah… Perdona, chico. Pensé que tal vez eras un preso fugado o algo así. Uno no sabe qué puede encontrarse en mitad del espacio —se excusó Tiny, que había escondido la porra tras de sí.

    Equis lo miró, aún agachado, y se frotó el brazo izquierdo, mostrando inseguridad. El cabo guardó el arma y lo invitó con un gesto a pasar al interior de la nave. El niño sabía que no tenía otra opción si quería sobrevivir, así que se introdujo a través de la escotilla y, de inmediato, se encontró flotando.

    El cabo lo agarró del canesú de la camisa para mantenerlo quieto y controlado. Luego miró extrañado al interior del compartimento. La gravedad artificial era mucho más cara que los sistemas de imantación que llevaba la Canden, y aquel cubículo de transporte era antiguo. Un artículo de lujo. Quizá pudieran venderlo por un buen precio a un coleccionista privado.

    Tiny decidió dejar de elucubrar y cuestionarse cosas, lo cual le resultaba agotador. Cerró la escotilla y tiró del flotante cuerpo del muchacho.

    —Vamos, te daré un traje que te mantenga pegado al suelo.

    2

    Tiny esperaba en el exterior del camarote, apoyado en la pared junto a la puerta. Dado que estaba permitido, fumaba con su cigarrillo electrónico, aunque tenía que expulsar el aire en un filtro que le había entregado el capitán. Se accionaba con la propia fuerza de la espiración y depositaba las partículas en el agua de su interior. Algo de vapor se escapaba siempre, pero la tripulación era permisiva en ese aspecto. Era una suerte, porque en el ejército no le habían dejado fumar durante cinco años.

    Pero había muchas cosas de sus años de servicio que no quería recordar, así que hizo que su mente divagara por otros derroteros.

    La puerta del camarote se abrió entonces, dejando paso al muchacho. Aún caminaba encorvado, como apocado, y el cabo se preguntó cuánto tiempo llevaría en aquel compartimento a la deriva. Pero Tiny había cogido la costumbre de no preguntar demasiado debido al tiempo en que fue soldado, así que no dijo nada al respecto.

    —¿Qué tenemos, cabo Tínyran? —ladró la voz de Ronco a través del comunicador del traje.

    —Un náufrago, capitán. Se ha aseado y vestido, iba a llevarlo a comer antes de…

    —¡Nada de comer! ¡Tráigame a ese gorrón de inmediato! —le interrumpió Ronco con un tono que no dejaba dudas sobre la diligencia con la que debía seguirse aquella orden.

    El cabo miró al muchacho y se encogió de hombros. Le dijo que lo siguiera, acompañando sus palabras con un movimiento desganado de la mano. Se colocaron en la barra central del cuerpo principal de la nave, que se iluminó de forma tenue para indicar que estaba siendo usada en cuanto Tiny puso una mano sobre ella.

    —Cuando estés agarrado pulsa este botón de la solapa, ¿ves? —El cabo presionó el suyo a modo de demostración, y sus pies dejaron de estar pegados al suelo.

    Se agarró a la barra y ascendió por ella hasta el último nivel de la nave, impulsándose con facilidad hacia la zona superior, donde estaba el camarote del capitán, las estancias de los oficiales y la sala de operaciones. Equis se agarró a la barra y se sintió inseguro cuando la acción imantada de su traje dejó de surtir efecto, pero logró seguir al cabo a corta distancia. Una vez allí, su guía lo agarró y lo ayudó a situarse en un buen lugar para volver a activar el sistema de imanes del traje, cuya orientación en el módulo A variaba noventa grados. Estaban en el puente de mando.

    La sala estaba llena de ordenadores con datos, mapas y planos. Unos informaban del estado de la nave, alguno de la salud de los trabajadores y una gran cantidad sobre el espacio que recorrían o recorrerían en breve. Había un gran cristal delantero, traslúcido debido a las variaciones que operaban en él para dosificar la cantidad de luz entrante. Justo allí era donde aguardaba, impaciente, el capitán Ronco. Cuando vio llegar al niño, su irritación se redobló y el tono de su voz fue aún más alto y duro que de costumbre.

    —¡De todas las cosas que uno puede encontrar en el espacio, he ido a dar con la más inútil y problemática de todas! —sentenció iracundo el capitán.

    Aquel era un hombre de altura imponente, brazos fuertes y complexión solo un poco más gruesa de lo normal. Sus hombros, que habían cargado mucho peso a lo largo de su vida, eran anchos y firmes. No se veían en su cuerpo tatuajes ni adornos de ningún tipo; tampoco se apreciaba en él ningún implante cibernético de aquellos que estaban tan de moda entre los capitanes para mejorar sus capacidades y remarcar a la vez su estatus. Lucía un pelo azabache, que ya pintaba sus primeras canas, y una barba corta, descuidada, de pocos días. Sus facciones eran duras y nada agradables.

    Equis se encogió aún más ante el sonido retumbante de su voz. Tiny solo alcanzaba a poner cara de circunstancias mientras, alrededor, el resto de la tripulación se concentraba inmediatamente en su trabajo, tratando de escapar al enojo del furibundo capitán.

    —¿Cómo te llamas, niño? —preguntó Ronco, subrayando el menosprecio en aquel apelativo como si fuera un insulto.

    —Equis —respondió el muchacho.

    —¿Como la letra? —preguntó Daila, sorprendida.

    Daila era la encargada del radar, un trabajo delicado que no admitía errores. Era la única que parecía inmune al temor que su superior provocaba en todos los demás. Esto era debido a que ella era la mejor en su campo y sabía que Ronco jamás la despediría. Apreciaba demasiado su nave como para dejarla en manos de alguien menos capaz debido a un asunto menor.

    Sin embargo, que ella no fuera objeto de la ira del capitán no significaba que sus palabras no molestaran al superior. Así que Ronco habló con incluso más rabia entonces.

    —¿A qué clase de infradotado mentalmente se le ocurrió adjudicarte un nombre tan espantoso y estúpido? —preguntó, aunque no esperaba respuesta.

    Y fue una suerte, porque Equis no quería dársela.

    —Parece que vaya a caer redondo en cualquier momento, capitán. Si no le deja comer y descansar, en breve tendrá que echarlo por el culo de la nave en un ataúd. Y eso es mucho papeleo —intervino Daila de nuevo.

    El capitán le lanzó una mirada que a cualquier otro le hubiera hecho temer no ya por su inmediato futuro profesional, sino por su propia vida. Luego le dijo a Tiny que se llevara al mocoso a comer algo y le diera una cama en las habitaciones de los tripulantes rasos.

    La Canden no era una nave en absoluto común; lo cual era lógico dado que su propietario tampoco lo era. La programación a la que había sido sometida en origen era básica, pero Ronco había ido añadiendo módulo tras módulo hasta convertirla en un miembro más del equipo. De hecho, su contacto continuo con la Canden era lo más parecido que tenía a una relación estrecha con otro ser humano. Con la inusitada salvedad de que la nave, como es obvio, no era un ser humano.

    Tampoco es que eso le importase mucho al capitán. Los humanos lo habían traicionado y mentido, lo habían utilizado y abandonado, pero su Canden jamás haría esas cosas. Era su nave, y estaban unidos por algo más que el vínculo de propiedad.

    Había que ser muy hábil a la hora de combinar los módulos de ampliación que se le habían añadido a la programación. Algunos eran muy simples, como el reconocimiento de frases hechas, expresiones y refranes; otros, como el del humor y el del sarcasmo, eran mucho más complejos. Las posibilidades de que las nuevas órdenes resultaran contradictorias con el código original, lo que podría abocar a un colapso o a un bucle infinito, eran muy altas, pero Ronco era un gran capitán, conocedor línea a línea de la mente de su nave, como los antiguos capitanes de barco sabían de memoria hasta la última grieta de las tablas de su navío.

    Así que Ronco había construido, por así decirlo, la inteligencia artificial de su nave, tomando los materiales que existían y combinándolos a la perfección para crear algo tan único que, en verdad, era un ser en sí mismo, con su propio carácter. Había llegado aquel ente artificial a tal grado de consciencia, que sabía que Ronco era su creador y, por ello, le respetaba y le tenía en la más alta estima.

    Por supuesto, esto complacía y enorgullecía al capitán que, como casi todos los que ejercen el poder, se consideraba merecedor de toda clase de admiraciones.

    Cuando Ronco acudió aquella noche a su camarote a descansar, la nave, tal y como era su costumbre, conversó con él sobre los acontecimientos de la jornada. Había una distensión implícita en estas charlas que no se daba cuando el capitán estaba en presencia de terceros que pudieran prestar oídos. Era un momento de relajación para Ronco y, en lo que concierne a la Canden, ayudaba a la nave a entender mejor a su creador.

    —¿Has vuelto a incordiar a Tínyran? —preguntó él, echándose en la cama y ojeando un libro antiguo, de los que tenían láminas de papel impregnadas de tinta.

    —Siempre que tengo ocasión. Es divertido verle saltar —respondió la Canden. El tono de su voz era más ligero, y la cadencia de las palabras resultaba más agradable al oído que cuando hablaba a, o en presencia de otros.

    —¿Cómo crees que se siente? —cuestionó Ronco, sin prestar mucha atención a lo que decía.

    —Frustrado. No puede hacer nada contra mí, ni huir, porque está en mi interior en medio del abismo espacial.

    —Tiene algunas malas costumbres, pero es un buen tripulante. Deberías dejarle en paz.

    —¿Es una orden, capitán? —preguntó la nave. Había cierto soniquete en sus palabras.

    Ronco sonrió sin levantar la vista del papel.

    —No. No lo es —contestó.

    —He mandado a los rasos que se ocupen de limpiar la cabina capturada. Revisando su estructura y configuración creo que podríamos venderla a un precio interesante en casi cualquier planeta comercial.

    Ronco alzó por fin los ojos para mirar el panel en el que el sistema de varillas configuraba un rostro tridimensional, muy rudimentario, que sobresalía de la pared. Al capitán le gustaba pensar que, de alguna forma, su nave tenía una faz tangible. La Canden había mostrado verdadera euforia cuando había instalado aquel capricho.

    —¿Puedes decirme algo de ese crío?

    —Poco —respondió la nave con sinceridad—. Es un muchacho muy sano, aparte de su estado actual de inanición. En cuanto entremos a algún sistema habitado accederé a la base de datos de desaparecidos en el cuadrante para buscar posibles coincidencias.

    —Infórmame cuando lo hayas hecho —indicó Ronco, devolviendo su atención al libro.

    La Canden dejó pasar un par de horas. Su paciencia podía llegar a ser infinita cuando se trataba de hablar con su creador. En el momento en que este dejó a un lado el libro, reinició la conversación como si no hubiera habido lapsus alguno.

    —¿Por qué ha sido tan brusco con él? —cuestionó con evidente curiosidad.

    —¿Con quién? —preguntó Ronco desubicado.

    —Con el niño.

    —Hay cosas que no cambian. Será una carga extra e indeseada. Y además inútil.

    —Pero gritarle no evitará eso —razonó la nave.

    —Tampoco lo empeorará —gruñó el capitán, frunciendo el ceño.

    La Canden captó el tono irritado de su voz y los cambios en su expresión facial. Se preguntó si tal vez había ido demasiado lejos y decidió concluir la conversación en aras de mantener la impecable relación que siempre había tenido con su creador.

    —Disculpe, capitán, tiene razón. Buenas noches. ¿Desea que conecte el masaje extra del colchón?

    Ronco se estiró cuan largo

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