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Filosofía para la Era Digital
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Libro electrónico295 páginas7 horas

Filosofía para la Era Digital

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Vivimos una verdadera revolución en la historia de la humanidad. El mundo digital está cambiando nuestras vidas de tal manera que vemos alterada nuestra propia identidad personal, nuestra forma de relacionarnos, de comprender el mundo que nos rodea y de enfrentarnos con la propia finitud de nuestra existencia.

La verdad, el conocimiento, la educación, la salud, la economía o la organización social y política sufrirán en los próximos decenios una drástica y vertiginosa transformación. Veremos adaptarse nuestros cuerpos por dentro y por fuera (modificaciones genéticas, Inteligencia Artificial y apariencias cíborgs), nos constituiremos como individuos a través de relaciones humanas virtuales, pasaremos a ser transhumanos (más allá del superhombre de Nietzsche y aquel mundo feliz de Huxley), tendremos un acceso ilimitado al conocimiento (internet se instalará en nuestros cerebros), colgaremos aún más nuestros recuerdos e ideas en «la nube», desaparecerán para siempre los códigos en que entendemos el empleo y el modo de subsistir… y quizá no estemos completamente preparados para asumir todos estos procesos.

Manuel Calvo nos invita a reflexionar, desde la filosofía, en la idea de encontrar los mecanismos que nos ayuden a orientarnos en esta vorágine de cambios tumultuosos. Encontraremos en esta obra una especie de mapa que nos permita saber dónde estamos, de dónde venimos y a dónde vamos, para emplear esta enorme energía dinámica y transformadora a nuestro favor.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento3 may 2018
ISBN9788417418410
Filosofía para la Era Digital

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    Filosofía para la Era Digital - Manuel Calvo Jiménez

    PREFACIO

    Es evidente para cualquier lector que estamos entrando de lleno en una nueva Era en la historia de la humanidad. En muy pocos años hemos pasado de llevar unas vidas enteramente analógicas a que nuestras principales tareas cotidianas dependan ahora mismo de sistemas íntegramente digitales. Lo analógico ha quedado obsoleto. Nuestros móviles, ordenadores, libros, coches, tarjetas de crédito, cámaras de fotos o vídeo, lavadoras, impresoras, microondas… todo es digital. Incluso la guerra empieza a tener un creciente y preocupante aspecto digital. Es más peligroso un ciberataque que la caída de un misil. Sus efectos son tan devastadores que un país entero puede perder sus cuentas bancarias, los datos de los enfermos de un hospital junto con sus historiales clínicos y sus tratamientos… Lo digital lo inunda y lo domina todo cada vez más y con más poder (constructivo y destructivo a un tiempo). Estamos ya, casi plenamente, en la Era Digital.

    Pero resulta que el grueso de la reflexión filosófica hasta el momento, puesto que no podía ser de otra forma, ha ido dirigido al análisis y solución de problemas analógicos. Sin embargo, ahora los problemas éticos se disparan y no hay solución para ellos: la clonación, la maternidad subrogada, la manipulación genética de los embriones, la eutanasia, los trasplantes de órganos producidos en laboratorios, etc. En el ámbito de la antropología filosófica surge el problema de nuestra identidad, formada ahora más en redes sociales digitales que en grupos de amigos del barrio o en la intimidad del hogar con los padres y hermanos. La política se complica con el desempleo que producen las nuevas tecnologías y las dificultades de un asamblearismo digital promovido por Twitter y demás redes sociales… La religiosidad se diluye en miles de sectas que proliferan por la red. La ciencia se confunde con páginas web que informan de supuestas verdades científicas, sin que haya forma de discriminar las fiables y avaladas por la comunidad científica de las elaboradas por farsantes y timadores (o simples ignorantes). Etc.

    En definitiva, consideramos que se hace necesario un replanteamiento de algunos temas desde la perspectiva de la reflexión filosófica sin, claro está, pretender resolver todos los interrogantes que la nueva Era nos comienza a plantear con urgencia. Nuestra intención ha sido centrarnos sólo en algunos de tales problemas con la pretensión de que este escrito sea como un primer escalón que dé pie a reflexiones posteriores.

    Nuestro principal propósito será esbozar una serie de «principios» que nos permitan comenzar a plantearnos los problemas filosóficos de siempre, con el matiz y la nueva perspectiva que el mundo digital está introduciendo en nuestras vidas cotidianas. El concepto «principio» suele tener dos acepciones principales: una, base indiscutible o fundamento sólido de un razonamiento y, otra, comienzo u origen de algo. Es cierto que, sobre todo en el ámbito filosófico, este concepto suele asumir la primera de las acepciones, esto es, la connotación de base o fundamento sólido e inamovible sobre el que construir y en el que apoyar un razonamiento posterior. Y suele suceder también que, aunque dicho razonamiento posterior pueda ser revisado y criticado en alguno de sus elementos, los principios suelen ser aceptados sin contestación. No es este el sentido en el que nosotros usamos el término en el presente ensayo. Por supuesto, no pretendemos que dichos «principios» sean tomados como fundamentos dogmáticos e inamovibles del pensamiento.

    Más bien usamos esa segunda acepción que recogíamos anteriormente. Les denominamos «principios» en el sentido de «puntos de partida» desde los que nosotros hemos intentado analizar esta nueva realidad filosóficamente. Y los proponemos al lector como tales, esto es, casi como pretextos que le muevan a reflexionar sobre nuestro mundo de una manera nueva.

    Ha sido nuestra intención comenzar esta reflexión filosófica sobre el mundo digital centrándonos más en el análisis de cómo afecta la nueva Era Digital al propio autoconcepto del ser humano, a sus relaciones personales, a la deriva de nuestros Estados y al futuro de la humanidad como transhumanidad o superhumanidad.

    De modo que en esta obra proponemos los siguientes principios o puntos de partida para la reflexión filosófica en la Era Digital:

    1.  Todo cambia… pero algo permanece.

    2.  El exterior como interior. La necesidad de salvaguardar parte de nuestro ser interior fuera de la red.

    3.  Todo está en la red, pero «NO TODO VALE»: ¿Democratización o laberinto del conocimiento?

    4.  Seremos transhumanos-superhumanos o no seremos nada (que merezca la pena ser).

    5.  Un nuevo cálculo es posible: el comunismo «syntópico» o el liberalismo comunitarista.

    6.  El surgimiento del Dios Uno y Múltiple.

    INTRODUCCIÓN

    «Todo cambia, nada permanece»

    (Heráclito de Éfeso)

    Desde los orígenes de la Filosofía sabemos que las cosas están en constante cambio. Por ello, los primeros filósofos griegos centraron sus mayores esfuerzos en encontrar algo permanente bajo el cambio, un no sé qué que fuese constante y que sustentase con su ser la superficie caótica de la realidad. Bajo la apariencia de una persona, alta, gruesa, morena y de piel tersa, que con el tiempo va cambiando, adelgazando, encogiéndose o arrugándose, tendemos a pensar que hay un «alguien» que sigue estando ahí. Esa persona, la misma persona, es la que adelgaza, engorda o se arruga. Hay un ser que, bajo las aparentes modificaciones (no «aparentes» por irreales, sino porque aparecen, porque son percibidas por nuestros sentidos), sigue ahí, siendo uno y el mismo: un «yo» fijo, inmóvil, que permanece bajo el cambio. Pues bien, del mismo modo que en las personas atribuimos un ser verdadero bajo las apariencias, ¿por qué no habría de suceder lo mismo en el resto de cosas del mundo? Todo —dirían los griegos— tiene bajo sus cambiantes apariencias (también denominadas «accidentes») una sustancia o ser propio que no cambia, una especie de «yo» inanimado que, a su vez, pertenece a un grupo de seres de la misma especie o naturaleza, pues comparten la esencia. Pongamos un ejemplo muy común: mi mesita de noche. Si la lijo y la pinto de otro color, o bien le corto un poco las patas para hacerla más bajita, o le añado un cajón para guardar los pañuelos y las gafas al acostarme… su apariencia habrá cambiado, pero ella seguirá siendo ella, quiero decir, «mi» mesita de noche y no otra. Su sustancia permanece bajo los cambios. Además, posee una esencia que tampoco se ha modificado tras las variaciones sufridas en su exterior: es una «mesa», pues pertenece al grupo de las mesas (ya sean mesas de salón, de noche, de estudio, etc.).

    Los griegos buscaban más hondo aún en la Naturaleza (PHÝSIS), de ahí que los primeros filósofos fuesen denominados «físicos». Aparte de la sustancia permanente bajo los objetos físicos debe haber algo más profundo aún, más general y más inmutable, bajo toda la realidad. Pues las sustancias de los objetos pueden, al cabo, cambiar. Pongamos que le prendemos fuego a mi mesita de noche. Ya no pertenece a la esencia «mesa» ni, por tanto, puede ser «mi» mesita de noche. Ha perdido su sustancia y su esencia. Sin embargo, seguiría siendo un «algo», cenizas, brasas, carbón, humo… ¿No habrá nada que permanezca intacto bajo los cambios, sean estos todo lo drásticos que sean?, se preguntaban los físicos presocráticos. Para Heráclito no. Como reza la cita inicial de este apartado, «todo cambia, nada permanece». Pero muchos otros colegas de profesión siguieron indagando para ver si podían encontrar algún principio inmutable, algún fundamento inamovible de lo real al que denominaban «arjé» (arché). Unos pensaban que ese arjé era el agua (Tales de Mileto), que todo, tras cualquier cambio que pudiese sufrir, seguía siendo internamente lo mismo, esto es, agua. Que del agua procedía todo (pues el agua puede, evaporándose, ser aire y, congelándose, convertirse en piedra…) y que todo estaba, en lo más interno de su ser, hecho de agua. Otros (Anaxímenes), que el arjé era el aire.

    Y no era fácil encontrar ese escurridizo arjé pese a que en aquellos tiempos las cosas, mal que bien, duraban bastante, cambiaban poco. Los cambios de la naturaleza son lentos, cíclicos, constantes… Aunque las cosas cambiaran, aunque el invierno diese paso a la primavera, todo volvía a ser como antes cuando, siempre a su tiempo y con una puntualidad asombrosa, volviese el invierno y, con él, las primeras nieves. Los jóvenes envejecían, pero procreaban y las aguas volvían a su cauce. Era fácil prever cómo sería la vida de cualquier persona pues en poco o nada diferiría de la de sus abuelos o tatarabuelos. Sin embargo, filósofos (o científicos, que eran entonces la misma cosa) de todos los tiempos siguieron afanados por encontrar leyes, principios, fórmulas que recogieran definitivamente la razón, la lógica de los cambios que se producen en la naturaleza. Principios lógicos, principios físicos, principios matemáticos, principios éticos… La sabiduría consiste en ser capaces de recoger la pluralidad de razonamientos en principios únicos e invariables de la lógica; en aunar todos los cambios y movimientos de la física en una ley que comprenda y dé razón de ellos de forma permanente e inamovible; en conocer las leyes universales de la proporción y medida matemáticas; en dirigir con principios universales la pluralidad casi infinita de comportamientos humanos… Saber es encontrar la unidad bajo la pluralidad, lo invariable y eterno bajo la realidad cambiante y caduca. Y esta tarea hoy es más difícil que nunca, pues todo cambia mucho más, y más rápido, que lo haya hecho antes.

    Si ya era difícil atrapar en nuestros conceptos aquellos fenómenos cuyas modificaciones, aunque cambiantes, eran constantes en la naturaleza, cuánto más complicado será ahora para nosotros (filósofos y/o científicos) atrapar en alguna teoría una realidad, la propia de la Era Digital, que cambia rápidamente ofreciéndonos fenómenos nuevos cada seis meses o menos. El mundo en el que yo nací ya no existe y yo soy una persona en la mitad de su vida (o eso quiero pensar). Pero es que el mundo en el que nacieron los jóvenes de hoy día, los veinteañeros que estudian en las universidades, tampoco existe ya. Ahora es la llamada Generación Z, la nacida posteriormente al año 2000 la que podría decirse que ha vivido desde siempre en un mundo, el actual, que a poco que nos descuidemos se queda obsoleto. Está muy de moda la denominada «obsolescencia programada» de aquellos productos hechos a posta para que duren poco y para que nos veamos forzados a reemplazarlos por otros nuevos. Todo es, desde su nacimiento, caduco y obsoleto o, al menos, obsolescente. Y no es sólo que las cosas que nos rodean se tornen anticuadas porque otras nuevas las desplacen, sino que desde su mismo nacimiento están pensadas para perecer, para estropearse y desaparecer en un mundo decidida y voluntariamente caduco. A nuestro alrededor nada dura, todo es efímero y no por la natural sucesión de momentos o por la finitud de la materia de la que estamos hechos, sino porque la propia voluntad humana (la voluntad del fabricante fundamentalmente) así lo ha decidido, así lo ha diseñado y previsto. Todo debe deteriorarse rápidamente. Y, por si las previsiones fallan y algo dura un poco más de lo que debería, surgen objetos nuevos, «mejores» (mejor diseñados, o simplemente diseñados de otra forma) o con mejores prestaciones (también destinadas a desaparecer en breve) que nos impulsan a desechar nuestro recientemente «viejo» objeto por uno nuevo.

    ¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué desechamos lo que todavía nos resulta útil y práctico? Porque lo «necesitamos»; necesitamos la novedad, el último modelo. El sistema de producción en el que vivimos nos alienta a desear siempre lo nuevo, lo último y, precisamente por desearlo, poseerlo se convierte en una necesidad. Y este es el mundo en el que nos ha tocado vivir… por ahora (pues, de seguro, en breve, habrá cambiado todo).

    Junto al devenir constante de la naturaleza, junto al transcurrir de los días, las estaciones, los años, las edades de cada uno de nosotros, los sinsabores y alegrías de la vida… tenemos la vertiginosa carrera de la tecnología buscando ese instante de presencia brevísima que le permita existir. Y es aquí, en este cambio permanente de nuestras vidas, en este cambio de nuestras relaciones personales, sociales, laborales, sexuales… donde no tenemos más remedio que orientar nuestras vidas, organizarlas y darles sentido. Es aquí donde debemos filosofar puesto que la filosofía sigue siendo necesaria incluso en esta realidad de litio y coltán, de acero y plástico, de obsolescencia programada y cambios veloces.

    Decía Ortega y Gasset¹ que la filosofía no era necesaria, al menos no primariamente, si por necesaria (aclaraba) se entiende ser «útil» para algo, para otra cosa. Y es que la Filosofía no es como una herramienta, un destornillador que es necesario para atornillar una cosa a otra, por ejemplo. Lo necesario como utilidad siempre busca conseguir una meta exterior a sí mismo, hacer algo que está más allá de sí (ya sea un simple atornillar tornillos o un importantísimo curar enfermos). Un médico es necesariamente útil pues él «sirve» para curar, esto es, sus conocimientos propios son útiles para otros, para problemas externos al propio médico. Sin embargo, aclaraba Ortega, la filosofía es necesaria en otro sentido muy diferente. La filosofía o, mejor, el filosofar es necesario para hacernos ser plenamente lo que ya somos, esto es, humanos. El hecho de filosofar principalmente ayuda y «sirve» al propio que filosofa, al que piensa y se hace preguntas. Y es que el ser humano, en cuanto humano, necesita filosofar, no puede evitar filosofar. Todos nos hacemos desde niños preguntas filosóficas (por qué esto, por qué lo otro…) hasta desesperar a nuestros padres y profesores. Y lo hacemos, no para conseguir este o aquel fin práctico, sino porque lo necesitamos, nos urge conocer los porqués y paraqués de la vida, del mundo, de nuestra existencia. El ser humano se orienta en el mundo, no sólo con sus impulsos e instintos animales (que, por supuesto, poseemos), sino también con su pensamiento. Y, en cuanto seres filosóficos por naturaleza que somos, necesitamos ejercer nuestra propia esencia filosofando.

    Pues bien, si esto siempre ha sido así, si siempre hemos necesitado orientarnos en este mundo plural y cambiante mediante el pensamiento y, por tanto, mediante el filosofar, ¿cuánto más necesario no será hoy día seguir ejercitando esta capacidad exclusivamente humana que es la filosofía? De hecho, cuanto más cambio, cuanto más devenir y menos estabilidad en la realidad que nos rodea, más necesario se hace para el ser humano filosofar.

    Hay un dicho que afirma que todo aquello que se pueda hacer (que la tecnología nos permita hacer) se va a hacer, esto es, si algo es posible, entonces se va a realizar de un modo u otro, nos guste o no. Por ejemplo, si la clonación humana es posible, entonces alguien en algún lugar del mundo, antes o después, va a clonar a un ser humano. Si es posible desarrollar un ser artificial, con Inteligencia Artificial que compita con el ser biológico que somos ahora, entonces alguien en algún momento lo va a realizar. Todo lo que sea posible será realizado de algún modo. Y es en esta última expresión, el «modo» como se vaya a realizar aquello que sea posible, donde está el quid de la cuestión y donde nosotros tenemos que, en tanto que filósofos, aportar nuestro granito de arena. Al igual que en el caso del carro alado platónico² que, tirado por caballos briosos de impulsos y deseos naturales, debía ser guiado por un auriga racional y sabio, del mismo modo las poderosas potencialidades del mundo tecnológico deberían seguir la senda que una reflexión filosófica racional y ética le marque. El ser humano no debería, por lo menos, renunciar a reflexionar sobre la dirección en la que desea que marche su futuro e intentar, al menos, que sus designios se cumplan. Y, de nuevo, la necesidad de filosofar, que no es otra cosa que la necesidad de reflexionar racionalmente sobre nuestro presente y, sobre todo, sobre nuestro futuro.

    Pues bien, a mostrar esta necesidad, así como a ejercer nosotros mismos esa función de filosofar encontrando así un posible sentido a nuestras vidas en el mundo actual, a lo que dedicaremos los siguientes capítulos. ¿Existirá algo permanente bajo la vorágine digital?

    1 Ortega y Gasset, ¿Qué es filosofía?, Lección V «La necesidad de la filosofía», Volumen VII, Obras completas, Alianza Editorial-Revista de Occidente, Madrid 1983.

    2 Cfr. Platón, El mito del carro alado (o Mito del Auriga) en el diálogo platónico titulado Fedro.

    1. DE LA OBSERVACIÓN AL ASOMBRO. TOMANDO DISTANCIA

    El presente (¿Dónde estamos?)

    El presente no existe, nunca ha existido como tal. El presente no es más que un efímero instante imperceptible entre el futuro y el pasado. Nuestra propia percepción ya lo es del pasado. Nunca nadie ha podido percibir el presente, sino que lo que llega a nuestros sentidos es ya información de acontecimientos del pasado. Si nos fijamos bien, cuando percibimos un sonido, este no está siendo emitido exactamente en el momento en el que lo oímos, sino que fue emitido unos momentos antes, unas décimas de segundo, quizá, o incluso más tiempo (recordemos lo que se tarda en oír la explosión de un cohete de feria o el ruido del trueno tras el relámpago). Lo que suena es percibido por nuestro oído un cierto tiempo después de haberse producido dicho sonido, esto es, lo percibimos en el futuro. En el caso de la vista ocurre algo parecido. La luz viaja más rápido que el sonido, pero tarda un cierto tiempo en llegar desde el objeto visible hasta nuestros ojos. Si usted está delante de mí, lo veo casi instantáneamente, pero casi, no completamente. Lo que veo de usted es su imagen tal como era hace unas milésimas o millonésimas de segundo, pero no como es «ahora», en el fugaz y preciso instante en el que mi cerebro procesa su imagen. Si esto le parece un poco exagerado (y, probablemente, lo sea) piense en la luz que llega desde las galaxias a cientos o miles de millones de años luz de distancia de la Tierra. Esa luz fue emitida hace cientos o miles de millones de años, por lo que estamos viendo literal y simplemente el estado de aquellas galaxias hace mucho tiempo, tal como eran en un pasado remoto. Jamás podremos saber cómo es el universo en el instante presente, ¡tendremos que esperar cientos, miles de millones de años para saber cómo es nuestro presente! De modo que, estrictamente hablando, el presente sólo puede ser conocido en el futuro, cuando ya sea pasado.

    Sin embargo, siendo menos estrictos, a escala macroscópica, a escala humana natural, el presente es más que un instante. Podemos hablar de nuestro «presente siglo», o la «presente ley de educación», o las personas que están aquí, «presentes» ante mí durante mis clases o leyendo mi libro en el «presente». El aquí y ahora que utilizamos cotidianamente sí existe, pues tiene una duración flexible e indeterminada y eso es lo que hace que podamos relacionarnos unos con otros en el presente, o que podamos estudiar un acontecimiento presente, un hecho histórico presente o una enfermedad actual que nos azota en el presente. Siempre ha sido posible hablar de la filosofía de nuestra época, de la política de nuestro tiempo, del estado actual de la ciencia o la sociedad en el presente, pues los acontecimientos, la marcha del desarrollo científico, la emisión de la información novedosa (la publicación de nuevos ensayos, obras literarias o músicas varias, por ejemplo) sucedía con la suficiente lentitud como para que la percibiésemos como filosofía actual, sociedad actual, ciencia actual, música actual…

    Visto desde una perspectiva también «actual», la vida desde nuestra infancia hacia atrás sucedía como a cámara lenta, como si todo estuviese ralentizado por algún hechizo que impidiese al mundo avanzar a mayor velocidad. Pensemos en nuestros abuelos (el mío nació en 1900 en una aldea de campesinos y pastores). Su vida transcurría de forma no muy diferente a como trascurría la vida en una aldea romana de provincias. Burros, mulas, carros, cuchillos, casas de barro y tejas, fuentes… Mi abuela bajaba con la ropa en la cabeza a la fuente a lavar, mi abuelo hacía carbón apilando leña en los montes, las casas no tenían luz eléctrica y de noche, una absoluta oscuridad permitía ver el cielo plagado de estrellas, tantas como podría haber divisado en Samos el gran Aristarco. El mundo de mi abuelo era prácticamente idéntico al de Ulises y los Argonautas. Los mismos misterios, las mismas penurias… Parecería que el mundo no hubiese evolucionado en los últimos dos mil años, que todo hubiese quedado cuasi congelado, ralentizado…

    Desde el arado romano, apenas había evolucionado la agricultura, desde sus acueductos, poco más habíamos visto en ingeniería (hasta la máquina de vapor, claro), desde sus leyes… ¡Ay, las leyes romanas! ¡Aún perduran las leyes romanas pues poco hemos podido hacer para superarlas! Y sin embargo ahora… (un ahora de un siglo, claro).

    Cuando miramos nuestro presente nos invade el asombro. Y el asombro es la base del pensamiento, la madre del filosofar. Los que andamos por la mediana edad (y, cuanto mayores somos, más) vamos por el mundo boquiabiertos, los ojos como platos, no dando crédito cada día que pasa al mundo que se despliega a nuestro alrededor. No hemos terminado de asimilar una novedad cuando viene otra a sustituirla y a dejarnos, una vez más, asombrados y perdidos aprendiendo siempre nuevos manejos, nuevas aplicaciones, nuevos aparatos que desbancan a los anteriores. Pareciese que alguien hubiese deshecho el embrujo y que, más que haberle dado al «play» de la película que estaba congelada, le hubiese dado hacia adelante rebobinando con velocidad vertiginosa. Las cosas no andan, no corren, sino que vuelan hacia adelante haciendo nuestro presente

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