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Setenta días en Rusia. Lo que yo vi
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Libro electrónico266 páginas3 horas

Setenta días en Rusia. Lo que yo vi

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El sindicalista que acusó a Lenin de la falta de libertad de su puedo, de su autoritarismo, del hambre en las calles rusas, del concepto de Revolución y su contraposición a la dictadura del proletariado.

Aunque hoy sea una figura injustamente olvidada, Ángel Pestaña (San Tomás de las Ollas, 1886-Barcelona, 1937) fue secretario general de la CNT en repetidas ocasiones, fundador del Partido Sindicalista y Diputado en Cortes Generales por la provincia de Cádiz. Setenta días en Rusia. Lo que yo vi, es un texto publicado originalmente en 1924, en el que se narra el viaje emprendido a Moscú, en 1920, para presentar la adhesión de la CNT a la Internacional Comunista, donde conocería a Lenin, Trotsky o Grigory Zinoviev. Pestaña, no obstante, encarnaba esa raza de desengañados del bolchevismo como el húngaro Arthur Koestler, de igual modo que manifestaba una repulsa a la tiranía leninista que se empareja con la de Rosa Luxemburgo, quien también quiso hermanar humanidad y revolución.

Pese a todo, Pestaña –relojero de profesión–, produjo una honda impresión en los dirigentes bolcheviques, sobre todo en Lenin, que vieron en él a un obrero inteligente y austero, dotado de un profundo don de observación y de un indomable espíritu crítico.

Este libro muestra la incisiva inteligencia de un hombre hecho a sí mismo que reflexiona sobre lo vivido en el corazón de la Revolución rusa; el análisis del español que se entrevistó con Einstein, Kropotkin, Víctor Serge e incluso con José Antonio Primo de Rivera, y que dedicó su vida -y le costó su muerte- a un inquebrantable sentimiento sindicalista y anarquista.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento3 may 2018
ISBN9788417418397
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    Setenta días en Rusia. Lo que yo vi - Ángel Pestaña

    ÁNGEL PESTAÑA. UN CLÁSICO DE LAS LUCHAS OBRERAS CATALANAS

    Ángel Pestaña es sin duda un clásico en las luchas sociales de la Cataluña contemporánea. Como muchos otros dirigentes obreros, nació fuera de Cataluña (Santo Tomás de las Ollas, Ponferrada, 1886-Barcelona, 1937) y, niño todavía, siguió a sus padres por diferentes localidades en busca del trabajo necesario para mantener a la familia. Luego tuvo que hacerlo él en solitario. Anduvo por el norte de España, pasó a Francia, después fue a parar al norte de África, y finalmente a Barcelona que era, sin duda, la capital del pulso social del Estado español. Como obrero errante, también pasó por diferentes oficios antes de centrarse en el de relojero que fue con el que definitivamente acabaría ganándose la vida. Sus primeros contactos con las reivindicaciones sociales del obrerismo también fueron tempranos; pronto pasó por la cárcel. Participó en mítines y conferencias obreras habiendo sido precoces así mismo sus primeras colaboraciones con la prensa militante del anarcosindicalismo español. «Lletraferit» u obstinado aficionado a la lectura y la pluma, Pestaña escribió incontables artículos periodísticos y varios textos, algunos autobiográficos, que constituyen la mejor aproximación a su vida y redondean asimismo el característico perfil biográfico de los militantes obreros del período anterior a la guerra civil española.

    Incorporarse a las luchas sociales de Barcelona en las primeras décadas del siglo xx significa participar sin duda en las actividades de los Sindicatos Únicos de la Confederación Nacional del Trabajo que eran hegemónicos entre los obreros catalanes. Pestaña lo hizo en el período clásico de las luchas obreras participando en sus grandes comicios (sólo la enfermedad le mantuvo relativamente alejado del Congreso de la Comedia de 1919) o viviendo en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial conflictos tan duros de como el de La Canadenca que le valió una detención y experimentando, a continuación, la dureza de «Quan mataven pels carrers» (1930), el período descrito aquí con el título de una novela premiada de Jordi Oller i Rabassa en la que el autor acomete los llamados «años de plomo» de las luchas sociales catalanas. En 1922, pistoleros del Sindicato Libre atentaron contra Pestaña en Manresa y estuvo internado en el hospital de la capital de Bages. Por último asumió en más de una ocasión cargos de responsabilidad cenetista: delegado en el Congreso Internacional de la Paz de 1914; representante de la CNT en la Tercera Internacional en 1919-1920; director en 1917 de Solidaridad Obrera, el diario portavoz de la CNT; y, por último, Secretario del Comité Nacional de la CNT en 1929 y entre 1930-1932.

    Casi no debiera ser necesario abordar el significado militante de la vida de Pestaña. Éste debiera estar claro a partir de su destacada participación en las actividades de los Sindicatos Únicos de la CNT y, ya en plena República, con la creación en 1934 del Partido Sindicalista. Es necesario señalar que, sin embargo, esta última iniciativa suya le comportó evidentes tensiones respecto al apoliticismo que siempre fue el principal componente ideológico del sindicalismo confederal y, sobre todo, del anarcosindicalismo o del anarquismo militantes. Tales tensiones no fueron sin embargo nuevas ya que durante largo tiempo habían acompañado la valoración pública de esta figura militante. No se trata de la duplicidad entre la afiliación a los Sindicatos Únicos de la CNT y la militancia anarquista que, de hecho, fue abordada en numerosas ocasiones por el propio Pestaña y recogida por Antonio Elorza, el historiador que le ha dedicado importantes estudios. La afiliación sindical sólo le exigía al obrero sindicado vivir del trabajo asalariado. La militancia anarquista implicaba en cambio la pertenencia a los grupos ácratas, una forma común de sociabilidad que la voluntad de cambio revolucionario transformaba en militancia universal, o lo que es lo mismo, de cualquier sector social. Según el propio Pestaña, «en el grupo anarquista caben todos los hombres que piensen, que sientan y obren en anarquistas, todos los seres que rechacen la injusticia y las desigualdades e iniquidades humanas, sea cualquiera su posición económica en la sociedad. Y si bien es verdad que la mayoría de los anarquistas son proletarios, débese sólo a que siendo ellos quienes sufren más directamente la injusticia, sienten también la mayor necesidad de rebelarse».

    Las tensiones en torno a Pestaña surgieron en los mismos ambientes obreros en que militaba y se estructuró en torno a la moderación o no de sus posiciones revolucionarias. Pestaña fue sin duda un sindicalista moderado que aireó sus argumentos a pesar de que la experiencia de iniquidad que, según él mismo, vivían cotidianamente los obreros parecía asegurar su evolución hacia el radicalismo. En efecto, a los verdaderos revolucionarios se les suponía la cercanía al radicalismo utópico y no a un pragmatismo moderado que, sin embargo, la persistencia de cualquier organización parece exigir. En suma, las tensiones militantes que Pestaña experimentó a lo largo de su vida derivaban de haber colocado el pragmatismo orgánico por encima de la exigencia del revolucionarismo inmediato. Fue en los años de la dictadura de Primo de Rivera, y en la clandestinidad confederal que ésta impuso, cuando Pestaña confirmó la necesidad de una estructura organizativa que desautorizara el extremismo de grupos anarquistas que, como Los Solidarios de Durruti y García Oliver o Ascaso, actuaban de acuerdo con el extremismo «simplista y un poco peliculero» de las minorías «audaces», que precisamente era el que querían erradicar los firmantes del llamado Manifiesto de los Treinta de agosto de 1931 y, entre ellos, el propio Pestaña o Juan Peiró y Juan López. En efecto, el activismo de Pestaña siempre puso por encima de la inmediatez revolucionaria la existencia de una organización capaz de integrar y defender al obrerismo militante, y aunque esta actitud le costara numerosos enfrentamientos con los anarquistas más destacados de los grupos de la Federación Anarquista Ibérica, la conocida FAI, nunca supuso la deslealtad militante que en los años republicanos abrió una profunda ruptura en los Sindicatos Únicos de la CNT. A un lado quedó Pestaña y los llamados «Treinta», al otro los anarquistas más radicales de la FAI. La brecha no se cerró hasta 1936 y, aunque Pestaña formara parte entonces del Partido Sindicalista que él mismo había creado, lo cierto es que, para muchos, nunca había dejado de ser anarcosindicalista.

    Editorial Almuzara ofrece ahora al público la reedición de Setenta días en Rusia. Lo que yo vi, un texto publicado por Editorial Cosmos de Barcelona en 1924 (varias copias posteriores le han seguido hasta hoy). En él narra Pestaña el viaje emprendido para cumplimentar el acuerdo confederal del Congreso de la Comedia de 1919 y presentar la adhesión de la CNT a la «Internacional Comunista de Moscú». Inició el largo camino en la primavera de 1920; más de tres meses duró el viaje siendo Pestaña el único delegado confederal que consiguió cruzar la frontera rusa; en Moscú asistió a las sesiones del Tercer Congreso de la Internacional y a las de la Internacional Sindical Roja; estuvo setenta días y, de regreso, escribió primero el correspondiente informe o memoria dirigida al Comité Nacional de la CNT, lo presentó en la conferencia cenetista de Zaragoza y, después, en los años 1924-1925 publicó sendos libros —Setenta días en Rusia. Lo que yo vi y, a continuación, Setenta días en Rusia. Lo que yo pienso— en los que se difundieron las impresiones del viaje y su análisis personal de lo vivido. Como el mismo Pestaña escribe en las últimas páginas del que ahora edita Almuzara, a la inicial «labor de exposición» del primero le [seguiría] la «crítica» del segundo (p. 209). Y, aunque Setenta días en Rusia. Lo que yo vi estuviera destinado a ser un simple testimonio de la experiencia vivida, Pestaña nunca pretendió evitar el color del cristal con que miraba. En efecto, todo elemento negativo era la consecuencia de la acción del Estado. El de los Setenta días en Rusia era, sin duda, un discurso plenamente anarquista.

    La realidad, pues, era bien desfavorable para el Estado bolchevique […] Advertimos, de paso, que en esta ligerísima apreciación de incapacidad estatal, no sólo incluimos al Estado bolchevique; los incluimos a todos, porque todos han dado pruebas evidentísimas de incapacidad.

    Susanna Tavera

    Catedrática Emérita Universitat de Barcelona

    I. CAMINO DE RUSIA Y PRIMERAS IMPRESIONES

    Mientras la represión iniciada por el gobernador civil, conde de Salvatierra, hacía estragos en la organización obrera barcelonesa, llenando la cárcel de sindicalistas, el Comité de la Confederación Nacional del Trabajo, y más directamente el de la Confederación Regional de Cataluña, trataban de cumplimentar el acuerdo del Congreso Nacional, celebrado en Madrid, de enviar la adhesión del organismo confederal obrero a la Internacional Comunista de Moscú ¹.

    Como al acuerdo de adhesión iba anejo el deber de enviar, si era posible, uno o varios delegados a Rusia, a fin de que, a su regreso informaran de cuanto allí hubieran observado, la tarea del comité resultaba bastante más difícil. La adhesión por escrito, era desde luego más fácil de hacerla llegar, a pesar del bloqueo, que una delegación cualquiera. Y el interés de la organización estaba en que llegara la delegación: pues más que a una adhesión platónica, que esto representaba el acuerdo del congreso, se aspiraba a tener el conocimiento más exacto de la verdadera situación de Rusia.

    La tarea, como se comprenderá, no era escasa. El bloqueo estrechaba a Rusia en un cinturón de hierro, y el interés de los gobiernos comprometidos en este bloqueo era el de impedir que penetrara en Rusia nadie que pudiera llevar, no ya socorros materiales, sino una voz de aliento y de simpatía al pueblo que había hecho su revolución.

    Las dificultades con que tropezaba el comité, queriendo organizar el itinerario desde Barcelona, parecían siempre insuperables, y hemos de decir que, desde España, realmente lo eran.

    Cuando se tuvo el convencimiento de que el éxito de la empresa no dependía del número de previsiones, se confió el viaje al azar, a las posibilidades de lo imprevisto; se arriesgaron, pues: unos cientos de pesetas y se envió a tres miembros de la organización obrera hacia el centro de Europa.

    Siendo yo uno de los tres delegados, y por cierto el más afortunado en el viaje, después de numerosas peripecias y de haber logrado sortear grandes inconvenientes (alguno de ellos bastante pintoresco), el día 25 de junio de 1920, pisaba tierra rusa, entraba en el país del encanto revolucionario. Habían transcurrido casi tres meses desde el día que abandonara Barcelona.

    ¿Cuál fue la primera sensación recibida? De entusiasmo, de admiración, de alegría intensa. ¿Por qué? Sería demasiado complejo el explicarlo.

    ***

    Una vez que se pasa de Narva (Estonia) —que es por donde yo llegué— la frontera rusa se encuentra al otro lado del río que lleva también el nombre de Narva y a poca distancia de la capital estonia.

    Desde Narva en adelante, el tren se compone del vagón único que nos lleva, uno de los vagones-camas confiscados por los soviets a la Compañía Internacional de Wangons-Lits. Es, además, el coche del correo diplomático, y en el que, a la sazón, van la valija del emperador ruso en Estonia, camarada Gukosky y la de los delegados comerciales de Londres y de Berlín.

    La frontera rusa nos la anuncia la presencia de un gran disco de madera pintada de blanco con una franja de rojo vivo, montado sobre un alto poste.

    Un pelotón de soldados con su comandante al frente, que suben al coche a informarse de quién viaja y por qué viaja da efectividad de nuestra entrada en Rusia y de nuestro feliz arribo.

    Tras breve inspección e interrogatorio del comandante, reanuda el tren su marcha y, ay, no se detiene hasta Yamburgo, primera estación rusa importante después de la frontera.

    Para esperar la composición de un tren de mercancías que había de adicionarse al vagón que nos conducía, pasamos unas seis horas en la estación. Esta espera nos da ocasión de mezclarnos con los verdaderos y auténticos campesinos, con los sufridos mujics ² y de observarlos en su tráfago cotidiano.

    Sobre el dintel de la puerta principal de la estación se ven los retratos de Marx, Lenin y Trotsky. Numerosas banderas rojas flamean al viento, con la hoz y el martillo en el centro, emblema de la República de los Soviets.

    Como viaja con nosotros Abramovich, o Abbrecht, o El Ojo de Moscú —que con estos tres nombres se le conoce a este importante funcionario ruso, uno de los que gozan de mayor confianza del Partido Comunista por ser de los más prestigiosos representantes secretos del Gobierno—, se nos recibe con agasajos y deferencia en todas partes.

    El jefe de la estación nos invita a que pasemos a su despacho, si no queremos esperar en la sala de viajeros. Declinamos la invitación y aguardamos con una treintena de viajeros a que se forme el tren de mercancías.

    Un gramófono repetía uno de los discursos que Trotsky acababa de pronunciar en el frente de batalla. El desconocer el idioma ruso nos privó, por nuestra parte, de entender su —indudablemente— notable discurso. Los campesinos no prestaban atención a las voces del gramófono. Tal vez de tanto repetirlo no les producía impresión. Cualquier mediano observador habría notado en aquellos rostros la expresión inconfundible del aburrimiento.

    Cansados de la espera y del gramófono, decidimos salir a los alrededores y acercarnos hacia el pueblo, que está algo distanciado de la estación.

    Llegamos hasta las primeras isbas (casas) de Yamburgo y antes de internarnos por sus calles —nombre caprichoso para designar vías tan poco urbanas como aquellas— vimos fijados sobre dos postes un gran tablero con dos ejemplares del Izvestia y otros dos de la Prawda, órganos informativos del Gobierno de Moscú.

    Preguntamos a un miembro del soviet local, comunista probado, por conducto de Abramovich, que nos servía de intérprete, por qué fijaban los periódicos así y si se vendían o se repartían gratis.

    Nos dijo que no se vendían ni se repartían porque la escasez de papel limitaba el número de los que se podían tirar. Y que para que todo el mundo pudiese leerlos, se fijaban en aquellos tableros. Esto se hacía en toda Rusia mientras la escasez de papel no permitiera hacer mayor tiraje.

    —¿Se lee mucho? —preguntamos.

    —Bastante —nos contestó—. No tanto, sin embargo, como quisiéramos; pues el campesino ruso, dominado por ideas pequeño burguesas, se muestra bastante refractario al comunismo.

    —En Europa —continuamos— se nos ha dicho que este último invierno han muerto muchas personas de frío. Ahora comprendemos que se trata de una patraña. Habiendo tantos bosques aquí, no es posible que la gente muera de frío.

    —Aquí no ha muerto nadie de frío, pero en Moscú y Petrogrado, sí. Hemos pasado muchísimo frío. Miren ustedes cómo tengo yo aún los dedos. ¿Ven estas señales? —Y nos mostró unas marcas como las que se hacen en casos de quemaduras o de lesiones—. Son llagas que se me hicieron a consecuencia del frío.

    —No me lo explico —objeté—disponiendo de sobrados medios de calefacción.

    —Es que no se puede tolerar que cada cual haga lo que le convenga y tome la leña que quiera. Para eso está el servicio de reparto, que distribuye a cada cual la que necesita. Claro es que no ha podido hacerse este año; pero en lo sucesivo, cuando todo esté bien organizado y el servicio de reparto funcione normalmente, todo el mundo tendrá la leña que necesite. Entretanto es preciso sufrir.

    Como nos alejábamos de la estación, optamos por volver sobre nuestros pasos.

    Cuando llegamos a la estación, el tren estaba ya casi formado; sólo faltaba acoplarle una o dos unidades.

    Como no viera ningún vagón de viajeros, dije a Abramovich:

    —Iremos ahora oprimidos en el vagón.

    —¿Por qué?

    —Si no calculo mal, somos unos cincuenta.

    —En el coche que nosotros viajamos no viajará nadie más —me respondió.

    —Entonces ¿en dónde viajarán los demás si no hay más coches de viajeros que el que nos ha traído a nosotros?

    —Todas esas gentes viajan en un vagón de mercancías.

    —¿Y por qué no en éste? —le respondí, refiriéndome al coche cama.

    —Porque lo estropearían y lo ensuciarían.

    En aquel momento vi que todo el grupo, como un rebaño de ovejas que se precipita en el redil, se dirigía hacia uno de los vagones cubiertos de mercancías, forcejeando por subir todos al mismo tiempo.

    Mujeres, niños, ancianos, todos subieron y se acomodaron como pudieron. Sentados en el suelo o en los bultos que llevaban, hacinados, en montón, parecían satisfechos. Algunos, según me enteré, esperaban desde la noche anterior.

    El jefe de la estación, que se acercó a nosotros mientras contemplábamos aquel cuadro, nos indicó muy cortésmente que el tren iba a partir, que podíamos subir ya al vagón.

    Así lo hicimos, y cuando me hube sentado en el cómodo y blando asiento, la imaginación me devolvió al espectáculo que acababa de presenciar.

    Casi un día tardamos en llegar a Petrogrado.

    La distancia, en tiempo normal, la recorría el tren en unas horas; pero entonces no era posible tanta velocidad.

    Ello nos valió, en cambio, para que pudiéramos contemplar los daños que la guerra civil ³ había causado.

    De Narva es desde donde salió Yudénich ⁴ con su ejército blanco para conquistar Petrogrado y derribar a los comunistas.

    En su marcha todo había sido destruido. Desde la ventanilla del vagón podíamos contemplar los hoyos que hicieron las granadas al caer. Árboles completamente destrozados, cabañas derrumbadas, caminos intransitables destruidos por las granadas. Al llegar a las proximidades de Petrogrado pudimos ver las trincheras que los revolucionarios construyeron para defender la ciudad, ya que el Ejército Rojo hubiera sido incapaz por sí solo de defenderla, puesto que fue débil para contener el avance de Yudénich. Verdad es que el ejército estaba entonces en organización.

    La ansiedad y el deseo de llegar a Petrogrado, contrastaba fuertemente con la lentitud del tren. Ya en tiempo normal, antes de la guerra, raros eran los trenes en Rusia que marchaban a más de 40 kilómetros por hora. Si se exceptúan los grandes expresos Berlín-Varsovia-Moscú-Petrogrado, ninguno superaba esa velocidad, habiendo muchos que no la alcanzaban. Con el estado de las líneas después de tres años de guerra y casi cuatro de revolución, las pésimas condiciones del material y en un tren de mercancías, se comprenderá que marcháramos muy lentamente.

    Las paradas en las estaciones se hacían interminables. Y el espectáculo que presenciamos en Yamburgo se renovaba constantemente. Cuando no fue bastante un vagón de ganado para albergar a los viajeros, se les permitió ocupar otro, lo que no se hacía sin dificultad, pues era preciso consultar a la Comisión Extraordinaria que viajaba en el tren.

    Como el número de viajeros aumentaba y la discusión para colocarlos aumentaba aún más que los viajeros, todo contribuía a prolongar nuestra estancia en cada estación.

    Verdad es que los tres retratos, los de Lenin, Marx y Trotsky, que viéramos colocados sobre el dintel de la estación de Yamburgo, los veíamos invariablemente, en todas las demás estaciones. Los tres retratos y las banderas rojas.

    Ante la imposibilidad de hacer nada por nuestra parte para acelerar la marcha del tren que nos conducía, nos resignamos pacientemente a la espera y nos entregamos en brazos de lo fatal.

    Todo el resto del día, la noche y parte de la mañana siguiente, hasta llegar a Petrogrado, lo pasamos haciendo conjeturas y cálculos acerca de lo que veíamos.

    Desde las nueve de la mañana, hora en que llegamos a la estación de Petrogrado, hasta las doce, que vino a buscarnos un automóvil de la Tercera Internacional, hubimos de permanecer en el coche. El espectáculo que presenciamos durante aquellas tres horas, nos dio la sensación de lo que al pueblo ruso hacía padecer el bloqueo, del

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