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Bodas de fuego
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Libro electrónico950 páginas14 horas

Bodas de fuego

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La sangre de un amor prohibido, el de Mirna y Ricardo, regó los ríos de la esperanza.

Mirna Sebastián Herrara llega a Ciudad del Lago después de cursar estudios superiores en Europa. Su regreso a la ciudad coincide con la celebración de las fiestas patronales en honor a Santa Lucía, el 13 de diciembre. Allí, en el parque central, se encuentra con Ricardo Flete Vargas, un joven nunca visto, ambos se miran fijamente y desde ese momento se prende un hechizo que solo la muerte pudo deshacer. Se enamoran perdidamente uno del otro, pero ese amor colisiona con la clase a la que pertenecía ella y, sobre todo, con los prejuicios del padre Teódulo; con los privilegios del que lo tiene todo; con las beneficencias dadas por la opulencia, la cual contrasta con la pobreza ancestral de los demás habitantes en Ciudad del Lago, quienes padecían las más espantosas miserias y la más abyecta exclusión social. La unión matrimonial con Ricardo le resulta imposible, pero lucha hasta conseguirla y lo logra contra todos los pronósticos, pero el padre le tenía guardada su venganza. La incomprensión y la locura de Teódulo Sebastián Dival llegan a extremos impensables y decide separarlos a cualquier precio; para ello elaboró un plan macabro, el cual ejecutó. En pleno acto nupcial, desenfundó un largo cuchillo, al que llamaba el Mata Vaca, y le infligió a Ricardo una estocada mortal que le cegó la vida instantáneamente. Hecho por el que tuvo el victimario que pagar un precio muy caro, finalizando tiempo después, con sus manos, su propia existencia.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 jul 2021
ISBN9788417915742
Bodas de fuego
Autor

Juan de la Rosa Méndez

Juan de la Rosa Méndez nació en el Guayabal, municipio de Postrer Río, provincia Independencia, en el suroeste de la República Dominicana, lugar donde el sol patrio llega a su anticlímax, en aquel occidente lleno de encendidos arreboles crepusculares. Es licenciado en Derecho de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Maestrías en Estudios Diplomáticos y Servicios Internacionales, Universidad Católica Santo Domingo (UCSD); Defensa y Seguridad Nacional, Escuela de Graduados de Altos Estudios, Secretaría deEstado de las Fuerzas Armadas (EGAE); Derecho Tributario y Procedimiento Tributario, Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD);y Derecho Administrativo y Gestión Municipal, Universidad Castilla la Mancha, España. Tiene estudios de Propiedad Intelectual UASD-OMPI; Metodología de la Investigación UASD; Sistema de Seguridad Social; Protección Jurídica de los Derechos del Consumidor. PCMM-UNIVERSITE DE SAVOIE; Planificación Económica para el DesarrolloPCMM-EGAE; Estrategia y Geopolítica, UASD-EGAE; Alta Gerencia INTEC-EGAE; Juego Estratégico Computarizado, Comando Sur EE. UU.-EGAE; Defensa, Seguridad y Relaciones Cívico-Militares, FLACSO-EGAE; Derecho Procesal Penal y Procesal Civil UNEFA; Democracia, Gobernabilidad y Liderazgo Político EFEC-UASD-USAID; Derecho Constitucional UNPHU-FINJUS. Ha publicado: Entre luces y sombras (poesía), El recurso de amparo: Un estudio comparado y Bodas de fuego.

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    Bodas de fuego - Juan de la Rosa Méndez

    I

    La novia, vestal, vestida de blanco. Con un largo traje, cuyo color parecía un copo de nube blanca expuesta contra un cielo transparente y azul en un día de verano. La minuciosidad que se observaba en aquel traje nupcial, la riqueza de sus tejidos en hilos de tul, y las líneas puras y sofisticadas de sus bordados con delicados detalles, hacían de él una joya producto del buril del más experto orfebre. Los encajes que decoraban los vuelos y el escote, tímidas gasas apenas transparentadas, insinuaban unas carnes ebúrneas, delicadas y tiernas. Unos guantes semitransparentes cubrían sus manos y sus antebrazos hasta la altura del codo. Una amplia cola le seguía hacia el altar; un padre orgulloso, a la vista de todos, la llevaba del brazo, ataviado con un frac de levita negro intenso, endrino. Brillantes los bordes, con un satén cuyos destellos lo hacían ver más negro; una corbata de lazo, también de color negro, se anudaba a su cuello. Parecía una mariposa a punto de iniciar su vuelo. Arremolinados en dos anchas filas, los invitados pugnaban por no perderse el espectáculo de las «bodas del siglo» en la Ciudad del Lago.

    Nada se escatimaba, todo fluía. Las delicadas y finas manos de la novia sostenían un ramo de flores exóticas, importadas de Europa especialmente para la ocasión. El color de su rostro rivalizaba con el carmín delicado que impregnaba de color sus rosadas mejillas; el azul en sus ojos contrastaba con aquella blanca epifanía exteriorizada por todo el lugar; y su larga cabellera negra se recogía en un tocado formidable y regio, aunque tocado y sencillo como el peinado de una Galatea.

    En su traje, la delicada y espléndida lucidez, su confección cual verdadera obra de arte, la sensación idílica provocada por su color cual niebla y la candidez visible en su espesura parecían convertirse de pronto en rayos fulminantes para exaltar la omnipresencia ante el espectador, quien, inconsciente, se iba perdiendo en la inmensidad de una belleza poco vista, menos apreciada entre los mortales, tan infinita como inverosímil, tanto más inmensa cuanto más provocadora, la cual evocaba los puros y excelsos encantos de la feminidad. En la novia, sus reflejos parecían manar de las alturas, esas inagotables alturas donde se gestaban las estrellas, que por lejanas parecían intocables.

    Ataviado su cuello con un delicado collar forrado por auténticas perlas australianas, que sobre su cuerpo delgado lucía con pudor y con modestia; y otras prendas tan preciosas, ensanchadoras de los encantos ya adornados por una belleza por sí sublime. Su vida mostraba un desenfado fraternal y majestuoso apreciable con una sonrisa a flor de labios como fuente inagotable, caracterizando en ella a un ángel con singular aptitud. Se divisaba en su franqueza que la vida le sonreía, y ella a su vez sonreía a la vida. En sus ojos se advertía un inocente palpitar con el que se delataba la presencia de un amor intenso, y en su expresión cristalina un deseo de amar inagotable, manifiesto en la entrega por ella profesada hacia Ricardo Flete.

    Entre los asistentes a las bodas del siglo, se encontraban las damas pertenecientes a la alta sociedad de Ciudad del Lago, invitadas por la familia de Mirna Sebastián Herrera. Todos los invitados admiraban la belleza innata de Mirna Sebastián: su fino porte, su modo de andar, su cintura torneada y su fijo mirar. Pero, sobre todo, conversaban sobre las finas alhajas con las cuales adornaba su cuerpo, sobre su traje de terciopelo; y, en particular, acerca de su posición económica y social. Un sordo murmullo invadía el salón principal de la iglesia de Ciudad del Lago, la catedral de Piedras.

    Las bodas de fuego se celebraban en la iglesia principal del pueblo Ciudad del Lago, llamada la catedral de Piedras, cuyo nombre evoca su arquitectura construida en rocas al estilo colonial. Tres naves ocupaban toda su extensión arquitectónica. En cada una, varios espacios para los actos, habitaciones y un largo pasillo. La nave céntrica es la mayor, ocupa aproximadamente la mitad de la iglesia. Tiene las principales habitaciones, la casa arzobispal, los cuartos destinados al personal de mayor jerarquía eclesiástica, y el personal que labora directamente con el arzobispo está ubicado en esta parte, y donde son guardados los equipos y herramientas arzobispales de mayor valor histórico y económico. En esta se celebraban las bodas del siglo. Igual en ella se celebraban los actos de mayor relevancia en Ciudad del Lago. Las otras dos naves inferiores cuentan con el otro 50 % de la estructura. Aquí se encuentran los equipos de valor inferior, y el hábitat del personal destinada para los empleados de menor rango e importancia. Dos hileras de largos asientos, primero, a la espera de los invitados; luego, repletos de los presentes observando el acontecimiento religioso: las bodas de fuego.

    El establecimiento de la archidiócesis más importante en Ciudad del Lago —la catedral de Piedras— se inició en la misma época en que se iniciaba la construcción de la catedral en Santo Domingo, primada de América, en 1523. Su imponente arquitectura está signada por tener sólidas paredes y cinco puertas al estilo gótico, entre ellas una puerta principal con característica diferente, más bien parecida a un estilo plateresco. Tiene un inmenso tesoro donde se aprecian varios retablos y diversas obras de arte pintadas en las paredes y el techo, varias pinturas con la imagen de la Virgen de las Mercedes, un mobiliario constituido por varios monumentos en maderas centenarias, variadas lápidas funerarias, y un mausoleo arzobispal al estilo de la época colonial. Como su nombre lo evoca, está construida con piedras, algunas calcáreas, otras de sillares en seco y en granito, y rocas arcillosas, algunos muros exteriores en ladrillos coloniales, una pared interior de mampostería y una parte con diseños en mármol. Contiene tres naves con capillas, dos laterales y una en el centro. En total, nueve capillas, ocho de tamaño modesto y una inmensa llamada la principal. En esta nave se encuentra al fondo, un majestuoso trono arzobispal, evocando la grandeza de la obra.

    En la nave central, al lado de la capilla principal, una bóveda gigante sobresale a la vista del público. La nave central tiene una extensión superficial de veintidós metros cuadrados, ubicada en la parte céntrica del presbiterio, las otras naves miden unos diecinueve metros cuadrados cada una. Su construcción y el huerto abarcan una extensión superior a los cinco mil metros cuadrados, superando la cantidad del terreno ocupado por la primada catedral de América en Santo Domingo. La cúpula se encuentra a una altura superior a los quince metros. En su parte trasera se pueden apreciar en el ancho patio varios espacios independientes, una plaza de armas en la esquina izquierda norte, una antesala con similitud a un atrio, la cual marca la parte del ingreso primario a los actos religiosos celebrados en la nave central, y que luego es el espacio destinado a la espera, antes que pasen hacia las otras áreas. En la parte este izquierda, una claustra, denominada la plazoleta de los curas, y pequeños corredores para los empleados, grupos religiosos, colaboradores, fieles y conserjes. Varios pasajes en la parte oeste derecha, utilizados como caminos por donde pasan los miembros de mayor jerarquía y los usuarios con influencias por sus aportes al mantenimiento de las imponentes estructuras, así como el personal que labora cada día en la catedral de Piedras.

    Allí se conocía que la iglesia de Ciudad del Lago, conocida como la catedral de Piedras, era llamada así desde la época de la colonización, cuando fue construida, con el uso de la fuerza, por la mano de obra extraída por los colonizadores a modo del método que marca la esclavitud. Esta catedral, obra levantada en Ciudad del Lago, una ciudad de aquellas que mostraron siempre un mayor rango económico y tradición, en la isla que abrió las puertas a la conquista de varias tierras en América, coincidió con la construcción de la catedral primada de América, ubicada en la Zona Colonial, que fuera levantada en la ciudad de Santo Domingo y desde donde partieron los expedicionarios en 1492 hacia el «descubrimiento de otras tierras americanas», y cuyo nombre, catedral de Santo Domingo, honra su majestuosa arquitectura.

    La catedral de Piedras está ubicada en la zona metropolitana, en la calle principal de la ostentosa ciudad con bendiciones conocida como Ciudad del Lago, situada a más de doscientos kilómetros al sudoeste de Santo Domingo. Se había convertido en un lugar de ensueño; en un desafío para la poderosa y acomodada clase de aquella sociedad descabezada, pero con floreciente economía fruto de ilícitos públicos bajo la impudicia de las autoridades y de las actividades del comercio más espurio de sustancias prohibidas que puede realizarse en sociedad mínimamente organizada; el crimen más execrable, pero el más lucrativo realizado en toda la América hispana, en la época mejor conocida por la celebración del acto más difundido: las bodas de fuego. En ellas, el amor, la sangre y el fuego eran algunas marcas distintivas.

    Ese desafío en el cual se había convertido la celebración en la catedral de Piedras de los actos religiosos para la clase poderosa no solo en Ciudad del Lago, sino para la clase más pudiente y corrupta de Santo Domingo, se vislumbraba con cada paso inaccesible para ellos de ejercer control sobre las imponentes estructuras, la catedral de Piedras, y esa misma dificultad incitaba a los miembros pertenecientes a esta clase pretender celebrar en ella sus actos mejor dotados y caracterizados por los gastos estrafalarios, que son, a su juicio, los de mayor importancia. En su majestuoso interior, en su salón más augusto, ubicado en la parte céntrica de la nave principal, se desarrollaban los actos trascendentes que les daban mayor relevancia a las familias de las más rancias tradiciones. Era allí donde, por la exclusión de los desheredados por la fortuna, se efectuaban los actos memorables para aquellos portadores de ese rango social y económico como las bodas de fuego, y por lo que estos actos adquirían mayor importancia. Las pugnas de las familias poderosas eran visibles. El punto de partida para considerarse una familia superior, colocada por encima de otra, lo constituía la más connotada actividad realizada durante el año en la catedral de Piedras; el acto con mayor reconocimiento social le atribuía, le indicaba cierta superioridad a quienes lo realizaban cuando fuese declarado como tal.

    Todos los actos religiosos a los que asistía la clase poderosa de Ciudad del Lago y Santo Domingo, y en especial aquellos que por su relevancia adquirían un matiz exclusivo con visible expresión del poder social, político y económico, se celebraban en la catedral de Piedras: las homilías religiosas, las uniones matrimoniales celebradas por los poderosos, los tedeums, las misas religiosas, las celebraciones por los aniversarios de instituciones y clubes importantes, las misas de cuerpo presente o por aniversarios de los fallecidos de esta clase. Otros tantos actos tenían lugar en la grandiosidad omnipotente que daba esa casa divina, los mismos que estaban restringidos para la clase media, que vivía tanto en la ciudad como en las ciudades aledañas. Eran convertidos solo en piezas escuchadas en las calles de aquel pueblo y otros cercanos, para la clase baja, cuyos miembros, aunque hubiesen alcanzado cierto prestigio intelectual o cultural, entendían y asimilaban como utópicas alucinaciones pensar siquiera penetrar las puertas que eran cerradas en la catedral de Piedras, pues llegar a ellas y poder pasar dichas estructuras era un simple e inalcanzable sueño para los desamparados, quienes ni por asomo podían atravesar las herméticas cerraduras que matizaban una instancia vedada para ellos, por su condición económica y por el color de la piel, quemada por el sol inmisericorde del sur semidesértico.

    II

    La casa de Dios, decorada para la especial ocasión, igual a la novia lucía esplendorosa. De ella se supo desde siempre las dificultades de los fieles para acceder a sus beneficios, pues corría de boca en boca como un secreto en la expresión popular lo dicho tras bastidores por la jerarquía de la Iglesia católica, institución que no realizaba actos de ninguna especie, sino por el abolengo, prestigio social y el color de la piel de los festejados; por la tradición familiar y por la acumulación de fortunas, sin importar los orígenes de estas. Por eso nadie dudaba de la expresión socorrida en los miembros de la iglesia: «Solo los grandes eran dignos de sus instalaciones».

    El salón principal y augusto que marca la grandiosidad en la catedral de Piedras se destacaba por su arquitectura sin igual; por las lujosas pinturas en él dispersas y por las inaccesibles virtuosidades expresadas por los candelabros costosísimos en este desplegados de manera armoniosa y que distinguían su interior insuperable. Este salón no se destinaba por mandato de los jefes eclesiásticos y los fieles más asiduos, quienes aportaban a sus costos inmensos para las celebraciones comunes. En él solo tenían cabida las grandes celebraciones; los actos merecedores por su grandiosidad de ser considerados únicos; las grandes e imponentes homilías; los tedeums dedicados a los arriba colocados en la casta social; las misas por los fieles difuntos enquistados en la clase especial; y jamás para celebrar actos religiosos, misas y sermones cristianos de los más bajos en el rango social, en calidad racial y en condición económica. No obstante estar diseñada para la exclusión, la decoración con sus virtuosidades en la casa divina llamaba la atención de todos los presentes.

    El interior de la iglesia no ocultaba la fina e insuperable decoración. Cubierto por rosas, jacintos, adelfas, claveles, jazmines, lirios y toda clase de flores, colocadas en orden, y con las cuales se delataba el cuidado y esmero con que no solo los cultivadores las produjeron, sino de quienes la ordenaron en toda la augusta sala, y el entusiasmo mostrado por los diseñadores de interiores, pues, como maestros de orfebrería con su colocación ordenada, fueron construyendo figuras elegantes, diseminadas al mejor estilo europeo con refinación exquisita e inmejorable, donde se puso de manifiesto el talento artístico en la inigualable construcción de figurines relucientes propios de las decoraciones, configurando con ellos una inusitada perfección a la vista de los presentes y los espectadores, quienes desde lejos quedaban maravillados con la vista de aquellas obras del más moderno arte; aquellos a quienes al verlas, tanto desde la cercanía como desde la lejanía, quedaban fascinados por la colocación insuperable que mostraban las rosas construyendo figuras ornamentales, y sus miradas quedaban deleitadas ante aquel espectáculo con sus diseños perfectos. Todos quedaron atónitos al ver un acto memorable, el cual le llevaba a su vista la más excelsa exquisitez, y aquella delicadeza vislumbrada en la decoración perfecta que se extendía por todo lo largo y ancho de la casa divina.

    Al lado del púlpito, adornaban varios arreglos florales de príncipes negros, algunos de rosas blancas y otras ornamentales, como desafiando la belleza que se expandía en todo el lugar aquel día con sol claro y cielo azul. Los rayos destellaban al reflejarse en los espejos y lúcidos cristales de los lujosos automóviles estacionados al frente del templo donde serían celebradas las nupcias en breves instantes, donde con cierta frecuencia se celebraban actos similares. Lugar escogido por las castas sociales privilegiadas para confesar sus herejías, y destinado a los políticos e infieles como el santuario para sus iniquidades, todos ellos haciendo cómplices a los pontífices de sus maquinaciones e impurezas.

    Un obispo correspondiente a su propio estatus y escogido por estos a tales fines escuchaba con toda calma las inhumanas confesiones, y prometía, haciendo acopio del secreto sacerdotal, guardar las penas e infidelidades a sus confesos, los prelados, quienes con estricto apego al principio de confidencialidad en la confesión guardaban las miserias humanas contadas bajo el secreto sagrado de la doctrina eclesiástica.

    En los alrededores de la iglesia, los fulgentes destellos derivados de los rayos solares al reflejarse en los cristales de los lujosos automóviles se reprodujeron en multiplicidades infinitas dirigiéndose a las calles contiguas a la casa divina con tal furia e intensidad que cuanto más se acercaba la hora del desenlace obligado de aquel hecho nupcial, cuyas primeras manifestaciones estarían listas para acaecer dentro de pocos minutos, en los momentos presentes, murmurando el acontecimiento memorable, rabiosos de celos por la esplendidez ofrecida en aquel acto solemne, pero marcado por las más afrentosas desigualdades expresadas en sus lujos y gastos extravagantes, pues tanto los automóviles como la exagerada cantidad de arreglos florales virtuosamente configurados y con vehemencia colocados en el exterior a largas cuadras, y en todo el interior de la catedral de Piedras, no dejaban espacio a la imaginación. Todo había quedado claro.

    No solo en el exterior, sino también en el interior de la casa de Dios había diversas especies ornamentales con rosas diseminadas a lo largo y ancho del salón principal, haciendo gala del estatus en la clase social que la familia Sebastián Herrera mostraba, siendo la principal familia y la más prominente de los protagonistas en los actos de aquel día. Los participantes en aquellas nupcias portentosas, por celebrarse en aquel verano, acto solemne ejecutado por los Sebastián Herrera, quienes ocuparían el escenario principal de este lugar sagrado, y el cual desde hacía varios días ocupaba todos los espacios sociales y todas las primeras planas en los diarios locales y algunos nacionales.

    Las revistas especializadas en farándula reseñaban las bodas de fuego en todo su esplendor. Durante dos semanas consecutivas las bodas del siglo ocuparon las primeras páginas de los diferentes diarios, los cuales les daban la difusión al dogma para un acontecimiento nunca vivido. Los medios radiales y escritos ocuparon horas para la difusión de aquellas bodas varios días antes, los primeros, aparte de los titulares que se reseñaban en primera plana, dedicaban páginas enteras en espacios pagados, los segundos. Toda la clase periodística se hallaba al corriente de las bodas de fuego. Todos los medios la asumían como el acontecimiento del siglo, y por ello eran todos bien remunerados no solo con las ventas de sus programas, ejemplares de sus medios y la publicidad, sino, claro está, con el pago extraoficial hecho por la familia Sebastián Herrera, muy espléndida al momento de pagar sus favores o servicios particulares.

    La catedral de Piedras, iglesia primigenia en Ciudad del Lago, nunca antes de aquel día veraniego había exhibido tanto esplendor, tanta alegría y tanto arreglo de toda especie que delataban los gastos exorbitantes incurridos en aquellas fogosas bodas llamadas popularmente las del siglo. Asidos en los taburetes, en los espaldares de las mesas, en los brazaletes de las escaleras, en los balcones, por doquier, se observaban a grandes rasgos los arreglos virtuosos caracterizando la excelsitud del acto que ocurría en ese lugar, aquel día, y la voluptuosidad mostrada por la economía de la familia Sebastián, envuelta en este, cuyos miembros, sin reparo y sin cuidado, se desbordaban en la exageración de los recursos invertidos no solo el día en que se celebraban las bodas de fuego, sino durante todos aquellos días precedentes a la preparación del acontecimiento ampliamente difundido y conocido como las bodas del siglo. Mirna Sebastián Herrera no escatimaba esfuerzos para hacer ver empequeñecida la ciudad de la que emergía, estrujándole la riqueza familiar, de la cual, si bien hasta las bodas no había hecho alardes, en esta ocasión se increpaba a las alturas indecorosas que expresaban los infieles y carentes de honra, por los gastos nunca vistos, dando lugar a las conjeturas sociales sobre el origen solo ignorado por ella de la fortuna acumulada por la familia Sebastián Herrera. La población conocía bien las debilidades propias de sus miembros, aunque callaba por la influencia del padre, Teódulo Sebastián Dival, unos, por la decencia aparente en ella, los otros. Sin embargo, para algunos esa decencia no era sino una pose calculada y no pasaba de ser una pretensión para manipular el entorno, fruto de la hipocresía que caracterizaba a Mirna Sebastián.

    Al parecer, los diseñadores contratados en las más caras jardinerías, las más exclusivas floristerías y las más costosas perfumerías pusieron todo su empeño en evocar las maravillas presentes en las flores para resaltar la belleza de la ocasión. Los olores destacados en ellas se expandieron por todo el pueblo, y los vestigios de laboriosidad bien remunerados por sus mentores eran inocultables. Todas esas flores, rosas, arreglos ornamentales y claveles, organizadas tanto en el interior como en el exterior de aquella casa divina eran la expresión fiel del acto memorable nunca visto y que jamás se repetiría. Era el retrato fiel de la importancia que una de las familias daba al hecho. Era la oportunidad para la familia Sebastián mostrarse tal cual se consideraba, que, entre los participantes en las bodas, daba a conocer su poder económico y lo expresaba con el derroche de los recursos económicos, delatando la inmensidad que experimentaba su fortuna y el origen posiblemente espurio en que se ubicaba la misma. Los hermanos de Mirna Sebastián Herrera fueron quienes se encargaron de todos los preparativos, y estaban orgullosos por cuanto habían hecho, sin reparar en el monto, ni lo que pudieran pensar o hablar sobre los gastos, sobre la fortuna familiar o acerca del origen. Total, a nadie le importa la inversión en las bodas del siglo, es su familia la poseedora del prestigio social, la que invertiría lo necesario para distinguirse de las demás de su clase a través del acto mejor dotado: las bodas de fuego. Todos los miembros de la familia Sebastián conocían la dimensión de sus bienes. Si bien nunca hablaban del patrimonio familiar, sus recursos económicos y sus orígenes, no ignoraban de dónde salieron. Solo Teódulo Sebastián, en los últimos tiempos, hacía referencia directa a todo lo acumulado, pero sin explicar el inicio para no dar explicación sobre la cercanía del padre con el tirano. Hipólito y Roberto Sebastián Herrera tuvieron un papel importante en la preparación precedente y al momento en que se celebraban las bodas de fuego, el matrimonio marcado por las sutilezas hasta la fecha desconocidas en la comunidad.

    —¿Habías visto antes una decoración parecida y sin imperfecciones? —le preguntó Hipólito Sebastián a su hermano Roberto.

    Dos hermanos de Mirna Sebastián Herrera, quienes habían participado como piezas clave en los preparativos anteriores a las bodas de fuego, aunque cada uno con tareas distintas.

    —He visto tantos embellecimientos artificiales suficientes para cambiar la fachada a cualquier lugar, pero la forma en la que las manos humanas pudieron lograr la transformación del sagrado recinto catedral de Piedras, jamás. Los cambios en este lugar son tan visibles y ajenos a las creencias de tantos… Es inverosímil. ¡Es increíble! —respondió este a su hermano, quien se sentía gozoso y disfrutaba de haber logrado por sí solo esta proeza inigualable, inalcanzable, insuperable.

    —Lo menos creíble es lo poco invertido para cubrir esta iglesia, las calles cercanas, las callejuelas, los rincones, y vestir con tantas flores las ventanas, los brazaletes que ves en las escaleras, los taburetes, y todo eso en lo que la vista de todos llega a perderse y la imaginación no concibe asimilar cómo un acto sencillo, te aseguro, no fue obra de muchos recursos.

    —Nunca minimices los montos. Sé que ninguna obra como esta se consigue con pequeñeces.

    —No lo hago. Los gastos son modestos si se comparan con la belleza aquí expresada. Ahora, modestia aparte, me empleé a fondo, busqué los mejores asesores y contraté unas increíbles diseñadoras para los interiores. Los pasos dados fueron consultados a cada instante, primero una maqueta diseñada por profesionales para la decoración, con diseños arquitectónicos, presentada a Mirna, quien daba su aprobación o rechazo, y sabes cuán exigente es ella. Luego modificación o aprobación; y, por último, ejecución del plan previamente diseñado. Ignoraba los exigentes gustos de nuestra hermana y, sobre todo, su tendencia hacia los gastos innecesarios.

    —Te contradices. Mientras me hablabas de pocos gastos, ahora me dices que Mirna tiene tendencia a gastar lo innecesario.

    —En modo alguno dije que ignoraba sus exigentes gustos. Claro, esa exigencia lleva consigo recursos adicionales, pero de ahí a que sean innecesarios… no.

    —¿Qué dijo Mirna cuando vio la grandeza de tu obra? ¿Cuál fue su reacción? ¿Cómo lograr algo tan significativo si dices invertir poco?

    —¡Encantada! Al entrar por esa puerta, quedó deslumbrada. Igual ha quedado cada uno de los presentes. Nadie ha hecho un comentario capaz de disminuir el encanto del lugar, menos la satisfacción de un servidor. Lo de poco es relativo, para la mayoría, aunque sean las familias de nuestra clase, lo invertido es inmenso. Para los otros, un sueño… Poco para un Sebastián Herrera —repuso orgulloso.

    Esa última expresión llevó a ambos a un alto nivel de satisfacción. Considerábanse dignos solo de equipararse a los predestinados.

    —¿Cómo hiciste para formar esos colchones con tantas flores? No puede alguien lograr tanto sin una inmensidad de recursos para producir tantos cambios y que a la vez sean tan visibles.

    —No debe quedar una floristería con una rosa en Ciudad del Lago, ni en todos los pueblos cercanos. Los empleados de una de las fábricas del viejo se pusieron a disposición, y faltó poco para llegar a cerrarla durante varios días. Me prestaron los camiones para transportar las flores de todas las especies, apartadas días antes por doce secretarias que trabajaron de forma simultánea, quienes igual las encargaban. Ya ves, no es magia, fue un esfuerzo de muchos.

    —Por eso te repito que no es asunto de pocos recursos.

    —Ya te dije, que es relativo. No amerita nuevas explicaciones al respecto.

    —Las alfombras rojas colocadas en las calles, y también alineadas en cada pasillo de la iglesia, cortarlas y ordenarlas así también fue obra del azar o la suerte, supongo.

    El hermano le daba un matiz sarcástico a cada expresión luego del instinto para hacerle ver opacidad en lo invertido. No creía en la idea del mínimo dicho por el otro.

    —¿De la suerte? ¿Crees poder lograr solo con la suerte tantos detalles? ¿Piensas o consideras a la simple suerte poseedora del talento para cautivar las almas a tantos por la delicadeza lograda en cada acto? ¿Acaso son la casualidad, la improvisación o el azar suficientes y capaces por sí solos de conseguir una transformación tan exquisita? No, hermano, he trabajado duro, he ocupado tiempo y recursos para lograrlo, y no hablo de los simples recursos materiales. Te hablo del intelecto, del talento bien remunerado, de los aportes hechos por todo un equipo, de la colaboración de profesionales de cada rama de expertos, conocedores preparadísimos, a los cuales, cierto es, he satisfecho muy bien con cada trabajo pagado. Nunca tratando de hacerlo como aportes en óbolo, sino con toda la esplendidez ordenada por Mirna. Cuando te dije antes lo poco invertido, no me refiero a cantidad mínima, sino que relativo a la belleza lograda fueron montos aceptables.

    —¿Por qué las flores en las ventanas colgadas como bajantes?

    —Para ser honesto, esta fue idea de Mirna, y te aseguro que son de las pequeñeces los detalles mejor admirados y que concitan mayor interés. Es, por así decirlo, lo que más ha gustado a los presentes. Todos se admiran al ver tantas flores colgando. Parece tan ingenuo y particular, como si ella lo hubiera visto en algún acto en Francia o en alguna ciudad de mayor nivel cultural, o quizás en una de esas revistas dedicadas a las celebridades, para extraerlo como algo novedoso y original.

    —Las veo y, mientras me enfoco en ellas, menos entiendo sus figurines, a qué se debe su diseño o de dónde vienen tantas extrañas figuras.

    —He cumplido con la aspiración de Mirna. Mis deseos están de conformidad con los suyos. Solo interpreté sus sueños, y con ello cumplí sus órdenes nunca expresadas, pero con las cuales se identifica.

    —Me alegra mucho que pienses así, y que ejecutes los ensueños y los anhelos ocultos de nuestra hermana. Parece que interpretas a la perfección, como ninguna otra persona. Pero ya no hablemos más sobre eso.

    Roberto pensó y se dijo interiormente: «Ahora vayamos a los asuntos serios, porque hemos dedicado tiempo suficiente para cambiar el mundo en sandeces y nos diluimos en porquerías, pudiendo hablar sobre asuntos importantes o hacer cosas trascendentes».

    Hipólito interrumpió a Roberto en su pensamiento interior con las siguientes interrogantes:

    —Ahora dime cómo hiciste para satisfacer a un público tan heterogéneo con las bebidas. ¿Cuál fue la magia al escogerlas? ¿Cómo es posible que no haya aparecido la primera queja en un público tan desigual?

    —No fue necesario hacer nada anormal, fuera de lo común, ni nada extraordinario.

    —No es cierto —repuso Hipólito Sebastián Herrera incrédulo.

    En esto fue interrumpido por su hermano, tratando de interpretarlo y satisfacer su curiosidad.

    —Mirna me suministró una lista con los mejores champanes franceses producidos en sus regiones más tradicionales, la dirección y los números telefónicos de los distribuidores internacionales y locales; los mejores vinos franceses, italianos y españoles; la ubicación de los representantes locales. Los americanos yo los conozco. Solo verifiqué, fue preciso complementar esa lista y pedirlos con tiempo. Por si algunas personas, sobre todo hombres, optaran por bebidas calientes. Escocia es la madre del buen whisky y, claro, sus respectivas aguas tónicas. Bastó una lista y ya está. Ah, por si apareciera alguien cuya apetencia fuera una cerveza, busqué las mejores, domésticas y extranjeras, tanto con alcohol como sin este. Las bebidas gaseosas todos las conocen y, por si algo faltaba, agua embotellada. Mirna quedó satisfecha, y ese fue mi fiel propósito, el cual cumplí cabalmente. Todo ello satisfizo mi gusto y elevó mi ego hasta las estrellas por haber cumplido con las aspiraciones de nuestra hermana.

    El hermano pensó: «No me engañas con esa manera que tienes para ocultar. Algo hiciste, un asunto extraordinario, porque lo simple no llega a tanto, no da para tanto».

    En Ciudad del Lago, durante varios días anteriores a la celebración, no se hablaba de otra cosa, sino del acto nunca visto, porque las bodas del siglo ocupaban la atención social. Todo se resumía en las bodas entre Mirna Sebastián Herrera y el desconocido Ricardo Flete. Todos los círculos sociales comentaban el gran acontecimiento. El hecho sin llegar su día se iba consumando lentamente. Todo el pueblo comprendía su importancia, pues se trataba de un acto que envolvía a la familia: mujeres y hombres en los cuales se envolvían unos sentimientos pasionales nunca vistos en Ciudad del Lago que provocaban envidias; unas luchas de clases por la superposición jamás apreciadas; y unas reclamaciones por las reivindicaciones femeninas que libraba una mujer, Mirna, matizada por la igualdad que ha perseguido siempre la mujer por la mujer misma, derecho en el cual, a pesar de que su portavoz actual, Mirna Sebastián Herrera, en principio no lo exteriorizaba y apenas llegaba a tratarlo ligeramente, con su incursión se fue incubando en el seno social hasta llevarlo a los escenarios más encumbrados, y que se conozca en lo más bajo, y llegar a comprender toda la sociedad que el tema de la feminidad y sus derechos revestía una seriedad hasta la fecha desconocida, por la categoría de la mujer envuelta en aquel hecho. Ella era Mirna Sebastián Herrera.

    En la mente del padre de la mujer portadora del más digno sacrificio, Teódulo Sebastián Dival, y en la mente de algunos miembros pertenecientes a la casta privilegiada que en Ciudad del Lago dominaba todo; en la cabeza de quienes por exclusivos eran eternos aspirantes a su beneplácito, llegada la fecha que unificaría dos almas aparentemente gemelas y a la vez dos clases visiblemente disímiles, opuestas, se barajaban dos opciones. La primera, respetar el deseo, los anhelos, la decisión y los designios de Mirna Sebastián Herrera, quien consciente eligió a su futuro esposo; consciente también del desafío que con esa decisión llevaba a la mujer, insertado en esa elección desigual, atípica y hasta cierto punto afrentosa, pero donde se encarnaba una lucha universal por la libertad dada por la igualdad; la otra, actuar con energía y boicotear su ejecución. Recurrir a las palabras para convencerla ya no era una opción prudente. «Ya no tengo medios para persuadirla», pensaba el padre. «Es imposible», pensaban a coro los varones primarios, quienes aspiraban a evitarlo, ya no tenían más camino abierto. Solo la espera del surgimiento de un acontecimiento capaz y suficiente para devolver los hechos podía salvarlos. La deshonra de perderle por un desclasado era cada vez más inminente.

    Muchos aspiraban a ser amados por Mirna, basados, y así se decían internamente, en el viejo dicho legendario mediante el cual se ha establecido que la gente ama con igual intensidad todo aquello que desprecia. Esperaban por eso que Mirna los amara, y contaban como su única esperanza con un plan de disuasión a las ya fijadas bodas, el cual Teódulo Sebastián emplearía para impedirla, aunque sea en el último momento. La acompañarían hasta el final, pero deseando besar sus muñecas enguantadas. «Que Dios nos ayude», se decían algunos.

    El humor cambiaba entre la gente en Ciudad del Lago. Mientras Mirna Sebastián Herrera pasaba por una exuberante alegría, otros lloraban la desdicha por estarla perdiendo en los brazos del desconocido y, para colmo, con bajo fango que representaba Ricardo Flete. Mientras para ella era todo claridades, para otros su paso constituía empujarlos a un mundo donde solo había la tiniebla, la que se acercaba con su manto de oscuridad gigante; la oscuridad espantosa que minaba sus vidas y hacía miserable su existencia. Mirna sonreía con franqueza a la vida; mientras los otros, aquellos aspirantes confesos a tener posibilidades ante su amor, ante su rechazo se sabían derrotados, sentían con impotencia desvanecerse sus anhelos, se apreciaban disminuidos, y al evaluar sus escasas maneras para lograr desviar los pensamientos de Mirna hacia ellos e influir sus sentimientos. Al apreciar sus esperanzas esfumarse, veían todo opaco, todo negro, ruina y fango. Mientras Mirna era dichosa, se sentía feliz, otros se sintieron desgraciados y estas conversaciones dominaron el ambiente social en Ciudad del Lago. Algunos internamente callaban, sufrían en silencio; otros exteriorizaban sus desgracias e impotencias.

    Ella saludaba siempre con una dulce sonrisa a flor de labios, mientras existía una cuerda tirante distendida a punto de romperse. Nada le interrumpía porque se casaba con amor infinito, no solo por Ricardo Flete, el desconocido dueño del amor puro que en ella despertara, sino por la libertad y la igualdad que merecía la mujer por la mujer misma como enarbolara a título de eslogan y que era desde hacía tiempo una filosofía vívida. Su sonrisa femenina llena de una franca bondad se topaba con todas las visiones. Veía la vida de frente y se sentía dichosa, aunque era consciente de que la rudeza de la lucha emprendida y los obstáculos a vencer eran intensos e inmensos al mismo tiempo. Tuvo la suerte, la gracia de enamorarse por vez primera y única, y solo se entregaría a quien sería su marido: Ricardo Flete. No tenía ojos para otro ser en la Tierra. Solo Ricardo Flete ocupaba su ser, y eso le daba la satisfacción más grande jamás sentida. Aparte del amor a Ricardo Flete, existía una meta: conseguir la plena igualdad de su género, y él sería un instrumento eficaz para llevarla hasta el final, no solo por la lucha previamente fijada, sino porque simbolizaba la rebelión que encarnaba la mujer digna ante el abuso y la violencia iniciados desde el nacimiento mismo de la mujer por razones del sexo en el hogar de los padres. Nadie podía comprender todo cuanto ella sentía, pero le daba rienda suelta a la imaginación cuya fertilidad se ampliaba en cada paso. No había, no tenía mecanismo para exteriorizar la grandeza del espíritu en el cual se le movía cada fibra, las palabras no eran suficientes para ello, pero seguía. Tenía una obra por completar y lo haría.

    III

    Mientras Mirna Sebastián Herrera se encontraba en la iglesia esperando ya la frase final del obispo, su sonrisa se dibujaba en labios como la flor al brotar del capullo. Esa sonrisa inigualable le daba un reluciente carácter que contrastaba con el aparente semblante sombrío del progenitor, Teódulo Sebastián Dival, sentado en el banco céntrico del salón primario en la iglesia, ubicado en la primera hilera de asientos reservados. En Mirna la felicidad se apreciaba por doquier, esparciéndola por todos los rincones y de todas las maneras; en cambio, el disgusto del padre, Teódulo Sebastián Dival, era visible, inocultable. Este se encontraba literalmente aplastado por los hechos, por la grandeza del alma apreciable en su hija; quien en el mayor gesto de desprendimiento, muy poco usual por decirlo de algún modo, no se entregaba en los brazos iguales ofrecidos por un potentado. Seguía los dictados de su conciencia y se disponía a ser entera del hombre simple conocido en los corrillos bajos en Ciudad del Lago como Ricardo Flete, apodado el Oso, por su contextura física, un nacido en la sima, en los estratos más bajos, ubicados en las alcantarillas donde se marcan los fondos más profundos de las castas bajas.

    Mirna Sebastián Herrera era la dueña del amor por Ricardo Flete, y en quien se simbolizaba la lucha más desigual que su amor por la libertad y la igualdad de género en el cual naciera le produjo; en quien por eso se acrecentaba el amor propio. Mirna nunca tuvo debilidad de carácter, ni aún en los momentos en que pasara por las mayores dificultades. No se rendía. Se conservaba siempre con una serenidad inmutable, poco usual, la cual le era característica; nunca se alteraba por convulsa se convirtiera o fuera una situación. La salud de su alma se encontraba a toda plenitud, se sentía en plena lozanía. Nunca pensaba en la posibilidad de un divorcio futuro, no se separaría un momento del amado elegido, su futuro esposo, Ricardo Flete; nunca negociaría sus ideas emancipadoras en la lucha librada por la mujer encarnada en ella. Esa emancipación era su propia vida. Su dignidad había sido sellada y tendría miles de argumentos para rebatir cualquier razonamiento ilógico esgrimido por cualquier persona sobre el particular, o gestado por alguna corriente ideológica adversa y que pudiera alguien osar argüir contra sus creencias y convicciones, porque serían contrarias a la moral y la dignidad. Era atenta, escuchaba, y por eso se hallaba siempre presta a dar su opinión convincente en cualquier aspecto de la vida.

    Tenía la seguridad de que Ricardo Flete y ella nunca se abandonarían, como ella nunca abandonaría la otra razón de su existencia desde hacía cierto tiempo, cuando había abrazado la defensa por los derechos inherentes a la mujer y su igualdad como un medio de vida. «Nunca nos separaremos», se decía y repetía constantemente.

    Era feminista, y como tal había participado en las diferentes organizaciones europeas y latinoamericanas, cuyo fin era la lucha por la igualdad de género femenino. Odiaba con toda su alma lo escrito por Pompeu Genes, respecto a la inferioridad que según este era propia de la mujer frente al hombre. Rechazaba intensamente los postulados de algunos escritores cuando colocaban a la mujer en un nivel inferior. Aborrecía las opiniones planteadas por escritores conservadores y otros tantos pregoneros de supuestas líneas progresistas, cuando disminuían la grandeza que le era propia a la mujer, u opacaban su dignidad. Detestaba a los pensadores que no le reconocían a la mujer su trascendencia por sí misma. Conocía las principales organizaciones feministas del mundo, entre estas la Asociación Nacional de Mujeres Españolas, fundada en 1918, y era asidua lectora de su revista Mujeres Feministas; la Juventud Universitaria Feminista, salida del centro mismo de aquella en 1919; el Partido Acción Política Feminista Independiente, fundado en 1934; Mujeres Libres, fundada en 1936, y su revista Mujeres Libres, la cual coleccionaba con todas sus ediciones. Conocía la organización llamada Mujeres del Muro, fundada en Israel en 1988 después de que se celebrara la primera conferencia feminista judía; conocía Las Dignas, fundada en El Salvador en 1990, país latinoamericano al cual había viajado desde Europa para colaborar con esta organización, sin comunicarlo a los padres. En fin, conocía cómo se encontraba organizada mundialmente la lucha por los derechos que revindica en la mujer, pero rompía con los esquemas tradicionales que marcaban a las mujeres luchadoras por esos derechos. Su estilo contrastaba con el implementado por la generalidad de las mujeres feministas, consideradas en su máxima expresión por la libertad sexual, cuya característica principal era la tendencia al apareamiento entre mujeres o personas del mismo sexo, con sus cuerpos signados por la apariencia semejante a la del hombre por los ejercicios físicos intensos y por su inclinación sexual por personas del mismo sexo, pero ella amaba la libertad sexual que se expresaba en su lucha. «Poco importa que cada quien escoja, como mejor se le antoje, el destino de su vida sexual —decía—. El derecho a elegir lo que se quiere ser, esa consustancial a la libertad, esa libertad que después de la vida es el más sagrado derecho humano». Si bien luchaba por los derechos que se le desconocían la mujer y por su trascendencia como mujer sin otro reparo, sus curvas femeninas siempre fueron bien pronunciadas. No se le conocía relación sentimental con pareja, de ninguna especie, incluyendo con hombres, pero nadie dudaba de su heterosexualidad, como tampoco nadie dudaba de que ella emancipaba la libertad sexual como un derecho fundamental.

    Quien la conociera podría insinuar alguna duda sobre esto solo por la falta de relación marital y su tendencia a la feminidad, pero nadie osaría proponerle siquiera una desviación considerada por ella indecorosa. Era mujer en todo el sentido de la expresión. Reivindicaba las relaciones entre personas del mismo sexo, aunque para ella misma, por tener preferencia heterosexual, no le gustaban las relaciones lésbicas como forma de justificar la lucha por la libertad que la mujer exigía a algunas desviando su esencia, la cual, según sus propias palabras, no se limitaba a la libertad sexual. Decía que el lesbianismo como forma simplista para la manifestación de la libertad que en la mujer es natural, si bien ella prefería otra, no distorsionaba la lucha ni la envilecía, por eso pugnaba por mecanismos para la orientación que a su vez no constituyeran discriminación. La igualdad por la cual se entregaba debía abarcar todas las facetas de la vida, tales como la participación política y social en toda su dimensión, y postulaba con frecuencia en los cónclaves de género a los cuales asistía con regularidad. Esto implicaría una participación en los puestos con responsabilidades y mando en los Gobiernos, en los mecanismos y organismos para toma de decisiones de forma igualitaria a los hombres, quienes habían dominado las estructuras de los Estados y las relaciones internacionales en el esquema cuya transformación se buscaba.

    Su fin era claro y había sido definido. Pero la lucha por las reivindicaciones sociales, económicas, igualdad en derechos y la denuncia a la institución sexual fundamental —la heterosexualidad— no apartó a Mirna Sebastián Herrera de su esencia hacia otra forma de manifestación, ni pensaba siquiera para sí en la inclinación del amor entre mujeres. Por el contrario, con cada lucha afianzaba su amor por el sexo masculino sin renunciar a su lucha, y eso al mismo tiempo que la vinculaba a la lucha por su clase y a la libertad sexual, la desvinculaba de la tradicional estigmatización en la cual eran tradicionalmente víctimas las mujeres encasilladas en la lucha por la igualdad de género. Ella era la mujer donde se encarnaba esa lucha, pero rompiendo con esos viejos esquemas.

    ¿Cuán feliz eres? —se dijo internamente—. ¡Cuán dichosa eres, Mirna Sebastián! —se repitió ella mientras miraba con ternura al amado Ricardo Flete, quien, vestido con traje blanco y corbatín negro, lucía hermoso ante sus ojos—. ¡Bah! Soy tan feliz. ¿Cómo te las has arreglado ante Teódulo y el mundo, primero para conseguir este primor, y luego cómo has vencido tantos escollos para estar con él hoy ante el altar? —se preguntaba como si se tratara de dos personas diferentes conversando sobre el acontecimiento increíble—. ¿Cómo te las ingeniarás para llevar tu lucha hasta el final y salir vencedora? Bueno —se respondió—, ya has vencido.

    La pregunta correcta no es cómo has vencido los obstáculos para estar realizando hoy aquí en la iglesia con ese bombón tus sueños dorados, ni cómo llegar hasta el fin y vencer. La pregunta obligada debe ser qué has hecho para disuadir a Teódulo Sebastián Dival, tu padre, a quien tanto amas y quien ha demostrado adorarte tanto, y convencerlo para que sin tropiezos tú estés hoy aquí en el altar y llevarlo a aceptar estas bodas con alguien a quien desprecia, con Ricardo Flete, a quien, a pesar de su evidente superación personal, aún le faltan muchos peldaños en la escala social para llegar a ser tu par y ser aceptado por Teódulo?

    Mirna continuaba extasiada en su conversación consigo misma, aparentemente perdida en un manojo de interrogantes interiores que no encontrarían respuestas, sino hasta después de concluidos los actos fúnebres provocados por la masacre en la que ella sería protagonista de primer orden.

    ¿De qué forma lo has logrado? ¿Cómo ubicar en el portafolio de tu vida esa lucha a la cual te entregas siendo consciente de que puedes herir con ella al clan familiar? La verdad, no lo sé —se respondió—. Son de esas cosas misteriosas que en la vida nunca llegas a entender. Constituye una proeza haber convencido a Teódulo para no asumir como un desafío imperdonable tal asunto, y ver a mi adorado padre aquí permitiendo este casamiento y a punto él mismo de entregarme con sus propias manos, con sus brazos, peor, nunca he hablado sobre mis metas feministas. Por tanto, ignoro cuál será su reacción.

    Se detuvo un instante como buscando las respuestas a sus propias interrogantes, a esas tantas preguntas que la mantuvieron intrigada.

    En mi cabeza no cabe la idea de cómo he llegado hasta este momento sin la determinada decisión del prodigioso y amoroso padre, Teódulo Sebastián Dival, para jamás permitirlo, tal cual me dijera en un momento de esos cuando las discusiones entre ambos se tornaban álgidas; cuando expresara con esa rigidez del inentendido: «Solo sobre mi cadáver permitiría tal afrenta». Eso me preocupa, pues conociéndolo bien como lo conozco sé que nunca olvida. Soy consciente de lo obstinado y resuelto que se pone cuando sus ideas son contradichas y se trata de defender sus posiciones; nunca transige en sus ideales, y no es verdad, como me lo he propuesto, que don Teódulo Sebastián vaya a permitir la ejecución del matrimonio, mis bodas con alguien desigual, sin mayor contratiempo. No, no admitirá ser derrotado sin pelear hasta cuando le queden fuerzas, y lo grande vendrá cuando le confiese mis planes acerca de la feminidad.

    Se perdía en sus pensamientos, y volvía a preguntarse y a responderse a sí mismo:

    Algo planea y no debe de ser nada bueno, pero igual no es tiempo para echarse atrás. Es preciso continuar, aunque sea necesario vigilar a mi padre. Total, ¿qué pudiera planear mi progenitor, cuando está de por medio la vida y felicidad de su flor? Cuando se juega la profundidad en la felicidad que debe ser prioridad por ser su diamante. Nunca planearía una cuestión, sino cuando sea acorde con la mayor felicidad que como aspiración sublime tiene todo padre por su adorada hija, y él no será diferente. ¿Será preciso vigilarlo? ¿Para qué?

    Durante largo tiempo, en la iglesia, Mirna Sebastián fue atormentada por pensamientos de esta especie. Trataba de disipar la mente, buscaba distraerse para no incubar esas ideas, pero le era imposible. Cuando se disponía a dejarlas ir, reaparecían con la velocidad de la luz y con la fiereza del sonido del rayo cuando sale de un relámpago en las noches lluviosas, y volvía a sus preocupaciones internas, en medio del murmullo de los presentes.

    Pero ¿de qué manera vigilarlo si aparenta estar tranquilo y sosegado esperando el desenlace que le dará la felicidad a la hija, sangre de su sangre, la felicidad del ser al que más ama? Aparenta estar en total dominio de sus emociones. Él mismo se ha esforzado y ha venido conmigo en brazos, me ha entregado a Ricardo como el buen padre a su hija a la cual encamina y pone en la ruta de su felicidad, y aunque por sus ojos brotaron algunas lágrimas, es normal cuando por la felicidad del padre al momento en que entrega a su hija le salga una u otra lágrima; es la emoción, la angustia, la felicidad. Si lo vigilo, ¿no cometo dos errores? El primero es no acentuar su desconfianza y el segundo ponerlo en evidencia, lo que puede constituir un desafío más atrevido de aquel ya puesto en marcha. Eso puede hacerlo reaccionar airadamente y ejercer algún tipo de violencia. ¿Qué será mejor? ¿Hacerme la tonta?, ¿hacerme la que no entiende los desprecios incubados en su alma y dejar las cosas transcurrir con aparente normalidad a pesar de mi aprehensión?, ¿o iniciar ahora, cuando estoy frente al altar a pocos segundos de pronunciar el sí eterno a mi marido, unas maniobras con las cuales ponga en apuros a mi padre, creando a su vez unas reacciones en cadena que pudieran deslucir mis bodas? No, no seré yo quien ponga en peligro la culminación feliz del más importante acto de mi vida, este acto religioso que inicia el camino de mi unión matrimonial; no puedo, movida por esta preocupación la cual bien puede ser cierta, pero también puede ser una simple inquietud no fundada. Si resulta ser una simple preocupación la idea que me inclina a pensar en una posible maquinación y conspiración por mi padre, voy a quedar como la mujer más insegura y, sobre todo, sabiéndome ser quien comenzará a mover las fichas en el interior de la iglesia donde efectúo mis bodas, pudiendo al final entorpecer la celebración que ya empieza, y estas bodas en modo alguno pueden ser entorpecidas por nadie.

    Más tarde, cuando los hechos inesperados acaecieron, al final en la recepción celebrada en el hotel Cacique, el principal hotel y con mayor prestigio en Ciudad del Lago; mientras la sociedad se vestía con el oscuro negro por un enlutecimiento colectivo en toda la población de Ciudad del Lago; mientras se consumaba el inesperado giro que tomaban las bodas de fuego, Mirna Sebastián Herrera recordaría esta conversación consigo misma.

    Tenía razón al pensar y comentarme preocupada en mis adentros que cuando la tranquilidad era tan espantosa algo malo se fraguaba, y no le hice caso a mis instintos de mujer, al sexto sentido, el cual siempre ha sido quizás la más grande de todas mis virtudes. Todo se mantenía demasiado quieto para ser real, todo se entendía tan tranquilo, pero era preferible tener la tormenta desatada siempre por Teódulo Sebastián cuando algo le era adverso —pensaba Mirna.

    Cuando la noche está más quieta es porque algo grandioso pasará para estremecer sus cimientos. Cuando la tranquilidad es tan grave que su murmullo se escucha a lo lejos por una aguda audición y cuando la quietud es tan marcada que su visión a lo lejos se divisa, es preciso tomar el curso de los acontecimientos y desviarlos solo por la intuición —se dijo Mirna—. Permitir el curso normal de los hechos es discurrir en el camino largo de la historia sin aportar al cambio, es asistir sin cuestionamiento al devenir para ver pasar la vida sin aportar al trasfondo ni provocar la disipación del miedo. Esa no es Mirna Sebastián Herrera —se dijo interiormente ella.

    IV

    La iglesia estaba llena por todos los rincones, repleta de invitados, casi toda la población en Ciudad del Lago formaba parte del espectáculo inmejorable, único en su clase, sin par en las comarcas aledañas y lejos de ser emulado en las ciudades cuyas economías por su prosperidad competían con el desarrollo económico exhibido por aquella ciudad de bendiciones, única en toda la América Hispana. Todos se arremolinaban en las largas filas de asientos pretendiendo ser los primeros en presenciar la parte religiosa del acto conocido como la emancipación del encanto nunca vivido, las bodas de fuego donde el amor se manifestaba en todo su esplendor, toda su plenitud, toda su intensidad, toda su grandeza y perfección. Se empujaban los unos a los otros con tal de llegar a la parte delantera, acercarse al púlpito donde se encontraba el obispo frente a los novios. Otros oraban con los ojos cerrados y en voz baja, rogando al Todopoderoso que les permitiese escuchar las palabras del clérigo.

    Fuera de la casa divina, una extensa hilera de flores de variadas especies era visible, numerosos arreglos florales provenientes de las más importantes jardinerías y floristerías existentes en la ciudad, en las demás ciudades de la región e importadas del extranjero llenaban las dos orillas de la calle principal, tres leguas, varias cuadras ¡ antes de la entrada a la iglesia. Los habitantes comunes, igual que los pertenecientes a la alta sociedad de Ciudad del Lago, los residentes en Santo Domingo y otras importantes ciudades de la isla La Española, cuyo abolengo, opulencia y alcurnia se ponían a prueba y manifiesto en estas bodas, vieron con estupor todas las calles circundantes y por donde se llegaba a la casa de Dios enteramente cubiertas por alfombras rojas y acolchadas con las más variadas especies florales, por donde había pasado la novia en su ida hacia el altar, como forma pretenciosa para enrostrarle a los humildes la superioridad de unos pocos y bajar a los que se consideraban estar arriba, para llevarlos desde la cima hacia un sitial más bajo respecto del suyo. Para algunos, este constituía un ejemplo fétido que salía de la podredumbre del interior social que lleva al enojo, como era visto por la mayoría, o el escarnio vicioso en el cual se había convertido aquella sociedad con amplias bendiciones para unos, pero un verdadero estercolero para los otros.

    Los familiares del novio Ricardo Flete: sus padres, hermanos, sobrinos, primos, amigos y un sinnúmero de invitados todos salidos del seno social donde se había desarrollado, su clase social, asistirían al encuentro de esos dos mundos diferentes unidos por vez única en las bodas del siglo. Emiliano Flete, su padre, un iletrado cuyo modo de vida era el cultivo y la producción de café en la parte montañosa ubicada al norte de Ciudad del Lago, unas lomas frías difíciles de habitar, junto con su madre, Ofelia Vargas, también iletrada, quien vivía del sustento patriarcal, marcando lo poco suministrado por su esposo al hogar familiar con una vida simple resumida en el acompañamiento al abnegado esposo a todos los sacrificios del destino. No obstante la pobreza material, esta familia había sido dotada de una dignidad a toda prueba, una decencia insuperable resaltaba en sus vidas; eran poseedores del honor que sobresalía por todas partes; un decoro poco visto adornaba esta familia, aunque todos sus miembros eran materialmente pobres, casi indigentes. Eran tan pobres en bienes patrimoniales como ricos en honor y talante. Sus hijos mayores, Marianela y Emiliano Flete. La primera, había emigrado a Europa a finales de los ochenta, donde vivía desde entonces sin posibilidad de retorno a su país con mejores condiciones de vida; el segundo, había ingresado a la Policía, cuerpo del orden de la nación constituido por civiles armados que en el país constituye el más elevado antro de putrefacción y donde se gesta la peor corrupción que pudiera ser manifestada en cualquier parte de la sociedad, en cualquier institución pública o privada. Con los valores inculcados por su familia, este no tendría posibilidad para el acenso social ni económico, no tenía la desdicha de renunciar a sus pruritos morales para convertirse en un deshonesto e insertarse en el medio policial tradicional marcado por la acumulación de riquezas nunca justificadas, pues devendrían de actos reñidos con la honra y el decoro con que lo habían colmado sus progenitores. A unos diez años perteneciendo a dicha institución del orden, su vida era miserable igual que en sus inicios. No tenía medios para vivir dignamente con su bajo salario; pero, contrario a la generalidad de los miembros enclavados en esa podrida y desacreditada institución, no se dedicaba al macuteo ni al robo. Podía como pocos, levantar su frente bien alto, hasta las nubes.

    El día que fueron celebradas las bodas entre su hermano, Ricardo Flete, y Mirna Sebastián Herrera, nadie lo imaginaba vencido, quien con su propia ayuda había escalado desde la indigencia hasta convertirse en profesor escolar del sistema educativo primario. En esa fecha, Emiliano Flete era un simple suboficial, un alistado en la Policía Nacional, que apenas ganaba el sustento para su familia. La hermana siguiente del novio, Ricardo Flete, Dannia Flete, no había alcanzado el despegue, pues nunca pudo pasar del nivel medio que proporcionaba la deficiente educación pública en Ciudad del Lago. Aunque Dannia se hallaba preparada para asistir a las bodas de su hermano Ricardo, no encontró un vestuario adecuado para acompañarlo en tan importante día. El hermano menor, Nelson Flete, pasada su educación media, no encontró la posibilidad para pagar los gastos educativos y así continuar su instrucción, situación que lo había obligado a alistarse en el Ejército Nacional. Sus prendas morales, a pesar de la pobreza ancestral en la cual se encontraba arropada toda su familia desde su origen, le mantenían su frente en alto. No se perdería por nada del mundo las bodas entre su hermano Ricardo y cualquier bajada, y por eso se propuso con tiempo asistir a esta unión desigual, aunque para ello fue preciso sacrificar otras cosas. Se preparó junto a Emiliano padre, su madre, Emiliano Flete hijo, y sus sobrinas Muñeca y Fátima para asistir a las bodas entre Ricardo Flete y Mirna Sebastián Herrera.

    Asistieron junto con ellos los amigos de Ricardo, cuya amistad este había cultivado en Ciudad del Lago desde su llegada. Algunos como Alexander y Mártires eran inseparables del novio, Ricardo Flete, desde hacía mucho tiempo, los cuales a su vez estaban emparentados con Teódulo Sebastián, y por tanto eran primos cercanos de la novia, Mirna Sebastián Herrera. Todos le acompañarían sin perderse los detalles. Fueron parte importante del noviazgo, y, por tanto, invitados especiales tanto por la novia como por su enllave, Ricardo. Se prepararon para salir todos juntos, pero los padres ya estaban listos y optaron por irse primero, y buscaron unos amigos para solicitarles que los transportaran, y así fue como estos llegaron antes a la catedral de Piedras, mientras que los demás familiares lo hicieron momentos antes de que se iniciara la ceremonia. Los demás miembros de la familia Flete-Vargas y amigos se irían por otras vías, pero con el apuro por llegar a tiempo.

    Los hermanos, sobrinos y amigos contrataron los servicios de taxis abundantes en la ciudad, aunque eran poco eficientes. Una unidad conducida por un vecino, con conocimiento interno, conocedor de las rutas alternas para llegar a cualquier punto. Una vez que abordaron el medio de transporte, salieron marcha corrida hacia las bodas del siglo. Ricardo se iría por sus propios medios. El tránsito en Ciudad del Lago se ponía pesado durante las horas pico: las horas con el mayor flujo de pasajeros y vehículos privados. Una vez en marcha, estos importantes invitados, aunque pertenecían a la clase social no revestida del prestigio, prestancia y fortuna, estaban preocupados por llegar a tiempo. Durante el trecho del camino, conversaban sobre las bodas nunca vistas del hermano Ricardo Flete, del futuro que le esperaba y de tantas otras cosas triviales; sin embargo, para ellos relevantes. Se preocupaban por no llegar tarde como si fuese un asunto de vida o muerte. Siempre cumplían con sus responsabilidades a tiempo, y no era prudente que el día marcado por bendiciones únicas para Ricardo, sus padres, familiares y amigos llegaran tarde, debido a una o más de esas circunstancias que la vida pone como prueba, y, peor, por una cuestión tan banal como la congestión del tránsito u obstrucción en las vías de acceso a la gran iglesia principal en Ciudad del Lago, la catedral de Piedras, donde se efectuaban las bodas del pariente y amigo.

    —¿Ricardo habrá llegado ya? —le preguntaba Nelson a Emiliano con un cierto desenfado, pero con aparente preocupación por haberse

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