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La biblioteca perdida
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Libro electrónico183 páginas2 horas

La biblioteca perdida

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Los mejores libros se guardan en la biblioteca de los sueños.

Este volumen heterogéneo -que, según la expresión feliz de un maestro mexicano, puede calificarse de «varia invención»- recopila cartas, prólogos, estudios, memorias y voluntarias o circunstanciales reseñas que hacen posible la fragmentaria supervivencia de algunas obras desconocidas; la índole diversa de estas va del poema épico al drama, del tratado al aforismo, del diario a los vislumbrados episodios de una novela. La parva biblioteca perdida que componen involucra célebres nombres poéticos (Orfeo, Coleridge), mitos literarios (Fausto, don Juan, don Quijote) y episodios históricos (la conquista de México); suma a la par sucesos y figuras menos notorios, como el viaje de unos monjes budistas a una región misteriosa, una ignorada novelista irlandesa, un filósofo sudamericano o un secreto sabio del Kurdistán.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 dic 2020
ISBN9788418548000
La biblioteca perdida
Autor

Sigmund Méndez

Sigmund Méndez (Ciudad de México, 1974). Doctor en Filología por la Universidad de Salamanca. Es autor de los libros de crítica El mito fáustico en el drama de Calderón (2000), La escuela mexicana del silencio. (Ensayos de metapoética) (2012), La reinvención de Latinoamérica en «Cien años de soledad» (2016) y La «phantasía» en la edad de oro de la literatura artística (siglos XV-XVII) (2020) y del poemario Duhkha (2007).

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    La biblioteca perdida - Sigmund Méndez

    La biblioteca perdida

    Sigmund Méndez

    La biblioteca perdida

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418500473

    ISBN eBook: 9788418548000

    © del texto:

    Sigmund Méndez

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    El libro que ya estoy entreviendo […]

    constaría de una serie de prólogos […].

    Jorge Luis Borges,

    Prólogo de prólogos

    Prólogo

    En el siglo tercero antes de la Cruz, el primer emperador de China decretó que con él comenzaba la historia. Para sancionarlo, ordenó que los textos antiguos fueran destruidos, pues el poder absoluto solo domina el presente y el futuro si avasalla el pasado; o, como es comprensible, su frágil supervivencia, pues solo ha sido lo que rememoran los venideros. Más famoso desastre tuvo por escenario el Egipto helenizado y la ciudad de Alejandro; ahí la biblioteca fundada por la dinastía Ptolemaica, guardiana del esplendor verbal y el pensamiento de Grecia, sufrió el asedio sucesivo del infortunio y el terror religioso para disolverse en ceniza y leyenda bajo las sombras de César, el patriarca Teófilo y el califa Omar. Este milenario rito consuntor recurre numerosas veces en las cíclicas empresas humanas —eclipsó el turco los iluminados manuscritos de Corvino, arderán millares de cuerpos en Lovaina—; sin límites de tiempo o lugar, extendió su horizonte al otro lado del mundo, a las recién conquistadas tierras de México, cuando soldados y clérigos españoles, retomando y aboliendo a una la quema precursora de Itzcóatl y Tlacaélel, devastaron los códices que custodiaban las amoxcalli. En esa demolición metódica, fray Diego de Landa infligió a los documentos mayas el mismo castigo inexorable; después, en un conjetural acto de contrición, buscó dedicarse a su estudio y salvar algunos vestigios de lo perdido.

    Frente al inclemente rigor de aquellas sonadas catástrofes, este libro ofrece un parco ejercicio de restitución bibliográfica. En él se congregan escritos diversos sobre otros escritos; aquellos, en su mayoría, comparten la suerte común de haber permanecido ocultos o experimentar una transmisión marginal y precaria; estos —excepto uno— han de permanecer, a menos que algún brusco azar resulte salvífico, irrecuperables sin remisión. Su índole es tan variada como su temporalidad y su procedencia. Algunos textos recobrados fueron de origen compuestos como prólogos; otros son reseñas previstas o accidentales; otros más son solo oblicuos portadores del libro que rescatan de modo trunco, casual e imperfecto. Dado el posible valor de las obras perdidas, sorprende en ocasiones la pertinaz recurrencia de ese destino infeliz para no sobrevivir enteras ni haber conocido, por múltiples circunstancias —fortuitas, insidiosas, inescrutables—, una difusión mayor. No menos asombroso es su inesperado resurgimiento; las raras contingencias que hacen a un libro derrelicto renacer de su antiguo naufragio desde las aguas que lo devoraron, aunque no entero, sino a través de los pecios de signos que resucitan de modo insólito en una distante y ajena orilla. Ello puede dar pábulo a especulaciones sobre la ceguera de la variable fortuna y los hombres, sobre la frágil constancia de la memoria que con penuria resiste a la tenacidad del olvido. El tiempo es un estricto antólogo al que de buena fe pensamos depositario de una misteriosa pero certera justicia. El hábito pertinaz de nuestra fantasía, que humaniza las cosas y las convierte —como declaró en su célebre máxima el sofista de Abdera— a su propia medida, nos hace posible figurarlo como practicante de un celo digno del más autocrático emperador o del teólogo más severo. Acaso esta licencia nos permita concebir un tiempo indeciso y mudable también a veces dispuesto, como el obispo de Yucatán, a deshacer una sentencia condenatoria y reponer, aunque sea fragmentariamente, lo que destruyó con denuedo. Una hipótesis análoga puede hilvanar en lo invisible la junta de textos de este volumen. Cuán frágil resulte su intento, cuán válida su restauración, solo podrá determinarlo la voluntad memoriosa del lector y, en última instancia, como a todas las cosas, el incendio implacable de las edades.

    S. M.

    Canto de la cabeza de Orfeo

    Manuscrito anónimo, anexo a una copia de la Bibliotheca de Focio, ca. primera mitad del siglo

    xi

    ; texto no foliado, falta su inicio

    […] pese a tan lamentable circunstancia, el más antiguo y verdadero testimonio del poeta es entonces este Canto de la cabeza, pues las Argonáuticas y los Himnos son mucho más recientes, tanto que no valen siquiera para aquel homónimo del que se afirmó haber sido Museo su maestro. De Lisímaco —nombre que juzgo alegórico, por designar al liberador en las luchas postreras del héroe— no tenemos más conocimiento que lo que cuenta Eratóstenes, quien habla de él como el «discípulo de Orfeo». Oí a Proclo referir que vio en Alejandría una imagen donde se admira la cabeza del cantor junto a su lira con los ojos y la boca abiertos, mientras un joven sostiene a su lado la tersa piel y la caña como transcribiendo sus palabras; y este, verosímilmente, no debe ser otro sino Lisímaco.

    Comentadas de modo suficiente las peculiares condiciones que han marcado a esta obra y su transmisión, creo oportuno tratar ahora algunos de sus aspectos más significativos. En el «Proemio» a los 16 223 hexámetros del Canto órfico, Lisímaco refiere las circunstancias en que se dio su encuentro con la cabeza del poeta, en la costa de Metimna en Lesbos:

    Estaba ahí, en la playa, entonando un himno a la salida del sol; la negra sangre teñía la arena. Como si me conociera de siempre me llamó por mi nombre, Lisímaco, hijo de Admeto, y me ordenó que lo llevara con su lira al pie de un antiguo laurel, sagrado al señor de Delfos, y que tornara de vuelta con mis instrumentos de escritura, semejante a una nave que navega el Leteo, en la que me sabía versado. Así lo hice —pues debe servirse a un ser donde se muestra la fuerza de los dioses—, y al regresar el poeta me reveló quién era —la fama de infinitas bocas ya repetía incansable su nombre— y siguió durante varios días cantando y haciendo sonar la lira con mágicas manos invisibles. Era la voz más dulce y más triste que se haya escuchado jamás, como un ruiseñor que arrancado de las regiones transparentes del cielo o las mismas estrellas prolongara su canto en una honda caverna, con el solitario acompañamiento de las reverberaciones del eco. El laurel se pobló de aves mientras fluían las notas del divino cantor infortunado; sus palabras registré en los fieles rollos de mi corazón y en los que trabajaron incansablemente mis manos.

    Ello mostraría que la escritura ya era conocida en Lesbos antes de la guerra de Troya. Aunque tengo para mí que el caso de este Lisímaco es excepcional, pues no hay otros testimonios tan antiguos de las cosas griegas. La explicación parece radicar en el origen de Lisímaco, según se sugiere y a pesar de su nombre, egipcio; de ello da cuenta el propio poema, cuando Orfeo lo instruye:

    Registra mi palabra, veraz egipcio, que viene de las Musas,

    [en el crujiente papiro…

    Y en otro lugar:

    Guárdalo en los signos perennes que se enseñan

    a orillas del Nilo, de insondable fuente, y al pie

    de la alada esfinge, guardiana solar de la sabiduría.

    Mas esto no quiere decir por necesidad que fuera Lisímaco de origen no helénico, pues, por el contrario, se le moteja también como «mitilenio» en varios pasajes. Por lo tanto, conjeturo que la otra denominación señala el lugar de su aprendizaje del arte de escribir, en Egipto, donde además se dice que el propio Orfeo fue instruido, según refirió Hecateo y otros, o más bien, donde enseñó como maestro a los que allí fueron tenidos por sabios y al legislador de los judíos; o bien, a causa de algún hombre originario de aquella región que fue su mentor, lo que me parece plausible, pues su vínculo con esa tierra es notorio, si en ella, según he explicado ya, se resguardó la obra permaneciendo por siglos ajena al conocimiento de los griegos. O acaso puede ser que «egipcio» valga solo como sinónimo de «sabio», «letrado» o simplemente «escriba», pues en fechas muy posteriores, en los tiempos de Solón y de Pitágoras, Egipto seguía siendo tenido como escuela del más alto conocimiento. En cualquier caso, de estos temas nos hemos ocupado en nuestras obras Sobre el principio de la escritura y Sobre la fuente de la poesía, donde tratamos los comienzos de los primeros documentos con imágenes, como hicieron los egipcios y, con menos sapiencia, los etíopes, y con signos que pintan los sonidos, así como del origen del hexámetro que, según muestra este Canto, es de modo indisputable obra del primer inventor, el divino Orfeo.

    Al parecer, el alma del poeta ha divagado por aquellos días finales de su existencia, prolongados de una forma terrible y prodigiosa por voluntad divina, en torno a diversos episodios de su vida, algunos famosos, otros obscuros o solo deficientemente conocidos. En pasajes iniciales se refieren los sucesos que preceden su llegada a la isla de Lesbos, incluyendo la causa de su hórrido desmembramiento:

    De Diónisos fue la venganza, Zagreo, inspirador de delirios,

    que cólera alberga en mi contra —dura es la ira de un dios—;

    ya que después de tornar por las puertas del Hades

    traje conmigo a la luz los arcanos, conociendo que es uno

    este dios y el que reina en las huecas regiones dolientes.

    Atrás quedaron los ritos en el Pangeo, cuyo pie argenta el Estrimón;

    y a Apolo torné mis invocaciones, padre verdadero, el Sol que

    [nos guía,

    portador de la antorcha en las hondas cavernas del mundo,

    hacia eternas mansiones del Día. Al señor de la luz elevaba

    plegarias, desde las alturas robustas del Ródope, que aquilones

    [golpean,

    llantos y trenos mezclando, áspera y grata confusión al oído;

    cuando en Heno, antigua en verdad, de brisas sonoras,

    danzaban a mi paso los álamos en coro ordenado, frenesí destructor

    sufrí de ménades tracias. De nada me valieron los armónicos sones

    con aquella infausta jauría; sorda fue al canto que pudo ablandar

    adamantino rencor y rígidos seres en el Tártaro impuro,

    el canto que hechizaba los bosques, las fieras y hacía

    danzar en la playa a los monstruos emergidos del abismo profundo;

    pues el furor cegaba sus mientes. En ellas

    reinaba Diónisos, azuzando con tirsos recientes enconos,

    pues mi castidad otra vez a Afrodita rehuía

    clavado a un dulceamargo recuerdo; tema el mortal que se enemista

    con dos divinidades a una. Con rústicas armas

    —turba indigna aparejó el dios vengativo, tirano

    que asienta su trono en muelles pechos de hembras—

    se arrojaron al punto cual perras en celo

    en la matanza diestras. Hiriendo mi corte de aves

    y fieras devotas, forzando los instrumentos rebeldes

    que se negaban a ser asesinos, rompen sus manos la carne,

    músculos, huesos, dispersos quedaron mis miembros,

    cruento sacrificio en las piras de un odio divino.

    […]

    La cabeza

    arrojaron a la corriente infatigable del Hebro

    y nave fue cóncava lira a un viajero sin cuerpo.

    Esto deja nítida constancia de que las ménades que perpetraron la muerte eran en verdad mujeres de Tracia, entregadas entonces a los ritos dionisíacos. Luego tampoco es falso que se hubiera nutrido en sus pechos un previo resentimiento en contra del poeta por su firme abstinencia tras la muerte de Eurídice; sino que eso sirvió al dios de propicio instrumento, quien, puede decirse, descendió sobre esos rencores para convertirlos en montura bestial de su venganza; y esto puede corroborarlo cualquiera que haya leído la Dionisea de Lino, que siguió en todo lo que pudo al patriarca principalísimo de su estirpe poética. No salieron indemnes aquellas hembras frenéticas del crimen, sino que dejó en ellas marcas perdurables:

    Con horror las aguas negaron blanquear sus manos sangrientas,

    ni el padre Océano bastara a borrarles la culpa. Sus pieles

    tatuó la ignominia: la madre marcará a sus hijas, y estas las suyas,

    llevarán las tracias los estigmas luctuosos

    en su cuerpo grabados por la pena de Orfeo.

    Es palmario que las fuentes más viejas son como fecundos ríos con muchas verdades que luego se adelgazan y multiplican en diversos afluentes. Según lo dicho, en verdad Diónisos se había convertido en enemigo de Orfeo por razones secretas, según supo Esquilo, en esto también, como en otras cosas, más profundo y verdadero que otros.

    Entre lo más sublime y patético del largo poema, creo yo, están los versos que refieren los primeros momentos cuando el poeta desmembrado pide sin fruto la muerte en el mar, alcanzando las costas de Lesbos:

    Con el viento y las aguas las cuerdas sonaron,

    y el canto maldito que habita mi boca

    sangrante siguió como ahora —pues mana el canto sin fin,

    inmortal

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