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Biografía del sonido: Anhelo de vibración
Biografía del sonido: Anhelo de vibración
Biografía del sonido: Anhelo de vibración
Libro electrónico277 páginas4 horas

Biografía del sonido: Anhelo de vibración

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El viaje de una pianista a la eternidad del silencio.

Pyotr Frankl es un pianista australiano que, a los diecinueve años, tras un trágico suceso, conoce a una profesora muy especial de sesenta años en España, doña Julia.

Esta le guiará durante diez años, pues cambiará radicalmente su manera de tocar y le introducirá en una forma de entender la técnica del piano tan apasionante como incomparable. Después de la muerte de doña Julia, Pyotr va a conocer en uno de sus recitales a Alma -comienzo del relato-, que se conmueve de tal manera con su modo de tocar que verá en él la oportunidad de trasformar su aburrida rutina actual con el instrumento.

Alma, desde ese instante, va a profundizar junto a Pyotr en una insólita evolución de su técnica. Pero tras un final de la primera parte muy emotivo por lo inesperado, el destino caminará con ellos a través de todo el relato.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento4 ago 2018
ISBN9788417447984
Biografía del sonido: Anhelo de vibración
Autor

Fernando Tortajada

Fernando Tortajada es un pianista y profesor de piano que desempeña su actividad docente en el Conservatorio José Iturbi deValencia desde 1992, habiendo sido galardonado en diversos concursos de interpretación pianística en España, Francia y Bélgica. Destaca su vocación por la enseñanza de una técnica natural, viva y orgánica, donde el conocimiento del propio cuerpo como elemento generador del sonido, junto a una toma de conciencia de las sensaciones que va generando la interpretación, condicionan la original visión de su actividad pianística, tanto en las aulas como en los escenarios de sus asiduas actuaciones. Esa forma de tocar el instrumento se ve plasmada en el relato, con unos personajes que desarrollan y explican los principios de esa técnica natural del piano, a través de una narración muy vital donde los protagonistas convergen en la misma idea técnica del autor.

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    Biografía del sonido - Fernando Tortajada

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Biografía del sonido

    Anhelo de vibración

    Primera edición: julio 2018

    ISBN: 9788417447366

    ISBN eBook: 9788417447984

    © del texto:

    Fernando Tortajada

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A José y Francisca,

    que me disteis el aliento de la vida.

    A Raquel, por haber creado dos vidas espléndidas.

    Prólogo

    Cuando el sonido se transmuta en vida

    Cuando pensé escribir este relato, me surgieron muchas incertidumbres sobre la manera de expresar los sentimientos que me alumbran en cada actuación. De alguna manera, con cada aparición ante el público en una sala de conciertos siempre he querido concebirme activo y revitalizado, disfrutando del instante. No obstante, cuando han surgido las dificultades me he sentido imposibilitado, o bien autocriticado, por una forma de tocar que pudiera no ser la adecuada, sobre todo, en cuanto a la correcta calidad del sonido. Ante esto, con los años he llegado a la conclusión de que la mejor decisión es siempre ser uno mismo, tirar de carácter y personalidad y, por supuesto, una adecuada preparación para abordar el repertorio convenientemente elegido, pues hay tanto y de tal calidad donde escoger que no es difícil seleccionar siempre aquello que uno puede dominar en cada momento de su progreso técnico.

    A partir de ahí, transité por la duda de cómo afrontar ese repertorio pianístico: de qué manera hacerlo sonar. El mecanismo adecuado, el sonido correcto y la apropiada interpretación de las obras según el estilo demandan siempre respeto y obediencia a la partitura elegida. Pero aun con todo ello en su sitio, aun pudiendo ser muy perfecto, ¿qué faltaba para alcanzar algo elevado?: es deber inexcusable que ese sonido elaborado sea capaz de emocionar al oyente. ¿Pero de qué manera se puede conseguir?: el elemento clave es que todo lo realizado surja de lo orgánico.

    El conocimiento del propio cuerpo como medio generador de movimientos que harán hundir las teclas, provocando que los macillos hieran las cuerdas, es el secreto de una profunda interpretación que, a su vez, pueda provocar en el oyente tal estado de receptividad hacia el sonido generado que le permita vivir de manera gozosa ese momento.

    Pero aun consiguiendo esa técnica «natural», resultado del conocimiento y del trabajo con el propio cuerpo, todo ello no sería de utilidad si no lo amalgamáramos a la sensación de percepción del silencio, a través del cual se tratará de apreciar y sentir el «medio aéreo» donde esas vibraciones del recién creado sonido van a ser colocadas, vibraciones llenas de energía idéntica a la de ese «vientre aéreo» del relato. Si nuestro cuerpo es energía —ya la ciencia lo corrobora— y el medio aéreo donde el sonido se transmite también lo es, nuestra receptividad a través de los sentidos hará el resto del trabajo de control sobre el sonido naciente. El resultado final será un sonido dotado de emoción, pues ha surgido de nuestro interior. Será orgánico.

    Ya en el relato se ve como los protagonistas principales crecen indagando y progresando en el sonido que producen en el instrumento, sintiéndolo como algo propio, relacionándolo con la esencia de su propia vida y comparándolo con todo lo que surge a su alrededor en la naturaleza.

    Al tratarse de un narrador omnisciente, lo dejo todo en sus manos para ir desgranando el argumento. Comienza el relato con un recital donde aparecen los dos pianistas inicialmente protagonistas, Pyotr y Alma, que se conocen a través del sonido. Ella se apasiona tanto desde el público con la forma de tocar de Pyotr que indagará junto a él desde ese momento y perdurará toda su vida con la búsqueda de un sonido tan preciso como idealizado y siempre lleno de emoción.

    Al narrador en tercera persona se une, desde lo eterno —como una segunda dimensión del relato—, la voz de doña Julia, Julia Rondón, la que fuera única maestra de Pyotr, la que le enseñó todos los secretos de la interpretación y del sonido pianístico. Es ella la que inicia el relato a modo de introducción, anunciando el «viaje» en el tiempo que se inicia en el presente —el mencionado recital de Pyotr—, con vuelta al pasado en la tercera parte —profundizando en la vasta y poco habitual formación pianística de Julia Rondón—, y epilogando el relato con un atisbo de futuro tan incierto como esperanzador.

    Fernando Tortajada

    Primera parte

    El comienzo del viaje

    Quiero proponeros un viaje. Pero un viaje muy especial que yo desde aquí arriba, dicen, quiero sentir como vivencias del paso por mi única pasión, que fue y sigue siendo la música. Qué denostada estuvo esa palabra siempre, qué fácilmente la usaban, y no menos ahora por lo que siento. ¡Si solo fuera necesario una persona hundiendo las ochenta y ocho teclas sin más! Desde mi lugar aquí, en lo eterno, os iré confesando con ayuda de mi inseparable e infalible universo.

    Empecemos.

    El comienzo del viaje

    Sentada en la butaca de un fantástico auditorio, Alma, una joven pianista, ojea un programa de mano, distraída y absorta por los múltiples ajetreos de la vida diaria, mientras su pensamiento va de un lado a otro sin rumbo fijo, esperando la fanfarria que anuncie el comienzo del recital. Un famoso pianista, por ella desconocido, va a interpretar durante hora y media de música un recital de piano para deleite de los presentes, con una sala casi llena. Poco a poco mengua la intensidad de las luces como anticipo al comienzo de la actuación. Se va haciendo el silencio y, sorprendentemente, en cuestión de segundos se pasa de un clima de distracción a momentos de tensión contenida y expectación. Aparece el artista y los aplausos saludan como recibimiento cálido y premio anticipado por su pronta y muy esperada virtuosística intervención. Se espera un difícil programa con repertorio acrobático y plausible que todos los presentes ansían. La mayor parte de las butacas centrales están ocupadas, pues es donde se ve el teclado, quedando los pocos espacios vacíos en los extremos de la sala; Alma anhela así poder también ver las agilidades que se presumen en un artista de su categoría.

    Tras el preceptivo saludo con reverencia del pianista, se produce un momento no vivido por ella hasta entonces. Sentado sobre su banqueta, inmóvil, este pianista no comienza inmediatamente a tocar como suele ser habitual en otros recitales, sino que espera inerte frente al instrumento aumentando la sensación de silencio. La sala parece agrandarse a la vez que el tiempo aparenta detenerse. Pero lo mejor está por llegar. Los primeros sonidos se suceden calmos, muy sinceros, como si nuestro protagonista se afanara por convencernos de una realidad que va a empezar a suceder. Es su realidad, y su yo está a punto de incitarnos a una verdad que, escondida tras unos puntos negros en una partitura, está presta a cumplirse, transportando al público a un imaginario universo de sonidos, sueños, sensaciones, realidades y fantasías que pocos de los presentes, incluida Alma, presumen que van a vivir. No parece que por el momento vayan a ocurrir instantes de virtuosismo acalorado, exaltado, impetuoso ni apasionado, sino todo lo contrario: calma, paz, tranquilidad, reposo, quietud y serenidad se asoman al comienzo de su actuación. Cada vez más, su interpretación se hunde en el silencio con un sigilo atronador que capta la atención al instante del público. Alma piensa que pronto vendrán los pasajes impulsivos, arrebatadores y fogosos que todos esperan agazapados en sus butacas, y ven en la tranquilidad del comienzo de la actuación una preparación, como si el artista tuviera que acomodarse a modo de calentamiento para las verdaderas dificultades que están por llegar. Tras el inicial preludio coral de Bach en transcripción de Ferrucio Busoni, Alma y los demás espectadores de los asientos centrales se acomodan como preparación al espectáculo visual que esperan vivir. Pero algo distinto a los demás recitales comienza a vislumbrase, y se nota en las personas que agazapadas en sus butacas esperan con una atención poco habitual para un concierto de piano. En ningún momento la actuación del pianista da la sensación de dificultad, realizando movimientos a veces casi imperceptibles, e incluso los pasajes de abundantes notas de la difícil Sonata Waldstein de Beethoven no parecen ocasionarle esfuerzo alguno porque su interpretación es clara y precisa. Más adelante, los acordes grandiosos conviven con pasajes rápidos, alternando a su vez con momentos de intenso cantabile y polifonías en la Vocalise de Rachmaninov, donde aparecen melodías surgiendo de un manto de silencio, desapareciendo y volviendo a suceder de manera ordenada. Mientras todo ello va acaeciendo, se tiene la sensación de que el tiempo que ha transcurrido desde que sonó la primera nota es menor del que realmente ha ocurrido, como si el tiempo pasara más pausadamente. ¿Qué está sucediendo?

    La primera parte concluye. Alma ha escuchado absorta sin moverse, y, lo que es más sorprendente aun, no se han producido las toses y demás ruidos que habitualmente sobrevienen a intervalos más o menos cercanos en las interpretaciones en directo de los artistas en los recitales y que antes de comenzar este concierto se escuchaban como preludio a la fanfarria que anunciaba el inicio de la actuación. Algo extraordinario está sucediendo. No existe la percepción por separado del pianista frente a un instrumento interpretando una partitura. Parece que todo lo que ocurre en ese escenario va mucho más allá del puro lugar en el que acontece. No hay sensación de pianista físico que interpreta, ni instrumento que golpea cuerdas con martillos, ni puntos negros en una partitura que visualizar mientras escuchamos aquello. La concurrencia mira al aire, o bien cierran los ojos para sentir mejor y nadie parece estar ya interesado en admirar ningún rastro de acrobacia al teclado, pues al parecer no hay teclado ni pianista que lo golpee. El rostro de muchos de los presentes delata lo que están sintiendo, paz, equilibrio, serenidad y otras sensaciones imposibles de describir con palabras.

    Acaba la primera parte, enorme pero simple a la vez, magistral pero tierna. El prolongado acorde final de la obra de Rachmanivov es sentido hasta sus últimos rasgos de vibración, como si no se deseara aplauso alguno tras él, y cuando surge esa habitual recompensa, el público se ve transportado al inicio de un insólito viaje que comenzó hace cuarenta minutos. Desaparecido el intérprete entre bastidores para su merecido descanso, Alma no parece tener deseos de expresarse después de lo vivido hace unos instantes. ¿Qué más se puede decir con palabras tras lo sucedido?

    Muchos de los presentes en la sala abandonan sus butacas para estirarse o comentar en el hall del auditorio sus impresiones sobre lo acontecido anteriormente.

    Qué joven espíritu el de Alma, mi inseparable Alma, a quien no necesité conocer físicamente más que apenas lo que duró un apretón de manos para sentir su destino. Un destino que estaba escrito en sus llorosos y emocionados ojos aquel día que me conoció.

    Alma, habitual en este ciclo de conciertos que cada primavera se celebra en San Martín —una bonita ciudad cercana a la Costa Azul francesa, donde ella enseña piano en un centro de estudios profesionales—, prefiere quedarse en su sitio. Respira hondo y vuelve a proyectar su mirada al cielo del escenario como buscando con ahínco aquellas sensaciones que se desvanecieron hace unos instantes con el acorde postrero largo y contenido. Es inútil, todo aquello ya no está ahí. Tal y como comenzó, como por arte de magia desapareció de nuestros sentidos tras el último suspiro de vibración sonora. Aunque ella cierra los ojos para fomentar la escucha en busca de sensaciones, no surge de nuevo. Intenta visualizar fijamente el espacio que ocupa el escenario o el resto de la sala. Se fue.

    Alma Cases respira profundo estirándose en su asiento, y su mente recuerda durante esos instantes de pausa sus pinitos en alguno de los escenarios de la provincia durante sus años de formación como pianista, antes de comenzar a ejercer la docencia. Trae a la memoria aquellos momentos y quiere pensar que lo recién vivido también ocurrió entonces, pero le surge el desánimo, pues lo que acaba de descubrir en Pyotr Frankl no se parece en nada a lo que ella sentía tocando en su época de formación. Entonces Alma tenía miedo cuando salía a un escenario, y cada vez su objetivo de éxito consistía en equivocar el menor número posible de notas durante su permanencia ante el público. Más tarde hizo sus tentativas, como profesional de la docencia, en algún escenario más importante, aunque su aspiración siempre fue tocar en una sala como esta, delante de quinientas personas y un repertorio difícil como el de hoy. Pero ahora incluso tiene la sensación de que aquello que acaba de escuchar no es difícil, aunque conoce bien dicho repertorio y para ella sería un esfuerzo considerable abordarlo, y no solo delante del público. Aprovecha los minutos de pausa para acercar su mirada al programa de mano donde se muestra la biografía del solista, quedando sorprendida al leer que todo el bagaje de formación pianística de Pyotr se basa en una única persona, no habiendo pasado por conservatorio alguno, ni siendo galardonado en ningún concurso de interpretación. Nada habitual. Eso sí, sus actuaciones se suceden por distintos países, aunque tampoco parecen muy abundantes. No puede deducir su edad, aunque su instinto de mujer le dice que no irá más allá de los cuarenta años.

    La segunda parte está presta a comenzar. Menguan las luces y se hace de nuevo el silencio, cesando el murmullo del público. Y vuelve a suceder. Reaparecen la tensión contenida y la expectación. Es entonces cuando irrumpe Pyotr, y los aplausos y algún bravo aislado saludan a modo de cálida acogida. Alma nunca había escuchado expresiones tan magnas de aprobación tras el descanso de un recital en ningún pianista. Incluso el final de la primera parte hoy fue más comedido en expresiones de elogio que este inicio de la segunda parte. Es como si, tras finalizar aquella, los presentes no abrigaran la sensación de tener que realizar aprobación alguna por medio de aplausos, debido a ese estado de quietud y serenidad provocado por el intérprete y que se prolongó sobre gran parte del descanso. Es curioso que Alma ya no ansíe poder percibir las agilidades que se presumen en un virtuoso de su categoría. De nuevo Pyotr, sosegado sobre su banqueta, como inanimado, no aborda inmediatamente el repertorio de esta segunda parte, sino que espera inerte delante del piano aumentando la sensación de quietud, como si quisiera atraer hacia sí algún tipo de energía presente en el aire. La sala parece agrandarse y el tiempo otra vez queda suspendido. Algo portentoso vuelve a suceder. Esta vez la pieza interpretada que sirve de inicio de esta segunda parte es una descomunal y virtuosística Rapsodia española compuesta por Franz Liszt, llena de acrobacias y dificultades técnicas propias del mayor virtuoso del piano del siglo xix. Todo lo que vuelve a ocurrir en ese espacio va allende el recinto donde ocurre. No existe de nuevo sensación de artista físico que interpreta, ni instrumento que golpea cuerdas con macillos, ni texto que visualizar mientras se escucha aquello. A pesar de los acrobáticos pasajes de octavas, acordes y veloces escalas antes del tema de la jota aragonesa, el rostro y los movimientos que realiza el pianista con sus dedos y brazos delante del instrumento son placenteros, confortables, redondos y armoniosos, delatando una pasmosa naturalidad. Sus brazos se elevan como movidos por hilos cual marioneta y caen inertes pero potentes, como si todo su peso los hiciera precipitarse al vacío desde una corta distancia. El semblante de Alma revela lo que está sintiendo, una atmósfera llena de emociones imposibles de referir con palabras. Incluso alguna lágrima escapa tímida sobre sus mejillas. Es consciente de que algo inimaginable está sucediendo. Pero ¿qué? Tiene ante sus ojos un momento único, un pianista singular y asombroso que seguro tardará en olvidar y del que sacará conclusiones para su naciente futuro profesional. Habrá un antes y un después de este día, pues ella tiene la sensación de haber aprendido más en lo que va de recital que en toda su carrera pianística. El final se alargará todavía más con una pieza regalo del intérprete donde se vuelve a apreciar su descomunal técnica. Salen melodías cantadas de entre sus dedos con una extrema facilidad, temas que se van sucediendo con diversos timbres y en todos los registros del instrumento, y desarrollándose hasta la catarsis final donde concluye con una alusión al famoso Ave María en pleno declive final, cantado por dos veces, siendo la segunda de ellas de una emotividad sin igual. Ese tema le afecta especialmente por los recuerdos que le trae a la mente, debido a una personalidad sensible que en sus veintisiete años ya ha dejado en ella evocaciones, nostalgias, añoranzas, melancolías y soledad. A pesar de todo, nunca se ha sentido sola, pues siempre le ha confiado al piano sus más secretos sentimientos y deseos. Hoy no ha podido contenerse. Llora emocionada.

    El final del concierto es muy conmovedor. Nadie está sentado en su butaca mientras, ahora sí, todos aplauden de pie con una energía insólita como si quisieran agarrarse a ese momento único que acaban de vivir. ¡Qué el tiempo se detenga!, parecen decir.

    Un público sobrecogido va abandonando la sala, menos Alma que se queda rezagada, como no queriendo renunciar a ese espacio que ocupaba en el mundo sonoro que acaba de vivir, como si el mero hecho de estar ahí sentada le diera el derecho a sentir una vez más esos estremecimientos experimentados hace unos instantes. Parece recordar como en su niñez fue arrancada de su ciudad natal en España, Barcelona, al tener sus padres que emigrar a Francia a trabajar, dejando tras de sí un montón de recuerdos irrecuperables. Aun evoca las sensaciones de bullicio de la ciudad y, como contraste, esas largas caminatas veraniegas con sus padres por las montañas palentinas, llenas de paz y sosiego, donde aprendió a percibir el silencio y a contemplar las estrellas en las noches de estío. Su padre le solía decir que si algún día sufría dificultades, solo tendría que exhortar a esas estrellas para que la ayudaran a encontrar el camino: pedir con fe al universo. Todos han salido de la sala, pero ella permanece unos minutos allí de pie, estática, en soledad, como si estuviera en plena naturaleza, y repara en algo de lo que nunca había sido consciente: la quietud ahora parece distinta al corto silencio generado el instante previo al concierto, segundos antes de que Pyotr hiciera sonar su primera nota al teclado. Ese sosiego y quietud que está viviendo ahora le hace considerar estar en un lugar desconocido, a pesar de hallarse en el mismo punto que antes de comenzar el recital.

    Alma abandona la sala y en el hall encuentra bullicio y admiración. Abundan los músicos y, sobre todo, los pianistas. En algunos conocidos encuentra caras inéditas colmadas de desconcierto y fascinación; en otros, sus rostros no denotan tanto sorpresa como admiración por lo vivido, pues en su caso no era la primera vez que oían tocar a Pyotr. Todos comentan su Widmung final, tan antológico como sincero. Tocado a su vez con pasión contenida al principio, y con arrebato y energía en cada repetición del tema inicial, sin perder de vista en ningún momento el carácter vocal de la composición, ya que se trata de un breve lied de Robert Schumann transcrito para piano por Franz Liszt.

    Alma decide vencer su habitual timidez y acudir a saludar al intérprete al camerino. Desde el hall se forma una fila de personas que, amablemente guiadas por el jefe de escenario, son conducidas por una intrincada ruta atravesando las entrañas del auditorio hasta llegar finalmente a una puerta que da acceso al lugar donde los intérpretes suelen encontrar su aposento previo a las actuaciones en los numerosos camerinos. Allí hay que esperar unos pocos minutos hasta que una puerta rotulada con el nombre de Pyotr Frankl se abre. Alma contiene la respiración y, entre una cincuentena de personas, se alza de puntillas para poder ver el rostro cercano de alguien que minutos antes la había sumergido en una atmósfera de sonidos increíbles. ¡Ahí está! Su rostro no demuestra cansancio, y se revela amable y cordial con los presentes. Afectuosos y sensibles saludos, abrazos y algún autógrafo hacen impacientar a los que aguardan para saludarle. Y por fin le llega el turno a Alma, que aprovechando su perfecto inglés intenta dirigirse a él casi ya al final sin saber qué decirle. Ahí queda callada, mirándolo sin pestañear durante segundos eternos, y es Pyotr quien debe alargar su brazo para ayudar a vencer tanta timidez. Su mano le parece fuerte, pero a la vez flexible y delicada, y el movimiento de su brazo para acercarse al de aquella chica temerosa es absolutamente tranquilo y natural, sin aspavientos rápidos, aunque a ella le parece pesado. Tras ello, Alma se retira hacia atrás sin haber podido articular palabra, mientras

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