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No siempre puedes conseguir lo que quieres
No siempre puedes conseguir lo que quieres
No siempre puedes conseguir lo que quieres
Libro electrónico554 páginas8 horas

No siempre puedes conseguir lo que quieres

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Creían que en su trabajo, ejecutivos de empresas, el máximo riesgo era sufrir un ataque al corazón por estrés... Estaban equivocados.

Palmira se incorpora como ejecutiva a Rasmeyer, multinacional de productos de gran consumo, enchufada por Sebastián, un amigo de la infancia de su padre, quien ya lo había hecho con Francisco, el hijo del otro gran amigo de su padre, en este caso como director financiero. Cuando Francisco muere en extrañas circunstancias —¿accidente?, ¿suicidio?—, la sede central contrata para sustituirlo a Joaquín, pese a la oposición de Sebastián. Ante esas circunstancias, Sebastián le pide a Palmira que vigile a Joaquín. El acercamiento entre ambos se convierte primero en amistad y, poco a poco, en algo más. Mientras tanto, Joaquín va descubriendo cosas cada vez más oscuras: manipulaciones contables, bonos injustificables, desvíos de dinero... La organización de Rasmeyer mira hacia otro lado, porque dispone de un chivo expiatorio que no va a quejarse porque está muerto, Francisco; pero Joaquín y Palmira saben que Sebastián tiene que estar, de alguna manera, involucrado. No solo su vida es un galimatías a nivel personal, sino que la corrupción que están descubriendo en Rasmeyer podría ser mucho más grande de lo que ambos imaginan. Lo suficientemente grande como para que pudiera haber gente interesada en su desaparición.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento25 ene 2021
ISBN9788418152672
No siempre puedes conseguir lo que quieres
Autor

Juan Pablo Moreno

Juan Pablo Moreno ha sido y es un ejecutivo de empresas durante los últimos treinta años, en empresas de múltiples sectores (Deloitte, PWC, Duracell, Gillette, UPM, EMI Music, Grupo Herencia) y ha escrito artículos relacionados con la gestión de empresas en periódicos y revistas de economía. Al dar un paso adelante en su afición a la literatura para escribir ficción, decidió ambientar sus historias en un entorno empresarial, que conoce perfectamente y que apenas es utilizado, pese a que gran parte del público lector pasa gran parte de su tiempo en él. Su primer intento de escribir una novela, Hasta el final de los tiempos, fue finalista del premio Fernando Lara de Novela. Es esa primeriza novela la que, tras una reescritura completa, se ha convertido en No siempre puedes conseguir lo que quieres, primera parte de la trilogía de Joaquín y Palmira, que ahora se publica en Caligrama.

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    No siempre puedes conseguir lo que quieres - Juan Pablo Moreno

    Prólogo

    ¿Habrán averiguado algo los dos tortolitos?

    Sentado en su butaca de cuero, detrás del escritorio, con la luz y el ordenador apagados, se pregunta si debería preocuparse y tomar medidas. En absoluto se esperaba este giro de los acontecimientos. Estaba convencido de que todos sus problemas quedarían resueltos y que los desgraciados sucesos del año anterior se habían superado. Era consciente de que no los olvidarán, ojalá pudiera hacerlo él, pero la vida sigue.

    Entonces ¿por qué ese viaje? Cuando su amigo le comentó ayer, así, de pasada, por casualidad, que había recibido la visita de esos dos y le contó lo que le habían preguntado, la sangre se le heló en las venas. Apenas pudo contenerse para no sonsacarle los detalles. Después de una noche en la que no ha pegado ojo, lamenta no haberlo hecho, pese a que ya no tiene remedio. Podría llamarlo, pero no se le ocurre ninguna excusa. Medita sobre quién podría ayudarlo. No le faltan opciones, pero nunca le ha gustado pedir favores; además, tampoco sabe siquiera qué pedir. Necesita tiempo, aunque quizá esté sobredimensionando la situación. Puede que la visita de ayer se deba tan solo a que se están planteando ir en serio. Él sabe bien de eso; al fin y al cabo, es como si estuvieran siguiendo sus pasos. Con él nunca podría hablarlo, pero con ella, sí. ¿Por qué no? Mañana podría invitarla a comer; hace tiempo que no lo hace. ¡Cojones, es tan confuso!

    Se encienden las luces; se sobresalta. ¿Quién puede ser? Se queda inmóvil. Oye voces. Son ellos, joder; son ellos. ¿Por qué coño han venido hasta aquí un domingo? Mierda, no están solos. También ha venido ese otro cabrón que le discute todas y cada una de sus decisiones. No es una buena señal, no lo es.

    Ve su silueta pasar por delante de la puerta de cristal traslúcido de su despacho. Dice que va a hacer una ronda por la oficina. Segundos después regresa e informa de que no hay nadie.

    Se levanta y, con zancadas cortas, se acerca sin hacer ruido a la pared que comparte con ese lamentable desagradecido. Apenas puede comprender nada a través del tabique. Lo oye mencionar su nombre. Ese cabrón está leyendo algo escrito por él. ¿Cómo? ¿De dónde ha sacado eso? ¡Está completamente seguro de que no dejó nada que lo pudiera incriminar! Abre la puerta del armario donde guarda el material. Allí tiene dos armas. Elige una y la carga: tres balas. Se mete unas cuantas más en el bolsillo de la chaqueta. Con todo ello se dirige hacia la puerta de su despacho. Lleva el arma en la mano y se mueve con mucho sigilo. Todavía no ha decidido qué va a hacer; solo sabe que no puede quedarse con los brazos cruzados. Es un hombre de acción; si se la quitas, no le queda nada.

    Con sumo cuidado, sin hacer ruido, sale del despacho y se queda parado en el pasillo, delante de su puerta, que ha dejado abierta. Ellos están tan ensimismados en joderle la vida que, aunque no se esconde, no se percatan de su presencia. El hijo de puta sigue hablando como si nada.

    —Llamemos a la Policía y que lo averigüen ellos —dice lo que se temía.

    Y de este modo, apuntándolo a él, solo a él, lo interrumpe:

    —No, no vas a llamar a la Policía.

    Palmira

    Madrid, 22 de noviembre 2007

    Francisco, el hijo del mejor amigo de mi padre, el hermano de una de mis amigas más cercanas; de hecho, casi un hermano. Solo tenía treinta y tres años. Tan joven y con toda la vida por delante; ahora está muerto. Y muerto de esta manera. Es horroroso.

    Vienen a mi mente imágenes de su rostro. De hace años, cuando yo todavía era una niña, o una jovencita, según se mire. Hay que ver lo que presumía delante de mis amigas siempre que se acercaba a saludarme. «¿Quién es? Es guapísimo», me decían. Callado y serio, pero siempre con una sonrisa. Y de hace unos días, juntos en el trabajo. Directores en Rasmeyer, seleccionados para el puesto por Sebastián, el otro gran amigo de mi padre y del de Francisco; el que dejó Pamplona para hacer carrera en Madrid, el que nos ayudaba (enchufaba, dirían todos) para que nuestra carrera profesional fuera muy por delante de lo normal. Su cara ya no me sonreiría nunca más.

    —Lo que ha pasado es una desgracia, pero tenemos una responsabilidad para con la empresa que nos paga el sueldo —apunta Sebastián.

    Su voz no ha temblado. No nos mira a nosotros; tiene la vista clavada en un punto vacío. Estamos en su despacho, donde siempre nos recibe. Aunque normalmente nos reunimos los lunes, hoy es jueves. Francisco murió el domingo al caer desde la terraza de su casa, en un décimo piso.

    La Policía ya ha interrogado a varias personas; entre ellas, a mí. Lo ha hecho aquí, en la oficina. En ese momento le pregunté al agente, no recuerdo su nombre, si no hubiera sido mejor cualquier otro sitio, ya que los empleados se estaban poniendo nerviosos, pero el policía se encogió de hombros y siguió a lo suyo, repitiéndome la misma pregunta una y otra vez, aunque formulándola de distintas maneras: si creía que Francisco podría haberse suicidado y cómo era posible que no hubiera dejado una nota de despedida.

    —Lo más importante es recuperar la normalidad —continúa su discurso Sebastián—, para lo cual necesitamos reemplazar a Francisco de manera inmediata.

    Doy un respingo al oírlo, y no soy la única. ¿No ha pasado ni una semana desde la muerte de Francisco y esto es lo más importante?

    Rodrigo, nuestro director de recursos humanos, es el primero que sale de su estupor.

    —Puedo hablar con nuestros cazatalentos habituales.

    —No será necesario. Tengo el candidato, es de los nuestros, y cuento con la aprobación de Markus, por lo que el proceso será muy rápido —me sorprende, y no soy la única, por la cara que han puesto mis compañeros.

    —Y se puede saber quién es el elegido —dice Rodrigo.

    —Javier, por supuesto.

    —Según las normas del grupo, es necesario que una empresa externa lo evalúe y contraste su perfil con candidatos externos.

    —Pierde el tiempo todo lo que quieras. Es Javier y no hay más que hablar.

    Observo las reacciones a las palabras de Sebastián: Rodrigo se echa hacia atrás; su rostro no expresa ninguna emoción. Raúl, el director de ventas, hacia delante mientras intenta disimular una sonrisa. Y Azucena, la directora de sistemas, que siempre está inmóvil como un maniquí y no abre la boca salvo que se le pregunte, mira indistintamente a Rodrigo y Raúl esperando que alguno le confirme que lo que ha oído es real y puede alegrarse por la noticia. El único que tiene la vista fija en la persona que ha soltado esas palabras es Rodrigo.

    —Javier no era lo bastante bueno hace unos años, cuando insististe en contratar a Francisco. ¿Qué ha cambiado? —Siempre he admirado los huevos que tiene Rodrigo, con lo pequeño que es… y lo grande que es Sebastián.

    —Las circunstancias han cambiado. Francisco era el candidato perfecto entonces por su juventud, experiencia internacional y potencial, pero ahora prima continuar con la estrategia y transmitir un mensaje de tranquilidad a toda la organización.

    Rodrigo frunce el ceño antes de responder:

    —Habrá que felicitar a Javier; pero hay unos procedimientos que debemos seguir —insiste—. No te preocupes; yo me ocupo de hablar con los de Recursos Humanos.

    —Hazlo.

    Después de esas palabras, se levanta de la mesa de juntas, se da la vuelta y camina hacia su escritorio, indicándonos de esa manera tan poco sutil, pero a la que ya estamos acostumbrados, que la reunión ha terminado y nos podemos ir. Como siempre, Azucena es la primera en abandonar el despacho, seguida de Raúl. Ahora me toca a mí, dado que Rodrigo, que siempre se comporta como un caballero, espera a que yo salga para después hacerlo él y cerrar la puerta.

    —Palmira, espera, quiero hablar contigo —me pide Sebastián.

    Rodrigo hace un gesto de asentimiento y desaparece tras la puerta, que cierra con cuidado, sin que se oiga el más mínimo ruido.

    Sebastián está de pie, detrás de su mesa, pero de espaldas a mí, mirando por el ventanal con vistas a la sierra de Madrid. Es enorme. Muy alto, de unos dos metros, con las piernas larguísimas, demasiado delgadas para su torso, y una barriga inconmensurable. Siempre fue prominente, pero ahora es algo exagerada. Ello, unido a su pelo castaño, teñido, con las sienes plateadas de manera artificial, el traje claro que viste, excesivamente juvenil para sus cincuenta y tantos años, y su bronceado de cabina de rayos uva, le da un aspecto extravagante. No entiendo cómo me pareció siempre tan carismático, ni cómo fue siempre tan amigo de mi padre o del de Francisco. Es tan distinto a ellos.

    No dice nada; tampoco se da la vuelta. Pese a que durante la reunión no parecía afectado, comprendo que debe estarlo… y mucho.

    —Sebastián… —No se mueve. Repito—: Sebastián, ¿quieres algo?

    ¿Estará llorando? Que se suicide el hijo de uno de tus mejores amigos mientras trabaja para ti, sin dar ninguna explicación, tiene que ser muy fuerte, incluso para él. Al cabo de unos segundos responde sin volverse:

    —Necesito que me apoyes. Yo te he respaldado en todo momento. A ti y a Francisco. Primero convencí a vuestros padres de que Navarra se os quedaba pequeña, que con vuestro talento tenían que dejaros salir de allí. Y luego os ayudé a conseguir trabajo gracias a mis contactos, hasta que os reclamé y os ofrecí unos magníficos puestos… Y tan jóvenes.

    —Quizá demasiado.

    Se gira con rapidez, como movido como un resorte, y me mira a los ojos. No hay ni un atisbo de lágrimas.

    —Yo con tu edad ya era director general de una empresa, y con la de Francisco, presidente. ¿Era yo demasiado joven? No, no lo era. Y vosotros tampoco, teniendo lo que hay que tener. —No me gusta esta conversación, no quiero estar aquí—. Necesito que me apoyes en la empresa, y también en Pamplona. La muerte de Francisco ha sido muy dura para todos, especialmente para su padre, siempre tan católico. Apostólico y romano, de hecho. Su mayor preocupación es que su hijo se pueda haber suicidado. Por eso se aferra a la idea de que había bebido demasiado y la muerte se debió a un accidente. Necesito que me ayudes también con él.

    —Por supuesto.

    —Vale, Palmira, puedes irte.

    Me doy la vuelta y camino hacia la puerta. Al abrirla me despido, a pesar de que sé que él no lo hará. Nunca saluda y nunca se despide. Cierro la puerta y camino hacia mi despacho. Tengo la misma sensación de siempre después de una conversación con Sebastián: que todo el mundo me observa con sospecha. La enchufada del jefe, que no llega a los treinta y ya es la directora de Marketing de una empresa que factura cientos de millones de euros, con marcas líderes en casi todas las categorías que trabaja: limpieza, aseo, papelería. Nos llaman la 3M europea.

    Cruzo la mirada durante unos segundos con Javier, el que parece que va a ser el nuevo director financiero y sustituirá a Francisco. Javier la desvía inmediatamente hacia su pantalla. Apenas he hablado con él en todo el tiempo que llevo en Rasmeyer, pero sé que la opinión de la vieja guardia es que él tendría que haber sido el director financiero y no Francisco, que Sebastián no debería haberlo contratado nunca; era alguien tan joven e inexperto.

    Y lo mismo piensan de mí, claro. Quizá incluso con razón. Seguro que sí, de hecho. Y bien poco que lo disimulan; ni siquiera los que se dignan a hablar conmigo, que no son todos.

    Es la primera vez que tengo un despacho individual y no tengo claro que me guste. Las paredes son de cristal transparente, a diferencia de los despachos de Sebastián y de Francisco, que, si bien también son de cristal, están cubiertas por un vinilo traslúcido. Lo prefiero así, pues me permite no sentirme del todo aislada. Aunque podría estar en un búnker y no me sentiría menos sola. Hace apenas unos meses desde que me incorporé a Rasmeyer y estoy peor que nunca. Y no es que de donde vengo me fuera bien, precisamente.

    El sonido del móvil interrumpe mis cavilaciones. Es mi padre.

    —Palmira, cariño, ¿estás bien? ¿Qué tal en la empresa?

    —No, no estoy bien. ¿Cómo quieres que esté? Y la empresa también va mal. ¿Te puedes creer que la Policía nos ha interrogado aquí, en la oficina?

    —Carecen del más mínimo tacto. Aquí ha sido igual. Si vieras cómo está la familia de Francisco.

    —Papá, ¿por qué me has llamado?

    —¿Vendrás al funeral?

    —Claro, pero no sé cuándo va a ser. ¿Te lo han dicho a ti?

    —No, cariño.

    —Me imagino que dependerá de la Policía. Hasta que no finalice sus investigaciones… —afirmo sin mencionar la autopsia, que supongo que estarán haciendo.

    —El caso es que… ¿vendrás el fin de semana?

    —Este no. Papá, le estás dando vueltas a algo que no me quieres contar. ¿Qué sucede?

    —Me hubiese gustado decírtelo en persona, pero no puedo esperar. Me comentaste que no estabas contenta y que te estabas planteando dejar la empresa. Quiero que lo hagas.

    —Ahora no es un buen momento, con lo que ha pasado.

    —Precisamente por ello. He hablado con José y me ha dicho que su hijo le confesó que lo estaba pasando fatal en la empresa, que tenía mucha presión. Él piensa que ese fue el motivo de sus problemas con la bebida y del accidente, porque se niega a aceptar la posibilidad de que fuese un suicidio.

    —Papá, José tiene razón. Su hijo estaba sometido a mucha tensión. Y tú también, no me gusta este sitio, ya lo sabes; pero no creo que sea buen momento para marcharme.

    —Palmira…

    —Papá, llego tarde a una reunión. Hablamos pronto, en persona, como quieres.

    —Palmi…

    —Papá, adiós. Te quiero.

    Cuelgo antes de que oiga mis sollozos. Joder, Francisco, ¿por qué lo has hecho? ¿Por qué no te fuiste de la empresa? Vaya puta mierda, joder.

    Aprovechando que hace buen tiempo, pese a lo avanzado que está el otoño, me compro un sándwich y me lo tomo sentada en un banco junto a una fuente, tomando el sol. No soy la única; muchos han decidido hacer lo mismo, aunque sí soy de las pocas personas que lo hace en solitario.

    Me impresiona la cantidad de gente que trabaja en las cuatro torres. Miles, todos desconocidos. Eso, para una chica de provincias, es chocante. No me entretengo, ya que apenas he trabajado nada en los últimos días y tengo varios informes empantanados.

    En cuanto salgo del ascensor, me topo de bruces con Sebastián y Rodrigo. Sebastián está rojo de ira y mira desde sus dos metros y ciento y muchos kilos al metro sesenta de Rodrigo con profundo odio. Están delante de la puerta y no se apartan.

    — Sebastián, Helmut ha sido muy preciso. Ha recibido indicaciones de Elliot: quiere tres candidatos, Javier y dos personas de fuera.

    —Eso no es lo que acordé con Markus.

    —Entonces háblalo con él.

    —No tengas la menor duda de que lo voy a hacer. Hay que joderse con esa panda de burócratas absurdos que no tienen ni puta idea de cómo gestionar un negocio.

    Y con eso, se da la vuelta y entra en la oficina. Ni Rodrigo ni yo hacemos ademán de seguirlo. Preferimos esperar a que escampe.

    —Rodrigo, ¿qué pasa?

    —Ya lo has oído. Tengo que buscar dos candidatos más para el puesto de Francisco.

    —Supongo que todo es un trámite y que Javier será elegido.

    —Ya veremos.

    Sin decir nada más, abre la puerta y entra en la oficina, pero esta vez no sujeta la puerta para que yo pase, lo que es raro, puesto que Rodrigo es un perfecto caballero. Finalmente, lo sigo al interior.

    Espero que Sebastián consiga que Javier sea el elegido. No quiero ni pensar que ese no sea el caso. Y pobre del candidato que entre en lugar de Javier.

    Joaquín

    Madrid, 20 de diciembre de 2007

    No quiero ilusionarme con esta entrevista; así no me llevo otra decepción. No obstante, es difícil no hacerlo cuando, además de al cazatalentos y a los directores de Recursos Humanos, tanto de España como de Europa, ya he conocido a quien sería mi jefe en Londres, el director financiero de Rasmeyer en Europa. Este se despidió diciéndome que tan solo me quedaba una entrevista y que era un puro trámite.

    Antes de las nueve me planto en la recepción de uno de los rascacielos de la Castellana. Allí entrego mi carné de identidad e informo de que tengo una cita con Sebastián García de Tejada, el presidente de Rasmeyer. El de seguridad habla con alguien por teléfono mientras escanea mi DNI. El ascensor sube a una velocidad inverosímil hasta el piso treinta. Soy el único que se baja aquí. Pregunto a la recepcionista por Sebastián y me contesta que no está. ¿Qué hora es ya? Las nueve y diez. He llegado cinco minutos pronto. Sin sentarme, disfruto de las vistas desde un ventanal que da a la Castellana. Veo las Torres Kio, la Torre Picasso, las Torres de Colón… Incluso distingo el palacio de Correos en la distancia. Es impresionante. Nunca he trabajado en un sitio ni remotamente parecido.

    Echo un vistazo al reloj; las nueve y media. Un montón de gente pasa por la puerta que da acceso a las oficinas mediante un sistema de reconocimiento que funciona con la huella dactilar. Aunque algunos me saludan, y yo les respondo, la mayoría pasa de largo sin entrar en conversación. Nadie ha venido de visita y soy el único que está esperando.

    Vuelvo a mirar hacia el exterior. Esta vez, en lugar de Madrid desde el cielo, veo —debido a algún curioso efecto formado por la luz natural, la luz artificial y el ángulo en el que me he colocado con respecto a la ventana— mi imagen casi como si estuviera delante de un espejo. Mis noventa y pico kilos están bastante bien distribuidos a lo largo de mi metro ochenta y cinco, así que sobrellevo con mucha dignidad mi peso de casi tres cifras. Sigo estudiándome. Tengo el pelo todavía oscuro, sin demasiadas canas. Levanto la barbilla y muevo la cabeza a un lado y al otro para verme de frente y de perfil. Sonrío apreciativamente: no estoy nada mal. Desde luego, el traje oscuro, la camisa impecable, los gemelos de oro y una de esas corbatas de más de cien euros ayudan; ayer, en vaqueros y cazadora, no causaba, ni mucho menos, la misma impresión.

    El reloj ya marca las diez y yo sigo esperando.

    A las diez y diez se oye el sonido del ascensor, así que me vuelvo en esa dirección. Veo a un hombre enorme que camina dando grandes zancadas, como si quisiera hacer retroceder el tiempo, aunque sin conseguirlo. Llega casi una hora tarde. Lo reconozco porque lo he buscado en Internet y su aspecto no pasa inadvertido. Es Sebastián García de Tejada López-Thornton, mi posible jefe. Mayor que yo, con más de cincuenta, y más alto que yo, de metro noventa y pico; con muchísima más barriga y, en su caso, menos disimulada, pues no tiene ni mis hombros ni mi espalda. Le calculo unos ciento treinta kilos. Pasa de largo y se acerca a la puerta sin saludarme ni preguntar por mí. Lo observo desconcertado mientras pone su dedo en el lector y empuja la puerta. Durante unos segundos dudo si voy a hacer lo correcto. Al final, doy dos zancadas y me acerco a él.

    —¿Sebastián García de Tejada? —le pregunto, extendiendo la mano. Sin éxito, pues no me la estrecha—. Soy Joaquín Rodríguez, tengo una entrevista con usted.

    Me mira de arriba abajo con condescendencia. No contesta a mi saludo. Después entra. Por su actitud parece como si quisiera dame con la puerta en las narices. Atravieso yo también la entrada y lo sigo hasta la primera puerta a la izquierda: una sala de juntas enorme. A continuación, se sienta presidiendo la mesa. No me invita a sentarme, pero lo hago de todas maneras. ¿Qué puedo hacer si no? A partir de ese momento, tengo la peor entrevista de mi vida.

    —O sea, que quieres ser el nuevo director financiero de Rasmeyer. —¿Qué manera de empezar una entrevista es esa?

    —Sí, por supuesto. La posición es magnífica y el proyecto que me explicó Elliot en Londres…

    —Conozco el proyecto a la perfección —me interrumpe…, y no continúa.

    Espero unos segundos que me parecen una eternidad.

    —¿Ha visto mi currículo? —suelto de forma patética, tratándolo de usted, como si fuera un aspirante a becario acojonado—. Si le parece, le comento mi experiencia.

    Asumo que la leve caída de sus pestañas podría ser un gesto de asentimiento, así que empiezo. Le cuento mi formación, mi Executive MBA, los idiomas en los que me desenvuelvo, mis más de veinte años de desarrollo profesional, los logros de los que estoy orgulloso y también, por costumbre, mis defectos y los métodos que aplico para minimizarlos, porque en todas las entrevistas preguntan por ellos. Sé que lo hago bien, ya lo hacía antes de quedarme en paro, y ahora, después de haberme enfrentado a decenas de entrevistas durante este último año y medio, lo recito de memoria. Pese a ello, Sebastián no parece impresionado.

    —Bien, Joaquín, un perfil muy interesante. Lo hablaré con mi director de Recursos Humanos. Ya tendrás noticias nuestras —concluye, levantándose.

    Me acompaña hasta la puerta que da a la recepción, pero no la abre. Me fijo en un botón con la leyenda «PULSE PARA SALIR». Antes de que se cierre la puerta, me doy la vuelta y me despido con un «Hasta pronto, gracias por todo» que me suena hueco hasta a mí. Sebastián, el que sería mi jefe, asiente sin decir nada. Entonces se gira y se va.

    Joder, y ahora qué le digo a Marta.

    —¿Qué tal te ha ido? ¿Te van a contratar? —me interrogó el lunes después de una entrevista muy frustrante que tuve en esa constructora tan cutre, dado que ya me apunto a cualquier oferta.

    —El puesto no era interesante —contesté. Debería haberle explicado que manejaban una doble contabilidad y que los dueños eran, posiblemente, unos mafiosos.

    —¿Has dicho que no? ¡De veras que has dicho que no! ¿POR QUÉ? —me gritó.

    —Estoy sobrecualificado y acabarían pensando que buscaré trabajo desde dentro. No me hubieran cogido —respondí lo mismo que le había dicho otras veces. Intenté añadir lo que en realidad pensaba de la empresa y sus dueños, pero Marta estaba furiosa y no me dejó continuar.

    —¡Eso no lo sabes! ¿Por qué les has contado que no estabas interesado?

    —Ya te lo he dicho —solté. No me apetecía dar más explicaciones. Y, además, era tarde; no se las hubiera creído.

    —Te hubieran cogido, lo sé. No has aceptado porque no te gustaba lo suficiente y te hubieras sentido mal buscando trabajo desde dentro. —Eso también es cierto. Marta me conoce bien—. Joaquín, y nosotros, qué. Mi sueldo no es suficiente. No llegamos a fin de mes.

    —Si no hubiéramos comprado esta casa.

    —La culpa es mía, entonces.

    —Yo no he dicho eso. Mira, Marta, estoy buscando trabajo. Y voy a encontrarlo. De hecho, me voy al despacho a revisar el correo electrónico. Estoy en varios procesos que son muchísimo mejores.

    Mentí. Solo estaba en uno, este, que acaba de irse al garete. ¿Pues no me dijo ese tal Elliot que esta entrevista era solo un trámite? Y la semana que viene, Navidad. Pues menuda celebración vamos a tener. Con esto doy por finalizado el año 2007; sin duda, el peor de mi vida. Y dado que sigo en paro y sin perspectivas de encontrar trabajo, el 2008 no lo espero mejor. Tenía que haber aceptado la oferta y haberme ido al extranjero. Me quedé por mi matrimonio, pero ¿qué matrimonio?

    Madrid, 9 de enero de 2008

    —Necesita clases de refuerzo. Está bajando su rendimiento.

    Podría estar refiriéndose a mí, llevo un curso desastroso y estoy suspendiendo todas las asignaturas, pero está hablando de David, mi hijo mayor, que está en el primer curso de secundaria, y de su rendimiento en Matemáticas. Su tutor, un tipo serio de unos treinta años, delgado, con gafas de concha y cabello oscuro, me ha comentado que David se ha integrado a la perfección en el nuevo grupo, pero que lo nota un poco aislado. Me ha explicado que es un niño introvertido pero sociable, que es muy trabajador, pero a veces remolonea, y aunque no provoca conflictos, lo ha pillado peleándose con un niño e insultando a una niña. Una completa serie de valoraciones que se contradicen entre sí. Me preocupa eso último, pues David nunca se pelea y no ha dicho tacos hasta ahora.

    Nos interrumpe el móvil. Rodrigo López. Vaya, es el director de Recursos Humanos de Rasmeyer. No esperaba su llamada; solo una carta en la que me dieran las gracias por mi tiempo y se despidieran para siempre de una manera educada.

    Le digo al tutor de mi hijo, no recuerdo cómo se llama, que me disculpe, que va a ser un segundo. Después me levanto y me alejo todo lo que puedo de la mesa. No tengo intimidad; no es que importe mucho. Contesto al teléfono poniendo un tono de voz neutro. Pese a no esperar nada, mi corazón se acelera.

    —¡Hola, Joaquín! —grita con entusiasmo. Eso me sorprende: los directores de Recursos Humanos siempre actúan así, como si no valieran para el puesto si se comportaran de otra forma. Sin embargo, no es el tono normal cuando te despiden o cuando te explican que, a pesar de que tienes un perfil interesante, han encontrado a uno mejor—. Soy Rodrigo, el director de Recursos Humanos de Rasmeyer. ¿Te acuerdas de mí?

    —Sí, claro… —intervengo, pero no me deja continuar.

    —El caso es que hemos decidido hacerte una oferta, en línea con lo que nos habías indicado. Te la haremos llegar por correo firmada por Sebastián, nuestro presidente. Por supuesto, si sigues interesado… —deja caer esperando mi respuesta.

    No doy crédito a lo que acabo de oír. Me repongo.

    —Por supuesto que sigo interesado. ¡Es una noticia fantástica! No puedo esperar a incorporarme a Rasmeyer. El proyecto, tal y como me lo presentasteis, me resulta apasionante.

    A la par que hablo con Rodrigo, observo de reojo al tutor de mi hijo. Tiene clavados los ojos, ausentes, en la pared blanca y vacía de su derecha mientras espera de manera educada a que yo termine. La pared opuesta, por el contrario, está llena de dibujos de alumnos; algunos, muy bien hechos. Es curioso que prefiera observar la pared vacía, pero, claro, yo no estoy todo el día corrigiendo trabajos de niños. Es probable que lo que él necesite sea precisamente alejar su mente de todo lo relacionado con ellos.

    —Disculpa, era importante —digo tras colgar. Y para demostrarle que no he perdido el hilo de la conversación, continúo—: Estábamos hablando del rendimiento de David en Matemáticas.

    —Sí. En la primera evaluación sacó un bien y en esta está flojeando en los ejercicios —explica sin mencionar la interrupción—. Si no mejora, corre el riesgo de suspender la asignatura. Tenemos clases de refuerzo que le podrían venir bien.

    —¿Y cuál es el horario de esas clases?

    —Se imparten a la salida del colegio, de cuatro y media a cinco y media de la tarde.

    —¿No podrían ser a mediodía o durante algún recreo? El problema es que ni mi mujer ni yo vamos a poder venir a recogerlo a esa hora.

    —Pues no, ese es el único horario —responde con cara seria, quizá pensando que menudo suspenso le va a caer, porque las Matemáticas de primero de la ESO no son algo para tomarse en broma.

    —Bueno, en ese caso le daré clases yo. Al fin y al cabo, trabajo en finanzas.

    —No siempre es una buena idea que los padres den clase a sus hijos.

    —Es posible… De todas maneras, voy a probar —zanjo el tema—. ¿Algo más?

    —No. Lo dicho, es un niño estupendo y estamos encantados de tenerlo en el grupo —habla con desgana, la misma que ha mantenido durante toda la tutoría, al tiempo que se levanta para despedirse—. Muchas gracias por venir.

    —Muchas gracias por atenderme —contesto.

    Mientras nos estrechamos las manos, vuelve a desviar la mirada hacia la pared vacía. Debe estar harto de niños, de padres, de madres, de compañeros… Cuando ya estoy saliendo por la puerta, me dice:

    —¡Ah, y muchas felicidades por su nuevo trabajo!

    Me doy la vuelta y me doy cuenta de que es la primera vez que me mira a los ojos, y no a la pared; además, está sonriendo. Seguro que mi impresión es correcta: está harto, así que haber asistido a una sesión de peloteo telefónico por haber conseguido un empleo debe haber supuesto una novedad en su rutina diaria.

    La tutoría ha sido bastante mala —es la primera vez que no me han comentado la suerte que tengo de tener un hijo como David—; sin embargo, camino hacia el metro como en trance, con una enorme sensación de alivio. ¿Llamo a Marta para comunicarle la noticia? Por supuesto, la de la oferta de trabajo. Los problemas de David se los contaré mejor cuando llegue a casa.

    Sentado en un vagón de metro medio vacío, me recuesto y apoyo la cabeza en la ventana, pese a que vibra de una manera muy molesta. Vaya agobio. En su momento, cuando me comunicaron que mi posición desaparecía, me pareció una buena solución llegar a un acuerdo de indemnización, conseguir algo de dinero y amortizar una parte de la enorme hipoteca de ese desmesurado chalé que compramos en el momento más álgido del boom inmobiliario. Estaba seguro de que encontraría trabajo de inmediato. Enseguida fui preseleccionado para puestos muy buenos, pero no cuajaron. Hasta cometí la desfachatez de rechazar un par de opciones que ahora hubiera aceptado sin pensar. Y, por si fuera poco, para rematarme, cuando ya llevaba un año en paro y empezaba a estar realmente nervioso, estalló la crisis de las hipotecas de alto riesgo. Un puesto para el que ya había sido seleccionado, y que yo había aceptado, se quedó sin presupuesto. Otros procesos se cancelaron. Así que haber rechazado esas ofertas resultó ser un error más que considerable. Sin atreverme a decírselo a Marta, ya estaba valorando cuánto podríamos sacar vendiendo, o malvendiendo, nuestra casa. Eso sí, me consuela recordar que la alternativa de haber continuado en la empresa anterior no era ni mucho menos perfecta: suponía emigrar y, por consiguiente, cambiar por completo mi muy organizada vida. Y, al fin y al cabo, aunque hayan transcurrido casi dos años, y vaya a tener un jefe rarísimo, he encontrado trabajo.

    Al entrar en casa oigo un ruido de mil demonios. Los niños están jugando al fútbol en el salón en lugar de en el jardín, como deberían; ¿para qué lo tenemos si no? Bueno, pensándolo bien, mejor que estén dentro, pues hace frío. Y solo nos faltaría que Miguel volviera a enfermar. David me saluda sin preguntarme siquiera por la tutoría; tampoco me mira. Está con su hermano pequeño, que caracolea a su alrededor para arrebatarle la pelota, aunque sin éxito.

    Miguel ya tiene tres años, pero apenas aparenta dos. Ojalá esté mejor. No sé cuántas veces habré oído a Marta quejarse de por qué Miguel no coge peso, deseando que yo le dijera una mentira que le proporcionara algo de alivio mientras la abrazaba. Hace tiempo de eso. Las últimas conversaciones han sido distintas.

    —Joaquín, no consigues que coma nada —me reprocha al ver que, por enésima vez, Miguel escupe lo poco que puedo meterle en la boca.

    —Tú tampoco comes nada —suelto, aunque durante meses me abstuve de pronunciarlo en alto.

    —¿Me estás echando la culpa a mí? —era su previsible contestación.

    —Por supuesto que no; es que te preocupas demasiado —la tranquilizo. Como yo, pero estoy tan harto de hablar solo de ello…

    Y así hasta la siguiente ocasión, a los pocos días, o el día después, o solo unas horas más tarde, cuando vuelve a insistir, hasta que consigue que lo lleve a urgencias. Todas esas veces he conseguido reprimir lo que pienso: que quiere dejar de vernos al niño y a mí. De momento.

    Su pediatra actual, el sexto ya, tras la miríada de análisis y pruebas que nos obligaron a hacer los anteriores, es optimista. Dice que necesita tiempo para que su sistema digestivo madure, que hay niños que van más despacio y que tan solo hay que esperar. Ni Marta ni yo comentamos nada. Prácticamente, hemos dejado de hablar; solo discutimos, pero ese último pediatra podría tener razón. Ojalá. Porque Miguel continúa comiendo fatal, sigue siendo un suplicio conseguir que se acabe el puré o un yogur, y no digamos la fruta. Nunca ha comido fruta. Encima ahora no acepta el biberón y todavía no sabe masticar alimentos sólidos. Eso sí, por fin retiene la comida en su tripita y ya no vomita lo poco que consigo que trague. Y ha dejado de ser el bebé paliducho y enfermizo que apenas se movía. De repente, es todo energía. Una gran cabeza unida a un saco de huesos lleno de energía. Y ya está en el percentil veinticinco de altura; en peso sigue fuera de la escala, por lo bajo.

    Los dos ríen mientras Miguel chuta y David hace de portero.

    Marta está preparando la merienda de David y Miguel. Se encuentra de pie, de espaldas a mí. Tiene el bocadillo de David a su izquierda. Entretanto, pela y trocea una manzana, también para David. El yogur de Miguel, lo único que va a merendar, está colocado a su derecha. Aún lleva el uniforme de trabajo: traje de chaqueta oscuro y tacones. Algo más de metro sesenta y unos cincuenta kilos; media melena con el pelo castaño, casi del mismo color que tenía cuando nos conocimos, aunque se ha cubierto algunas canas con mechas. Normal a sus cuarenta y dos años, tres menos que yo. Le miro el trasero. Entonces se vuelve hacia mí. Sin apenas maquillaje, su bonita piel sonrosada hace que parezca bastante más joven de lo que es. Estoy tan contento que me parece un bombón. Hacía mucho tiempo que no me provocaba esa sensación.

    Salgo de mi ensimismamiento y me dirijo hacia ella.

    —Marta, tengo muy buenas noticias. Me ha llamado el director de Recursos Humanos de Rasmeyer y me ha dicho que he sido seleccionado. —Marta levanta las cejas—. ¿Recuerdas que te conté que no era optimista? —Asiente—. La verdad es que tras la última entrevista estaba convencido de que iban a rechazarme, pero al final no ha sido así.

    —¡Qué bien! ¡Ven, que te doy un beso! —se alegra y me da un abrazo y un beso, en un visto y no visto, para continuar solicitando información adicional—: ¿Cuánto te van a pagar?

    —No llegamos a concretar el sueldo. La oferta que me hizo el cazatalentos era de noventa mil euros, con coche de empresa y otros beneficios sociales. Insistí en que quería cien mil. Eso sí, saben que estoy en paro y que aceptaré los noventa.

    —Noventa mil es menos de lo que ganabas antes —señala alejándose de mí.

    Ahora vuelve a parecerme menos bombón; es decir, lo habitual.

    —Lo que ganaba antes está fuera de mercado, especialmente con la crisis que tenemos ahora. Y la alternativa para mantener el salario de mi antigua empresa implicaba irme a vivir a otro país.

    —Ya sé, ya sé… No hace falta que me lo repitas.

    —Me voy al despacho. Tengo que imprimir la oferta, firmarla y devolverla —le explico.

    Bueno, no sé lo que esperaba, pero sí un poco más de entusiasmo.

    En cuanto puedo, abro el correo de Rodrigo López. Mira por dónde, al final son cien mil. Deben haber pensado que seguiría buscando trabajo si no me ofrecían las seis cifras. Quizá tienen razón; las seis cifras suponen una barrera psicológica importante. Hace años la barrera estaba en ganar más de diez millones de pesetas; ahora es tener un sueldo de más de cien mil euros. Sonrío mientras imprimo la oferta, la firmo, la escaneo y la adjunto a mi respuesta. En el correo que le envío a Rodrigo le doy las gracias y le confirmo que en dos semanas me presentaré ese lunes en sus oficinas a las nueve y cuarto, tal y como me pide. Releo su mensaje. Entre felicitaciones y agradecimientos por el tiempo dedicado y por aceptar tan pronto la oferta me informa de que tengo a mi disposición un «estupendo» todoterreno como coche de empresa, el de mi predecesor, del que podré hacer uso desde el primer día. No me gusta; es más, me parece una estupidez conducir un coche así para ir a trabajar o para desplazarme a los centros comerciales. En cualquier caso, será una mejoría sustancial. Desde que me despidieron de mi trabajo y tuve que devolver mi BMW, solo tenemos el Peugeot 106 de Marta; y es difícil acostumbrarse a un coche tan pequeño después de pasar tantos años conduciendo berlinas de lujo.

    Cuando regreso a la cocina, Marta está sentada a la mesa, con la mirada perdida y sin hacer nada. El bocadillo y la fruta de David ya no están; el yogur de Miguel sigue ahí y se le han unido un par de galletas. Le cuento que al final se han estirado y la oferta sube a cien mil. Marta se levanta, ahora sí, con una sonrisa, que parece alegre, en la cara. Confirmado, la sexta cifra tiene un efecto psicológico importante. Y no solo en ella, sino también en mí: vuelve a parecerme un bombón y, además, descubro que me apetece el bombón. El abrazo que viene a continuación es mucho pero que mucho más largo que el anterior; hasta apoya la frente en mi cuello en un gesto que parece más que una simple rutina. Yo se lo devuelvo con más ganas, quizá apretando más de lo que su cuerpo menudo puede soportar, en un intento por liberar algo de la angustia acumulada durante estos últimos meses. No se queja, por lo que supongo que no he superado su umbral de dolor.

    Al cabo de unos segundos me separo de ella un poco. Para mi sorpresa, me da un beso profundo, con lengua; sin duda, gracias a la sexta cifra de mi nuevo sueldo. Nos separamos. Ambos sonreímos con complicidad. Espero, y deseo, que finalice en un escarceo amoroso una vez que los niños estén bien acostados y dormidos. Ha pasado menos tiempo del habitual, aunque, claro, por una vez tenemos algo que celebrar. Ojalá no lo estropeemos en lo que resta del día hasta que los niños se duerman. ¿Y si le cuento la no muy positiva tutoría de David? Quizá sea mejor no mencionarla. Aunque como por casualidad se acuerde y se dé cuenta de que no le he dicho nada, la tenemos seguro.

    —Me llamaron de la empresa durante la tutoría de David —me atrevo a hablar. Tenemos las manos entrelazadas—. Me contaron que va muy bien excepto en Matemáticas.

    —¿Y qué sugieren? —me pregunta sin que note nada especial en sus manos ni en su voz; tampoco en su expresión. Es posible que podamos salvar la noche.

    —Nos recomiendan que asista a clases de refuerzo al acabar el colegio, a las cuatro y media; pero ahora que vuelvo a trabajar, va a ser imposible adaptarnos a ese horario, ya que habrá que meterlo otra vez en ruta. Así que voy a darle yo las clases. Quiero pensar que, con un poco de atención por mi parte, mejorará.

    Y quizá a partir de ahora yo también empiece a ir bien en mis asignaturas. He recuperado el trabajo y con él, salvar la economía doméstica. Espero no tener que considerar nunca más la posibilidad de malvender nuestra casa. Me propongo recuperar también mi papel de padre: no puedo permitir que David suspenda nada con lo listo que es. Además, por poco que me apetezca, tengo que hablar con él sobre sus peleas e insultos. De eso último no le digo nada a Marta. Ella me contesta «perfecto» mientras se vuelve a echar en mis brazos y acerca otra vez su boca a la mía.

    Eso mismo digo yo: perfecto. Parece que no nos vamos a pelear antes de que llegue la noche. ¿Qué era eso que decía Quique San Francisco en su célebre monólogo sobre lo sobrevalorado que está el sexo? Que en sus tiempos, que son los nuestros, porque debemos tener una edad cercana a la suya, solo había dos posturas: me apetece y no me apetece. Me río solo de pensarlo. Todo indica que esta noche los dos nos vamos a poner de acuerdo en la primera postura, lo cual es muy raro; normalmente, o no nos ponemos de acuerdo o nos ponemos de acuerdo en la segunda. Podría ser el principio de la recuperación de otra asignatura: la que atañe a la pareja. La verdad es que tengo…, mejor dicho, tenemos otro suspenso.

    Después de un buen rato, Marta se separa de mí, se da la vuelta y camina hacia el tendedero. Todavía con los tacones, se agacha para sacar la ropa de la lavadora. Está muy sexi. Se incorpora y me mira con el ceño fruncido. Asiento, cojo el yogur y las galletas de la mesa, voy a por una cuchara y un babero, y me dirijo al salón armándome de valor. A ver qué tal se me da hoy. Los últimos días han sido mucho mejores, me animo. Quizá sea el principio de la recuperación. Y puede que luego reciba mi premio.

    Palmira

    Pamplona, 13 de enero

    El funeral por la muerte de Francisco se ha retrasado muchísimo. Primero por las investigaciones de la Policía y después porque llegó la Navidad. Ojalá lo hubiésemos despedido antes de estas fechas; habría sido mejor para todos.

    Mi padre abre la puerta trasera de su coche. Entro en él y cierra la puerta. A continuación, repite la acción con la puerta delantera para que mi madre suba. Todavía hoy me quedo esperando unos segundos a que la nueva generación de hombres demuestre la misma caballerosidad. Ya en marcha, no nos decimos ni una palabra durante el trayecto desde nuestra casa a la iglesia. Están enfadados conmigo porque insisto en mi postura: no voy a dejar Rasmeyer, ahora no es el momento. Cuando, harta, les he dicho que no tienen de qué preocuparse, que no voy a suicidarme por trabajo, por muy malo que sea, han dejado de

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