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La libertad como voz y silencio. Reflexiones liberales
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La libertad como voz y silencio. Reflexiones liberales
Libro electrónico290 páginas4 horas

La libertad como voz y silencio. Reflexiones liberales

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Un ensayo sobre la libertad que incita a la reflexión.

La libertad como voz y silencio. Reflexiones liberales es un ensayo, con características propias del mismo en cuanto a estilo o referencias a autores en un enfoque de intertextualidad, que pivota sobre el tema de la libertad, entendida como el bien máximo del individuo y de la sociedad, en su relación con fenómenos actuales en el terreno de las mentalidades y de la axiología en general en las sociedades de nuestros días.

Historia, filosofía y literatura suministran la textura de la cinta -el concepto de la libertad- que envuelve todo este ensayo, compuesto de seis apartados, con temas muy diversos, titulados: «La libertad como voz y silencio»; «No equiparar bondad y éxito (Una interpretación liberal de la historia)»; «Que nadie obligue a ser feliz a su manera»; «Del licantropismo y el angelismo antropológico»; «El discurso de las tarántulas» y «El ciudadano Peter Pan y el Leviatán paternalista».

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 ene 2018
ISBN9788417335250
La libertad como voz y silencio. Reflexiones liberales
Autor

Alejandro Diz

Alejandro Diz (Madrid, 1949). Académico correspondiente de la Real Academia de la Historia. Profesor de Historia de las Ideas en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Premio Extraordinario de Doctorado por esta universidad. Autor de diversos libros, entre otros, Idea de Europa en la España del siglo XVIII (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales), Historia de la idea de Europa. Del mito de la diosa griega al sentir europeo de la Ilustración (Editorial Dykinson), y coautor en más de una docena de libros colectivos. Autor de Tribunas de Opinión en diferentes periódicos de difusión nacional. Miembro de la Fundación Ideas e Investigaciones Históricas y de la Sociedad Española de Estudios del siglo XVIII (asociada a la Sociedad Internacional de Estudios del Siglo XVIII).

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    La libertad como voz y silencio. Reflexiones liberales - Alejandro Diz

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    La libertad como voz y silencio Reflexiones liberales

    Primera edición: enero 2018

    ISBN: 9788417335571

    ISBN eBook: 9788417335250

    © del texto:

    Alejandro Diz

    © de esta edición:

    , 2017

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España — Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A la memoria de mis padres,

    para los que la honradez

    nunca fue algo ridículo ni banal.

    Y a Carmen, siempre.

    La libertad como voz y silencio

    Jamás lo necesario se ha dicho demasiado a menudo, y la verdad, jamás en vano. Aun cuando no venza, la palabra demuestra su eterna actualidad,…

    (Stefan Zweig, Castellio contra Calvino.

    Conciencia contra violencia)

    Al fin y al cabo, allí donde hay libertad, callar constituye uno de los derechos y libertades

    (Sándor Márai, ¡Tierra, Tierra!)

    Una de las características que diferencian a las sociedades abiertas y liberales de las sociedades cerradas, autoritarias o totalitarias, es la de cómo engarzan el derecho a la palabra, a la libertad de expresión, al libre y responsable uso de la voz, y el derecho a callar, el respeto al silencio, el derecho a no responder a todas las preguntas. Complejo y difícil engarce, plagado de sutilezas y derivado en buena medida de usos civilizatorios más o menos prolongados, que en general respeta las sociedades liberal-democráticas y las caracteriza, pero que es dinamitado en las sociedades cerradas despóticas, particularmente en las de carácter totalitario, entre otras causas, por la visión totalizante de la política en la vida de las personas que caracteriza a las ideologías totalitarias. Ya Montesquieu, en el siglo XVIII, advertía de que la política no puede ni debe englobar toda la vida del hombre, ya que sólo es un sector de su ámbito, más o menos importante, pero sólo un segmento de la realidad humana. Los regímenes totalitarios, en general, se caracterizan por destruir para el ciudadano no sólo el espacio público sino también la esfera privada, eliminado cualquier posibilidad de actividad o movimiento que pueda contradecir la ideología y el poder totalitarios, intentando así el control no sólo de los actos, sino también el pensamiento, los fondos mentales de los individuos.

    Es sabido que el fenómeno de la palabra, de la voz, y de la acción más o menos libre del hombre ha sido desde los primeros tiempos historiables uno de los grandes interrogantes vitales que han abordado diferentes culturas y corrientes filosóficas, religiosas y sociopolíticas. «Hondo es el pozo del pasado. Es más, podríamos llamarlo insondable»: con estas palabras inicia Thomas Mann su obra José y sus hermanos, añadiendo que esta afirmación es aún más válida cuando la atención se dirige al pasado del ser humano, cuyo misterio es «el centro en torno al cual giran todas nuestras palabras y preguntas». En George Steiner, uno de los grandes estudiosos del tema, es constante el que la civilización es lenguaje y silencio, intelecto y memoria, porque las nuestras han sido civilizaciones y comunidades de la palabra, en la medida en que el hombre es un «animal de lenguaje». «Comprender es ponerse en la perspectiva de aquellos que hablan a otros, a quienes nosotros también podemos oír» (Isaiah Berlin).

    En la Biblia se lee: «En el principio fue el Verbo». Mas, Sófocles pone en boca de Electra que «los actos hacen nacer las palabras» y Goethe en su Fausto proclama: «En el principio fue la acción», apotegma en el que, más tarde, Wittgenstein creía detectar un anticipo de su noción de que todo saber humano se halla indefectiblemente enraizado en las prácticas humanas. En el Éxodo, Yahvé le dice a Moisés: «Yo soy el que soy», y a continuación: «Explícaselo así a los israelitas». Tautología que podría simbolizar uno de los «enredos» en que pudo meterse el pensar filosófico, el del oficio del filósofo que consiste, en famosa frase de Wittgenstein, en «mostrar a la mosca la salida del frasco». En la polémica entre Wittgenstein y Popper sobre filosofía y lenguaje, este último opinaba que, sin embargo, «existen genuinos problemas filosóficos que no son meros rompecabezas que surjan del mal uso del lenguaje».

    Basamento de la visión antropológica configurada en la civilización occidental es la definición del hombre como zôon politikón —el animal político, el viviente social— y poseedor de logos —el pensamiento racional, la palabra con sentido significativo, la voz con significado, base de la comunicación social, ya que entre el logos de los hombres y la phoné de los otros animales, que sólo les permite manifestar sus sensaciones, hay un salto cualitativo. Siguiendo en la argumentación aristotélica, sólo el hombre que vive en comunicación con los otros, a través del logos, y en comunidad con los otros, en la sociedad bien ordenada, puede habitar en ese universo que es el mundo humano. Lo humano, pues, se funda en el lenguaje, en la voz razonada, y el lenguaje existe porque existe el otro; el hombre como el animal que habla.

    Sobre la relación del discurso y la acción, de raigambre aristotélica, Hannah Arendt ha escrito: «La acción sin discurso ya no sería acción porque no habría actor, y éste, el agente de los hechos, sólo es posible si al mismo tiempo pronuncia palabras».

    Platón, en uno de sus diálogos, utiliza el mito de Prometeo para intentar explicar racionalmente el paso del mundo pre-político al mundo político, una vez que los dioses otorgan a los hombres las cualidades de la piedad y del sentido de la justicia, mundo que ya se caracteríza por la palabra y la discusión. Por la literatura clásica griega sabemos que Aquiles aprendió dos cosas: a decir bellas palabras y ejecutar nobles hechos.

    No es superfluo el recordar aquí, una vez más, el gran valor que tenía la palabra en la cultura griega antigua. Dice Esquilo en Electra: «Unas pocas palabras han elevado o derribado con frecuencia a los hombres». El ejecutar la isonomía —la igualdad ante la ley—, que en aquella cultura tenía cierta analogía con el concepto de libertad, era posible por el logos, por la capacidad de razonar de los hombres, que se verifica por la palabra, por la discusión; la libertad de expresión como uno de los principios de la democracia griega. La etimología del término «franqueza» deriva del lenguaje político griego, la parresía, que significaba el derecho del ciudadano a decir abiertamente lo que pensaba. No es casual que el ágora, como el ámbito fundamental de discusión de los asuntos colectivos, era la plaza de la libertad, por lo que los griegos consideraban como bárbaros a los pueblos que no poseían ágora.

    Si el lenguaje es «la casa del ser humano» (Gadamer), los problemas, dilemas y relaciones que surgen en su ámbito son tan complejos y diversos como los del mismo transcurrir de la historia de la humanidad. Así, el de la oralidad y la escritura, en los que se plasma y se desarrolla tanto el fenómeno de la libertad de la palabra, como el del respeto y el derecho al silencio. Se podría hacer una historia de culturas y de vidas y actividades contrapuestas, la de los ágrafos, que nada escriben o se resisten a ello («Es mejor no escribir nada, si nada hay que proponer» —Steiner), y la de los grafómanos, que todo lo trasladan a la escritura. Sócrates, es sabido, sería el epítome de los ágrafos, la comadrona de los atenienses, que a través de la mayéutica, de la ironía socrática, trataba de descubrir la esencia de las cosas a través de preguntas y respuestas. Platón en Fedro propugna la oralidad reivindicada por Sócrates, ya que sólo a través de la relación «cara-a—cara» y de la palabra hablada se puede descongelar la verdad que llevamos dentro. En una escena de una comedia de Bernard Shaw en la que el fuego amenaza la biblioteca de Alejandría, alguien exclama que arderá la memoria de la humanidad, y César le dice: «Déjala arder. Es una memoria de infamias»; comentando esta escena, Borges escribe que el César histórico aprobaría o condenaría el dictamen que el autor le atribuye, pero no lo juzgaría, como nosotros, una broma sacrílega, porque para los antiguos la palabra escrita no era otra cosa que un sucedáneo de la palabra oral. Steiner, en uno de sus escritos, a partir del hecho de que ni Sócrates ni Jesús de Nazaret confiaron sus enseñanzas a la palabra escrita, ha recordado un chiste famoso en Harvard que dice que, Jesucristo fue «un buen maestro, pero no publicó», por lo que le falta condiciones para ser profesor titular.

    Hitos en la historia han sido algunos actos de oratoria: la Oración Fúnebre atribuida a Pericles y el Sermón de la Montaña de Jesucristo. También, por ejemplo, el radiofónico de Churchill pronosticando y ofreciendo «sangre, sudor y lágrimas» en aras a vencer al nazismo o el «Tengo un sueño» de Martin Luther King. La oralidad, por otra parte, ha sido con el «boca-a—boca» el canal por el que en todo tipo de dictaduras y regímenes despóticos se ha podido comunicar y expandir ideas y propuestas de libertad, eludiendo las diferentes formas de censura. Gadamer, hablando de una «filosofía de oír», escribe: «El verdadero hablar es un estar despierto,.. Estar despierto supone no aceptar someterse pasivamente a lo que se le viene a uno encima, sino escuchar. En eso estriba la verdadera libertad del hombre, en el referirse a esto o a lo otro, en el escuchar algo o en el no querer oírlo». En estos parámetros se podría interpretar la definición de sí mismo que hizo Canetti: la de ser un «testigo oidor». En Mesopotamia el hombre sabio era todo oídos, es por lo que en sus estatuas de los orantes las orejas son exageradamente grandes.

    En los juegos de la oralidad también cabe la tentación y la libertad del silencio, siempre en tensión con el hablar. Paul Auster, en su novela La invención de la soledad, en un análisis sobre los libros proféticos, contrapone el caso de Jeremías, cuando la memoria llega en forma de voz que habla en el interior de uno y que no es necesariamente la suya, y que tiene escrúpulos a la hora de hablar, con el caso de Jonás —«la más dramática historia de soledad de la Biblia»—, con su negación a hablar tras recibir la palabra de Yahvé, huyendo lejos de su presencia, para embarcarse en una nave, donde en su bodega sueña. «El sueño como última evasión del mundo, el sueño como símbolo de soledad». Tras ser devorado por la ballena, Jonás cae en el abismo de la soledad que es, al tiempo, el abismo del silencio, y se enfrenta a la oscuridad de la muerte, como si «la negativa a hablar representara una idéntica negativa a volcarse a su prójimo». Y es en la oscuridad del aislamiento que constituye la muerte, cuando por fin Jonás habla, y en cuanto comienza a hacerlo, recibe una respuesta. «Pero incluso si no hay respuesta, el hombre ha comenzado a hablar». La palabra es la casa del ser en opinión de Heidegger; quizá es por lo que se dice que los kurdos dan de comer pájaros cantores a los niños que tardan en hablar. Mas la capacidad de hablar no ciega la voluntad de silencio, la libertad a él y su disfrute, entre otras cosas, porque el silencio es también una forma de responder al habla.

    La escritura fue, claro es, un hito en el proceso civilizador de la vivencia y de la con-vivencia del hombre. Con el paso a la escritura se produce un cambio lleno de significado, porque «la traducción del discurso oral a la escritura es un paso a un género nuevo, dentro del cual el lenguaje se ve obligado a hacer algo diferente de lo que hace en el discurso hablado» (Gadamer). El dios egipcio Thot (el Termes Trismegisto griego), considerado el inventor de la escritura, era también el animador de todos los esfuerzos del espíritu, y la diosa griega Isis, asimismo considerada inventora de la escritura, era señora de los signos. Con la escritura se ayuda a fijar la memoria, las memorias, las vivencias, las pautas de vida civilizada, intelectual y espiritual, los inventos y nuevas técnicas, y, además, lo que nos mueve a escribir es «la imperiosa necesidad de preservar ciertas cosas de nuestro mundo: de nuestra civilización personal, de nuestro continuum no semántico» (Brodsky). «El universo que otros llaman la Biblioteca», en la metáfora de Borges, porque el mundo es un «inmenso alfabeto».

    Con la escritura se ayuda a restar arbitrariedad en la aplicación de las leyes y normas de gobierno, aunque, de nuevo, siempre en relación tensionada con lo no escrito, con la voz interior de cada uno que, en el silencio, se nos planta como un imperativo,… Antígona apelando a la justicia no escrita, «inscrita en el alma humana, contra la legalidad prescriptiva del despotismo de Creonte» (Steiner). Imperativo de la conciencia personal junto o frente el imperio de la ley, de las leyes fijas y establecidas, que evitan o mitigan la arbitrariedad, pero siempre colgados del juego de las «siete y media», en el que tan malo es no llegar como pasarse: así, no llegando, cuando se gobierna mediante decretos arbitrarios, o pasándose, con la tentación de la bulimia legislativa de los gobiernos, regulando e interviniendo incluso en ámbitos de la moral, de hábitos y costumbres y, en general, modos de vida de la persona, que con frecuencia interfieren y coartan su libertad. Si la libertad de la persona debe estar protegida por la ley, sin embargo, hay ámbitos de libertad y de moralidad personal que se aseguran y se ejercen precisamente por la ausencia de la ley. Son esas libertades de las que ya hablaba Hobbes en el siglo XVII como las derivadas del silencio de la ley: libertad «en todos esos actos que no hayan sido regulados por las leyes». Esos ámbitos de la vida y la moralidad privada de los individuos que el Estado no tiene por qué controlar, y deben regirse por el concepto de «libertad negativa» que vendría a responder al interrogante de en qué ámbito mando yo, en qué ámbito de mi vida no interviene ni el Estado, ni la opinión de la mayoría, ni ninguna otra persona si yo no lo permito.

    La escritura —una parte del proceso de comprensión, en palabras de Arendt— ayuda a fijar conceptos y a enriquecer con experiencias propias o ajenas («¿Cómo sabré lo que pienso sin ver lo que digo?», se interroga un personaje de E. M. Forster), así como a performar el sentido de las cosas en una cierta labor socializadora. «Lo que se fija por escrito se eleva en cierto modo, a la vista de todos, hacia una esfera de sentido en la que puede participar todo el que esté en condiciones de leer» (Gadamer). Además, la escritura sirve de instrumento para expresar sentimientos inefables o muy difíciles de expresar con la palabra hablada: «Lo que no puede decirse, es lo que se tiene que escribir» (María Zambrano).

    La palabra escrita, pues, como uno de los grandes instrumentos de la libertad individual (escribir es «¡entrar sin haber llamado!»— señala Marina Tsvietáieva) y de la libertad política y social, entre otras cosas, porque la literatura es «la expresión verbal de una forma de vida, de una contextura del alma» (Julián Marías) y, además, «retrata los cambios de la sociedad, así como los prepara y los profetiza» (Octavio Paz). «La historia cuenta los hechos, la sociología describe los procesos, la estadística proporciona los números, pero no es sino la literatura la que nos hace palpar todo ello allí donde toman cuerpo y sangre en la existencia de los hombres» (Magris). La literatura tanto en su escritura como en su lectura. Desde el inicio de la era Gutenberg se desarrolla la posibilidad, de forma novedosa, de «extraer el sentido directamente a partir de los símbolos gráficos» (Gadamer), lo que conlleva una nueva modalidad de cultura de la lectura.

    El placer intransferible de la lectura, como el del oír música, es una de las experiencias de libertad e intimidad individuales más plenas, y que ha sido testimoniado con frecuencia. Agustín de Hipona tuvo la experiencia iniciática de la voz que le dice «Tolle, lege». Ricardo de Bury en su Filobiblión, el hermoso tratado sobre el amor a los libros, exclama: «¡Oh libros, los únicos liberales y libres, que dais a todo el que pide y concedéis la libertad a todo el que os sirve con diligencia!». Maquiavelo cuenta que, cada día, al llegar a su casa tras la actividad propia de los negocios diarios, se vestía sus mejores ropas para leer, para «conversar con los hombres más sabios del pasado». Quevedo lo manifiesta en magníficos versos: «Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos». Montesquieu dice que «el gusto por la lectura es un cambio de las horas de aburrimiento que uno tiene que tener en su vida por horas deliciosas». Diderot no duda en su recomendación: «Joven, lee». Voltaire, por su parte, declara: «He leído muchos libros que me han irritado, pero no sé de ninguno que me haya causado verdadero daño», y Flaubert decía que ningún libro que esté bien escrito puede ser peligroso. No es esa despreocupación hacia el daño que puedan producir los libros lo que han pensado los tiranos y dictadores que han sido. Las cenizas y el humo de los libros quemados en las piras nazis delante de la Universidad de Berlín se juntaron muy pronto en una diabólica nube negra con las cenizas de los cuerpos gaseados que salieron de las chimeneas de los campos de exterminio.

    La lengua y la literatura tienen un poder de revulsión contra el poder político, especialmente si se abusa de él, entre otras cosas porque son más duraderas y enraízadas que cualquier tipo de sistema sociopolítico. «La repugnancia, la ironía o la indiferencia ante el poder, tan a menudo expresadas por la literatura, constituyen, en esencia, la reacción de lo permanente —mejor aún: de lo infinito— contra lo temporal, contra lo finito» (Brodsky). De hecho, la literatura —usando mentiras para decir verdad y verdades para decir falsos— ha desempeñado y puede seguir desempeñando un papel de antídoto contra el totalitarismo y la represión, y no sólo como instrumento de denuncia, sino también como placebo para resistir la vivencia terrible de una sociedad totalitaria, porque «aporta el mejor argumento contra cualquier teoría política que sólo tenga en cuenta a las masas y aplaste al individuo, aunque sólo sea por el hecho de que la diversidad humana constituye el material básico de la literatura y su razón de ser» (Brodsky). ¿La literatura, la poesía, el teatro, la música para reforzar los compromisos morales y cívicos? Hay dudas tras los horrores vividos y cometidos en el siglo XX por sociedades cultas como eran las europeas. Escribe Herman Broch, con su experimentación lírica, en La muerte de Virgilio: «Nada puede el poeta, ningún mal puede evitar; se le escucha únicamente cuando magnifica el mundo, pero no cuando lo representa tal como es ¡Sólo la mentira es gloria, mas no el conocimiento!». Steiner tiene sus reservas ante lo que él mismo llama «la paradoja de Cordelia», cuestionándose si «lejos de humanizar nuestros reflejos, las grandes ficciones, las obras maestras del arte, las melodías cautivadoras inhiben nuestra capacidad de respuesta, nuestra responsabilidad —una palabra clave— a la necesidad, el sufrimiento y la injusticia humanos inmediatos», porque «de alguna manera paralizadora, pueden deshumanizar».

    La libertad del individuo con la lectura deviene también del hecho de que un libro puede leerse de varias formas y con interpretaciones distintas, aunque esas formas no son ilimitadas. La lectura, además y por supuesto, no es inocente: «Sólo leemos bien aquello que leemos con un propósito personal. Puede ser para adquirir algún poder. Puede ser por odio a su autor» (Valéry). Hay, también, diferentes tipos de lector en su libertad e interés particulares: concienzudo, evasivo, compulsivo,… «El buen lector es el que tiene casi constantemente la impresión de que no se ha enterado bien», es la percepción de Ortega. Steiner enseña: «Aprender de memoria es filología en acción. O, dicho de otro modo, debe leerse a los clásicos lápiz en mano», y leer «en diálogo» con ellos es hacer progresar el propósito de la búsqueda desinteresada de la verdad. En la genial extravagancia de Borges, Pierre Menard, autor del Quijote enriquece mediante una técnica nueva el arte de la lectura: «la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas». Marina Tsvietáieva, que era lectora compulsiva desde la niñez, escribía en su juventud: «¡Es horrible! Los libros son —la perdición. Quien ha leído mucho no puede ser feliz. Porque la felicidad es siempre inconsciente, la felicidad es —la inconsciencia». El lector como un fenómeno caleidoscópico: el lector de libros, el lector en Internet, el lector de Prensa, el lector ensimismado en su lectura en la butaca de su casa o sentado delante del pupitre de una biblioteca; el efecto penetrante de unas palabras, sean de un libro, de una carta o de un mensaje, leídas y releídas en la soledad… también lecturas colectivas como actividad social, fenómeno iniciado en Europa a fines del XVIII: «Los libros han tenido más oyentes que lectores; más que verse, se oían» (R. Darnton). En cualquier caso, la lectura como reducto de la libertad y la imaginación de la persona.

    En la relación del hombre con el mundo, por oposición a la de otros seres vivos frente al entorno, se destaca la libertad de la «constitución lingüística del mundo». «El estar elevado por encima de las coerciones del mundo es algo que se da siempre allí donde hay lenguaje y allí donde hay hombres; esta libertad frente al entorno es también libertad frente a los nombres que damos a las cosas, como expresa esa profunda narración del Génesis según la cual Adán recibió de Dios la potestad de poner nombres» (Gadamer).

    El poner nombres: una de las potencialidades más fascinantes de que dispone la condición humana, que le hace a la persona fantasear con su naturaleza aproximada a la divinidad en su visión monoteísta de creador de las cosas a partir de la nada. Porque con las palabras se puede nombrar, incluso, lo que todavía no existe; son llaves que abren puertas para ideales, deseos y esperanzas. «La esperanza es gramática», ha escrito Steiner, porque «la evolución del habla humana hacia los subjuntivos, los optativos, los condicionales contrarios a los hechos y los futuros verbales ha definido y salvaguardado nuestra humanidad» «El tiempo futuro del verbo es el gran desafío a la muerte, el gran desafío frente a la desesperación». Es decir, la capacidad humana para crear «falsos», porque «el habla humana no puede prescindir de la falsedad», de la necesidad de decir lo que no es, en frase de Jonathan Swift (la palabra «persona», viene del latín, que a su vez la recogió del término etrusco persh, que curiosamente significa máscara de teatro). Borges, con su ironía cáustica, escribe: «No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo». Aunque, a la vez, existe el peligro de los subjuntivos ligado a utopías políticas y sociales que han llevado en la práctica a dictaduras terribles, porque «la primera víctima de cualquier formulación sobre la utopía —deseada o

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