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Humo azabache
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Libro electrónico261 páginas4 horas

Humo azabache

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Información de este libro electrónico

Toda persona es cocreadora del sueño de otra.

Humo Azabache es un viaje a las antípodas, por historias de personas capaces de dar un giro a sus vidas, más allá del panorama socioeconómico y cultural en el que nacieron. La isla de Marajó (Amazonas), San Pedro de Atacama, Cali, Marruecos, Cachemira.

Es también un viaje a la realidad campesina en la Italia de la posguerra y hasta los años setenta. Una larga búsqueda y la puerta de entrada a las oportunidades.

Un trenzado de anécdotas que contagia al lector las alegrías y los desasosiegos del camino, y un profundo sentimiento de libertad: la consecución de una identidad, un espacio único en el mundo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento31 ago 2018
ISBN9788417335311
Humo azabache
Autor

Vania Emme

Vania Emme (Italia, 1978), hija de campesinos, viajera de largo recorrido, aventurera sin smartphone. A los treinta y nueve años cumple el sueño de compartir historias y arte, trayendo al mundo su primera obra literaria junto a su proyecto personal BE YOUR MAGIC.

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    Humo azabache - Vania Emme

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Humo azabache

    Primera edición: julio 2018

    ISBN: 9788417335595

    ISBN eBook: 9788417335311

    © del texto:

    Vania Emme

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ¿Morir, soñar?

    Se preguntaría Hamlet.

    Quizás nacer,

    porque viajar supone una forma de nacimiento,

    aunque camines a través del vacío

    y escapado del tiempo.

    Javier Reverte

    EL CORAZÓN DE ULISES

    Quien no está perdido no conoce la libertad y no la ama.

    Clarice Lispector

    AGUA VIVA

    A la memoria de Lucía y Olindo

    El gato volador

    Mi padre tenía un gato al que le daba miedo saltar. La madre lo había parido, como a sus hermanos, en lo alto del granero. Su instinto maternal le decía que sus gatitos estarían más resguardados del frío, ya que mi padre guardaba ahí el heno.

    A los pocos meses de vida, los gatos pusieron a prueba sus habilidades felinas; calculaban las distancias, experimentaban cómo agarrarse, sacaban las uñas para trepar, subían y bajaban y volvían a hacerlo una y otra vez. Todos, menos el gato volador.

    Al gato volador decidimos llamarlo Ermitaño, porque observaba el mundo, tranquilamente, desde lo alto de su guarida.

    Pasaron los meses y el gato cumplió un año. Mi padre, siempre atento, iba todos los días a llevarle comida. Subía por una tabla que había puesto a modo de rampa y que unía el primer piso con la parte alta del granero.

    Creyendo que el problema estaba en que la superficie de la tabla era demasiado lisa, mi padre puso en ella unas ristras de madera en horizontal, simulando así pequeños peldaños. Pensaba que de este modo el gato podría agarrarse con más facilidad.

    Ermitaño se asomaba cuando sentía a mi padre entrar por la puerta del granero. Oía el crujir de las latas de carne al abrirse y observaba cómo su madre y hermanos corrían a comer. ¡Y claro que él también olía ese manjar y hubiera querido bajar! Y todo hay que decirlo, a veces hacía ademán de intentarlo.

    Llegaba hasta la mitad del camino, estiraba la patita, medía el esfuerzo y, de repente, justo cuando estaba a punto de hacerlo, se retraía como si la madera lo quemase. Giraba sobre sí mismo y volvía a su escondrijo con aire abatido.

    Pasaron dos años, y ya todos creíamos que el gato en realidad no era gato, que había nacido, sencillamente, con el semblante de un gato. Pero Ermitaño creía que era otra cosa, quién sabe qué, no entendía tanto alboroto a su alrededor.

    Un día mi padre decidió dejar de subirle comida y, a los pocos días, también dejó de subirle agua. Lo hizo por su bien, explicó luego. Se dijo: «Seguro que cuando me vaya, baja y come junto a sus hermanos». El gato, evidentemente, no bajaba.

    Al cabo de un mes mi padre subió a comprobar si todavía estaba, pues hacía días que no lo veía. Y lo que se encontró lo dejó sin habla. Ermitaño, de gato, solo tenía la cabeza. El resto era un amasijo de pellejos y huesos, y casi no se movía.

    Mi padre bajó sobresaltado por la rampa y volvió a subir con agua y comida. Por un momento pensó que, de tan pegadas que tendría las entrañas, al primer bocado estallaría. Pero no fue así. Ermitaño, manso como de costumbre, al cabo de un mes volvió a tener el mismo aspecto saludable de siempre.

    La solución a este problema llegó un buen día desde el exterior. Un gato callejero se metió en el granero y subió a robar comida a Ermitaño. Mi padre escopetado subió como un lince tras él y, revolviendo las pacas de heno y golpeando con la escoba en el suelo, armó tal jaleo que ambos gatos chocaron entre ellos, se arremolinaron y, asustados por el jaleo, se encontraron volando, con las patas abiertas, los cinco metros que separaban la guarida de Ermitaño del suelo del granero.

    Así fue como, de un salto, Ermitaño descubrió la emoción de vivir una vida de gato.

    Rutas invisibles

    Hubo una época en la que me sentía como el gato volador. Sabía que era necesario saltar, sin embargo, retrasaba ese hipotético momento inventando cualquier excusa. Y no es que estuviera acomodada en la rutina, al contrario. Pero dejar un trabajo fijo… ¿Tú lo dejarías?

    Peleaba sin cesar con esa voz antagónica, arrogante y demoledora, que respondía al criterio común, que mandan las reglas establecidas, sobre cómo actuar de forma correcta.

    Estoy en la zona de embarques del aeropuerto del Prat, Terminal 1. Observo cómo pequeños remolques mueven aviones y los aparcan con precisión. Mi última quimera es encontrar a Fredy en Marrakech. De modo que, sin mucha planificación, salí de Barcelona hace mes y medio rumbo al este. Al fin y al cabo, me pregunto: ¿quién dijo que el camino a seguir ha de ser el más corto?, ¿el que marca el Google Maps?

    Conoceré por fin el sur de mi país —me decía— bordearé la costa mediterránea desde la Campania hasta llegar a Sicilia y aprovecharé el trayecto para reencontrarme con personas queridas. La ruta me parecía fantástica, así que seguí fabulando un desembarque en Túnez, desde algún puerto siciliano todavía no previsto, y soñando con imágenes de una sosegada travesía por Argelia, hasta llegar a Marruecos.

    Esta era mi idea inicial, y se mantuvo así, aunque con leves cambios de última hora, hasta desembarcar en Sicilia. En la isla, en un momento de descanso, caí en la trampa del «viajero reportero».

    Recuerdo que estaba en Mazara del Vallo, una pequeña localidad en la costa occidental de la isla, de aspecto árabe y con medina. El calor era sofocante. Entré en un locutorio y no salí hasta que el sol se ocultó tras los edificios. Por inercia, me puse a buscar información sobre visados. De repente, me encontré con un montón de información sobre tragedias ajenas que, por lo general, se quedan en ajenas hasta que uno decide viajar a esos lugares. Es decir, que lo que en un principio son molestias se convierten, durante el viaje, en tragedias.

    Leí sobre fuerzas armadas y bastiones islámicos, sobre atentados, bombardeos, hambrunas y saqueos. Pero lo que más me afectó, entonces, fue enterarme del cierre de la frontera entre Argelia y Marruecos, algo que al parecer ya llevaba décadas vigente y, sin embargo, nunca había oído hablar de ello.

    —La llaman la «Guerra de las Arenas» —me explica mi vecino de asiento del avión—. Desde 1963 tenemos esta situación. —Continúa respondiendo a mis preguntas—. Son disputas por unos territorios, no hay relaciones diplomáticas. Si pregunta a un argelino, va a decir que nosotros somos los malos; si pregunta a un marroquí, dirá que son los argelinos.

    No podía creer que en el año 2013 existiera una frontera cerrada, que el ser humano no pudiera cruzar, de manera legal, un territorio que forma parte del Patrimonio Mundial.

    Estuve varios días pensando que, de todos modos, podría intentarlo y entrar por Mauritania. Pero seguí leyendo… campos de refugiados, muros y vallas de alambre, búnkeres y suelos minados.

    Lo mires por donde lo mires, te das cuenta de que la libertad de movimiento, en según qué parte del mundo, es algo bastante relativo. No hay más que verlo en el Google Maps. Si pones: «cómo llegar de Túnez a Marrakech por carretera», el camino que indica el mapa te guía hasta Argel, la capital de Argelia. Después el dibujo se desviará hacia España y ofrecerá, como única opción, la de cruzar en barco hasta Alicante. De ahí, rumbo sur hacia el estrecho. Pero si escribes: «cómo llegar de Túnez a Marruecos a pie», en este caso el camino más breve, y el único, sería cruzando el mar Mediterráneo -supongo que en barco- desde Orán (Argelia) hasta Almería (España), y allí tomar otro barco hacia Melilla.

    Me pareció demasiado complicado, así que decidí regresar al «campamento base» en Barcelona, aprovechar para aligerar mi equipaje y aclarar las cosas con Andrés.

    El chófer del riad que reservé en la web ha venido a buscarme al aeropuerto de Marrakech y me lleva hasta la plaza Yamaa el Fna. Son las once de la noche.

    En la plaza, el dueño del alojamiento está esperándome con un cigarro en la boca y uno encima de cada oreja. Es alto, camina muy deprisa, inclinado hacia delante, no me ayuda a llevar la maleta. Tiene un tic en el cuello y los ojos muy abiertos. En el hervidero nocturno de callejones y laberintos, hemos estado a punto de ser arrollados, en varias ocasiones, por peatones y motoristas malhumorados.

    El Riad de Neal es una casa de dos plantas, ubicada en la medina, a cinco minutos de la plaza Yamaa el Fna. Tiene un patio central, cortinas tipo Ikea y almohadones de colores. Pocas habitaciones, luces tenues y mucho silencio. Es lo más barato que encontré en la medina y tengo un cuarto solo para mí. Estoy conforme. Acomodo mi maleta en un rincón y subo despacio las escaleras que me llevan a la azotea.

    Piso con fuerza los escalones. Pienso que pronto veré a mi amigo Fredy. Observo todo a mi alrededor. Se me abre y encoge el corazón. Contemplo inmóvil el espectáculo gratuito que ofrece Marrakech: la noche que viene de lejos.

    Esperanza muda (Nápoles)

    Anna tenía seis años y la mochila de la escuela era de cartón. Cuando llovía, y no llevaba chubasquero, los cuadernos se mojaban casi por completo.

    Cuando dejé Barcelona sin fecha de regreso, acordé con mi madre llamarla todas las mañanas al despertarme, llamada que ella no tendría que contestar. Esa era la señal de que me encontraba bien, fuera el que fuera el sitio del mundo en el que estuviera. Luego, una vez por semana, más o menos, hacía una llamada desde algún locutorio.

    Ella era la portavoz de la familia. Rara vez dejaba que el teléfono sonara tres veces. Cuando estaba en Guatemala y el locutorio estaba a solo una manzana de casa, iba cada tres o cuatro días. Me entretenía contándole cómo me parecía la vida allí: que las calles eran más empedradas que las de Roma, el barullo que había en los mercados, cómo sabía el pepián con pollo, cómo era un tamal o cómo fluía la lava de un volcán. Llevaba medio año viviendo en Antigua, cuando Anna un día se dio cuenta de que aún le faltaba por conocer un detalle:

    —¿Dónde queda, exactamente, Guatemala?, en el norte de Europa, ¿verdad? —Me cayó una gota de sudor por la frente, como en los dibujos animados. ¿Qué le iba a contestar? Me mordí la lengua y le dije que sí.

    En ese instante sentí que algo tenía que cambiar, que no podía ser que yo viajara por el mundo mientras ellos se quedaban marginados, asentados en un lugar y fuera del alcance de cualquier acontecimiento.

    Los smartphones todavía no habían llegado a nuestras vidas y gracias a eso el viaje aún tenía cierto aire retro, con su pequeño valor añadido de espontaneidad y aventura. En los locutorios se empezaba a oír hablar de redes sociales, pero la mayoría de las personas todavía se comunicaba por correo electrónico. Cuando viajaban, los amigos se comunicaban por correo electrónico, a veces por Skype. Pero mis padres no tenían ordenador.

    Recuerdo que, durante el primer año de viaje, llamaba a casa para contar sobre el lugar maravilloso en el que me encontraba y, después de un cuarto de hora de charla, lo que me decían era: «Vale, ¿y cuándo vuelves?». El «cuándo vuelves» ni siquiera se refería al pueblo, se conformaban con que volviera a mi casa de Barcelona.

    Esa pregunta me dejaba noqueada, me quedaba en blanco y no sabía qué responder. No tenía ni idea de cuándo volvería, no veía conveniente entrar en polémicas estando tan lejos, de manera que aprendí a contestarles con una frase que les dejara, momentáneamente tranquilos: «probablemente el mes que viene».

    Pasaban los meses con la ilusión de que regresaría pronto. Nunca supe si, realmente, me escuchaban cuando les contaba historias de los maravillosos lugares donde viajaba o si solo esperaban el momento de preguntarme: «¿Cuándo vuelves?».

    Me envía un SMS diciendo que está esperando en la vía cinco. Me pregunto qué hace esperando en la vía cinco. Es raro que no lo haga en alguna tienda o café. Acabo de tomar un taxi compartido desde el aeropuerto de Nápoles, su tren acaba de llegar a la estación.

    Bajo del taxi y me dirijo corriendo a las vías. Busco la número cinco y, jadeando entre la gente veo, frente al puesto de policía, a una mujercita sentada bajo un cartel publicitario, con las rodillas y los pies muy juntos, una mano sujetando la maleta y la otra apoyada en el vientre, despeinada y con cara de haber dormido mal.

    Cuando me ve llegar se levanta de un brinco y se le ilumina la cara. Había concluido su travesía. Me dice: «No soy tan tonta, ¿ves? Te he esperado en el sitio más seguro de la estación».

    Esta madrugada, Anna ha subido a un tren procedente de Ancona con destino a la estación de Roma Termini. A continuación, ha tomado un Intercity con destino a Napoli Centrale. Estas son nuestras primeras vacaciones juntas, fuera de nuestras respectivas casas. Nos vemos poco desde que me mudé a Barcelona, es lógico que quiera pasar más tiempo con mis padres y, puesto que sería difícil convencerles de que cruzaran océanos, pensé que podríamos empezar por algo más cercano, tan cercano como desconocido para nosotros. Un lugar tan próximo como nuestro país.

    Les comenté la idea y comenzamos a hablar sobre el tema. Hubo días que no querían, otros que a lo mejor. Hubo largos silencios y muchas indecisiones. Hasta que una mañana, cuando ya me había dado por vencida, recibo una llamada: era mi madre.

    —¿Cuándo decías?… A ver. Explícame bien dónde quieres que vayamos y cuándo.

    Nos metemos en el metro sin tener noción de cómo llegar al hostal, pero a mi madre eso no le importa. Solo habla, tiene que contarme su viaje en tren, se emociona, parece que llora, se ríe.

    Esta vez, por suerte, soy precavida: no voy sola, siento cierta responsabilidad de que no haya problemas, de que lleguemos a nuestro destino sin deambular por la calle con las maletas preguntando en cada esquina. Sé que tengo que bajar en Salvador Rosa. En el vagón Anna habla en voz alta y gesticula mucho. La gente nos mira con curiosidad, como intentando descubrir nuestro dialecto, de dónde procedemos.

    Me cuenta que la Frecciarossa iba tan rápido que ni le daba tiempo de ver el paisaje, que le había tocado un asiento en sentido contrario, pero que al final pudo cambiarlo con la chica que se había sentado enfrente. Luego me resume la vida de la chica, desde que era pequeña hasta el momento en que ambas bajaron del tren. Llegamos a nuestro hostal, descargamos equipaje y, animadas, nos lanzamos a la calle.

    Ahora sí estamos dispuestas a perdernos: nos alojamos en el centro de Nápoles, no queremos mapas, queremos dejarnos llevar por la cantinela de un vendedor ambulante o por el consejo de un transeúnte.

    —Oye, ma, ¿te has fijado en el camino que hemos recorrido hasta ahora? —Le pregunto e insisto—: ¿Te acuerdas?

    —Yo no, ¿y tú?

    —Yo tampoco. —Pisa con fuerza en los adoquines dando un golpe, con los brazos estirados hacia abajo y los puños muy cerrados.

    Me río cuando la veo afianzándose con contundencia al suelo, como una niña, pero ella se me queda mirando con el gesto fruncido. Entonces le digo que es broma, que no se preocupe, que sí lo he mirado. No tengo ni idea de dónde estamos, pero el camino es de bajada y bajando uno siempre llega al mar.

    Ya relajada empezó a contarme historias de entierros y testamentos, algún cotilleo, el trabajo, los vecinos, un chiste verde y, ¡ah!, algún conocido que se casa. Me hace bien verla así, confiada, serena. Nada, ni la ciudad la distrae de nuestras conversaciones. A menudo paro para que mire lo que hay a su alrededor, para que observe la arquitectura o a las señoras con vestidos floreados hablando de balcón a balcón, las barandillas de hierro o las declaraciones de amor anónimas garabateadas en los muros.

    Entonces el bullicio, el carisma de la gente, los peatones esquivando coches a diestro y siniestro. Aquí no es extraño que el pescadero te salude cantando ante sus clientes si al pasar por delante de la tienda miras con curiosidad hacia el interior. O que un taxista te eche un guiño fugaz, mientras despotrica contra otro conductor y decide adelantarlo por la derecha, subiendo medio coche por encima de la acera. Si le preguntas a un anciano por una plaza, a lo mejor te dice también dónde queda la panadería de su nieta. Y si no vas muy de prisa, es probable que añada algún dato de interés histórico como, por ejemplo, dónde nació Pinco Pallino. La gente es pilla y despierta. Si tienes un poco de sentido del humor, puedes pasarte el día entero intercambiando chistes con perfectos desconocidos. Latinoamérica, me digo, y sonrío para mis adentros.

    —¡Anda, mira! Aquí también se tocan la mano de un balcón a otro, igual que en tu barrio.

    —Cierto, algún parecido tiene.

    —Los tendales de ropa recién lavada —asegura.

    No falla: si algo me provoca curiosidad, cuando visito una ciudad que no conozco, son los barrios más pintorescos. Barrios donde suenan las bocinas y ocurren cosas, donde la gente habla alto y a lo lejos se oyen ladridos. Bajando por vía Toledo, dirección al mar, con solo girar la cabeza a la derecha, vemos un conglomerado de calles con este estilo, casas apiladas, sábanas, escobas y sostenes apretujados en los balcones de las cuestas empinadas que llevan hacia el monte. Por momentos, me recuerda a suburbios de países lejanos, aquellos donde los chavales trepan por los cerros como trapecistas inocentes. Nos adentramos y observamos.

    Quiero concentrarme en lo que veo, empaparme de olores a caldo, a comida recalentada y desagües, a pan. Quiero mirar a la gente directamente a los ojos y sonreírle, quiero darle los buenos días a alguien que no conozco, quiero preguntar por dónde tengo que ir para ver el mar, aunque ya lo sepa, y quedarme quieta a oír las indicaciones de un abuelo que, de no tener cojera, nos acompañaría.

    Este barrio lo levantaron los españoles hace cinco siglos, durante una dominación que duró hasta entrado el siglo xviii. Vale, lo admito, he leído algo acerca de esto antes del viaje. Y bueno, a lo que iba…, que estando aquí noto algo parecido a un sonido.

    Entonces, estos barrios eran destinados al alojamiento de soldados provenientes de España y sus familias. Hoy albergan pequeñas tiendas de comida, callejuelas donde circulan motos, comercios donde se vende de todo. Aquí no es común ver a un empleado de pie detrás de una caja registradora o simulando quitar el polvo de los escaparates. Aquí el que atiende al público, probablemente, está en la calle charlando con algún vecino o viendo telenovelas en algún local contiguo.

    Tú entras en un comercio, inspeccionas lo que tiene, ves algo que quisieras comprar, supongamos que pasta dentífrica. Pero el dentífrico alguien lo colocó, en un momento

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