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Crónicas Jacobeas - Volumen III
Crónicas Jacobeas - Volumen III
Crónicas Jacobeas - Volumen III
Libro electrónico765 páginas10 horas

Crónicas Jacobeas - Volumen III

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Camina hasta el lugar donde nacen los sueños...

El Camino de Santiago vive un auge sin precedentes. Cada año, centenares de miles de peregrinos se aventuran en la milenaria rutacon sus mochilas rebosantes de motivaciones, en busca de sí mismos. Sin saberlo, todos comparten los mismos sueños: encontrar la luz, cerrar los círculos, vencer las incertidumbres y tapar sus huecos.

Jose F. Danvila, Caballero de la Orden del Camino de Santiago y peregrino en numerosas ocasiones, comparte sus andanzas por el Camino con la intensidad con la que él lo siente, sin tapujos ni artificios. Desprovisto de tópicos, nos regala una visión intimista de sus miedos y esperanzas, reflexiones sobre lo humano y lodivino y mucho más, todo ello en una lectura sencilla, amena y agradable.

Tanto si no conoces el Camino de Santiago como si eres un avezado peregrino, en estas páginas descubrirás mucho más que unas simples vivencias personales: te verás transportado a extraños y lejanos parajes, sentirás las emociones del autor, padecerás y disfrutarás. Vivirás el Camino. Tú también serás Camino.Este tercer volumen relata las aventuras del autor al recorrer el Camino Vadiniense + Invierno (San Vicente de la Barquera), el Camino Salvador + Primitivo (León), el Camino Inglés (Ferrol) y el Camino Portugués de la costa (Oporto).

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 oct 2021
ISBN9788418310638
Crónicas Jacobeas - Volumen III
Autor

Jose F. Danvila

Jose F. Danvila (Córdoba, 1972) cursó estudios de Informática en la Universidad de Córdoba. Su carrera profesional ha estado centrada en el sector financiero, donde ejerce desde hace más de veinticinco años. Cuando en 2011 su mejor amigo le propuso recorrer juntos el Camino de Santiago, su vida cambió para siempre. Desde entonces, cada año recorre la ruta en busca de nuevas emociones y, como él dice, «recargar la luz». Combina su pasión por el Camino con sus otras tres debilidades: la egiptología, la ópera y Bruce Springsteen. En 2020 inició su andadura como escritor con la publicación de la saga «Crónicas jacobeas», en la que narra las peripecias vividas en sus numerosas peregrinaciones.

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    Vista previa del libro

    Crónicas Jacobeas - Volumen III - Jose F. Danvila

    Introducción

    Vuelve hacia atrás la vista, caminante,

    y recuerda todo lo que has vivido,

    el Camino, ¡cómo te ha enriquecido!

    Tu destino te aguarda, ¡adelante!

    El destino. Senda brumosa, incierta, inescrutable. ¿Quién escribe nuestro destino? ¿Lo hacemos nosotros, o viene precargado de fábrica en nuestro ADN? ¿Lo alteramos al decidir la dirección a seguir ante cada encrucijada, o esa decisión ya estaba tomada de antemano? La naturaleza del ser humano tiende a proteger su equilibrio emocional con la falsa percepción de que controla lo que le rodea y es dueño de su voluntad. Pero la realidad es que no gobernamos sobre nada, solo somos fútiles motas de polvo inmersas en un éter cósmico, un cóctel divino, mezclado, no agitado, cual Martini con vodka. Nuestras decisiones son insignificantes en la inmensidad del espacio-tiempo y, aun así, nos sentimos el ombligo del mundo, tal es el narcisismo inherente al vanidoso sapiens. Y cuando más seguros nos sentimos, cuando más creemos que dominamos la situación, justo entonces llega el universo y nos pega un ¡zas! en toda la boca, que nos tira a la lona y nos recuerda nuestra nimiedad. El destino. ¿Quién sabe lo que depara el día de mañana? No hay agenda que salga indemne de la incertidumbre, de los avatares inesperados, de los zasca que nos regala la vida, abriendo socavones en nuestra alma que, como hoyos en la arena, no pueden llenarse por más agua que viertas sobre ellos.

    Rutina. Cotidianidad. Indiferencia. Hastío. Pérdida de interés por lo que ya se tiene, sea tangible o intangible. Más componentes intrínsecos al individuo. Imagina un día fresco y despejado. Paseas tranquilamente por el más hermoso de los senderos. Un bravo torrente fluye a tu lado y susurra halagos a tu dulce egolatría. Exuberante vegetación te abraza, te arropa, te arrulla. Atraviesas verdes y húmedos valles, entre vacas rubias y potros salvajes que pastan y retozan, ajenos a su rutina y su destino. Todo ello bajo infinitas tonalidades esbozadas por un perezoso sol cuya calidez acaricia tu espalda. Un paraje silencioso en el que tus sentidos hierven de placer. Cierra los ojos. Visualízalo. Sugerente, ¿verdad? Te sientes en paz, equilibrado, afortunado. Bien. Imagina ahora que estás condenado a recorrer todos los días de tu vida ese mismo sendero, en un interminable día de la marmota. Probablemente, esas extraordinarias sensaciones se desvanecerán poco a poco, y quizá llegues incluso a aborrecer ese condenado sendero. Mas sigue siendo tan bello como el primer día. ¿Qué sucede? Es la cruel rutina, que resta encanto a cualquier cosa, por hermosa o placentera que realmente sea.

    Saludos, querido lector. Sé bienvenido al tercer volumen de mis crónicas jacobeas. Agradezco sinceramente tu compañía: compartir contigo mis peripecias, aventuras y desventuras, reflexiones y pensamientos es tan consustancial a mi concepción del Camino de Santiago como gozar de sus maravillas, o padecer tendinitis o ampollas. He querido comenzar esta nueva entrega refiriéndome al destino y la reiteración. Los cuatro episodios que recoge este tomo comparten, como denominador común, la incertidumbre del destino, dado el contexto personal que me rodeaba en esa época. No fueron pocas las cábalas al respecto que me hice en esos tres años. En relación con la rutina, en efecto, es inevitable que la continua repetición de algo acabe por mermar su atractivo, y la dulce costumbre en la que se había convertido el Camino para mí acabó anteponiéndose a la motivación e ilusión necesarias para afrontar la ruta jacobea: daba por hecho que cada año tenía que hacer el Camino, sin más. Y eso es peligroso. Tras mi séptima peregrinación al sepulcro del discípulo a quien Jesús de Nazaret apodó Boanerges (‘hijo del trueno’), parecía que todo estaba consumado. Esa epopeya con la que cerré el segundo volumen, iniciada en Saint Jean Pied de Port: ochocientos kilómetros, treinta etapas, con una primera mitad en fascinante soledad, y una segunda, desde León, acompañado por mi esposa, María, y una bestia inmunda surgida del inframundo. ¿Qué puede haber después de eso? Llegaba el momento de poner, cuando menos, un punto y aparte en mi vida peregrina. Mirar atrás, contemplar lo que había recorrido y experimentado, cual Alejandro Magno: más de dos mil doscientos kilómetros de tierras jacobeas holladas desde el mítico Francés de 2011, cuando descubrí la luz y me cuestioné: «Pero ¿cómo he podido vivir sin esto treinta y ocho años?». La bendita inocencia del primer amor, el primer beso, cosquillas de mariposas en el estómago.

    En efecto, era el momento de seguir con el auténtico camino, el de mi vida, junto a mi gente, iluminando mi senda con la luz de la frente, sonriendo al mundo con ese brillo en la mirada que se te enciende cuando arribas a Santiago, abrazas la efigie del santo en su camarín y muestras respeto ante sus sagrados restos, en la cripta. Es por ello por lo que he elegido los versos de Miguel de Unamuno,¹ insigne literato y filósofo de la generación del 98, paradigma del existencialismo, el inconformismo, la constante preocupación por las luchas cainitas e interesadas, y el devenir de esta triste piel de toro que es nuestra España, rasgos que en su mayoría comparto. Que el vasco me perdone por distorsionar y retorcer sus palabras, encajándolas en el ámbito jacobeo como santo y seña introductorios del tercer volumen de esta humilde obra. ¡Al menos, he respetado los versos endecasílabos y la rima abba!

    Es verdad que había decidido dejar el Camino. Por un tiempo: quizá unos años, quizá por siempre. Quién sabe. Pero ¡poco duró esa idea, apenas unos meses! No tardé en pergeñar una nueva dosis de mi adictivo estupefaciente particular. Necesitaba algo diferente: tras el masificado Francés, quería una ruta solitaria, apenas transitada. Quería volver a sentirme cómplice con la intimidad del Camino. Me incliné por el Vadiniense, así llamado por discurrir por las recónditas tierras de la antigua Vadinia, vasto enclave del interior de Cantabria, antaño ocupado por tribus prerromanas. Las dos jornadas iniciales me conducirían al monasterio de Santo Toribio de Liébana, cerca de Potes, en las estribaciones de los Picos de Europa. Allí se custodia el lignum crucis, el fragmento más grande que se conserva de la santa cruz en la que el Señor redimió nuestras culpas. Así pues, realmente haría dos peregrinaciones en una: la primera, hasta el lignum crucis, y luego hasta la casa del Señor Santiago. María volvería a unirse a mi caminar a la altura de León, para recorrer el archiconocido tramo francés hasta Ponferrada. Una vez allí, nos desviaríamos hacia el sudoeste, por el denominado Camino de Invierno. Atravesaríamos Las Médulas, la comarca de Valdeorras y la mágica Ribeira Sacra, hasta confluir con el Camino Sanabrés, ya muy cerca de Santiago. Esa ruta hice en 2017, y recibí de ella aún más de lo mucho que esperaba —insolación de aúpa incluida—; sentí espasmos de placer en el Vadiniense, y cuando María se incorporó, aún conservaba un formidable tono físico, a diferencia del año anterior, cuando la Bestia se ensañó conmigo, fustigándome hasta cotas infinitas. Paradojas de la vida, ahora fue mi mujer quien sufrió lo indecible. Las pasó canutas, y ello mermó algo más que sus fuerzas y sus ánimos: demolió los cimientos de su pasión jacobea. Fue una carga de trinitrotolueno, se enfrentó a su propia Bestia y se vio arrastrada al desierto de la desesperación. Sí, conseguimos llegar a Santiago, pero mi atormentada compañera decidió abrir un paréntesis en su historia como peregrina, el cual perdura en el momento de escribir estas líneas. En cuanto a mí, padecí muchísimo por ella, empaticé al revivir mis vicisitudes de otras ocasiones, y observé, impotente, cómo la magia y el embrujo del Camino de Invierno se escurrían entre mis dedos, cual agua de manantial del eterno alborozo truncado por el dolor.

    El suplicio compartido del Camino de Invierno exigió una nueva «capa de pintura» que enluciese mis memorias de la milenaria ruta. Pero no solo eso: el Camino siempre viene contextualizado por la situación personal del momento. No es igual embarcarse en una peregrinación en acción de gracias por un grato acontecimiento, que hacerlo en busca de respuestas, iluminación, o simplemente apartarse momentáneamente del mundanal ruido ante un suceso que te ha puesto la vida patas arriba. En ese sentido, la segunda mitad de 2017 y primera de 2018 vinieron bien cargadas de auténticos cisnes negros, sucesos sorpresivos e inesperados que dieron un vuelco a mi existencia: un atroz melanoma por el que me dijeron que mi madre no llegaba a Navidad —por ahora por aquí sigue, tan vivaracha como siempre—; un enorme deterioro del estado físico de mi padre, que quedó postrado en cama; en cuanto a mí, una rara enfermedad, una clase de cáncer de piel llamada linfoma cutáneo de células T, que, si bien no es tan devastador como otros, requirió una terapia intensiva de nada menos que ciento cincuenta sesiones de fototerapia PUVA con psoraleno —afortunadamente, tratamiento poco invasivo—. Unos días después del recibir la fatal noticia tendría que haber iniciado con María un viaje por Praga, Viena y Budapest, que obviamente tuve que cancelar, sin que la agencia tuviera la decencia de devolverme el coste previamente abonado. Ni seguro ni gaitas, un alarde de absoluta sinvergonzonería. «Ya, lo siento, pero la pela es la pela, oiga». Al compartir mi historia en Twitter, llamé la atención de un periodista del diario El Correo Gallego, quien publicó un pequeño artículo² al respecto, de titular algo sensacionalista, a mi parecer.

    Tan complejo contexto clamaba por la intercesión del apóstol. Necesitaba más que nunca a Iacobus. Así pues, busqué de nuevo el Camino más crudo y genuino, el de soledades estremecedoras, silencios atronadores y cuestas demenciales donde poner a prueba cuerpo y alma, mente y corazón. Necesitaba el irresistible Primitivo, reabrir el tarro de las mejores esencias. Por aportar algo de novedad y una exigencia aún mayor, decidí prolongarlo por el Camino del Salvador, ese mismo que, las tres ocasiones que había pasado junto al magnífico parador de San Marcos de León, me había hecho detenerme ante la parca bifurcación pintada en el suelo: al norte, al Salvador, hacia Oviedo y su catedral de San Salvador. Como reza el dicho, quien va a Santiago y no al Salvador visita al siervo y deja al Señor. Por tanto, volví a hacer dos peregrinaciones en una. El Salvador excedió mis mayores expectativas a pesar del inesperado y cruel castigo que infligieron unas bestiales ampollas, llagas, vejigas, blisters como les llaman los guiris. Una clase de suplicio que apenas había vuelto a padecer desde mi Camino primigenio de 2011. Las nuevas botas, unas North Face —más que rodadas, of course—, no dieron buen resultado, y una gigantesca herida que ocupó media planta del pie derecho me hizo sufrir de lo lindo, con un constante temor a que acabara infectándose y forzando mi abandono. Fue una brutal reencarnación de la Bestia del Francés 2016. Así y todo, el Salvador & Primitivo fue una maravilla, un primoroso deleite para los sentidos. Tan mal lo pasé, y a la vez tanto lustre saqué a la luz y la sonrisa, que de nuevo decidí que ese sería un buen broche a mi periplo jacobeo.

    Pero el devenir de las cosas es impredecible, el destino, indescifrable. En noviembre de 2018 celebramos nuestras bodas de plata, ¡en la mismísima Catedral de Santiago! Lo hicimos en la capilla-parroquia de la Corticela, organizándolo todo con don Salvador Domato, entrañable párroco. Jose y Marina, nuestros queridos hijos, nos acompañaron en tan especial y sentido acontecimiento. Y algo debió de revolverse en las tripas de Marina, porque poco tiempo después me propuso hacer el Camino, ¡juntos! Quiso algo cortito, que le sirviera para conocer y vivir en primera persona eso que tanto había seducido a su padre. No lo dudé: el Inglés, opción ideal para iniciarse en el noble arte de la peregrinación, estupenda alternativa al siempre abarrotado Francés —máxime en Semana Santa, cuando Marina podía hacerlo—. Y fue un maravilloso Camino en el que padre e hija compartimos mucho más que cinco días de madrugar y andar. Para mí fue un sueño cumplido, y ella encontró lo que buscaba —y eso no siempre se consigue—. Y yo volví a decidir que, al menos por ese año, mi cuenta con el Camino estaba saldada.

    Y una vez más, el carrusel de la vida volvió a girar, y mi padre murió ese verano. Se fue, dejando en el fondo de mi alma un pozo oscuro, insondable, un vacío de amargura, un hueco que no se puede llenar. Mi relación con mi padre nunca fue la que yo habría querido, por él, por mí, por las circunstancias que nos tocó vivir, por la forma de ser de ambos, y por muchos más factores. Una de las certezas de la dama muerte es que te impide rectificar la relación con el que se va. Y, aunque mi hueco no se pudiera llenar, probé a explorarlo, a bucear en su negrura. Me dejé envolver por el mágico entorno jacobeo, perfecto para hacerte un ovillo, pensar y sacar conclusiones. Volví a reclamar la magia del Camino, y elegí una nueva ruta, la que recorre las costas portuguesas y gallegas. Retorné al Oporto de 2015, para hollar un trayecto muy diferente al de entonces: el Portugués de la Costa. Más allá de Pontevedra, me desvié para recorrer la «variante espiritual», por la que Atanasio y Teodoro, discípulos de Santiago, se internaron en Hispania a través de la Ría de Arousa, en una barca de piedra, con los restos decapitados del santo. Fue un Camino muy especial, en el que busqué el rostro de mi padre en los azules sin fin del cielo y del vasto Atlántico. Para saber si lo encontré, debes llegar casi al final de este mamotreto al que llaman libro.

    Esas cuatro peregrinaciones conforman este tercer volumen de mis crónicas jacobeas, querido lector. Una entrega que mantiene el estilo narrativo de las dos previas, a partir de los manuscritos que cada día escribía en destino, completándolos con diversas fuentes en la ardua tarea de elaboración de esta larga y compleja obra que tienes en las manos. Miles de fotografías que siempre evocan algún matiz omitido en su día, mis fieles guías Gronze y Eroski —cuya ayuda no puedo agradecer lo suficiente—, y material de aquí y allá completan un rompecabezas en el que me revelo ante ti despojado de disfraces o artificios, describiendo con total transparencia emociones y pensamientos. Como siempre, mis opiniones nunca pretenden ofender, son tan subjetivas como las emociones del momento en que fueron escritas. Pido disculpas de antemano a quien pueda sentirse molesto por alusiones, omisiones u otras causas. Por supuesto, todas las descripciones de lugares, monumentos, rutas y demás son exclusivamente mías, y pueden contener imprecisiones o errores que estoy seguro sabrás perdonar, pues de ningún modo intentan sentar cátedra. Aunque trato de mantener un ritmo y estilo más o menos coherente y homogéneo en todo el texto, cada Camino es un mundo, unas veces me he sentido más inspirado que otras, hay días en los que apetece escribir más que otros —o tengo más tiempo—, y ello provoca asimetrías entre episodios e incluso entre capítulos del mismo episodio. Por último, cabe destacar que, aunque he sido fiel a mis diarios originales, en algunos casos he «mutilado» contenidos ya existentes en episodios previos, tratando de evitar la tediosa reiteración. Recuerda que este tomo forma un todo indisoluble con los anteriores, y, aunque puede leerse cualquier Camino por separado, las referencias al pasado —y los recortes señalados— obviamente se entienden mejor si has caminado conmigo en las aventuras previas.

    El singular contexto personal que envuelve estas peregrinaciones y la armoniosa continuidad con las siete anteriores completan un círculo que de por sí ya estaba cerrado con el insuperable broche del Francés 2016 desde Saint Jean Pied de Port. Un círculo que se enriquece con nuevas motivaciones, reflexiones, paisajes y sensaciones, algunos inéditos, otros ya conocidos, pero vistos de un modo totalmente distinto. Un círculo armónico, uróboros infinito y virtuoso, donde siempre queda hueco para una nueva iteración, un nuevo vagón en la noria, un nuevo encuentro con Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo y Salomé. Recargando la luz que me alumbra en mi senda existencial. Buscando y construyendo el destino. Porque, esté o no escrito nuestro hado por una pluma divina, sin duda, podemos al menos desafiarlo, dando pasos conscientes en busca de nuestro equilibrio, nuestra felicidad, nuestra virtud. Ven conmigo, querido lector, y reescribamos juntos nuestro propio destino.

    Enero de 2021


    ¹ Soneto

    lxi

    (1924): «Vuelve hacia atrás la vista, caminante, verás lo que te queda de camino, desde el oriente de tu cuna el sino ilumina tu marcha hacia delante…».

    ² Tienes aquí el artículo, del 6 de agosto de 2018, «La pasión por el Camino es más fuerte que el cáncer»:

    https://www.elcorreogallego.es/santiago/ecg/pasion- camino-es-fuerte-cancer/idEdicion-2018-08-06/idNoticia-1130633

    Episodio VIII

    Camino Vadiniense & Invierno 2017

    (San Vicente de la Barquera)

    10 de junio a 3 de julio de 2017

    Resumen de la octava peregrinación

    1.S 10/6/17 San Vicente de la Barquera-La Fuente 27,0

    2.D 11/6/17 La Fuente-Santo Toribio de Liébana 28,9

    3.L 12/6/17 Santo Toribio de Liébana-Fuente Dé 30,5

    4.M 13/6/17 Fuente Dé-Portilla de la Reina 21,9

    5.X 14/6/17 Portilla de la Reina-Riaño 19,9

    6.J 15/6/17 Riaño-Crémenes 19,9

    7.V 16/6/17 Crémenes-Gradefes 39,8

    8.S 17/6/17 Gradefes-Puente de Villarente 25,1

    9.D 18/6/17 Puente de Villarente-León 12,5

    10.L 19/6/17 León-Hospital de Órbigo 31,8

    11.M 20/6/17 Hospital de Órbigo-Santa Catalina de Somoza 25,7

    12.X 21/6/17 Santa Catalina de Somoza-Foncebadón 16,6

    13.J 22/6/17 Foncebadón-Ponferrada 26,8

    14.V 23/6/17 Ponferrada-Las Médulas 27,2

    15.S 24/6/17 Las Médulas-O Barco de Valdeorras 26,4

    16.D 25/6/17 O Barco de Valdeorras-A Rúa de Valdeorras 14,2

    17.L 26/6/17 A Rúa de Valdeorras-Quiroga 26,3

    18.M 27/6/17 Quiroga-A Pobra do Brollón 22,9

    19.X 28/6/17 A Pobra do Brollón-Monforte de Lemos 12,5

    20.J 29/6/17 Monforte de Lemos-Chantada 29,7

    21.V 30/6/17 Chantada-Rodeiro 25,8

    22.S 1/7/17 Rodeiro-Silleda 36,9

    23.D 2/7/17 Silleda-Outeiro 24,4

    24.L 3/7/17 Outeiro-Santiago de Compostela 16,7

    Total: 590,6 km (media 24,61/día)

    Soy más amigo del viento que de la brisa… ¡Y hay que hacer el bien deprisa, que el mal no pierde momento!

    José María Pemán

    Prólogo

    Sobre cómo conseguir dos al precio de… varios

    Tan solo a partir del conocimiento interior, situando el pensamiento en el puesto de mando de la persona, se puede aspirar al autogobierno. Aquel que no piensa no llega a conocerse y está condenado a la anarquía, al caos, al descontrol. Aristóteles decía que el conocimiento de uno mismo es el primer paso de toda sabiduría. Y Nietzsche añadió: «El sí mismo está bien escondido de uno mismo; de todos los pozos con tesoros, el sí mismo es el último en extraerse». No es fácil llegar a conocerse a uno mismo, pues con frecuencia nos negamos la realidad, quedándonos con lo que nos gustaría ser… o parecer. En la vida, actuar desde la reflexión y el pensamiento es básico e indiscutible. Pero tampoco deja de ser cierto que, en ciertas ocasiones de nuestra existencia, no solo es aconsejable dejar de pensar, sino que incluso es necesario guiarse por impulsos. Instintos. Arrebatos. Saludos, querido lector. A estas alturas ya me conoces bastante bien, supongo que te incorporas a este vasto relato tras recorrer los miles de líneas pretéritas. No es algo imprescindible, pero sí muy oportuno, pues, sin duda, las palabras venideras estarán condicionadas y relacionadas con mis siete episodios previos, conformando así un todo que profundiza progresivamente en ese extraño y apasionante mundo que es el de la peregrinación a la tumba del apóstol Santiago.

    Al concluir mi séptimo Camino, ese en el que batí mi registro de distancia y jornadas, ese en el que arranqué desde la distante Francia para comenzar lo más lejos posible, dentro de un orden —porque se puede salir de Nueva Zelanda, en las antípodas de la ciudad santa; solo es cuestión de tiempo y ganas—, al concluirlo, como digo, prometí al apóstol que volvería a visitarle, sin comprometer fecha, obnubilado por una visión, una mística catarsis, en la cripta donde se custodian sus restos. Aunque, tras una gesta tan encomiable, mi intención inicial fue abrir un paréntesis de al menos dos o tres años, he sido incapaz de cumplirla. Imposible, ¡me niego a quedarme sin mi ración anual de Camino! Ya avanzado 2017, pensaba que ese año quedaría en barbecho, hasta que, de un día para otro, irreflexivo, impulsivo, en un acto instintivo, casi animal, caí en la cuenta de que no había razón para privar a cuerpo y alma de mi particular «alimento espiritual». Tras meditar distintas opciones, decidí recorrer el Camino Vadiniense, que parte de la villa costera de San Vicente de la Barquera, para enlazar con el Francés a la altura de Mansilla de las Mulas, poco antes de la capital leonesa; desde allí, proseguiré por la ruta franca hasta Ponferrada, donde me desviaré dirección sudeste en busca de Las Médulas, la comarca de Valdeorras y la Ribeira Sacra, y al fin arribaré a Compostela después de un corto tramo final del Sanabrés.

    El trayecto tiene dos características esenciales que concentran mi interés. La primera: realmente culminaré dos peregrinaciones, pues las dos primeras etapas me conducirán a otro importante punto de peregrinación de la cristiandad, el monasterio de Santo Toribio de Liébana, situado unos kilómetros al sur de la preciosa localidad de Potes. Allí se custodia el lignum crucis, el fragmento de mayor tamaño que se conserva de la santa cruz donde Cristo redimió nuestros pecadillos. Una reliquia de 63,5 × 39,3 cm, parte del brazo izquierdo de la cruz, cortada en dos fragmentos que se dispusieron de forma cruciforme, y encastrada allá por el siglo xvi en otra cruz mayor, labrada en plata dorada. En la vieja madera se aprecia con claridad el agujero dejado por el clavo que atravesó la mano del Salvador en su calvario redentor. Fue en ese monasterio de San Martín de Turieno —hoy Santo Toribio— donde, en el siglo viii, un monje apodado Beato de Liébana³ elaboró un espectacular manuscrito iluminado con los comentarios al Apocalipsis de san Juan. Atesoro una preciosa copia de ese códice como pieza básica de mi biblioteca.

    El segundo rasgo de la ruta es su extrema dureza. Hay quien asegura que el Vadiniense es el más exigente de todos los caminos que conducen a Santiago. Cortito, sí, solo cuatro jornadas, pero de un endiablado trazado que, eso sí, recompensa el ímprobo esfuerzo con unos abrumadores paisajes. Un recorrido envuelto, cual mortaja, por una estremecedora soledad. Tras el Vadiniense llegará el Francés, que conozco muy bien: de Mansilla a Ponferrada no hay nada especialmente complicado, pero habrá que ver en qué estado físico llego. Un escalofrío me recuerda a la Bestia, ese monstruo salvaje que el año pasado amargó varios días de mi periplo entre León y Villafranca del Bierzo, donde se produjo el «milagro de Villafranca». Precisamente en León se incorporará mi querida María, el próximo lunes 19, en la que será su cuarta peregrinación, que tampoco es moco de pavo. Juntos hollaremos el masificado Francés, un año después, y espero que sin sombras de mi maligna lesión. Ese tramo durará poco, pues justo a la salida de Ponferrada nos desviaremos por el Camino de Invierno, variante frecuentada en la antigüedad para evitar, especialmente en las estaciones frías, la mayor altitud del Francés y la temible subida a Cebreiro. Nieve, frío y ventisca hacían más aconsejable peregrinar por una ruta más despoblada e inhóspita, difícil a causa de sus continuas subidas y bajadas, pero cuya menor altitud favorece unas condiciones atmosféricas más benévolas. En resumen: duro. A ver cómo sale esta nueva prueba, a la que personalmente llego peor preparado, debido a una molesta fascitis plantar que me ha tenido fastidiado estos últimos meses y no me ha permitido entrenarme como es debido.

    Así pues, este Camino 2017, sin ser tan largo como el anterior, se presenta como quizá el reto más difícil de mi carrera jacobea. Tan exigente que diría que, en efecto, se trata de dos peregrinaciones, pero ¡con un coste físico y emocional equivalente a varias! Claro síntoma de esa dureza es el hecho de que sea una variante muy poco transitada. En sus primeros kilómetros coincide con el Camino del Norte, donde supongo que coincidiré con peregrinos que pateen esa ruta, mucho más conocida; además, como estamos en Año Jubilar Lebaniego —la festividad de Santo Toribio, 16 de abril, cae en domingo—, el trecho hasta el monasterio estará muy cargado de romeros verbeneros. Veremos lo que realmente me encuentro, y cómo lo gestiono. Luego, como siempre, está el factor tiempo. Los pronósticos auguran tiempo revuelto en las primeras jornadas, y debemos considerar que segunda, tercera y cuarta ¡son tres etapas reina seguidas! Pues nada, tendrá su puntito de épica que los días más esperados, tanto por dificultad como por belleza, vengan pasados por agua. Espero que el entorno no esté demasiado deslucido por la lluvia, porque, como bien sabes, mi réflex y sus miles de fotos son algo sagrado en mis Caminos, constituyendo el mejor complemento al recuerdo que queda torpemente plasmado en estas líneas.

    Cuando María se una a mi caminar, nuestro hogar quedará vacío. Mis queridos hijos crecen y evolucionan: Jose está en Estados Unidos, concluyendo varias semanas de trabajo en la Universidad de Richmond (Virginia). Quién sabe si acabará fraguando su vida adulta allende el océano, lo que me causaría un hondo pesar por tenerle tan lejos, pero a la vez un enorme gozo al ver cómo se abren ilusionantes caminos en su sendero existencial. En cuanto a Marina, este año reside en Sevilla, está cursando un máster de posgrado en la Universidad Pablo de Olavide. Vive en casa de Paqui, compañera del banco, una chica estupenda, rebosante de energía y buen karma. En fin, mis hijos, que maduran por días como fruta sana que pronto caerá del árbol para seguir su propio camino ladera abajo, con tiempo y ganas de devorar al mundo. Así es, querido lector, nuestra vida no es más que una fugaz senda plagada de cruces, bifurcaciones, atajos y rodeos. Una efímera peregrinación en la que nuestras decisiones, instintos e impulsos nos conducen, erráticos como plumas en el viento, hasta destinos que, por más que ingenuamente tratemos de predecir, solo acertaremos por mera casualidad. «Conócete a ti mismo», reza la sabiduría griega, para que tus resoluciones sean acordes a lo que dicte el corazón, a lo que deduzca tu mente en base a la experiencia y el aprendizaje previos. Que tus arrebatos no traicionen tu auténtica naturaleza, tu razón de ser, la escultura que subyace en el interior de ese bloque de mármol que constituye tu alma. Pero, por encima de todo, que esas decisiones surjan de la rectitud, la bondad y el amor. De la Maat egipcia. Recuerda que el mal nunca duerme, así que, como decía Pemán, súbete al carro del viento, para hacer el bien. No te conformes con la brisa.

    Las espadas están en todo lo alto. Doy un último bocado a una de las manzanas de la inmortalidad de Idunn, me calzo las botas, me echo la mochila al hombro y doy el primer paso de una nueva peregrinación, la octava, con unas altísimas expectativas, y ojalá la realidad no decepcione. Dos peregrinaciones en una, dos al precio de… ¿quién sabe? Vamos a ello, querido lector: acompáñame una vez más, pues sin tu aliento esto no sería lo mismo.


    ³ Sobre el Beato de Liébana (y el Camino Lebaniego): https://www.caminolebaniego.com/camino-lebaniego/beato-de-liebana

    Capítulo 0

    San Vicente de la Barquera

    Viernes, 9 de junio de 2017

    Uno de los componentes más tediosos del Camino es el traslado a la casilla de salida. Viaje largo, muy largo. Llegar a Madrid desde Córdoba es apenas un suspiro gracias al AVE, pero el posterior trayecto en Alvia se hace eterno, especialmente el tramo León-Oviedo, cuando la vía atraviesa el puerto de Pajares, y desde las ventanillas un abismo sin fondo acongoja al más pintado. Sientes escalofríos de admiración por los ingenieros y trabajadores que lograron que el tren circule por tan abruptos lares. En esa zona, un caracol artrósico es capaz de adelantar al caballo de hierro. Es la tercera ocasión que recorro esa ruta, tras Norte 2012 y Primitivo 2014. Y esta vez, el remate de la jugada viene dado por dos horas adicionales de autobús, entre Oviedo y San Vicente de la Barquera. Un viaje que inicié bien temprano y no concluí hasta las 19:30. Arribé a mi destino derrengado, pero deseoso de visitar la preciosa población cántabra, una de las «cuatro villas de la costa de la mar», que junto con Castro Urdiales, Santander y Laredo conformaron una hermandad medieval de gran importancia económica, con un poder naval de primer orden.

    Nada más bajar del bus, me dirigí raudo y veloz al hotel Faro de San Vicente, cruzando el puente de la Barquera, mucho más corto que el puente Las Mazas, por el que accedí a la localidad. Al llegar a mi alojamiento, me registré, solté la mochila y salí pitando para conocer a fondo la deliciosa ciudad, que cobija unas cuatro mil almas, y me regaló magníficas postales marinas y monumentales que excitaron mis retinas. Por desgracia, por la tardía hora no pude conocer el Castillo del Rey ni la iglesia gótica de Santa María de los Ángeles; pero, bueno, quedé satisfecho de lo que pude disfrutar en tan poco tiempo. Pasadas las 21:00, me senté, relajado, para cenar una mediocre ensalada de cangrejo, unos riquísimos bocartes —así llaman por aquí a los boquerones XXXL— y arroz con leche. Había bastante nativo, y sobre todo muchísimo turista, y no es para menos, pues la belleza de la villa bien lo merece. Con la llegada de las sombras, se echó encima un frío interesante que me hizo regresar a mis aposentos más temprano de lo que habría deseado, aunque tampoco era cuestión de trasnochar. Me duché, preparé las cosas y llamé a María. Qué ganas de disfrutar con ella, espero que ninguno tenga problemas esta vez. La echo de menos, ¡y quedan diez días para encontrarnos! Y es que sin mi María soy como una Q sin una U.

    Me ha extrañado no ver un solo peregrino, imagino que estarán todos refugiados en sus agujeros. Cuando pasé ante el albergue, que está escondido entre el ayuntamiento y la iglesia, no percibí apenas movimiento de esos «gremlins», como cariñosamente los apodo, que tanto perturban mi soledad y tanto me aportan con su compañía. Recuerdo con afecto a muchos de los que conocí en mis aventuras anteriores. Ojalá en este Camino descubra a más de uno que deje su propia impronta en la tierra blanda de mi corazón. Mil emociones se agolpan en mi aura imperfecta, tiñéndola de otras tantas tonalidades. Mañana empieza la fiesta: hagan juego, señores, ¿lluvia, sol, sudor, lesiones, paisajes, compañías, preguntas, respuestas, descubrimientos? ¿Qué viviré en tantos días, tantos kilómetros? ¿Resurgirá la Bestia de sus malditas cenizas? ¿Qué deparará esta nueva y larga partida de dados? ¡No va más!

    Sección 1

    Camino Vadiniense

    Capítulo 1

    San Vicente de la Barquera-La Fuente (27,0 km)

    Sábado, 10 de junio de 2017

    Asfalto, calor y bellísimas panorámicas hasta donde alcanza la vista. Ese es el resumen de la primera etapa de este Vadiniense. Lo esperaba exigente, pero, sinceramente, ¡no tanto! Y esto no es nada comparado con lo que viene… Espero que más sendas de tierra y algo menos de calor compensen en parte el durísimo perfil de las tres etapas reina que se avecinan, porque, de lo contrario, las voy a pasar canutas de verdad. Tras una noche inquieta y nerviosa, diana 7:00, salida 7:30. Bajo un precioso cielo, miré de soslayo al astro rey pidiendo protección divina, y di el primer paso de este nuevo Camino, siempre especial. Eché a andar y atravesé la bellísima San Vicente disfrutando de maravillosas estampas marinas, barquitas diseminadas sobre la cristalina superficie, bañadas en los reflejos dorados de un orgulloso Ra-Khepri que despertaba sobre el horizonte. Tomé la carretera CA-843 y en un santiamén di alcance a dos peregrinos, un chileno y un polaco, que recorrían el Camino del Norte. Hicimos trío, y durante una hora fuimos charlando animadamente, siempre en ascenso, siempre por asfalto, con unas vistas a la izquierda que ganaban en vistosidad a medida que ganábamos altitud. Me llamaron la atención los pequeños mojones señalizadores, con flecha y cruz en color rojo, apuntando hacia el monasterio de Santo Toribio de Liébana: era el llamado Camino Lebaniego, que me ocupará las dos primeras etapas. A las 8:15 pasamos por la aldehuela de La Acebosa, y continuamos gateando mientras el chileno me contaba la atroz clavada de comisiones que le calza su banco, temática no muy jacobea que digamos. Preferí omitir el escabroso hecho de que yo me gano la vida en el sector financiero, pero sí exclamé un lacónico: «Todo el mundo tiene que ganarse la vida: pagar sueldos, impuestos, provisionar y dejar un beneficio al accionista». En fin, el paisaje era cada vez más bonito, me giré para admirar el panorama que quedaba atrás, San Vicente abajo, muy lejos, con el puente de las Mazas cruzando el estuario, y el majestuoso Cantábrico al fondo, fundiéndose con el cielo azulado.

    A las 8:50 llegamos a Hortigal, donde encontramos la bifurcación Norte-Vadiniense. Me despedí de mis acompañantes, que tiraron recto en dirección a Serdio, y torcí a la izquierda por el Lebaniego «antiguo», ignorando el nuevo trazado oficial que alguien se sacó de la manga en 2015, con algún interés seguramente más que discutible. Seguí adelante, en total soledad, y me extravié del modo más absurdo al internarme por un deteriorado sendero lleno de espinosos arbustos. Cuando me convencí de que el Camino no podía discurrir por allí, ya tenía espinas clavadas hasta en las pestañas, y el barro me llegaba a las orejas. Volví sobre mis huellas, maldiciendo mi estupidez —no hay Camino en que no me pierda alguna vez, pero ¡solo llevaba una hora de este!—, y tomé la dirección correcta, asfalto, cómo no, por la carretera CA-846, que me condujo a Gandarilla. Allí arrancaba una pronunciada y larga subida que enlazaba en otra pista local, la CA-850. A pesar de no abandonar en ningún momento el hormigón, el ascenso era realmente precioso, con apabullantes vistas a mano derecha.

    A las 10:15 coroné el Collado de Bielva, y contemplé Gandarilla, de donde procedía, abajo, en las profundidades. «Solo» había subido trescientos treinta y cuatro metros desde el nivel del mar de San Vicente, y en los próximos días subiría hasta superar los mil ochocientos. Poco a poco, ¡Roma no se construyó en un día! Un poste señalaba cuarenta y cinco kilómetros hasta el monasterio de Santo Toribio, estimando doce horas de recorrido, lo que me pareció una velocidad media excesivamente baja. Ello sugería el endiablado perfil que tenía por delante. Inicié el descenso por la misma carretera, a través de arboledas que sombreaban mi andadura, protegiéndome de las caricias de un sol que ya hacía de las suyas. El panorama a mano izquierda era fabuloso, un pronunciado desnivel donde numerosos caballos y vacas, potros y terneros pastaban ajenos a la estulticia humana. Más adelante me desvié del Camino por un carril que ascendía a Bielva, donde arribé en pocos minutos. Me detuve en Casa César, donde me pimplé un par de Aquarius, a pleno y confortable sol. Llevaba tres horas y media de caminata realmente exigente, iba en ayunas, salvo un gel Isostar que sabía a rayos, pero me sentía rebosante de fuerzas e ilusión. Después de la agradable parada atravesé la pequeña localidad, visité su iglesia y la pequeña ermita del magnífico Cristo de Bielva, y regresé a la carretera tras un impactante y largo descenso no apto para quien padezca de vértigo, por una angosta escalera de piedra rodeada de espesa vegetación. Había leído que tenía más de cuatrocientos escalones, pero solo conté doscientos noventa y siete. Eso sí, como bajé canturreando a voz en grito la springsteeniana Bobby Jean, es probable que se me escapase alguno que otro.

    Proseguí por la consabida CA-850, prosaica calzada que distorsionaba poéticos parajes. Crucé el río Nansa por el puente del Arrudo, y avancé acompañado por el murmullo del agua, que discurría a mi izquierda en una larga recta, entonces denominada CA-856, con un carril peatonal pintado de rojo. Caminé, ya con bastante calor, hasta alcanzar la villa de Cades y su importante ferrería (11:45). La población quedaba a la derecha de la carretera, pero el Camino seguía de frente. Afronté la parte más dura de la jornada, tanto por su pronunciado perfil como especialmente por un abrasador sol que me hizo sudar y resoplar de lo lindo. Dos peñascos gigantescos me escoltaban a ambos lados, con un desfiladero a mi izquierda por el que discurría el río Lamasón, con unas vistas fantásticas. Afortunadamente, la total ausencia de tráfico aseguró mi integridad, pues no había arcén donde apartarme. El paisaje era sensacional: imaginé que no pisaba asfalto, sino un ancho sendero de tierra herbosa y salvaje, envuelto en una onírica y generosa atmósfera que compensaba el esfuerzo acumulado. Seguía sin ver un solo sapiens, y me sentí anacoreta contemplativo, nómada penitente, en un estado de paz y serenidad como pocas veces en mi vida. Qué fuerte empezaba este Camino.

    A las 12:50 alcancé los cuatro caseríos dispersos que conforman Venta Fresnedo. Ya en descenso, un murete de piedra me protegió someramente del precipicio que horadaba el cauce del Lamasón, a mi izquierda. Al otro lado, enormes masas rocosas, un colosal muro que en ocasiones parecía desplomarse sobre mi triste sombra para finiquitar abruptamente mi camino existencial. Llegué a un cruce: a diestra, el Camino, por la CA-282; a siniestra, mi carretera cruzaba el río y seguía hacia Quintanilla. Había pensado almorzar en esa nimia población, pues en la aldea de La Fuente, meta de la etapa, no había dónde hacerlo —de hecho, no había nada en absoluto—. Avancé por el consabido asfalto —asfalto, asfalto, solo asfalto, todo el puñetero día— y finalmente arribé a la pequeña localidad sobre las 13:30. Me metí en Casa Miguel, buen garito para yantar, y me zampé dos platazos de alubias blancas realmente sabrosas, pechuga de pollo rellena y tarta de queso, con cerveza, agua y café. Estupendo menú.

    Me tomé mi tiempo, sobremesa incluida, y reanudé la marcha a las 14:55. Volví sobre mis pasos, con la iglesia de Santa María de Lamasón justo enfrente. De vuelta al cruce, enfilé por la otra dirección, dirección Sobrelapeña. El fuerte calor afectó a la pesada digestión del homenaje de habichuelas que me había pegado. ¡Cómo se removían en mis tripas, menos mal que soy de estómago duro! En pocos minutos, vi Sobrelapeña, un puñado de casas de piedra apiñadas a la izquierda de la carretera. Adelanté a un peregrino —¡el primero!— y supe que no dormiría solo en destino, lo cual no sabría decir si me agradó o decepcionó, pues ambas cosas tienen su aquel. Fotografié la preciosa iglesia románica de Santa Juliana, del siglo xii, antesala de La Fuente, minúsculo núcleo de treinta habitantes, me desvié ligeramente del Camino y llegué al albergue. Eran las 15:40, estaba muy muy acalorado, pero no excesivamente cansado. Era el primero en llegar. Charlé un rato con el hospitalero, Miguel —debe de ser seudónimo, nombre ficticio o traducción del original, porque era más guiri que yo en Groenlandia—. Un chico algo extraño pero simpático. Escogí cama, me instalé y me di una buena ducha, descansé un rato y luego compré un bonito sello en caucho del Año Jubilar Lebaniego. Escribí la crónica de la jornada mientras llegaban peregrinos, en suave goteo, hasta casi llenar el albergue —creo que somos trece—. Le pegué un rápido lavado a la ropa en un lavadero en el que luego remojé los pies, que hasta dolían, ateridos, de lo gélida que estaba el agua. Y pasé el resto de la tarde recuperándome de la dura etapa, con Las bodas de Fígaro resonando en mis oídos —esa imprescindible ópera del Camino—.

    Compartimos una estupenda cena comunitaria, lentejas con verdura y mucho curri —o comino, no sé, pero excesivo a todas luces—, plato estrella de Miguel, quien me aseguró: «Lo preparo todos los días; sé cocinar otras cosas, pero esto es lo que mejor me sale». ¡Así será el cuartel cuando Menganillo es el cabo! No me conquistará por el estómago, el buen chaval. Así y todo, con hambre y mucho vino todo sabe bueno, y me terminé el plato, y no te negaría que incluso habría repetido. En fin, casi todos los peregrinos con los que comparto refugio tienen como destino Santo Toribio —sabes, Año Jubilar—. La mayoría no llegará mañana a Potes, porque repartirán su Camino Lebaniego en tres jornadas. De hecho, no son pocos los que ya van bastante perjudicados, después de tan solo una etapa. Son peregrinos de perfil más amateur que los que encuentras en el Camino de Santiago —«turigrinos» aparte—, pero su gesta merece tanto encomio como la del más curtido. Creo que solo uno de ellos, el que adelanté poco antes de llegar, un cincuentón catalán algo resabiado, tiene su meta fijada en Compostela. Por acuerdo común, nos levantaremos todos a las 6:00. Algo temprano, quizá, pero vendrá bien para aprovechar las primeras horas, más frescas, y devorar una buena distancia antes de que el sol empiece a chamuscarnos.

    Esta primera jornada aconseja prudencia y moderación ante las tres etapas reina que se avecinan. Ha sido un prólogo muy exigente, en el que mi pie derecho, sin haber llegado a quejarse, ha dado ciertas señales de fragilidad, y temo que tarde o temprano exclamará: «Hey, aquí estoy yo». Aparentemente, no hay señales de esa Bestia que tanto me atormentó el año pasado. ¡Que siga a buen recaudo bajo siete llaves, en una jaula del infierno! Mi plan de mañana se basa en almorzar en Potes, visitar sucintamente la preciosa villa, y después ascender los tres kilómetros que la separan del monasterio de Santo Toribio de Liébana, para presentar mis respetos al lignum crucis. Querría disfrutar más de Potes, pernoctar allí y visitarla como merece, pero ello me impediría conocer el monasterio, ya que al día siguiente pasaría demasiado temprano por allí y estaría cerrado. Además, la etapa se me antoja durísima, así que no creo que llegue con mucho cuerpo para turistear. Veremos qué tal se da la noche y cómo afronto la primera gran prueba de este apasionante reto.

    Tengo ganas de andar, de trepar las montañas más altas y atravesar los valles más profundos. Ganas de pensar. En muchas cosas. Decía Nietzsche: «Solo tienen valor los pensamientos que nos vienen mientras estamos andando». Yo lo he corroborado en estos años de peregrinaciones. Vamos, querido lector, pongámonos en movimiento. Reflexionemos sobre dónde estamos, dónde queremos estar y cómo podemos llegar.

    Capítulo 2

    La Fuente-Santo Toribio de Liébana (28,9 km)

    Domingo, 11 de junio de 2017

    Probablemente, la de hoy ha sido la etapa más dura de toda mi vida jacobea. No sé cómo serán las próximas, pero esta ha sido brutal, ¡casi inhumana! Ahora comprendo que mis concurrentes en el albergue de ayer planificasen dividir el trayecto en dos jornadas de quince kilómetros. También entiendo a quien dice que el Vadiniense no es asequible para cualquiera. Desde luego, hoy ha hecho honor a su justa fama. Pero comencemos por el principio: diana 6:00, salida 6:30, como acordamos anoche. Una pista pavimentada en fuerte subida me sacó de La Fuente, que en un instante veía muy abajo, hasta concluir con una carretera local sin arcén por la que, con vistas similares a las de ayer, fui endureciendo el ritmo, mientras el perfil no dejaba de empinarse. Con la maquinaria muy entonada, me encaminé a la primera de las tres cotas significativas de la jornada. Pronto alcancé la aldea de Burió, y dejé el asfalto para tomar una pista de cemento, más rudimentaria, pero igualmente en duro ascenso. Pasé ante un puñado de ruinosas casas dispersas y caminé por un entorno montañoso, extremadamente silencioso, aislado del mundanal ruido, inmóvil como si el tiempo se hubiera detenido eones atrás. De vuelta a la carretera CA-282, al fondo del valle aún podía ver mi casilla de salida de hoy, muy pequeñita, ya a plena luz del día, aunque el sol todavía no había despuntado sobre las montañas que se erguían majestuosas a mi izquierda.

    La mañana estaba fresca y agradable, un tiempo óptimo para una buena caminata. Ello facilitó superar la primera cumbre, el collado de Hoz, sin apenas esfuerzo. Por fin dejé la dichosa carretera y me desvié por una pista de tierra que, más allá de unos suaves toboganes iniciales, acabó inclinándose hacia abajo con brusquedad, iniciando un bello descenso por una zona ganadera, con magníficas vistas. Estaba pletórico de emoción de saberme en plenas estribaciones de los Picos de Europa —ya se veían en lontananza sus orgullosas cumbres—. Por ese espléndido sendero, que a veces casi desaparecía bajo la densa vegetación, avancé hasta llegar a Cicera (500 m) sobre las 7:50, en un estado de ánimo excepcional, que me hizo llamar a María, aun siendo domingo y hora temprana, para compartir con ella tan gratas sensaciones. Atravesé la pequeña y preciosa aldea, donde estuve a punto de extraviarme a causa de la exigua señalización. Aquí y allá se veían unos postes con un panel solar en su extremo superior: eran hitos del Camino Lebaniego, con una plaquita roja que describía el lugar donde estaba y lo que tenía por delante, en extraño anacronismo con un panorama rural casi decimonónico. Nada más dejar la localidad, justo después de una señal con el rótulo «Desfiladero», acometí el segundo puerto del día, mucho más exigente que el anterior. Pero la dureza se veía recompensada por la sublime belleza que me condujo a un extático edén, en un estado de euforia pocas veces experimentado. En algún momento me vi trasladado al primer tramo de ascenso a Cebreiro, del Camino Francés —el que conduce a La Faba—, pero aquí la panorámica quedaba a la derecha, y en lugar de las infinitas vistas de los valles y montañas gallegos, los que partían la pana eran unos gigantescos peñascos, enormes colosos adormecidos al otro lado de un vastísimo precipicio. El sendero, de tierra y piedra, alfombrado de vegetación y con tramos embarrados, discurría por espesos parajes en los que reinaban las tinieblas. Debí superar varios repechos realmente complicados. Supusieron un tremendo desgaste: en varias ocasiones tuve que detenerme para recuperar el resuello y buscar algún órgano vital que perdí en esas rampas infernales. Más de una vez me desplomé, sentándome en una roca, un tronco, ¡donde pillara!, para refrigerar unos pulmones que ardían, sedientos de oxígeno. Duro, pero de verdad. El paisaje era intimidante, el abismo a mi derecha rompía casi donde marcaba mis huellas; caminaba literalmente al filo de la navaja, con las montañas del lado opuesto carcajeándose de mi insignificancia. Me sentía pequeño, diminuto ante tanta majestuosidad, ante milenarios seres mitad vivos mitad inertes, para quienes los caminantes solo somos motas de polvo, un virus que ensucia fugazmente su apacible e infinita existencia. Y es que no sabemos nada: ni siquiera podemos asegurar que no seamos los ácaros, los tardígrados de un organismo gigantesco e inmortal a quien llamamos Dios.

    A las 8:50 coroné el collado de Arceón (altitud 971). Tocaba descanso, un larguísimo descenso de moderada inclinación, con algún tramo severo, pero siempre comodísimo de caminar. Trotaba alegre, cantando, pizpireto, zampándome una enorme banana para recuperar parte de las fuerzas consumidas en ese collado que me miraba por encima del hombro, orgulloso y altivo. Me incliné ante algunas vaquitas que pastaban en el vasto verde sin saber de moscas, ácaros o dioses, y seguí bajando por un paraje extraordinario, absolutamente solitario, con unos pocos caseríos esparcidos por una mano divina y caprichosa. Un giro a la izquierda me topó de bruces con una enorme montaña iluminada por los rayos de un sol que se alzaba sobre los picos que dejaba atrás. La cuesta abajo se endureció y desembocó en Lebeña (altitud 246). Fíjate en la envergadura de las subidas y bajadas, reflejadas en las brutales diferencias de altitud. Lebeña está conformada por unas cuantas casas diseminadas por una amplia zona, dando cobijo a unos ochenta habitantes. Llegué a las 10:15, después de más de una hora de descenso continuado que castigó con saña mis músculos y articulaciones. Recuerda, querido lector, que subiendo te falta el aire y casi echas las tripas por la boca, pero bajando sufre mucho más todo el cuerpo, y es más fácil lesionarse.

    Tras una parada técnica de tres minutos junto a una fuente, me acerqué a la bellísima iglesia prerrománica de Santa María, del siglo x, posiblemente el templo de esa época más importante de Cantabria. Una auténtica joya cuyo interior no tuve la suerte de conocer, al estar cerrada. Seguí adelante, aunque de saber lo que me esperaba quizá me habría escondido de por vida en Lebeña. Tomé una carretera en ascenso hasta la aldea de Allende (altitud 300), donde llegué cuando sonaban las 11:00. Ahí comenzó mi calvario, presagiado por mi buen bastón, pues en ese momento se partió la sujeción de la venera y, desde entonces, la concha blanca adornada con la cruz de Santiago bailó errática y grotesca, golpeando continuamente el bordón, que, a propósito, es regalo de mi amigo Eduardo. Pensé en mi mentor jacobeo, y sonreí al pensar en las maldiciones que habría soltado si se hubiera visto en la tesitura de tener que afrontar las endiabladas rampas de este

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