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Crónicas jacobeas - Volumen II
Crónicas jacobeas - Volumen II
Crónicas jacobeas - Volumen II
Libro electrónico669 páginas8 horas

Crónicas jacobeas - Volumen II

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Camina hasta el lugar donde nacen los sueños...

El Camino de Santiago vive un auge sin precedentes. Cada año, centenares de miles de peregrinos se aventuran en la milenaria ruta con sus mochilas, rebosantes de motivaciones, en busca de sí mismos. Sin saberlo, todos comparten los mismos sueños: encontrar la luz, cerrar los círculos, vencer las incertidumbres y tapar sus huecos.

Jose F. Danvila, Caballero de la Orden del Camino de Santiago y peregrino en numerosas ocasiones, comparte sus andanzas por el Camino con la intensidad que él lo siente, sin tapujos ni artificios. Desprovisto de tópicos, nos regala una visión intimista de sus miedos y esperanzas, reflexiones sobre lo humano y lo divino y mucho más, todo ello en una lectura sencilla, amena y agradable.

Tanto si no conoces el Camino de Santiago como si eres unavezado peregrino, en estas páginas descubrirás mucho más que unas simples vivencias personales: te verás transportado a extraños y lejanos parajes, sentirás las emociones del autor, padecerás y disfrutarás. Vivirás el Camino. Tú también serás Camino.

Este segundo volumen relata las aventuras del autor al recorrer el Camino Portugués Central (Oporto), el Camino Inglés (Ferrol) y el Camino Francés (Saint Jean Pied de de Port).

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento20 feb 2021
ISBN9788418310621
Crónicas jacobeas - Volumen II
Autor

Jose F. Danvila

Jose F. Danvila (Córdoba, 1972) cursó estudios de Informática en la Universidad de Córdoba. Su carrera profesional ha estado centrada en el sector financiero, donde ejerce desde hace más de veinticinco años. Cuando en 2011 su mejor amigo le propuso recorrer juntos el Camino de Santiago, su vida cambió para siempre. Desde entonces, cada año recorre la ruta en busca de nuevas emociones y, como él dice, «recargar la luz». Combina su pasión por el Camino con sus otras tres debilidades: la egiptología, la ópera y Bruce Springsteen. En 2020 inició su andadura como escritor con la publicación de la saga «Crónicas jacobeas», en la que narra las peripecias vividas en sus numerosas peregrinaciones.

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    Vista previa del libro

    Crónicas jacobeas - Volumen II - Jose F. Danvila

    Introducción

    Peregrino, son tus huellas el Camino y nada más.

    Peregrino, no hay Camino, tú haces Camino al andar.

    Avanzando eres Camino, y al volver la vista atrás

    te das cuenta de quién eres, y tu alma crecerá.

    Peregrino, en el Camino, tu vida transformarás.

    He recurrido a los versos decapentasílabos de Antonio Machado como mejor preludio de este segundo volumen de Crónicas jacobeas. Célebres versos incluidos en su poemario Proverbios y cantares,¹ retorcidos y distorsionados a mi conveniencia —que el sevillano me perdone por tal atrocidad—. No ha sido casual escoger como encabezado de una obra dedicada al Camino de Santiago, ruta de marcado carácter religioso, las palabras de un anticatólico que falleció exiliado en los estertores de nuestra triste y cainita contienda fratricida del siglo pasado. Al contrario, representan una perfecta metáfora sobre el carácter ecuménico de la Ruta Jacobea, que atrae y seduce por igual a todo el orbe, sea ateo o creyente, de izquierdas o derechas, omnívoro o vegetariano: el Camino es una de las pocas cosas que quedan en este país como vínculo común —después del Mundial del Waka Waka y el gol de Iniesta—, como símbolo de hermanamiento de todos los hijos del generoso sol de nuestra vieja y desgastada piel de toro. Y más allá de nuestras fronteras, pues la ruta de peregrinación es universal, respeta la singularidad individual y nos mete a todos en el mismo saco, Oriente y Occidente, hemisferio norte y sur. Al margen de la motivación que cada cual cargue en su mochila al iniciar su aventura, ya sea CEO de una multinacional o jornalero de la roja tierra del azafrán, no existen diferencias entre quienes se embarcan en el apasionante viaje; todos se emocionan con sus bellos amaneceres, sus paisajes, su arte, su gastronomía y sus gentes. Todos padecen las ampollas y tendinitis, el cortante frío o el sofocante calor, y maldicen esa persistente lluvia que se les cuela hasta el tuétano. Pero, por encima de todo, todos se estremecen al plantarse ante «ella», la Catedral de Santiago, que se yergue majestuosa en el Obradoiro. No, Machado no conoció el Camino, pero, de haberlo hecho, le habría subyugado irremediablemente, como amante de la belleza que fue. Habría hecho poesía del Camino, pues el Camino es pura poesía. Se habría enamorado de él, como le habría ocurrido a su paisano Gustavo Adolfo Bécquer, cuyos versos encabezaron el primer volumen de esta saga. Todo el mundo cae hechizado por el irresistible embrujo del apóstol. Por ello, no son pocos los que repiten una y otra vez, y antes incluso de volver a casa, cuando aún no han terminado su aventura, ya la añoran, invadidos por la dulce morriña, y fantasean con una iteración futura.

    Saludos, querido lector. Quiero creer que, si te has decidido a continuar a mi lado en mis peripecias como caminante, si ahora recorres estas líneas, se debe a que la primera entrega te atrapó, ya sea al despertar tu interés por la milenaria senda, o bien por retrotraerte a tu propia experiencia. Si recuerdas, en el tomo anterior te narré mi evolución desde el gran despertar del Francés 2011 hasta el cénit del Primitivo 2014, pasando por la caída al abismo del Norte 2012 y el renacimiento del Sanabrés 2013. Se cerró así un uróboro, un círculo virtuoso que bien pudo dejar la cosa ahí, digna de enmarcar; pero no, quedaba sitio para más, la noria admitía más vagones. Y en ese hueco había sitio para dos, así que volví a peregrinar acompañado, compartiendo emociones y peripecias. Al fin, mi esposa, María, cayó en las redes del apóstol y caminó conmigo en los siguientes cuatro episodios, nada menos. Llevábamos bastante regular la separación que conllevaban mis ensoñaciones peregrinas; eso de perderme un par de semanas al año para dar rienda suelta a mi capricho jacobeo no era baladí, sobre todo para ella; yo echaba de menos a mi gente, por supuesto, pero a fin de cuentas me iba para vivir mis sueños, y ya sabes aquello de sarna con gusto no pica.

    Así pues, parte atraída por la curiosidad sobre eso que tanto me había enganchado, parte por evitar los largos períodos de distanciamiento, parte derrotada por mi cansina insistencia, María acabó uniéndose a mi periplo. Severos entrenamientos por la sierra cordobesa le entonaron física y mentalmente, y en el mes de mayo de 2015 se bautizó como peregrina, recorriendo el Portugués Central. Salimos por separado, pues quise que probara las mieles de un Camino en soledad: yo arranqué en Oporto y ella, unos días después, en Ponte de Lima. Y nos tocó en suerte una profunda borrasca que descargó sobre nosotros el diluvio universal; fue una peregrinación complicadísima para cuerpo y mente, ¡un auténtico infierno! El agua nos privó de disfrutar de muchos de los componentes más relevantes del Camino; vaya estreno para María. Así y todo, cayó rendida ante el hechizo jacobeo, que le cautivó más de lo que pudo predecir. Tanto fue así que ese año quiso ración doble, pidió segundo plato, y elegimos un fabuloso Inglés, que vivimos en plena canícula. Y entonces sí, el tiempo fue benévolo, y María supo lo que era detenerse en medio de un precioso paraje natural, mirar en derredor, sentirse viva y sumergir en el espejo del olvido los fantasmas de la rutina cotidiana. Conoció todo aquello que la lluvia nos robó en el Portugués, completó su perspectiva y sintió una alegría inusitada. Y como suele pasar cuando una pareja lo comparte todo, la dicha y desdicha de uno se convierten en dicha y desdicha del otro, así que gocé tanto como ella en sendas aventuras, y redescubrí la gloria de caminar en compañía, tras las ya lejanas experiencias con mi amigo Eduardo, que sigue siendo el mejor peregrino del mundo mundial.

    Quería más lejos, más alto y fuerte. En 2016 me desafié a mí mismo con la experiencia absoluta: evocar ese Camino Francés, germen de mi currículum, pero esta vez recorriéndolo en su totalidad, desde tierras galas. Exultante, sin temor a nada, me planté en la bellísima villa de Saint Jean Pied de Port, y desde allí eché a andar en la «peregrinación definitiva», que tuvo dos partes muy diferenciadas. La primera, hasta León, en solitario, forzando al límite las capacidades del mítico «turboperegrino» forjado en los hornos de los inigualables caminos de 2013 y 2014. La segunda, con una ilusionada María —quien se unió a la fiesta en la capital leonesa—, fue un tormento pergeñado en el averno: la Bestia, un horrible monstruo que emergió de las profundidades de mis entrañas, de algún rincón recóndito y oscuro de mi pesadilla más siniestra, hizo que cada zancada se convirtiese en una tortura física y mental. Me costó horrores llegar a la tercera ciudad santa de la cristiandad, pero el suplicio se tornó en gesta heroica. «Sin dolor no hay gloria», ¡más que nunca! Fue un Camino maravilloso, largo, variado, salpicado por mil emociones, mil descubrimientos, y sobre todo marcado a fuego por mi afán de superación. María llegó a la cúspide de su experiencia jacobea; mi renqueante paso le vino como anillo al dedo, pues no tuvo que esforzarse como en otras ocasiones para seguir mi alocado ritmo, y pudo disfrutar sin padecer más allá que por verme padecer a mí. De regreso a casa, decidí que esa sería la guinda de mi currículum, era el momento idóneo para un largo punto y aparte, un nuevo tiempo en mi vida tras siete peregrinaciones en seis años, el inicio de otra fase en la que centrarme en otras cosas. Pero no, nada de eso: era prisionero del Camino, más de lo que pensaba, y el dulce síndrome de Estocolmo por mi captor me impedía escapar. Hubo más, ¡mucho más!

    Los tres caminos citados conforman el libro que tienes en tus manos, querido lector. La historia prosiguió con otras rutas, más extrañas y recónditas, tan duras como hermosas. Pero tendrás que esperar al tercer tomo para descubrir la evolución de este relato del viaje al interior más profundo de mi alma de peregrino. La estructura de esta entrega mantiene el patrón de la anterior: dedico un episodio a cada Camino, subdividiéndolo en un prólogo que lo contextualiza, un epílogo que lo resume y tantos capítulos como etapas conllevó recorrerlo. La fuente principal sigue siendo el diario que redactaba al término de cada jornada, sin máscaras ni disfraces, desnudo ante tus ojos. En la elaboración posterior de esta obra he tratado de dotar a los textos de una homogeneidad razonable para que el corpus se perciba consistente, sin grandes saltos de estilo, pues el manuscrito original varía ostensiblemente de un Camino para otro, ¡incluso de un día para otro!

    Como ya advertí en la introducción del primer volumen, la descripción de lugares y personas es libre, personal, «objetivamente subjetiva»: en todo momento narro con total transparencia mis sensaciones y percepciones, y en ningún caso pretendo ofender ni criticar a ninguno de los aquí aludidos. Respeto todas las ideas, todas las formas de pensar y vivir, en la diversidad reside el enriquecimiento. De nuevo, pido disculpas por anticipado a quien pueda sentirse ofendido o disentir con lo aquí relatado. En ese sentido, algunos de los nombres han sido modificados. Adicionalmente, a pesar del ingente trabajo de documentación y verificación de todos los datos, siempre cabe la posibilidad de que se me haya escapado algún gazapo que seguro sabrás perdonar. La labor ha sido ardua y compleja, engarzando y completando los escritos primigenios con detalles recogidos de mis magníficas guías de referencia, Gronze y Eroski, así como de otras variopintas fuentes externas y mis cientos de fotografías, que hacen aflorar recuerdos en su día no plasmados. Todo ello en un intento de ofrecerte la información más precisa y fidedigna posible.

    Cualquier cosa que añada sería redundante con respecto a la introducción del primer volumen. Así pues, ¡basta de prolegómenos! Zambullámonos en el mágico batido del océano de leche, en el noble arte de peregrinar bajo la vigilante mirada nocturna de la Vía Láctea. Que suenen las trompetas de Jericó y con ellas se derrumben todos los muros, abriendo ante nosotros un mundo utópico, una maravillosa senda de libertad rumbo al más sagrado de los destinos, el que cada uno se marque en la búsqueda de su verdad existencial. Repican las campanas, es tiempo de descubrimiento. ¡Vamos, cada segundo es valioso!

    Noviembre de 2020


    ¹ Incluido en la colección Campos de Castilla,

    xxix

    (de

    liii

    ): «Caminante, son tus huellas el camino y nada más. Caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Al andar se hace camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar. Caminante, no hay camino, sino estelas en la mar».

    Episodio V

    Camino Portugués Central 2015

    (Oporto)

    30 de abril a 8 de mayo de 2015

    Resumen de la quinta peregrinación

    1.J 30/4/15 Oporto-São Pedro de Rates 37,9

    2.V 1/5/15 São Pedro de Rates-Portela de Tamel 25,9

    3.S 2/5/15 Portela de Tamel-Rubiães 41,9

    4.D 3/5/15 Rubiães-Tui 19,1

    5.L 4/5/15 Tui-Redondela 31,6

    6.M 5/5/15 Redondela-Pontevedra 19,6

    7.X 6/5/15 Pontevedra-O Pino (Valga) 30,7

    8.J 7/5/15 O Pino (Valga)-O Faramello 19,4

    9.V 8/5/15 O Faramello-Santiago de Compostela 13,3

    Total: 239,4 km (media 26,6/día)

    Corren al mar dos arroyos, y en el Camino se juntan para no caminar solos.

    Salvador Rueda

    Prólogo

    Sobre cuentas precisas: cuando uno más uno igual a… tres

    Puede sonar a topicazo, pero lo cierto es que mi esposa, María, es mi mejor amiga. Es la única persona de este mundo a la que soy incapaz de esconder mi reverso tenebroso, que conoce y sabe gestionar mejor que yo mismo. Sin ella, mi camino vital habría discurrido por otras sendas, sin duda más inciertas y tenebrosas. Siempre ha sido un apoyo esencial para mí, y no concibo mi peregrinación existencial sin su compañía. Es un modelo de entrega desinteresada, de paciencia y generosidad. Somos más que una simple pareja, juntos sumamos más de dos: en nuestra génesis supimos salir adelante ante circunstancias difíciles con las que bregamos siendo unos niñatos inconscientes, sin ninguna ayuda terrenal. Solos en la vida. Pero afrontar juntos esos obstáculos nos fortaleció, y gracias a la protección del ángel que custodia y vela por nuestro amor y nuestro paso por la senda de la vida, hemos llegado hasta aquí, que no es poco. Lo que queda ante nosotros, quién sabe. Se podría decir que María y yo sumamos tres. Lo compartimos todo, bueno y malo, fe, esperanzas y sueños. ¿Todo? ¡No! Aún queda algo importante, algo que ha edulcorado mi existencia, que he saboreado con fruición durante cuatro años consecutivos. Algo que me ha empujado a huir del calor del hogar durante un puñado de días, para regresar portando una luz y una sonrisa que siempre provocaban en María una escrutadora y curiosa mirada: «¿Qué tendrá el Camino para haberle hechizado así?». En mi vano intento de transportarle a mis oníricos mundos, ha soportado innumerables charlas insufribles. Tanta maravilla le he descrito que al fin se ha decidido a experimentarlo en sus propias mollas, y espero que ello detone en ella un gran despertar comparable al que provocó en mí el legendario Francés de 2011.

    Saludos, querido lector, sé bienvenido al quinto episodio de mis crónicas jacobeas, un Camino 2015 muy especial, al conllevar el estreno de mi compañera. El plan parte de la premisa de que María debute en total soledad, como creo que todo peregrino debe enfrentarse a su «bautismo», y así descubrirlo en toda su pureza y rotundidad. Mas no abusaré de mi esposa, solo caminará dos jornadas consigo misma; luego, nuestras sendas convergerán y seremos dos —o tres, ya sabes—. Me entusiasmó volver a celebrar Juntas de Camino en compañía, añorando al bueno de Eduardo, cuyo lugar ocupó una María claramente ilusionada, pero eso sí, sin la exacerbada pasión de mi buen amigo. Acordamos una ruta cómoda y sencilla, de buena infraestructura y diferente de mis aventuras previas. Fue una fácil decisión: el Portugués. Las rutas lusitanas, que suelen partir de Lisboa, se dividen en varios ramales, de los que elegimos el que parece más concurrido, conocido como Portugués Central. Este se dirige al norte por tierras del interior del país vecino, no muy lejos del litoral atlántico, por donde discurre otra variante, el llamado Portugués de la Costa. Mi plan es salir de Oporto unos días antes que María; ella viajará a Ponte de Lima, unos noventa kilómetros al norte de mi casilla de salida, y recorrerá dos etapas hasta la puerta de España, la villa de Tui, donde nos encontraremos después de un ímprobo esfuerzo por mi parte, una jornada de etapa doble. Ya en la mágica Galicia, seguiremos juntos cinco días más, hasta llegar finalmente a la Casa del Señor Santiago.

    Me embarga una mezcla de emociones: alegría e ilusión por peregrinar con María, y cierta preocupación por cómo le irá en su periplo en solitario, tanto el pesadísimo viaje hasta Ponte de Lima como los días que caminará en solitario —aunque espero bastante afluencia de peregrinos, por lo que seguro que irá arropada—. Mis inquietudes se disipan una vez que converjan nuestras sendas, pues ya cuidaremos el uno del otro. Aun así, son más de ciento sesenta kilómetros los que deberá recorrer con la mochila a la espalda, y aunque la veo bien preparada gracias a un riguroso entrenamiento, sin duda sufrirá las penalidades inherentes al Camino. Espero que aguante bien, y tanto consejo y charla entusiasta de estos cuatro años la ayuden a alcanzar la gloria jacobea.

    En mis primeras cuatro etapas, las que haré en soledad hasta alcanzar a María, aspiro a ser el mismo de mis dos últimos Caminos, ese turboperegrino en estado puro, con las sensaciones habituales. Soy incapaz de prever lo que sentiré al ir acompañado, adaptando mi paso al de María, sin forzarle en exceso. Será muy distinto a cuando peregrinaba con Eduardo, pues entonces él era el «veterano», y tanto su forma física como su umbral del dolor son netamente superiores a los de mi mujer. Ahora me tocará a mí hacer de paciente preceptor, el discípulo se convierte en… ¡lo que sea! Como siempre, el clima será un factor muy importante. Después de un mes de marzo de tiempo casi veraniego, vivimos unas semanas de alocada primavera de grandes contrastes, muy cambiante e impredecible. Las predicciones auguran alta probabilidad de lluvia, se aproxima por el Atlántico una profunda borrasca —ciclogénesis explosiva le llaman ahora—. Ojalá no sea para tanto y el agua no estropee demasiado la aventura. O sí, quién sabe. Un poquito de épica, ¿por qué no?, ¡quién dijo miedo!

    En cuanto al recorrido, nos encontraremos de todo, desde bellos paisajes que tratarán de competir con los de mis rutas anteriores hasta zonas industriales que se ahogarán en el océano del olvido. A priori, el entorno se me antoja menos interesante que los preciosos e inolvidables Sanabrés y Primitivo. El Portugués se caracteriza por un perfil bastante llano, con escasas panorámicas inmersas en la indómita naturaleza, y con mucho pero mucho trayecto semiurbano. Escasos ascensos relevantes, con atención a la subida al Alto da Portela Grande de Labruja, en la que ganaremos trescientos quince metros en unos cuatro kilómetros, apenas una tachuela comparada con las increíbles escaladas de Cebreiro 2011, Alberguería 2013 o El Palo-Hospitales 2014. La altitud de la ruta portuguesa es siempre muy moderada: en Portugal no superamos los cuatrocientos metros (Labruja) y lo normal es rondar continuamente los cien. Y en Galicia tampoco cambiará ese escenario, muy lejos del perfil gallego, quebrado y abrupto, que tanto exige a cuerpo y mente. A María le vendrá estupendo porque, aun bien adiestrada, las subidas siempre se le atragantan un poco más. Lo más duro para mí será el trayecto inicial en solitario, ya que he planificado etapas bastante largas en base a su aparente sencillez. Sin duda, será el día en que daré alcance a María en el que más forzaré la máquina —en principio rondará los cuarenta kilómetros—.

    Afronto el reto bien preparado: mi forma física conserva el tono de los dos últimos años y la expectación de las ocasiones anteriores se mantiene intacta, con el atractivo adicional de la presencia de María. Espero que el dichoso neuroma de Morton que sufre en los pies no le pase una factura demasiado gravosa y sus seguros problemas sean llevaderos, de modo que disfrute de cada paso hasta la llegada al Obradoiro.

    Siguiendo la tradición, el pasado 18 de abril acudimos a la parroquia de Santiago en Córdoba, donde el páter don Domingo expidió nuestras credenciales. Su diseño ha sido totalmente renovado, habiendo ampliado las casillas para sellos hasta cuarenta y ocho —será difícil completarla en el corto recorrido de este año—. Me emocioné al ver el nombre de mi mujercita en ese trozo de cartulina que registrará su paso por la ruta que le llevará hasta la ciudad santa. Nos quedamos a misa, y a su término recibimos la bendición del peregrino mientras, algo sobrecogido, miraba de reojo a María, que esbozaba una tenue sonrisa. En ese momento, en el brillo de sus ojos atisbé una luz, la seguí y me llevó hasta Saint Jean Pied de Port. Y decidí que el próximo año tenía que hacer el Francés completo, desde la bellísima localidad gala. Sería el mejor broche a mi locura. Entonces sí que llenaría la credencial, por más casillas que tuviera, si es que no necesito más de una. Ya sé, es de locos pensar en el Camino de 2016, ¡si no he empezado este! Pero, ante un destello, no debemos cerrar los ojos por miedo a deslumbrarnos, sino seguirlo cual estrella de Belén. Ahí queda eso, veremos qué pasa.

    Vamos con la historia que nos ocupa ahora. Su inicio será un tedioso trayecto hasta Oporto, que no dudo de que se me hará interminable. AVE a Sevilla, taxi a la estación de autobuses de plaza de Armas y, tras cenar algo por allí, rozando la medianoche del lunes 27 al martes 28 de abril, eterno autobús hasta Lisboa, un desesperante viaje bordeando el Algarve. A las cinco de la madrugada haré transbordo para coger otro autobús que finalmente me dejará, bien entrada la mañana, en la hermosa ciudad de Oporto. María alargará aún más su prólogo, con un tercer autobús desde Oporto que le acercará a Ponte de Lima, pero estoy seguro de que dormirá mucho mejor que yo en el trayecto nocturno por carretera. Serán trece horas de pesadilla —María más—, pero no he encontrado una combinación más ágil por tierra. Bueno, podría volar a Vigo, y allí coger un autobús, pero no me fío de facturar las mochilas —por su tamaño no se admiten en cabina— y arriesgarme a roturas o extravíos. Imagina qué demonios hago en Vigo sin mochila. Además, en tiempo total de viaje, la diferencia tampoco es tanta. Así pues, santa paciencia.

    Eso sí, lo que vendrá después compensará con creces el suplicio de traslado a la casilla de salida: dos hermosas catedrales, Oporto y Tui; hermosísimas localidades como la misma Oporto y Barcelos, Ponte de Lima y Valença do Minho en Portugal; y Tui, Redondela, Pontevedra, Caldas de Reis, Padrón en Galicia. Maravillosos lugares que despertarán más de un «stendhalazo» que me dejará boquiabierto.

    Hasta llegar a mi adorada Santiago, con mi mejor amiga. Con la que sumo tres.

    Caminaremos juntos, disfrutaremos juntos, padeceremos juntos. Cogidos de la mano.

    ¿Vienes con nosotros, querido lector? ¡Vamos, seamos cuatro!

    Capítulo 0

    Oporto

    Miércoles, 29 de abril de 2015

    Estupendo día de visita a la preciosa ciudad de Oporto. Me genera una enorme pereza hablarte de las trece horas que pasé en los dos dichosos autobuses: una espantosa primera parte, de Sevilla a Lisboa, en la que traté en vano de conciliar el esquivo sueño a causa de mi incapacidad de acurrucarme y lograr una postura cómoda, a lo que se sumó el viajero del asiento contiguo, que se movía más que un saco de ratones. Cada vez que me parecía flotar sobre las esponjosas nubes del reino de Morfeo, un codazo inoportuno me retornaba a la tierra de la vigilia. Llegué a la capital lusa sobre las 5:45, hora local —una hora menos que en la España peninsular—, y me tocó esperar más de hora y media hasta el transbordo. Sentado en un frío y duro banco de la estación, con la cafetería cerrada y un frío que cortaba mi alma, ese lapso fue el peor. Cuando al fin subí en el segundo autobús y reanudé el viaje a las 7:30, la cosa mejoró: el coche iba casi vacío, ya era de día y me pude entretener con el paisaje. Incluso llegué a dormitar a intervalos, relajado gracias a las Variaciones Goldberg que resonaban en mis oídos procedentes de mi iPod nano. Al filo del mediodía arribé a Oporto —si alguna vez repito este viaje, tengo que organizarlo de otro modo—. Menos mal que hoy descansaré en un hotelito donde espero dormir a pierna suelta, quizás por última vez hasta… quién sabe.

    Pues nada, recogí bastón y mochila del compartimento de carga y eché a correr como alma que lleva el diablo. Avistando alguna que otra flecha amarilla, alcancé el 193 de la Rúa de Cedofeita, bonita y céntrica calle peatonal de adoquines irregulares coloreados de blanco y azul, donde se hallaba el hotel Estoril, alojamiento modesto, pero más que suficiente para mis humildes pretensiones de peregrino. Me registré, anoté la clave wifi y subí a la habitación para hacer FaceTime con mi hijo, Jose, y felicitarle por su vigésimo segundo cumpleaños, ahí es nada. Me sentí triste al no poder estrecharle en un abrazo, y decidí dedicarle la etapa de mañana. Charlé también con María y le conté el arduo traslado en autobús, haciéndole un poco el cuerpo a lo que le esperaba a ella.

    Sobre las 14:00 salí a visitar Oporto, segunda ciudad más relevante del país vecino. Con casi millón y medio de habitantes en su área metropolitana, se trata de una vistosísima localidad en la que el Douro (Duero en España) se derrama sobre el vasto e indómito Atlántico. Ciudad decadente y señorial, plagada de callejones rebosantes de vida y color, con su singular y distinguida estación de tren, hermosas iglesias engalanadas de azulejos en blanco y azul, la magnífica Torre de los Clérigos y la majestuosa catedral de la Sé, la ribera del Douro presidida por el impresionante puente Don Luis I, de aspecto claramente eiffeliano. Todo en Oporto está virtuosamente envuelto en un halo de historia, estilo y mucho, muchísimo encanto. Maravillosa ciudad a la que volveré como turista, con mi gente, para dedicarle el tiempo que sin duda merece.

    Desde el hotel caminé en dirección sur hasta la iglesia del Carmen, forrada de azulejos en su muro oriental y con un bonito retablo mayor, junto a la Praça Gomes Teixeira y la fuente de los Leones. Seguí bajando hacia el Douro, alcanzando la iglesia y la Torre de los Clérigos, que visité profusamente, pudiendo disfrutar desde lo alto de una vista privilegiada de la ciudad, llena de tejados anaranjados y con la omnipresencia del ancho río. Al descender de la torre, visité el bellísimo interior del templo, vacío a esas horas, con más prisa de la cuenta, pues el hambre apretaba. Enfilé hacia la zona de la catedral y, en el primer bar que encontré en la Rúa das Flores, me detuve a almorzar. Tomé un plato combinado compuesto por arroz hervido, ensalada, patatas y pollo. Cuatro con ochenta que se incrementaron hasta nueve, a causa de la bebida —agua—, y un excesivo suplemento por pan duro y una porquería de mantequilla que ni había pedido. Y es que, querido lector, ojo con Portugal, porque es costumbre que mientras esperas a la comida «te inviten» a queso, mantequilla, pan y demás tentaciones que si ignoras se llevará el camarero sin cobrarte, pero como piques siquiera un poco… estocada al canto. Caí en la trampa, pero el sitio era tan cutre que no pudieron darme un sablazo mayor. Eso sí, tomé nota para días sucesivos. Una y no más, santo Tomás.

    Después del «opíparo» almuerzo, me dirigí a la catedral de la Sé, bonito templo mayor. Iniciada en el siglo xii, de base románica, exhibe numerosos elementos góticos —como su bonito claustro, cómo no, forrado de azulejos— y barrocos, los cuales sustituyeron en su mayor parte a los románicos originales, como el altar mayor o buena parte de la fachada. Me sentí dulcemente azotado por latigazos de éxtasis y recogimiento. Tras visitar las variopintas estancias y capillas —y por supuesto sellar la credencial—, dejé la catedral y en sus inmediaciones pude ver flechas amarillas acompañadas por otras azules señalando en dirección opuesta, hacia Fátima, peregrinación de gran devoción en el país vecino. Paseé hasta Cais da Ribeira, el espectacular entorno a sendas orillas del Douro. Se había quedado una tarde fabulosa y deambular errático por tan hermoso lugar, rodeado de bastante gente, pero sin llegar a agobiar, resultaba agradable hasta decir basta. Me dirigí al puente Don Luis I, fabulosa obra de ingeniería en acero, diseñada por Théophile Seyrig, socio del insigne Gustave Eiffel, cuya reminiscencia es inevitable al contemplar su enorme arco y los travesaños que en mucho recuerdan a la torre parisina. Subí a la planta superior del puente, por donde transita el tranvía —por la inferior circula tráfico convencional—, y me dirigí a la otra orilla del río, disfrutando de una magnífica panorámica que llegaba hasta la desembocadura en el Atlántico.

    Ya al otro lado, en Vilanova de Gaia, descendí a la orilla del Duero y tomé un plácido café en una cafetería muy ambientada, mientras revisaba la etapa de mañana. De repente, me sentí terriblemente cansado: quizás la falta de sueño por la pésima noche en autobús empezaba a pasar factura, a lo que se añadía el no parar desde mi llegada a Oporto. Pagué el café y volví sobre mis pasos, callejeando hasta la catedral para, algo más al norte, detenerme a admirar los magníficos azulejos que decoran el vestíbulo de la estación de tren de São Bento (San Benito). Corta parada, pues me sentía muy fatigado. Al salir, miré a la derecha y avisté a lo lejos y en alto una llamativa iglesia. Me obligué a un esfuerzo adicional para verla de cerca. Se trataba de la iglesia de San Ildefonso, erigida sobre una larga escalinata, con una fachada extraordinariamente hermosa. Por suerte, estaba abierta, así que ¡visita al canto! Al salir, casi tambaleante por el cansancio, descubrí una espléndida y lejanísima vista en línea recta de la Rúa 31 de Janeiro, con la iglesia de los Clérigos muy al fondo. Me senté en la escalinata, con la espalda apoyada contra la fachada de la iglesia, saqué mi cuaderno y allí, bajo las caricias del solecito vespertino, aproveché para escribir estas líneas. Al finalizar, me sentía más descansado, así que reanudé el camino de vuelta, y tuve que detenerme de nuevo. Y es que Oporto es mucho Oporto.

    Esta vez la causa fue la archiconocida librería Lello e Irmão, según dicen una de las más hermosas del mundo. Tuve la suerte de no encontrarla abarrotada, así que me permití el lujo de recorrerla con tranquilidad, subir su preciosa escalera y regodearme en su recargado diseño. Y mi cuerpo ya no daba para más. Regresé al hotel, comprando la cena en un pequeño súper al paso: algo de fruta, chocolate y yogur líquido. Llegué a mi habitación rondando las 18:15, derrengado, con un importante dolor de pies, inquieto por tanto exceso turístico en la víspera del inicio de todo un señor Camino de Santiago. ¡Y es que casi había olvidado por lo que estaba allí!

    No volví a salir. Charlé con la familia, me zampé las viandas y me acosté temprano, tras comprobar que mañana tendré un tiempo razonable, pero en los próximos días no me libraré: se avecina una terrible borrasca que amenaza con convertir este quinto Camino en la gran inundación. Acostado, entorné los ojos y me imaginé con mi querida esposa, encaramados sobre un arca de madera cual Noé y Naamá, escrutando flechas amarillas sumergidas en las aguas que inundaban las sendas, bajo una lluvia que venía a purificar este malvado mundo.

    Para la primera etapa de mañana, esto… a ver qué pasa. No digo nada. ¡Hay plan!

    Capítulo 1

    Oporto-São Pedro de Rates (37,9 km)

    Jueves, 30 de abril de 2015

    Vale, ya puedo decirlo: ¡treinta y ocho kilómetros del ala avasallados por mis viejas Chiruca! Primera etapa, primera gesta, en línea con los míticos Sanabrés y Primitivo, y sin aparentes secuelas. He optado por aprovechar la ausencia de lluvia para alargar el trayecto, con idea de hacer más asequibles las siguientes jornadas, que con toda probabilidad transcurrirán bajo el incómodo manto del líquido elemento. A pesar de la considerable distancia, no exagero un ápice al decir que la etapa ha sido la menos agraciada de todas las que he recorrido hasta la fecha: un paisaje carente de todo aliciente, especialmente la primera parte, hasta la localidad de Vilarinho. Toma nota de la receta, querido lector. Aunque la ciudad de Oporto propiamente dicha no supera en mucho los doscientos mil habitantes, su área metropolitana es extensísima y me ha tocado atravesarla de cabo a rabo, sin pisar nada más que asfalto, cemento, solería o un puñetero adoquín irregular cuyas aristas se clavaban en mis desgastadas suelas como afilados clavos de colchón de faquir; a ello se sumaron varios tramos pegados a un enloquecido tráfico, lo que aportaba al recorrido un componente de inseguridad nada desdeñable —he constatado el tópico de que los portugueses conducen como kamikazes nipones, como si llegasen tarde al cobro de una Bonoloto que les cambiará la vida—; si sazonamos un plato de tan dudoso gusto con un par de polígonos industriales, el resultado final no es que haga precisamente salivar. Y como imaginarás, a tan baja altitud, cualquier posibilidad de disfrutar de vistas panorámicas o trepar endiabladas cuestas brilla por su ausencia. Créeme: qué fea ha sido la etapa. En fin, espero que la cosa vaya a mejor en los próximos días —mucho peor no puede ser—. Venga, vamos al detalle, qué remedio. Todo es Camino.

    Diana 6:30, tras una estupenda noche que me repuso completamente de la paliza del viaje y los estragos de los excesos turísticos. A las 6:50 pisé el mosaico del pavimento de la Rúa Cedofeita, a plena luz del día y bajo un cielo cubierto y amenazante. Di mi primer paso, siempre especial, y tiré en dirección norte, sin pérdida posible gracias a la abundante señalización —flechas amarillas por doquier—. Pasé ante la capilla de Ramada Alta, en la Rúa 9 de Julho, y avancé sin un solo peregrino a la vista, lo cual me extrañó sobremanera —¿habrían salido aún más temprano?—. Más adelante, encontré la iglesia de Carvalhido, forrada de azulejos, con preciosas escenas marianas. Reparé en que iba a paso furibundo, como si por más correr cambiaría antes el panorama; comprendí que, ante situaciones de esa índole, lo sensato es hacer acopio de paciencia y tratar de disfrutar, sea como sea el trayecto. Si la vida te da limones, haz limonada. Resignado, continué por las calles portuenses de mejor humor, procurando espantar de mi mente el temor a la lluvia y gozar al máximo de cada segundo en mi añorado Camino, ¡todo el año esperándolo!

    Sobre las 7:45 andaba por la Rúa de Recarei y topé con un bonito cruceiro, cuya base estaba meticulosamente decorada con una miríada de velas encendidas y una especie de jardincito improvisado, con plantas, musgo y piedrecitas. Seguí adelante, por barriadas de casitas bajas. Crucé la vía férrea, y al momento me planté en Araújo y su iglesia. Me detuve junto a ella para contemplar un roble sagrado (carvalho santo), del que se dice que antiguamente manaban aguas milagrosas, y a su lado un cruceiro del xvii resguardado por un templete de piedra. Al fin, Oporto quedaba atrás, y la cosa mejoraba ligeramente. El entorno seguía siendo eminentemente urbano, pero se empezaban a atisbar pinceladas verdes aquí y allá, y las casas parecían más dispersas. El murmullo del Leça, un pequeño curso de agua, y vastos prados oscurecidos a causa del gris plomizo del cielo fueron mis primeras sensaciones de caminar por un paraje rural. Mas, cuando pensaba que había escapado de la civilización y me internaba en plena naturaleza, confluí en una carretera atestada de tráfico por cuyo nimio arcén caminé a no más de medio metro de distancia de una caravana de coches y camiones que circulaba a toda pastilla. Afortunadamente, tan prosaico trecho no fue muy largo y concluyó al llegar al gran cementerio de la villa de Moreira da Maia.

    Me enfrenté entonces a un siniestro firme de puntiagudos adoquines que se clavaban en la planta de mis pies como las afiladas uñas de una diabólica gorgona. Rozaba tangencialmente la Zona Industrial Maia I, un polígono que se desplegaba a mi derecha. Quince minutos más tarde, otro breve tramo de arcén —este sin tráfico— me llevó a atravesar las aldeas de Outeiro y Mosteiró, donde salió a saludarme un colosal y hospitalario san bernardo, que ronroneó ante mis caricias. Más adelante, de nuevo sobre incómodos adoquines, cerca del lugar de Vilar sobrepasé al primer peregrino a pie —en bici ya me habían adelantado varios grupos—, un señor de Sídney con quien intercambié unas palabras, dejándole atrás con un sonriente «Have a nice Camino: don’t stop dreaming». A las 9:45 me detuve a tomar un rápido café en Café Ramiro, y sellé la credencial con una estampa multicolor no demasiado afortunada. Al ver mi abultada cartera, la posadera me aconsejó que no llevase mucho dinero encima, pues los atracos eran frecuentes en esa zona. Incrementé mi nivel de alerta a DEFCON 4² —tampoco me pareció necesario movilizar a los Navy SEALs—, y reanudé la marcha por un entorno que, aun manteniéndose «humanizado», empezaba a percibirse un poquito más campestre: ahora sí, la metrópoli pasaba a la historia.

    Avancé por el arcén de la adoquinada carretera N306, sin dejar de ver casas en ningún momento. Volví a adelantar al peregrino de Sídney, quien me había superado en el café. En esa zona las flechas amarillas estaban acompañadas por una vieira, a veces con una flecha azul en sentido contrario —dirección Fátima—. Con ese panorama caminé a buen ritmo hasta llegar a Gião (10:40), donde vi un azulejo que indicaba 203,4 kilómetros a Santiago, y un par de cruceiros, uno de ellos en un parterre ovalado en medio de una plazoleta. Más allá, la iglesia, de alto campanario y fachada azulejada. Proseguí sobre los puñeteros adoquines, que se clavaban como alfileres, y atravesé las aldeas de Tresval y Vairão, donde había otro cruceiro, este protegido por una verja de hierro. Me detuve por segunda vez en un bar y tomé una Guaraná, un potingue —que sabía a rayos— que me ofrecieron a falta de Aquarius. La carretera, muy ancha y flanqueada por dos altos muros de piedra, se internó en una zona boscosa sin más atractivo que una creciente sensación de soledad, a la que me aferré como única fuente de inspiración. «Hasta en el más horrible paraje se puede encontrar la mirada del apóstol», susurré en voz baja, escrutando mi alma en busca de subterfugios que me evadieran del lugar y me adentraran en mundos oníricos rebosantes de belleza. Y así logré disfrutar del primer lapso de recogimiento, meditación y oración del Camino, rogando al Señor Santiago por la familia y dedicando mis cuitas a su protección.

    A las 11:45 arribé a Vilarinho, teórica meta de una primera etapa anodina hasta el hartazgo. Pasé ante su iglesia con azulejos, y muy cerca encontré una curiosa y original escultura de un peregrino, ante la que me hice una graciosa foto. Llevaba veintisiete kilómetros, no llovía —aunque bien podía hacerlo en cualquier momento—, y me sentía fuerte y descansado. Así pues, decidí continuar hasta São Pedro de Rates, a unos doce kilómetros, siguiendo el exigente plan que urdí ayer tarde. Sellé la credencial en un bar y continué mi paseo por la carretera N306, de la que pronto me desvié para tomar, ¡al fin!, el primer sendero de tierra de este Portugués, que me acercó al bellísimo puente de Zameiro, sobre el río Ave. La segunda parte de la etapa mejoraría notablemente a la primera, aunque difícilmente podía equilibrar el balance final, que quedó en aprobado raspado. Hice la foto de rigor al bonito puente medieval —deslucida por un ambiente cada vez más tétrico—, lo crucé avistando los vestigios de un viejo molino y seguí por… adoquines. Buf. Al menos las vistas iban a mejor, bucólicos paisajes en un entorno natural que me obsequiaba hermosas estampas, a pesar del condenado firme irregular que tenía que hollar. Empezaba a lloviznar cuando adelanté a un grupo de unos quince peregrinos de avanzada edad; no sé dónde habrían iniciado su jornada, iban tan lentos que no podía ser en Oporto, pero tampoco en Vilarinho. Quizás tomaron algún medio de transporte para librarse del área metropolitana, como hace mucha gente para evitar los diez primeros kilómetros. Continué a todo trapo, visitando aldehuelas que parecían granos de arroz esparcidos por la mano de un apático Demiurgo. Tras una iglesia —sin azulejos, novedad—, dejé los adoquines para caminar solo unos metros por una deteriorada pista de asfalto, donde un cartel anunció a la comarca de Vila do Conde. De vuelta al adoquín, pasé por más nimios lugares, casas derruidas, devoradas por salvaje vegetación, rincones que me recordaron a la Galicia profunda con la que estas tierras del norte de Lusitania mantienen muchas raíces

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