El sendero del río rojo
Por Óscar Escudero
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Explorando el río más industrializado y desconocido del mundo.
Llevo media vida cruzando el Llobregat. En coche, en tren o montando en bici, he pasado millones de veces sobre su cauce escuálido y agónico cuando le queda un suspiro para entregarse al mar Mediterráneo. Para la mayoría de los que hemos nacido y crecido más allá de su margen derecho, el Llobregat simboliza la divisoria entre el centro y la periferia, una frontera económica, social y psicológica.
En la orilla izquierda los pisos cotizan más y el metro llega a todas partes, y sobre todo viven los de Aquí. En la orilla derecha habitamos los Otros, bárbaros, inmigrantes y charnegos. Durante un tiempo, pertenecer a la tribu del extrarradio me acomplejó. Luego, por efecto rebote, patrañas como patria, bandera o nación se volvieron insulsas. Mi identidad o lo que sea que se parezca a eso no es un sentimiento atávico, sino la imagen presente y eterna del propio Llobregat fluyendo plácidamente entre flancos de caña, arenas terrosas y malas hierbas.
Óscar Escudero
Óscar Escudero (Sant Boi, 1974) es fluvialista y escritor ocasional. Ha publicado ensayos sobre literatura africana en medios como Africaneando, Rebelión, Pueblo, Foreign Policy y WebIslam. En 2008 autoeditó Las ninfas huérfanas (Bubok). Ha trabajado en el ámbito del management en organizaciones europeas, americanas y chinas. Es el desarrollador de Indivual Planning Maker, una metodología de resolución creativa de situaciones complejas. Publica artículos sobre estrategia, creatividad y liderazgo en su blog feniciaLAB.
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El sendero del río rojo - Óscar Escudero
El sendero
del río rojo
Óscar Escudero
El sendero del río rojo
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418369803
ISBN eBook: 9788418369360
© del texto:
Óscar Escudero
© del diseño de esta edición:
Penguin Random House Grupo Editorial
(Caligrama, 2020
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com)
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
«Yo pensaba que en los ríos había más vida social».
Bonnie Jo Campbell
,
Érase un río
«Desde el lugar en que el gigante vive —el norte—
hasta el sitio en que siempre se mira —el sur—,
se extiende el camino encarnado, camino del bien».
Arco Iris Llameante
,
Alce Negro habla
«Los sueños se están volviendo obsesivos,
y ni siquiera sé si debería confesarlos.
Ya casi solo sueño con ríos, mares, mareas y lagunas».
Roger Deakin,
Diarios del agua
1.
Origen y tristeza
1
Llevo media vida cruzando el Llobregat. En coche, en tren o montando en bici, he pasado millones de veces sobre su cauce escuálido y agónico cuando le queda un suspiro para entregarse al mar Mediterráneo. Para la mayoría de los que hemos nacido y crecido más allá de su margen derecha, el Llobregat simboliza la divisoria entre el centro y la periferia, una frontera económica, social y psicológica. En la orilla izquierda los pisos cotizan más y el metro llega a todas partes y, sobre todo, viven los de Aquí. En la orilla derecha habitamos los Otros, bárbaros, inmigrantes y charnegos. Durante un tiempo pertenecer a la tribu del extrarradio me acomplejó. Luego, por efecto rebote, patrañas como patria, bandera o nación se volvieron insulsas. Mi identidad o lo que sea que se parezca a eso no es un sentimiento atávico, sino la imagen presente y eterna del propio Llobregat fluyendo plácidamente entre flancos de caña, arenas terrosas y malas hierbas.
Pienso en todo ello mientras conduzco al alba rumbo a la Sierra del Cadí por la C-17, envuelto en una espesa neblina que me priva de toda visibilidad a lado y lado de la carretera. También pienso que mi vecindad con el Llobregat y el delta es ilusoria o, cuando menos, fragmentaria. Salvo algunos tramos, el río es un perfecto desconocido para mí. Así de simple. Sin embargo, este no es el único motivo que me ha empujado a recorrer a pie los ciento cincuenta y seis kilómetros que el río necesita para consumar su periplo hasta el mar. Tampoco se trata de un desafío atlético, el cumplimiento de una promesa o la búsqueda de redención. Es la única salida edificante que se me ha ocurrido para sacudirme la tristeza que me viene atenazando el corazón. Lo que todavía no sé es que la melancolía se aliviará pronto, que seré mordido por el veneno del Llobregat y que seguiré adelante guiado por propósitos distintos a los que hoy me han traído aquí.
2
Son las siete de la mañana, estamos a finales de otoño y Castellar de N’Hug es el kilómetro cero de mi peregrinaje. El termómetro marca cuatro grados sobre cero y el altímetro 1380 metros sobre el nivel del mar. Ni un alma en la calle. En el horizonte descuella la doble cumbre nevada del Pedraforca, algo así como la Estrella Polar de todo caminante que se aventure por los primeros compases del curso alto del Llobregat.
Hay dos maneras de llegar a las fuentes de este río. Desde el restaurante El Molí, donde se alcanzan en un minuto, o desde el aparcamiento público de Castellar de N’Hug. Me decanto por esta opción y descarto la primera, reservada a impacientes, perezosos o impedidos. Como sugiere la tradición budista, para acceder a los lugares sagrados, y las fuentes del Llobregat lo son, uno debe hacerlo suavemente, avanzando en círculos hacia el destino, nunca encarándolo, como si en lugar de un acercamiento suave estuviésemos asaltando al ejército enemigo.
La primera vez que vine aquí tenía ocho años. De aquella excursión escolar retengo este camino de piedra jalonado por amplios escalones que desciende hasta las fuentes: me conmueve repetir los mismos pasos y sentir el abrazo desconcertante de la nostalgia mientras voy leyendo los paneles informativos sobre los hitos del Llobregat. No recordaba un solo rastro de agua anterior a las fuentes, por lo que me desconcierta cruzar un arroyo sobre una pasarela que procede de más arriba. Entretanto, el rugido de las aguas se confunde con el crepitar del fuego y retumba en un crescendo a medida que ganamos profundidad.
Cuatro pasos más y estoy plantado en un fondo rocoso partido en dos vertientes tan estrechas que casi se tocan entre sí. De la ladera este brota el surtidor principal de agua, magnánimo, apabullante, escandaloso como la sala de máquinas de un trasatlántico. A su izquierda distingo otro foco de agua, y a su derecha cuento cinco más de distinto grosor. El flujo saliente de los siete ojos se derrama por la pared a trompicones y gorgotea abajo como si, lejos de rozar la temperatura de congelación, estuviera bullendo de emoción.
Si fuese un chamán con doble visión o un ciborg provisto de rayos X, podría avizorar qué se esconde tras el talud rocoso: aparte de ninfas y nereidas en su intimidad, vería un dédalo de canales y galerías a imagen y semejanza de un hormiguero de dimensiones hercúleas. Es el acuífero cárstico soterrado bajo estas montañas, que abarca una superficie de 20 km² y que se nutre de la lluvia y de la nieve. Pero como no soy ni una cosa ni la otra, me figuro que lo que se esconde detrás de ese útero rocoso es un embrión líquido, un río subterráneo todavía innominado, savia negra que entona sonidos metálicos y reverberantes como las notas de un xilofón.
Según los geólogos, el tiempo que transcurre desde que el agua pluvial y nival traspasa la cáscara del carst, recorre el circuito de simas, cuevas y galerías y emerge al exterior puede oscilar entre unas horas y algunos días. Tras ese discurrir a ciegas, las aguas afloran como un estallido y se entregan para siempre a la intemperie. Desde aquí, también sería lícito preguntarse cuánto tardaría una piña, una taza de madera, una gota en llegar al mar. Quince días si el Llobregat se contase entre el selecto tercio de ríos de todo el mundo que corren libres de presas y obstáculos. Como no es el caso ni por asomo, acaso podemos probar con otra pregunta más pertinente: ¿cuánto tarda esta gota de agua en dejar de ser potable? Seguro que mucho menos de lo que ingenuamente podamos imaginar. Sin embargo, nadie puede negar que, aun sin gozar de una salud para tirar cohetes, el Llobregat en su conjunto seguramente está viviendo sus mejores días de los últimos doscientos años. En cualquier caso, son demasiadas incógnitas cuando todavía desconocemos de dónde procede el nombre de Llobregat.
3
Antes de cualquier consideración sobre el origen hidronímico, conviene resaltar que el topónimo Llobregat no es único ni exclusivo de este curso fluvial. Existe un apellido Llobregat localizable en la costa de Levante, un río tocayo en la provincia de Girona que drena al Muga y, según Ptolomeo, otro Flumen Rubricatus surcaría el continente africano. Tanto Llobregat por doquier, sin embargo, no puede invalidar una modesta aproximación a la procedencia específica del hidrónimo de nuestro Llobregat, el que se materializa en Castellar de N’Hug y finiquita en el Mediterráneo.
La tesis «oficial» defiende que los romanos lo llamaron Rubricatum debido a las tierras rojas que baña en su curso medio y bajo y que, en días de lluvia, se disuelven en el caudal y lo tiñen de un tono marrón que, echando imaginación, tendería al rojo. Así lo atestiguan los textos de Plinio, Ptolomeo y Estrabón, al que denominan Rubricatum Flumen o Rubricatus a secas. Por lo tanto, los romanos se referían al Llobregat como Río Rojo en su forma latina rubricatus —‘rojo’, ‘rojizo’— y esta habría evolucionado hacia la forma lubricati. Por si fuera poco, la tesis romana contaría con el apoyo incondicional de la leyenda fundacional del Llobregat. Esta dice más o menos así:
4
Tras años de apechugar sinsabores, desengaños, romances de escaso recorrido y, en suma, un largo e indeseado celibato, N’Hug de Mataplana, el noble señor de La Pobla y Castellar, cayó en las redes de una mujer extranjera, dicen que oriunda de las latitudes nórdicas, pues era larguirucha, pelirroja, de expresión desconfiada y voz inaudible. Mientras que N’Hug era un dechado de honradez y generosidad, la flamante esposa fue rápidamente encasillada como un ser sibilino y avaricioso movido por oscuras ambiciones. En primera instancia, ese fue el dictamen que emitió el círculo íntimo del señor.
Hasta entonces, doncellas y criados formaban una familia armoniosa. El señor N’Hug les dispensaba un trato afable, cercano y comprensivo. Pero la irrupción de aquella malvada mujer en el castillo enturbió el ambiente y lo plagó de intrigas y recelos. Su influjo fue tan pernicioso que el señor N’Hug empezó a consumirse a un ritmo vertiginoso. Médicos y herbolarios se mostraron incapaces de dar con un remedio eficaz para combatir lo que a todas luces era un mal de ojo: N’Hug de Mataplana expiró el último aliento, no sin antes confesar que su mayor pena era marcharse de este mundo sin conocer al vástago que yacía en el vientre de su mujer. Y, como el cuerpo de vasallos tampoco dio con una explicación convincente para una muerte tan repentina, sospecharon de las fuerzas oscuras forzosamente invocadas por las malas artes de la esposa extranjera.
El nacimiento de la heredera vino a corroborar los peores presagios. La inocente criatura pesó menos de dos kilos. La palidez de su piel traslucía todos sus órganos palpitando como medusas; tenía los ojos albinos y de su cabecita salía una mata de cabello pajizo y áspero como las cerdas del jabalí. El llanto, impropio de un retoño, era bronco y se entremezclaba con palabras nítidamente pronunciadas en un idioma indescifrable, como si el diablo la hubiese poseído para canalizar mensajes vesánicos. Mientras que el personal del castillo interpretó aquel vocabulario como prueba incontestable de brujería, la extranjera encajó su desdicha como una injusticia vivificada por la ignorancia y la envidia de aquel rebaño de ignorantes.
«Mi hija será la niña más bella del condado —se repetía la viuda, cada vez más colérica al saberse objeto de burla de las criadas y cada vez más envenenada por la envidia que ahora sentía hacia las madres que parirían hermosas niñas de postal—. Mi hija será la niña más bella del condado o será la única».
La extranjera solo contemplaba una tregua duradera si los meses venideros transformaban la fealdad horripilante de su hija en una belleza sin par. Cuando al cabo de un año asumió que aquel deseo jamás le sería concedido, urdió un plan: secuestraría a todas las niñas que nacieran en sus dominios y las confinaría en el fondo de una gruta secreta situada a dos leguas del castillo. Y así fue como en menos de dos años hizo desaparecer a media docena de niñas.
En la medianoche, la bruja acudía a la cueva y reía a placer, satisfecha de su obra, ajena al llanto impotente de las criaturas inocentes. Por el día, fingía consternación y no escatimaba recursos para rescatarlas y para manipular la opinión que vasallos y vecinos guardaban de ella. Hasta que una noche tormentosa, a la extranjera se le heló el corazón al no sentir ruido alguno procedente de la mazmorra. «¿A qué se debe este silencio sepulcral?», se preguntó. Intrigada, se fue acercando a la boca de la cueva con los ojos abiertos como platos, metiendo medio cuerpo en el socavón. Por mucho que arrimaba el oído, no escuchaba más que su propia respiración. Tan intensa era su perplejidad que perdió la concentración, resbaló y fue a dar con sus huesos al fondo insondable.
Entonces las fuerzas telúricas, atragantadas con un bolo tan indigesto, respondieron con una tremenda implosión. De las entrañas de la tierra ascendió una tromba de agua que reventó las paredes de la cueva, pulverizando también el cuerpo de la bruja, reducida a esa arenilla roja que de tanto en tanto colorea las aguas del Llobregat. Otras voces dicen que el torrente original procedía del manantial nutrido por las lágrimas de las criaturas secuestradas.
5
La tesis «oficial» del origen hidronímico del Llobregat no ha logrado eclipsar otras propuestas que cuestionan que Rubricatus/Lupricati se deba al color rojo. Una hipótesis se fundaría sobre la base del término originario Riubregós, que apelaría a enfangado, lodoso, también sucio o de aguas turbias. Tiene cierta lógica porque, al menos en el curso bajo, ese es el color y el aspecto predominante del Llobregat, mientras que el rojo sería contingente.
Más allá del color de las aguas, otra propuesta plantea que Lubricatus habría estado influenciado por el adjetivo lubricus, que significa ‘resbaladizo’ o ‘escurridizo’, rasgo que sería definitorio del curso alto, pero no del medio o bajo. En esta misma línea, hay quien defiende que Llobregat se pudiera referir a lóbrego, en el sentido de oscuro o sombrío. De ser válida esta tesis, el hidrónimo Llobregat se habría basado en un rasgo del río propio de su cabecera o curso alto y no de su curso medio o bajo, como apuntan tanto la tesis oficial como la que parte del término Riubregós. Finalmente, todavía restaría otra tesis más estrafalaria, que sugiere un origen lupino del río, donde Llobregat habría evolucionado desde la raíz llop —‘lobo’—. Esta hipótesis contentaría a los ribereños de los cursos alto y bajo, pues tanto los bosques montañosos como las marismas del delta fueron frecuentados por manadas de lobos en épocas pasadas.
Sea como fuere, los musulmanes respetaron el legado romano y tradujeron literalmente Rubricatum Flumen como Wadi Rubliqatu, y así ha llegado hasta nosotros. Ahora bien, antes de los romanos perdemos cualquier rastro relativo al modo como era aludido nuestro río. Solo manejamos especulaciones. Como, por ejemplo, que Llobregat procedería ni más ni menos que del eusquera, donde Llobregat derivaría de la conjunción de llurrbera, ‘tierra blanda’, y egatz, ‘vertiente’.
6
Además de alinearse con el origen «colorado» del nombre, la leyenda fundacional también coincide con las coordenadas geográficas del nacimiento. En efecto, la leyenda sitúa parte de la acción en una cueva, que bien podría ubicarse tras la pared donde brotan los siete ojos. De este modo, la leyenda resolvería por partida doble el origen etimológico del nombre y el origen físico del nacimiento.
Pero todo origen, por definición, alienta falsas pistas e indicios confusos, que a su vez suscitan conclusiones equivocadas que, en resumidas cuentas, acaban confundiendo al personal. Y ahí el origen del Llobregat tampoco va a ser menos. Siendo rigurosos, el punto geográfico que hemos convenido en reconocer como el nacimiento no se corresponde con la fuente primigenia de agua, sino con la más caudalosa. La fuente primigenia sería un arroyo procedente de más arriba, que cobra existencia por la fecundación de dos arroyuelos: el Torrent de les Fontetes, que, a su vez, recibe el caudal de la Font del Roc Vermell, y el Torrent de la Font del Boix, que se funde con el Torrent de la Pleta Roja. En consecuencia, el caudal que brota del talud rocoso sería un afluente de este primer arroyo.
De dar crédito a que todos estos torrentes conforman las raíces de las fuentes primigenias, la leyenda fundacional quedaría seriamente tocada. Primero porque el origen no se hallaría en el acuífero, sino en esos hilos de agua intermitentes. Segundo, porque el polvo rojo resultante de la desintegración de la bruja, y que sedimentó en las riberas del río, no podía ser el mismo que dio nombre a la Font del Roc Vermell, a la montaña de la Pleta Roja y a la de la Roca Roja, cimas de dos mil y 1345 metros de altitud por cuyas laderas se deslizan las aguas de estas fuentes y torrentes. Más bien habría sido el torrente o las montañas quienes habrían influido en el nombre del río, de tal manera que el rojo no tendría nada que ver con el color de las aguas revueltas río abajo, sino con el de la piedra que lo acuna en su cabecera. Destronada la leyenda fundacional, ganaría