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Información de este libro electrónico

(...) Félix sigue las indicaciones vagas que le han dado y en eso se abren unas puertas y entra parte de la llovizna que no cesa y con ella un viento muy helado que golpea y mueve todo, y comienzan los gritos de dolor y las órdenes y junto a él pasan camilleros con soldados heridos, mientras la sangre chorrea en el suelo y los hace patinar y casi caerse a los camilleros con heridos y todo, pero la última camilla no lleva ningún herido sino un soldado muerto, que no conoce, pero es casi de su misma edad y lo mira a los ojos, que se los mira porque primero ellos lo miran, pero no lo ven, y es el segundo muerto que Félix ve en su vida (...)

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74 días trata acerca de lo que fue la Guerra de Malvinas, en 1982, entre Argentina e Inglaterra por las Islas Malvinas, la cual duró 74 días. Si bien está basada en hechos reales —la Guerra en sí misma— todo lo relatado es ficción, desde el Batallón de donde provienen los protagonistas, hasta la participación de estos en los hechos más significativos del conflicto.

La novela ha sido galardonada con una Mención Honorífica en los Premios Municipales del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina (Bienio 2010, 2011). También resultó finalista en el Premio Casa de las Américas, Cuba (2010).

En el prólogo, Claudio Ferrufino-Coqueugniot dice:

(...) Desde mi temprana lectura de Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, no había sentido esta mezcla de emociones que despertó 74 días. No hay ánimo de comparación: distintas circunstancias, otra historia, y sin embargo un punto convergente que es el del soldado en batalla por manejo y manipulación de gobiernos, sin precisar el porqué de una guerra. Ahí, ambas novelas detallan ese proceso humano, personal y colectivo, de cuestionarse y cuestionar la validez de lo que se hace (...)

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Agustín María Palmeiro Fajo es Veterano de Guerra Continental de la Guerra de Malvinas. Este grupo se compone de miles de veteranos, factibles de entrar en combate, con 17 muertos en el continente, y jamás ha sido reconocido por ningún gobierno democrático desde 1983 a la fecha. Durante el conflicto, el autor se encontraba realizando el Servicio Militar en Ushuaia, Tierra del Fuego. Agustín ha obtenido premios literarios en Argentina, España, Cuba y EEUU, por cuentos, novelas y teatro. Es Psicólogo y se ha desempeñado en diferentes hospitales públicos. Ex docente de la UBA, USAL, Universidad Argentina John F. Kennedy y UADE.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 sept 2021
ISBN9781005104962
74 Días
Autor

Agustín María Palmeiro Fajo

Agustín María Palmeiro Fajo es Veterano de Guerra Continental de la Guerra de Malvinas. Este grupo se compone de miles de veteranos, factibles de entrar en combate, con 17 muertos en el continente, y jamás ha sido reconocidos por ningún gobierno democrático desde 1983 a la fecha. Durante el conflicto, el autor se encontraba realizando el Servicio Militar en Ushuaia, Tierra del Fuego. Agustín ha obtenido premios literarios en Argentina, España, Cuba y EEUU, por cuentos, novelas y teatro. Es Psicólogo y se ha desempeñado en diferentes hospitales públicos. Ex docente de la UBA, USAL, Universidad Argentina John F. Kennedy y UADE.

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    74 Días - Agustín María Palmeiro Fajo

    Desde mi temprana lectura de Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, no había sentido esta mezcla de emociones que despertó 74 días. No hay ánimo de comparación: distintas circunstancias, otra historia, y sin embargo un punto convergente que es el del soldado en batalla por manejo y manipulación de gobiernos, sin precisar el porqué de una guerra. Ahí, ambas novelas detallan ese proceso humano, personal y colectivo, de cuestionarse y cuestionar la validez de lo que se hace. La paradoja de que el supuesto héroe, si no se triunfa, se convierte en testigo incómodo, en paria, en desterrado de sus propios espacio y realidad. Un destierro interior que no solo conlleva su carga de fracaso emocional, que también corroe los cimientos de una normal vida futura. Los males de otros, del Estado, que de una u otra manera permanece incólume así cambien sus protagonistas, los lleva como peso el excombatiente, como carga que jamás pidió y desdén que no tendría que merecer.

    Agustín María Palmeiro sabe de lo que habla. No importa si nombres, lugares, son ficticios. La novelística lo exige. Pero es tan vital en el detalle de sus descripciones, en su penetrar al interior del alma de sus personajes con cuidado de psicólogo y disección de cirujano, que absorbe al lector hasta el punto de lograr que éste sufra con la incertidumbre del tirador en el Monte Longdon, del aprendiz de médico sabiendo lo escaso de sus recursos, del milico oficial cuya impotencia ante la desorganización y negligencia de los mandos superiores explota en exabrupto. Es lo que todo novelista desea alcanzar, tener a su cliente, el lector, incómodo en su silla, esperanzado, pero también desesperado porque suceda lo que se augura, sin saber cuándo, ni dónde, ni cómo. El lector como francotirador, husmeando a través de su ventana por las sombras y ruidos que pueblan el silencio. Y he ahí tal vez la mejor cualidad de estas páginas, aparte del impecable desarrollo histórico que les presta el autor y las innúmeras preguntas de orden político, moral, que se desgajan de ellas.

    Novela de dos caras, y me atengo al recuerdo de Remarque otra vez, no incompatibles pero que llevan la lectura hacia el interés y la participación de la trama, como en los cómics, con premura de saber más y más y llegar al desenlace, mientras que por otro lado despiertan la reflexión y el análisis acerca de un momento especial que incluye las postreras expresiones del colonialismo y el imperio, así como la discusión en torno a las dictaduras latinoamericanas y la manipulación del concepto patrio.

    Van a cumplirse treinta años del conflicto en el Atlántico Sur, y las preguntas de Palmeiro laceran. ¿Fue necesario, válido aquello? Cuando se ven las tumbas de los combatientes argentinos, solo reconocidos por Dios, aún no identificados, para prestar al menos ese consuelo a las familias, afirmamos que no. El asunto excede lo de la soberanía de las islas y cuestiones semejantes. Eso se dilucidará, tarde o temprano, en reuniones bilaterales o cortes internacionales. Lo que busca el autor es darle faz humana, sencilla, rutinaria, común, al hecho histórico, de cómo lo vieron los que estaban dentro, con las alegrías de la solidaridad, del encuentro ferozmente íntimo de los semejantes, el despertar de pronto a un país, el suyo, que quizá no imaginaban, con la tristeza de retornar a la Argentina y ser recibidos por la nada, maltratados incluso por quienes los enviaron al matadero, con el recuerdo imborrable de poder comer con decencia estando presos de los ingleses, mientras en las conejeras del frente había que saciarse con ratas crudas, piojos y raíces… estando las bodegas de Puerto Argentino llenas de víveres, y sus instalaciones militares de pertrechos de los que no dispusieron en batalla.

    Trata la novela de siete jóvenes de variada procedencia geográfica. 74 días es su epopeya y su calvario. En ellos se conjunciona un país diverso, y a ellos pertenece el diario de campaña donde la mayoría del tiempo se desgasta en espera, inacción, y cuyos momentos finales son una caída de telón sangriento, aguardado sí, pero jamás imaginado. A la vez que narración de sus familias y la cotidianeidad del entorno, revolucionado de un día para el otro con la aparición de un malhadado telegrama que convoca a los reservistas del año 62 a presentarse en cuarteles sin saber para qué.

    Larga y corta historia de una mentira, dramáticamente ilustrada durante la rendición en la que el general Menéndez, destacado como cabeza en las Malvinas, se encuentra con el militar inglés a cargo, que aparece con las botas cubiertas de barro y con uniforme de campaña, mientras él está impecablemente engominado y con los borceguíes brillando.

    La novela de Palmeiro tiene permanente suspenso. El lector obviará lo que sabe del momento, el retorno de las Falkland al Reino Unido, la derrota argentina. No hay espacio para ello, la incertidumbre de la trinchera, el hambre, las constantes preguntas y los juegos infantiles entre soldados, de una juventud que sabemos se va, el dedo en el gatillo, la humedad, el sueño, la mugre, otra vez el hambre, lo impiden. El lector convertido en combatiente, atrincherado hasta un final que también es de alivio para él, con la posibilidad abierta de que, superadas sus emociones, se convierta en juez, incluso con tres décadas de retraso. ¿Novela de esperanza? Quizá alguien la entienda así. Para mí fue de tristeza, la de despedirse del Monte Longdon que defendieron los colimbas argentinos y que se aleja en la niebla cada vez más hasta perderse para siempre.

    Las familias, los vecinos, los amigos, compañeros, los reciben con alegría. Se recuerda a los muertos, pero no hay carteles, ni serpentinas, ni mujeres ni fiesta. Los héroes no lo son; incluso sienten que su país los desprecia. Estamos otra vez en Argentina podría ser la frase amarga, con las connotaciones negativas que sabemos. Qué queda… la certeza del Absurdo.

    Claudio Ferrufino-Coqueugniot.

    Colorado, marzo del 2012.

    Premio Casa de las Américas de Novela – Cuba – 2009; Premio Nacional de Novela Alfaguara – Bolivia – 2011.

    (*) El presente prólogo corresponde a la edición realizada en 2012, por Grupo Cautivo Editor.

    Capítulo I: El Principio. Parte I

    Domingo 21 de Marzo de 1982, doce menos diez de la noche, Compañía C del Regimiento de Infantería 45, Azul, Provincia de Buenos Aires.

    Ítalo Bulgueri miró la lista y dio un golpe a la barra espaciadora de la Olivetti. El carro de la máquina de escribir corrió dos espacios y se detuvo a esperar. Con lentitud escribió el último nombre de la lista: Roberto Ricardo Urtijo - D.N.I. 14.946.803 - Grupo Sanguíneo 0 RH Positivo- y se quedó mirando las hojas que tenía a su derecha. En total eran siete. En la primera estaban todos los Oficiales y Suboficiales, el resto de las hojas eran de casi todos los conscriptos que integraban en ese momento la compañía y de otros que ya habían terminado el servicio militar. Cuando tuvo que escribir los nombres de sus ex compañeros algo no le gustó. Lo atribuyó a que no le habían dado una explicación. Pese a que le faltaba poco para terminar, jamás se había acostumbrado a que no le explicaran alguna orden que le daban. Sabía que era por eso, por cuestionar a veces la orden más simple, que no había tenido antes la baja. Se reclinó en el sillón de cuerina marrón y se desperezó.

    Afuera un viento suave y sin olor bajaba de las sierras. Todo en el Regimiento era silencio, cortado de vez en cuando por el ladrido de perros lejanos y por el paso de algunos vehículos que circulaban por la ruta ochenta. La luna, en cuarto creciente, soportaba el asedio de nubes delgadas que intentaban ocultarla.

    Ítalo sentía el cuello y los hombros tensos. Cruzó los dedos sobre la nuca y la estiró hasta hacerla sonar. Bostezó. Miró el reloj: doce menos diez. Hacía horas que quería irse a dormir, pero el Cabo Primero Raúl Torres le había dado la orden de terminar primero la lista, y una vez que la tuviera lo tenía que despertar. Vació el cenicero en un tacho que tenía a su izquierda y encendió otro cigarrillo. En el paquete todavía le quedaban cuatro. Sabía que estaba fumando mucho pero no podía evitarlo. Se había prometido que iba a dejar el cigarrillo apenas le dieran la baja y para eso faltaba poco más de un mes: el treinta de abril se iba. Sonrió. Hizo anillos de humo en el aire, con lentitud sacó la hoja de la máquina y la puso sobre las otras. Prendió la hornalla de la pequeña cocina que había en la oficina y calentó el resto de café que le quedaba. Se asomó por la ventana. El cielo estaba prácticamente despejado. Cuando empezó a sentir el ruido del café a punto de hervir apagó la hornalla y se sirvió una taza hasta el borde con dos cucharaditas de azúcar, dudó unos segundos y le echó otras dos. Lo fue tomando de a poco. A lo lejos oyó el cambio de guardia. Al terminar se sintió un poco más despejado. Se arregló el uniforme y con el listado se dirigió a la habitación del Cabo Primero. Antes de golpear a la puerta miró hacia el interior de la Compañía. La luz del pasillo donde estaba, apenas iluminaba las primera cinco filas de camas cuchetas. Los ronquidos eran un coro desafinado. El resto estaba en plena oscuridad, excepto el sector que quedaba cerca del baño. Una luz tenue, proveniente de ahí, dibujaba el contorno de las camas que hacían como de guardia en el pasillo que iba hacia él. Sintió correr el agua y apareció Carlos Giménez que se le acercó.

    —¿Terminaste? —le preguntó.

    —Recién.

    —¿Lo tenés que despertar a este?

    Asintió, dio dos golpes cortos a la puerta y esperó. Insistió con otros tres.

    Giménez se dirigió hacia el interior de la compañía.

    —¿Qué pasa? —respondió desde adentro Torres con voz de sueño.

    —Soy Bulgueri mi Cabo Primero, ya tengo la lista -dijo en voz baja.

    —Esperá.

    Se oyeron unos ruidos en la habitación y Torres abrió la puerta. Era de una piel cobriza oscura, de una delgadez musculosa importante y alto, de voz suave, salvo cuando se enojaba y en esos momentos producía miedo. Ítalo lo sabía. Hacía una semana, cuando le toco estar al mediodía en la cocina, lo había descubierto en toda su intensidad. Le había servido una porción de comida bastante menor a Ernesto Castro, con quien no se llevaba bien desde la vez que salieron de franco y Castro había tratado de seducir a su hermana Patricia. Ítalo lo detuvo con toda la amabilidad de que era capaz, pero Castro no se dio por enterado. Terminaron a las trompadas y tuvieron que intervenir unas personas que pasaban por la calle para separarlos. Desde entonces, cada vez que se veían parecían estar a punto de volverse a pelear. Y cuando ese día Ítalo le sirvió de menos, Castro se fue a quejar con el Cabo Primero. Torres lo sacó de la cocina y lo tuvo hasta las siete de la tarde haciendo saltos de rana, flexiones y sus preferidos: el arrastrarse cuerpo a tierra y paso de ganso. Prácticamente le había hecho recorrer todo el Regimiento arrastrándose y caminando como un ganso derrengado.

    —Y que sea la última vez que le servís menos comida a alguien, acá somos todos iguales ¿estamos? —le gritó antes de terminar. Ítalo asintió con el rostro empapado de sudor y miedo. Hasta ese momento lo había tenido a Torres por uno más, pero a partir de allí comenzó a respetarlo.

    Cuando le abrió la puerta se miraron a los ojos sin decirse nada. Se había puesto el pantalón sin abotonarse la bragueta, tenía el torso desnudo y estaba con medias. Leyó la lista y bostezó un par de veces. Entró a la habitación y salió con unas llaves.

    —Vení —le ordenó.

    Al llegar a la sala de armas, los recibió el olor de siempre: aceite y pólvora. Con una de las llaves abrió un cajón del escritorio y sacó una caja de zapatos. Por un rato se perdió en ella con la mirada. Levantó la vista, lo miró y volvió a la caja de zapatos.

    —¿Pasa algo mi Cabo Primero?

    Torres lo volvió a mirar.

    No le dijo nada.

    Ítalo tuvo un escalofrío.

    Abrió la caja y le mostró el interior.

    —¿Qué es esto? —preguntó.

    —Chapas identificatorias —le respondió mientras le entregaba la caja y buscaba un paquete envuelto en papel madera que estaba junto a los fusiles.

    Las chapas eran de acero inoxidable de un gris metalizado. Ítalo las miró y volvió a tener otro escalofrío.

    —¿Chapas identificatorias? ¿Y para qué?

    —Vení.

    —¿Para qué es el listado que hice? —el Cabo Primero lo miró de mala gana— ¿y por qué están en el listado los de la sesenta y dos que se fueron de baja?

    —Bulgueri, no rompas las pelotas y obedecé —se miraron unos instantes en silencio—. Vení para acá.

    Salieron de la sala de armas y se dirigieron a la oficina donde había estado haciendo la lista. Torres dejó el paquete contra la pared.

    —¿Quién está de imaginaria?

    —Giménez.

    —¡Giménez! —gritó desde la puerta de la oficina y volvió a entrar.

    —Ordene mi Cabo Primero —respondió y corrió hacia donde estaban.

    Cuando se les unió, Torres los miró y esbozó una sonrisa.

    —Tienen que hacer algo.

    —¿Ahora mi Cabo Primero? —preguntó Ítalo mirando el reloj. Eran las doce y diez.

    —Sí, ahora, yo les voy a dar una mano, pero primero limpien el escritorio.

    Ítalo y Giménez se miraron sin entender y comenzaron a sacar las cosas que estaban sobre él.

    —¿Dónde ponemos todo?

    —No sé, en algún rincón —respondió mientras desarmaba el paquete de papel madera.

    Cuando terminaron, Torres desparramó las chapas identificatorias sobre el escritorio, al lado puso el listado con los nombres, una tijera y lo que había sacado del paquete: varias planchas de contact transparente.

    —¿Para qué es todo esto? —preguntó Ítalo.

    —Hay que recortar todos los nombres de las listas, ponerlos en las chapas y pegarlos con el contact.

    —¿Y para qué? —volvió a preguntar Ítalo.

    —Para que cada uno de la compañía tenga su identificación.

    —Sí, ya sé mi Cabo Primero ¿pero para qué? —otro escalofrío lo volvió a recorrer.

    —Mirá Bulgueri, no sé para qué, pero hay que hacerlo, así que no hinches las pelotas y vos Giménez preparate café, pero no la cagada esa que hacés sino te voy a tener raneando toda la noche.

    —Sí, mi Cabo Primero —dijo y se acercó a encender la hornalla.

    El texto de los telegramas era el mismo en todos, sólo cambiaba el destinatario: Presentarse en el Regimiento de Infantería Nro. 45 de Azul, Provincia de Buenos Aires, con carácter de urgente. Lo firmaba el teniente coronel Juan Manuel Segovia, jefe del Regimiento. Los telegramas salieron el lunes 22 a las a las siete de la mañana.

    Domingo 21 de Marzo, once y cuarto de la noche, Club Villa Urquiza, Posadas, Misiones.

    Atravesado sobre la avenida Rademacher y justo en la esquina del club Villa Urquiza, un pasacalle multicolor anunciaba Hoy Gran Baile a Beneficio del Viaje de Egresados de los Alumnos del Bachillerato Polivalente Nro. 1. El foco que lo iluminaba colgaba justo en el medio de la avenida y un poco más arriba del pasacalle.

    Rod Stewart había comenzado a cantar ¿Crees que soy sexy? cuando Ramón Brizuela le hizo un gesto con la cabeza a Clelia Studer y esta le sonrió con la sonrisa que tanto había estado esperando. Los dos se acercaron a la pista de baile que se había armado en el medio de la cancha de básquet, tomados por la mirada. Ramón le rozó la mano y Clelia se la acarició como al descuido. Se sonrieron. Las luces de colores distribuidos alrededor de la cancha intentaban dar cierta intimidad al baile, pero no lo lograban debido a la luz que entraba desde la calle.

    Cuando comenzaron los temas lentos Ramón intentó retenerla para seguir y Clelia se negó con la sonrisa que siempre le había gustado.

    —Vine con Julia, mi prima y vos sabés como es —dijo Clelia. Ramón asintió.

    Se acercaron al buffet y pidieron dos pebetes de jamón y queso y dos vasos, uno de Coca Cola y otro de cerveza. Clelia hizo el gesto de pagar, pero Ramón se lo impidió. Se fueron a sentar a un costado de la cancha, en el lugar más oscuro que encontraron. Desde lejos, Julia la vigilaba. Conversaron de todo un poco pero casi nada de ellos hasta que Ramón se decidió.

    —Clelia, yo te quería decir que —las palabras se le atoraron por temor a su negativa.

    —Sí —dijo Clelia y tomó un sorbo de gaseosa.

    —¿Sí, ¿qué? —tragó saliva y se le acercó un poco más.

    —Que sí, yo también quiero salir con vos... ¿no era eso lo que me ibas a preguntar?

    Ramón dejó el vaso en el suelo y la besó en los labios. Clelia los cerró con fuerza, pero los fue abriendo de a poco al sentir las caricias en los hombros y el cosquilleo que le producía la lengua.

    —Vamos a bailar —dijo Ramón mientras se levantaba y le tendía una mano.

    —Te dije que no chamigo, que lentos no, sabés que está la Julia.

    —Que se vaya a cagar la Julia, ahora somos novios chamiga.

    A Clelia hacía tiempo que Ramón le gustaba, quería que la tuviera entre sus brazos y quería muchas otras cosas, la mayoría de las cuales no se animaba a confesárselas abiertamente. Nunca había bailado temas lentos con nadie y sabía que ello implicaba muchos riesgos, sobre todo teniendo a su prima tan cerca, pues luego le iba a ir a contar cosas exageradas a sus padres. Lo volvió a mirar a Ramón que seguía con la mano tendida, esperándola y sonriendo. Decidió aceptar los riesgos, Total con la que se va a armar, capaz que no me dejan salir a bailar por varios meses, se dijo para sí. Se dirigieron, de la mano, hacia la pista de baile. Algunos compañeros de curso de los dos los felicitaron con gestos y miradas. Se unieron a las pocas parejas que bailaban al ritmo de Amor Eterno cantado por Lionel Ritchie y Diana Ross.

    En la calle, un hombre que pasaba miró en dirección al club escuchando la música, tropezó y chocó contra uno de los postes de madera de los cables de luz. Insultó mientras se limpiaba la sangre de la boca.

    Domingo 21 de Marzo, once y media de la noche, Club de Pesca, Concordia, Entre Ríos.

    Gabriel García movió la bombilla en semicírculo, echó agua hasta lograr la espuma que necesitaba y tomó el mate con lentitud. Cuando terminó dejó todo a un lado, se estiró y se quedó un rato así, luego comenzó a revolver a ciegas en la lata con lombrices hasta que los dedos tocaron una gorda y la agarró con fuerza, pero se le escapó.

    —No te vas a escapar, carajo.

    —¡Ssshhh! —le chistó Manuel Rovira, su primo, con una mirada de enojo.

    Gabriel se encogió de hombros y volvió a buscar la lombriz, pero esta vez inclinó la lata hacia el foco que colgaba en la punta del muelle para tener mejor luz. Fue ahí cuando la vio y sus dedos se abalanzaron sobre ella. Esta vez no se le escapó. La sacó con orgullo y se la quedó mirando un rato. La lombriz se retorcía con desesperación. Gabriel acercó el anzuelo y la atravesó cubriéndolo todo, lo poco que quedaba fuera de este, de la lombriz, se siguió retorciendo.

    —Ahora va a ver que te voy a sacar un buen pescado —dijo.

    —Una mierda vas a sacar, hasta ahora el único que sacó algo fui yo —le respondió Manuel e hizo un gesto hacia los dos bagres amarillos que estaban a un costado de él.

    —Eso son una cagada, yo ahora te voy a agarrar un buen sábalo o un surubí.

    —Con tu culo vas a sacar un surubí.

    —¿Querés apostar algo? —dijo y cambiando la caña a la mano izquierda le tendió la derecha para sellar el pacto.

    Manuel lo miró un rato y sonrió.

    —Siempre apostando vos ¿eh?

    —¿Jugás o no jugás?

    —¿Y qué querés jugar?

    —La entrada al Libertad para este sábado.

    Manuel lo miró con cara de asombro sin poder creer lo que oía.

    —Vos estás chupado si crees que te voy a jugar la entrada.

    —Si pierdo le hablo a la Juliana de vos.

    —¿En serio? —a Manuel se le dibujó una sonrisa- ¿me lo jurás?

    Gabriel dejó la caña e hizo una cruz con los dedos y los besó. Cerraron la apuesta con un apretón fuerte de manos.

    —Ojalá que pierdas.

    —Después te cuento del baile.

    Gabriel tiró la línea y se puso a esperar.

    Los reflejos de las luces sobre el río Uruguay parecían agujas de luz.

    Domingo 21 de Marzo, once y veinte de la noche, Finca Cinco Pozos, Embarcación, Salta.

    Wilfredo Marcos Peñaloza se espantó un zancudo e iluminó con la linterna el árbol de pomelo, fue tocando con lentitud partes de la corteza, las ramas y alguno de los frutos y sonrió. Era algo que siempre hacía: revisar los árboles de la plantación por la noche, Pa que la cosecha salga bien buena, respondía al preguntársele el porqué, aunque hacía tiempo que nadie le preguntaba nada, sólo obedecían. El recorrido era algo que no podían impedírselo: todas las noches, a partir de las once lo comenzaba y solía terminarlo a las dos de la madrugada. Cuando Wilfredo decía que un árbol estaba mal, por más que se lo revisara íntegramente y no se le encontrara nada, a las semanas el árbol comenzaba a secarse y terminaba muriendo. Pero si había posibilidades de que se salvara, él lo hacía. Nadie sabía cómo y tampoco lo decía, pero lo salvaba. Muchos murmuraban que eso le venía de la madre, Isabel, que había muerto en el manicomio cuando él tenía seis años. Wilfredo casi no se acordaba de ella si no fuera por la foto que conservaba Carlos Ignacio, su padre. Era la única foto que tenían en la casa. Era en blanco y negro y estaban los tres: sus padres y él con apenas dos años. La habían tomado el once de febrero de 1964 a orillas del Bermejo, exactamente seis meses antes que la internaran. Nunca se supo por qué enloqueció, se rumoreaba que porque lo encontró a su esposo con su propia hermana, la del esposo, en la cama. Wilfredo había oído estas historias y se lo había preguntado a su padre cuando tenía ocho años.

    —Por eso que se dice, su tía la Teresa, mi propia hermana, se ahorcó a los dos años que la internaron a su madre en Salta, así que no me venga con esos cuentos pué, que ya bastante tengo con esas dos muertes.

    Y nunca más volvieron a hablar del tema.

    Después de esa conversación Wilfredo comenzó a tener conocimientos sobre los árboles y las plantas. Nadie le había enseñado, tampoco había leído ningún libro porque no sabía leer y nunca sabría, sin embargo, comenzó a saber. Al principio su padre lo escuchaba y temía que estuviera enloqueciendo como la madre. Hasta que una vez Wilfredo, a los diez años, dijo que un naranjal estaba podrido y que, en dos días, Se va embichar. Lo dijo delante de David Ismael de la Iglesia, el dueño de la finca, quien le sonrió y acarició la cabeza. Cuando a los dos días el naranjo comenzó a llenarse de gusanos blancos y verdes tan pequeños que había que usar una lupa para verlos, David Ismael los llamó a los dos, padre e hijo, a su presencia.

    —¿Cómo sabía tu chango que el naranjo se iba a embichar?

    El padre negó con la cabeza, bajó la vista y apretó más el sombrero de paja que tenía entre las manos.

    El hijo respondió.

    —Yo sabía nomás.

    —Decime chango ¿y vos sabés cómo curarlo? —Wilfredo asintió—. Entonces que lo haga pué —le ordenó a su padre.

    A la semana el naranjo no tenía más gusanos. Nadie le pudo sacar una palabra de cómo lo logró. Al mes David Ismael lo ascendió a capataz de la finca, a su padre. Se mudaron a la casa reservada para los capataces.

    Carlos Ignacio nunca le agradeció su ascenso, pero a los pocos días de estar en la nueva casa se apareció con un rifle de aire comprimido. Se notaba que no era nuevo. Una de las cachas de madera, de la culata, estaba algo levantada. La arreglaron entre los dos. Wilfredo empezó a convertirse en un experto tirador.

    A partir de ese momento prácticamente toda la finca pasó a depender de Wilfredo. Las ganancias se incrementaron y con ello el buen humor de David Ismael, pero tomó sus precauciones: convenció al padre de que no lo mandara a la escuela.

    —En la escuela te lo van a volver bruto con todo lo que le van a enseñar y se le va a perder todo ese conocimiento que seguro le viene de arriba mismo —dijo levantando la vista hasta el cielo, Carlos Ignacio lo imitó y asintió— así que mejor que se quede acá nomás, en la finca pué, que no le hace falta más.

    —Sí patrón —contestó con una sonrisa tímida y de agradecimiento.

    David Ismael sirvió lo último de la botella de aloja fresca que quedaba y sellaron el pacto chocando el vaso del patrón con el jarro de lata del padre.

    A partir de ese momento, a los diez años, Wilfredo comenzó a trabajar en la finca junto a su padre. El comienzo de ese trabajo para Wilfredo fue un paso más, un paso formal, en su trabajo en la finca, pues había comenzado a los seis años. Pero lo anterior era algo normal y sin importancia: darle de comer y cuidar a las gallinas, chivos, chanchos, limpiar sus suciedades. Pero el trabajo de ahora era diferente, más importante y tanto Wilfredo como Carlos Ignacio y todos los de la finca lo sabían. Y fue también para esa edad, a los diez años, cuando comenzó a inspeccionar los árboles a partir de las once de la noche hasta cerca de las dos de la madrugada. Lo hacía siempre aunque lloviera, hubiera alguna fiesta o el calor de la noche fuera apenas unos grados menos que el del día.

    Ese veintiuno de marzo comenzó su recorrido a las once como siempre y a las once y veinte de la noche se detuvo mientras inspeccionaba un árbol de pomelo. No supo por qué, pero recordó a su madre. Pero más que recordarla la vio. Cerró los ojos por un momento y la vio tal como era en la foto, estaba vestida con la misma ropa que en la foto, pero en ese momento la percibió más linda y en colores. Siempre que recordaba a su madre lo hacía en blanco y negro, como en la foto en la que estaba con él. Pero esa vez la vio en colores e Isabel le sonreía. Wilfredo tuvo un leve temblor y sintió como una corriente de aire helado lo rozó. Luego de que la corriente se fue, sintió una gran serenidad. Sonrió. Continuó revisando los árboles.

    Los zancudos se alejaron y comenzaron a zumbarle alrededor, pero sin tocarlo. Los tucu tucu empezaron a parpadear con un verde intenso y las luciérnagas los imitaron dando la impresión de que los perseguían, describiendo entre los árboles haces de luces intermitentes.

    Domingo 21 de Marzo, once y media de la noche, Barrio de la Chacarita, Cine Argos, Capital Federal.

    La cartelera del cine Argos anunciaba El Profesional con Jean Paul Belmondo. El acomodador hizo correr un poco hacia la derecha a las personas que estaban haciendo la cola para entrar a la próxima función. Se dirigió hacia las puertas de entrada de la sala y las abrió. Humberto Santiago Paredes salió del cine junto con Javier González y Roberto Carlos Pérez con caras de fascinación.

    —Vieron loco lo que era la minita esa —dijo Humberto.

    —¿La de la bombachita chiquititita negra, metida en el culito? por dió —le respondió Javier.

    —Cómo lo hacen boleta, que hijos de puta —intervino Roberto.

    —Pero Belmondo se la aguanta loco, es un capo, es un profesional, como la película —dijo Humberto mientras se revisaba los bolsillos de los vaqueros—. Che ¿vamos a morfar algo?

    —No, dejate de joder, yo no tengo un mango —dijo Javier y se detuvo en la esquina de las avenidas Lacroze y Álvarez Thomas.

    —Si boludo, vamos que entre los dos te bancamos —le sonrió Roberto mientras le pegaba en una oreja.

    —No jodás, pelotudo —Javier le tiró un golpe que Roberto lo esquivó con agilidad.

    —Déjense de joder los dos, que después terminan a las trompadas —y Humberto los separó.

    —¿Y adónde vamos? —preguntó Javier.

    —Al Imperio —respondió Roberto.

    —¿Otra vez pizza?

    —Boludo ¿encima que te garpamos te quejás? —y volvió a pegarle en la oreja.

    —No me jodás, la puta que te parió.

    —Déjense de romper las pelotas y vamos —dijo Humberto.

    —Este pelotudo es el que está jodiendo —se volvió a quejar Javier y volvió a tirarle un golpe que Roberto volvió a esquivar.

    Humberto comenzó a caminar en dirección a la pizzería. Cuando lo vieron alejarse se detuvieron y corrieron hacia él.

    —No te enojes, boludo —dijo Roberto mientras lo agarraba de la cabeza y se la ponía bajo la axila.

    —Soltame —gritó Humberto y se sacó de mala manera.

    —¿Qué te pasa che? es una joda, boludo.

    —Sabés que la cana anda dando vueltas y por cualquier cosa te levantan ¿querés que terminemos adentro? ¿o no sabés cómo está la situación política en este momento?

    —No empecés con la política.

    —Aparte que en este país la política siempre es para joder a la gente, estea quien estea —dijo Javier— además que me cago en la naca, hermano —negaron con la cabeza, no le creyeron tanto valor.

    Miraron en distintas direcciones para ver si veían un policía o un patrullero. Siguieron caminando en silencio.

    La pizzería estaba con poca gente en las mesas y algunos hombres, con aspecto de taxistas, comían en las barras unas porciones de pizza y vino.

    Se sentaron en una mesa junto a la ventana.

    —El martes a la noche hay una reunión en el departamento de uno de la facu ¿quieren venir? —preguntó Humberto en voz baja.

    —Si es de política, yo paso —dijo Roberto.

    —Aunque sea de política, si hay minitas me prendo —Javier le vio en los ojos el brillo que le conocía.

    —Es de política y hay minas, pero sólo por política van ¿eh? —aclaró.

    —Vos no te preocupés que yo voy, le hago un poco de chamuyo con la política y después la fiestita —lo miraron y sonrieron— ¿de qué se ríen boludos? vas a ver cómo me voy a levantar alguna.

    Humberto se encogió de hombros y puso cara de resignación.

    —Cambiando de tema, después que morfemos ¿quieren venir para casa? me conseguí un long play nuevo —preguntó.

    —¿De quién? —preguntó Javier con cara de asombro.

    —De un tal Baglietto, un rosarino me parece.

    —¿Es de los maricones que te gustan a vos? —Javier encendió un Jockey.

    —No, es de los machos que te gustan a vos —respondió con ironía.

    —¿Y está bueno? —se interesó Roberto.

    —Tiene un tema que se llama La vida es una moneda, que es espectacular

    La vida es una moneda

    quien la rebusca la tiene

    ojo que hablo de monedas

    y no de gruesos billetes,

    la vida es una hoja en blanco,

    un piano desafinado,

    diez dedos largos y flacos

    y un manojo de palabras.

    Sólo se trata de vivir,

    esa es la historia,

    con la sonrisa en el ojal

    con la idiotez y la locura de todos los días

    a lo mejor resulta bien.

    Cantó llevando el ritmo con golpes de los dedos en la mesa.

    —Está bueno —dijo Roberto con admiración.

    —La letra me parece una cagada, ni ahí podés compararlo con Pappo por supuesto, pero para los maricones que te gustan a vos está bien y la verdad que cantás bien hijo de puta ¿eh? —Javier lo palmeó en el hombro.

    —¿Vienen o no? Ojo, aclaro que tiene algunas partes que está medio rayado y salta ¿eh? lo que pasa es que me lo prestó un compañero de la facu y...

    —No importa, más vale que vamos —Javier se acercó, lo imitaron y habló en voz baja—. Tengo un par de fasos así que...

    —Dejame de joder yo no... aparte están mis viejos —dijo Humberto.

    —Con que te fumes uno no te va a hacer nada tarado y tus viejos, en especial tu viejo, con lo que ronca, ni se van a enterar.

    —Si ustedes quieren fumar...

    —Dale boludo, no pasa nada.

    —Puede ser, no sé, por ahí fumo uno...

    —Yo no voy, morfo y me voy para casa —dijo Roberto.

    —Que ¿tenés miedo de ir bordeando el cementerio? —Javier lo miró aguantando la risa.

    —Que voy a tener miedo, pelotudo.

    —Entonces vamos —dijo Javier.

    —No en serio... lo que pasa es que

    —Sos un maricón, eso es lo que pasa —lo interrumpió Javier y comenzó a reírse. Humberto se le unió.

    —Váyanse a cagar los dos —Roberto separó un poco la silla de la mesa y se puso a mirar por la ventana.

    —¿Venís o no? —lo interrogó Humberto.

    —Sí, voy —respondió de mala manera.

    —Ese es mi macho —dijo Javier aflautando la voz y dedicándole una mirada lánguida. Le acarició el brazo con delicadeza.

    —Dejate de joder, pelotudo —le respondió Roberto mirándolo por el reflejo de la ventana y aguantando la risa.

    —Pibes, déjense de joder —los increpó el mozo que se había acercado sin que ninguno de ellos se diera cuenta— esas jodas acá no ¿eh?

    Los tres se miraron serios y dejaron de reírse.

    —Disculpe, jefe —intervino Humberto.

    Pidieron dos pizzas grandes: una mitad anchoas, mitad longaniza y una entera de roquefort. Y cinco cervezas.

    En el camino a la casa de Humberto y al ir bordeando el cementerio, lo asustaron a Roberto que se puso a gritar. Tuvieron que calmarlo con varios sopapos.

    Humberto probó y le gustó la marihuana. Terminaron durmiendo los tres juntos en su habitación, bastante alcoholizados. El Winco quedó encendido con varios discos superpuestos en la bandeja.

    Domingo 21 de Marzo, doce menos cuarto de la noche, entrada al puente Méndez Casariego, Gualeguaychú, Entre Ríos.

    Félix Ramiro Buenaventura miró el reloj y meneó la cabeza, se apoyó sobre el borde del muro que bordeaba la costanera y dirigió la mirada hacia el río. El agua tenía un pequeño oleaje provocado por un viento suave que llegaba desde el Este. Los autos que pasaban a su espalda le parecían un murmullo lejano. Algunas veces sintió unas bocinas que parecían dirigidas a él, pero no les dio importancia.

    —No va a venir carajo, che —se dijo para sí.

    Estaba seguro de haberla convencido a Alicia Núñez, su novia, pero tenía la sensación de haberse equivocado, Si hubiera ido ma despacio capá que, pensó. Hacía cuarenta y cinco minutos que tendría que haber llegado, A meno que no la haya dejado salir, volvió a pensar y asintió. Esa posibilidad no se le había ocurrido.

    —Sí, seguro que no la dejó salir —volvió a decirse y dio una patada contenida al muro en que estaba apoyado. Miró de nuevo el reloj—. Carajo.

    Giró sobre sí para irse y se sobresaltó al verla. Alicia lo miraba y le sonreía. Tenía puesta una pollera plisada roja y una blusa blanca con pequeños círculos azules. Se había recogido el pelo en una cola que le caía sobre el hombro derecho. Los zapatos eran negros y de taco bajo.

    —¿Qué pasó que llegaste tan tarde? —le preguntó algo enojado, algo contento.

    —La tuve que esperar a la tía Susana para que se quedara con mami —se acercó y le dio un beso rápido en el borde de la comisura de los labios.

    —¿A qué hora tené que volver? —se le fue el enojo. Le sobrevino un deseo palpitante.

    —Le dije que tenía que estudiar con la Marcela.

    —¿Y la Marcela sabe? —lo miró sin entender—. Por si le llega a preguntar.

    —¿Y cómo le va a preguntar?

    —No sé, capá que la va a ver, le habla.

    —Y cómo le va a hablar si ni teléfono tenemos y la Marcela tampoco —se quedó pensativa.

    —¿Qué pasa?

    —¿Vas a poder ir mañana a cuidarlo un poco a mi tío?

    —¿Al Daniel? —asintió— ya te dije que sí, que voy a ir —le dio las gracias con un beso rápido en los labios.

    Félix sonrió y le acarició la cara, la atrajo hacia él con suavidad y la besó con pasión en la boca, ella le respondió con suavidad y lo separó con delicadeza.

    —Mirá Félix, yo estuve pensando y mejor que

    —Ya hablamo de esto Alicia y estuvimo de acuerdo —la interrumpió mientras le pasaba una mano por sobre el hombro.

    —Sí, ya sé, pero lo que pasa es que

    —No me queré vo.

    Alicia, molesta, meneo la cabeza y se apoyó contra el muro. Se quedaron un rato en silencio mirando hacia el río. El viento había ido cesando de a poco y la luna se dibujaba temblorosa en el agua que aún tenía algo de oleaje.

    —¿Y adónde vamos a ir?

    —Al parque.

    —Ni loca voy al parque ¿qué te crees? —dijo mirándolo, casi ofendida, casi con enojo.

    —Lo que pasa e que lo padre de Fabio no se fueron, por eso no podemo ir a la casa.

    —¿Y vos querés que yo vaya al parque? ¿y si me ve alguien? ¿si nos ve alguien?

    —¿Quién no va a ver? a esta hora ya no hay nadie —la miró a los ojos—. ¿No me queré vo?

    —Claro que te quiero pero

    —Entonce vamo —la interrumpió y la besó, ella no se resistió—. Está bien, si no queré no lo hacemo, esperamo a que el Fabio no consiga la casa.

    Lo miró con alegría y como habiéndose sacado un peso de encima, lo tomó de la cara y lo abrazó.

    —¿Me prometés que no vamos a hacer nada?

    —Sí —dijo con sinceridad Félix.

    Se volvieron a abrazar y comenzaron a cruzar el puente en dirección al Parque Unzué. Félix se tanteó el bolsillo trasero del vaquero y sonrió.

    Cuando cruzaron el puente y mientras hablaban, Félix fue doblando hacia la izquierda y tomó en dirección hacia la zona conocida como El Zapallo.

    —Para El Zapallo no —dijo Alicia y se detuvo.

    —Por ahí e ma tranquilo... aparte no vamo a hacer nada —la tomó de la cintura y la atrajo hacia sí, pero ella mantuvo cierta distancia echándose hacia atrás—. Dale en serio, te dije que no iba a pasar nada.

    —¿Me lo prometés?

    Le respondió con un beso y continuaron. Se sentaron bajo un eucalipto y se quedaron mirando los autos y la iluminación de los faroles de la costanera.

    Tomó aire y se dio vuelta de a poco para enfrentarla. En sus ojos estaba el brillo de enfrente, de la otra costa. Era un brillo lejano, pero había otro más intenso y cercano, como de un permiso tímido. Le besó los labios con suavidad, como tanteando. No hubo una gran oposición. Continuó por el cuello y los hombros, siguió con las orejas. Le deshizo la cola del pelo y le enredó los dedos en él. Ella se aferró a los hombros. Hizo un intentó de resistirse, pero fue un intento inútil: no quería resistirse. Se puso sobre ella. La erección era intensa. Se sacó la camisa y la acostó encima. Le subió la blusa y el corpiño. Los pechos sin uso se le ofertaron. Mamó con desesperación. Con un quejido suave se los entregó más. La lengua los rodeó y bajó por la desnudez hasta detenerse a jugar en el ombligo. Olía a jabón de rosas. En un mismo movimiento le alzó la pollera y le bajó la bombacha. Sacó del bolsillo trasero del pantalón un profiláctico Camaleón.

    —No Félix... para... dijiste que... —intentó sin ganas y entre gemidos, convencerlo por última vez.

    Se bajó los pantalones hasta las rodillas y se puso el profiláctico. La humedeció con saliva. Las piernas temblaban. Se fueron abriendo. Fue entrando lo más despacio que pudo, alternando golpes intensos y suaves. Los mojó algo húmedo y gelatinoso. Le hundió las uñas en la espalda y ahogó el grito mordiéndose la blusa y el corpiño que tenía enredados cerca del cuello. Todos los sonidos que los rodeaban se les apagaron, salvos sus gemidos. Se deshicieron en movimientos mudos y convulsivos.

    Cuando terminaron Félix se sacó el profiláctico y un escalofrío le recorrió el cuerpo, tomo aire y lo fue largando de a poco, pero no le dijo nada: el profiláctico estaba roto. Se limpiaron con la camisa. Quedó con manchas de sangre.

    Se vistieron y se quedaron abrazados, Alicia sobre el pecho de Félix, mirando el río. A ninguno se le ocurrió decir nada.

    En el río dos peces saltaron a la vez y luego uno más pequeño, como si dieran un espectáculo nocturno para ellos. Las olas que produjeron los saltos llegaron hasta la orilla. El viento cesó por completo.

    Domingo 21 de Marzo, doce menos cinco de la noche, Berazategui, Buenos Aires.

    Aristóbulo José Pángaro y Martín Daniel Piris limpiaron un poco los asientos y los respaldos y se sentaron en el último asiento de a dos del colectivo de la línea 603, conocido por todos como El tierrita: recorría todo Berazategui, metiéndose por calles que casi nadie se atrevía y siempre, así fuera invierno y se viajara con las ventanillas cerradas, se terminaba bajando sucio de tierra. Cada uno llevaba un sol de noche y una bolsa de arpillera con una tapa hecha de cajón de manzana. El conductor los miraba de vez en cuando por el espejo y no podía evitar sonreír. Eran los únicos pasajeros junto con un borracho que había subido en la estación del ferrocarril y que se había acostado a lo largo en los asientos del fondo. Los ronquidos opacaban el traqueteo del colectivo.

    —¿Van a ranear?

    —Sí —respondió Aristóbulo. Martín asintió.

    —¿Para comer o vender?

    Contestaron a la vez.

    —Para comer —dijo Aristóbulo.

    —Para vender —contestó Martín.

    Los tres se rieron.

    —¡Viva Perón carajo! —gritó el borracho que se había sentado y se bamboleaba al ritmo del colectivo, no se sabía si por el movimiento de este o por su borrachera.

    —Callate o te bajo —lo paró el conductor.

    Aristóbulo y Martín lo miraron al borracho y aguantaron la risa.

    —Comunista —le contestó y volvió a acostarse con lentitud.

    Lo miraron al conductor y este le devolvió la mirada meneando la cabeza, casi del todo enojado.

    —¡Viva Perón, San Martín y Rosas! —volvió a sentarse— lo úni... único milico que... que sirvi... sirvieron.

    —Te dije que te callaras o te bajo a patadas en el culo —y paró el colectivo.

    El borracho se encogió de hombros y se volvió a acostar.

    El colectivo retomó la marcha.

    —Viva Perón, San Martín y Rosas —dijo en voz baja en dirección hacia ellos. Aristóbulo y Martín se dieron vuelta y le sonrieron. Les guiñó un ojo. Volvió a su sueño y sus ronquidos.

    El colectivo se detuvo con un chirrido de frenos en la esquina de avenida Mitre y la calle número cuatro. El borracho apoyó la mano en el suelo para no caerse, pero sin despertarse.

    —¿A la vuelta nos lleva? —preguntó Martín.

    —No, ni en pedo.

    El conductor arrancó y por un momento se los quedó mirando por el espejo retrovisor, meneó la cabeza con una sonrisa. Se puso serio para mirarlo al borracho.

    Tomaron en dirección al río.

    A Aristóbulo le gustaba mucho ir a cazar ranas porque le fascinaba comérselas. Pero no sólo comerlas, sino cocinarlas. Generalmente los que cazaban las hacían fritas, pero él había ido más allá, mucho más allá. Casi no sabía cocinar, pero en cuanto

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