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Swineforth
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Libro electrónico350 páginas5 horas

Swineforth

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¿Una escuela internacional en un estado totalitario? ¿Qué podría salir mal?

De la nada, el exprofesor de teatro, Tristán Randolph, vanidoso e ingenuo, ha asumido la dirección de una nueva escuela en Diskebapisbad, capital disfuncional de un despótico estado postsoviético. No se imagina, por más obvias que son las señales para los demás, que la escuela es el capricho de la hija malcriada del despiadado presidente. Randolph contrata a un singular grupo de profesores y cada cual encarna uno de los siete pecados capitales. Swineforth Internacional es la franquicia de una escuela inglesa de tercera categoría que se ha construido en un desierto centroasiático. La comida es espantosa y los profesores extranjeros no tienen escapatoria porque les han retenido sus pasaportes. Los inspectores Swainson y Dare, de la escuela Swineforth en Inglaterra, llegarán para confirmar sus sospechas sobre la nueva escuela y la capacidad de Randolph para dirigirla. Las cosas van a peor cuando estalla la revolución, se cierra la escuela y Randolph es acusado de ayudar e incitar a los rebeldes. Randolph tendrá que dar la actuación de su vida en una pantomima como su única vía para obtener el perdón del régimen.

Elogio a la primera novela de la autora, A Blindefellows Chronicle: “Una novela vivaz e inventiva, rica en personajes y situaciones divertidas. Disfruté cada palabra”. Tony Connor, miembro de la Royal Society of Literature.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 sept 2021
ISBN9781667413228
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    Swineforth - Auriel Roe

    Swineforth

    Auriel Roe

    Para JB, quien estuvo ahí cuando todo sucedió

    Lejos de ellos había un hato de muchos cerdos, que pacían. Y los demonios le rogaron: —Si nos expulsas, permítenos ir a aquel hato de cerdos. —Él les dijo—: Vayan. —Ellos salieron, y se fueron a los cerdos, y todo el hato se lanzó al lago por un despeñadero, y perecieron ahogados. Mateo 8:30-32, RVC

    1

    La dama en el DB5

    Un Aston Martin DB5 rojo diavolo dobló la esquina de la calle de abajo y cuidadosamente entró en reversa dentro del espacio VIP del aparcamiento. La puerta del conductor se abrió y emergieron, del incomparable deportivo, un par de largas piernas envueltas en tartán de guardia negra que terminaban en lo que, Randolph sospechó desde la distancia, eran un par de zapatillas de salón Manolo Blahnik. Al resto de la mujer lo siguió un momento después. Los pantalones formaban parte de un traje perfectamente ajustado y los tacones la elevaban hasta un metro ochenta. Su rostro estaba parcialmente detrás de unas gafas de sol y de un mechón de cabello rubio oscuro. Sin duda, él podía decir que era atractiva. Mientras se dirigía hacia la entrada del hotel, quitándose los guantes de piel para conducir, sobrevino una ráfaga de servilismo. El portero se irguió; un botones salió presto, aunque el único equipaje era un bolso que se asemejaba a una anticuada bandolera escolar. Además, los dos oficiales de seguridad, correctamente uniformados y situados a ambos lados de la puerta, saludaron y, él podría jurarlo, hicieron sonar los talones.

    —Debo estar soñando —murmuró Randolph para sí mismo, mirando del coche a la dama, de la dama al coche. Él tenía aún su Aston Martin DB5, modelo Corgi con expulsión a la James Bond, un obsequio de cumpleaños que sus padres le hicieron cuarenta y cinco años atrás, pero esta era la primera vez que veía un verdadero McCoy. Secó sus labios con una servilleta, colocó apresuradamente la bandeja del desayuno en el piso exterior de su habitación, abrió el armario y se quitó la chaqueta de conducir de piel de oveja para la foto que planeaba tomarse frente al DB5. Qué brillante idea fue traerlo consigo previendo los fríos primaverales de Asia Central. Convenientemente, traía sus pantalones cónicos de gamuza gris pardo y una ajustada camisa de cachemira de la casa Liberty de Londres. Sonrió a su reflejo en el espejo de cuerpo entero mientras se calzaba sus botas Chelsea, sintiéndose particularmente enamorado de su nueva cabellera rubia; minuciosamente restaurada como en su antigua gloria juvenil, durante los últimos seis meses, por una de las mejores clínicas del país y por cortesía de sus generosos padres.

    Trotó por el vestíbulo y salió a la calle, sus diluidos ojos azules parpadeaban a la luz del sol. Cuando se aproximaba al divino automóvil, aparecieron dos hombres con trajes negros y gafas oscuras. Le preguntó a uno de ellos si no le importaría tomarle una fotografía parado junto al coche; la pregunta tuvo que hacerla con mímica ya que ninguno de ellos hablaba inglés. Los hombres le demostraron una mezcla de confusión y sospecha a cambio. Cuando el más alto de los dos finalmente comprendió, se negó con un ademán de su mano tan sutil como amenazante. Randolph retrocedió con desprecio y regresó al vestíbulo del hotel. Cogió un ejemplar del diario The Financial Times del revistero, se sentó en un sillón de piel y cromo desde el que podía ver el área de aparcamiento y fingió que leía mientras aguardaba otra oportunidad para conseguir la fotografía una vez que los centinelas se marcharan.

    Randolph asistía a la Conferencia Internacional de Drama Inmersivo Colegial (CIDIC), que cada año se celebraba en una capital diferente y que ofrecía beneficios sustanciales para los profesores-facilitadores, dado que presentaba un amplio programa de talleres impartidos por visitantes profesionales. Esto les permitía a los profesores, la mayoría de los cuales eran solteros; divorciados o infelizmente casados, mezclarse, mientras que sus jóvenes pupilos estaban en otras ocupaciones. Cierto es que había una mínima consigna extra antes de la clausura, consistía en que cada grupo debía producir una oferta dramática de no más de diez minutos de duración sobre el tema anual; luego estos dramas eran evaluados por un ilustre mecenas local de las artes dramáticas quien hacía entrega de un trofeo. La escuela de Randolph, el Hospital Swineforth, aún no había ganado ni siquiera una mención honorífica, un hecho que el tesorero de Swineforth, Nigel Dare; colérico crónico y a punto del retiro, sacaba repetidamente a colación en un afán amenazante por cortar la financiación para ese devaneo-seudolectivo anual de Randolph.

    El tema de este año fue «amo y sirviente» y la conferencia se llevaba a cabo en la curiosamente nombrada ciudad de Diskebapisbad, que era nueva para Randolph, al igual que la nación de Kebapistán, rica en petróleo y minerales. No obstante, le habían asegurado que era fundamentalmente segura, gobernada como estaba por un presidente vitalicio con mano de hierro que se mantenía en el poder desde los días soviéticos; aunque se decía que mirar de reojo su omnipresente retrato era una ofensa que se castigaba con severidad draconiana.

    Randolph se preguntaba si acaso habría una dama de la conferencia, en tan vasto y adornado vestíbulo, a quien le gustaría salir con él para tomar la fotografía en cuanto no hubiera moros en la costa. Escaneó la habitación por encima de su periódico rosa pálido. Quizá, si el viento soplara a su favor, ella podría acompañarlo en sus andanzas por la ciudad. Una acompañante le habría sido útil en el pasado ya que nunca ha sabido apañárselas con su bastón para selfies. Por cierto, hubo una ocasión, hace un par de años en Reykiavik, en que tales andanzas lo condujeron a un enredo romántico en una poza termal; ese amorío no perduró más allá de la conferencia. El vestíbulo, sin embargo, estaba desierto; salvo por la diosa del Aston Martin, sentada detrás de un café turco, absorta en su teléfono, con su peinado que alojaba una exuberante onda en lo más alto, la solapa de su traje de tartán se adornaba con un fino prendedor de oro que era un dragón con ojos de rubí; un juego de pendientes cuales cabezas de la criatura lo complementaban. Suponiendo que el conjunto fuera de oro legítimo debía de valer una fortuna, dedujo Randolph.

    Una mujer así, reflexionó, probablemente estaba un poco fuera de su alcance; pero al menos podría preguntarle si le daría permiso de tomarse una fotografía junto a su coche. Oportunamente, ella estaba sentada cerca de una alta vitrina giratoria con gemas de Kebapistán. Decidió acercarse, fingir que miraba de cerca la vitrina y probar suerte.

    —¡Qué piedras tan hermosas! —exclamó en voz alta después de un momento o dos.

    Ella levantó la mirada, aunque sin sonreír y dijo con un pulido acento inglés: —Sí, Kebapistán está bendecido con un sinfín de hermosos tesoros naturales.

    —¿Por casualidad está usted aquí para la conferencia?

    —Sí, ¿usted también?

    —Así es, junto a mis jóvenes pupilos del sudoeste. ¿Usted también ha traído un grupo?

    —No, solamente voy a hacer un recorrido por la conferencia el día de hoy, pero regresaré el viernes como jueza.

    —¡Oh, Dios mío! —expelió Randolph, realizando una especie de mofa reverencial—. Siendo así, espero que no le importe darme algunos consejos sobre lo que está buscando. Mi escuela nunca ha recibido una mención honorífica en los diez años que lleva participando. —Sintiéndose terriblemente audaz con su exuberante melena nueva, hizo un ademán para que ella le permitiera sentarse. Sin embargo, desde el exterior, los dos hombres de traje negro reaparecieron de súbito frente a él bloqueando su camino. Lo único que Randolph pudo hacer fue balbucear con jovial nerviosismo—: Oh, vaya, les ruego que me disculpen, chicos, creo que no nos han presentado.

    Los ojos violetas de la mujer lo examinaron durante unos segundos, abriéndose paso entre su elegante atuendo casual; desde sus botas Chelsea hasta su bien arreglada cabeza. Luego dijo algo en un idioma que él supuso que era kebapí y los de negro se retiraron.

    —¡Cielos! ¿Los jueces de la competencia tienen en estos días custodios que los protegen de influencias corruptas como yo? —Randolph sonrió, mostrando el tratamiento de blanqueo dental que le hicieron la semana anterior y, tras una inspección más cercana de su rostro, descubrió que ella arañaba los terribles cuarenta; y pensó que eso podría mejorar un poco sus posibilidades.

    Ella le devolvió la sonrisa e inmediatamente un café turco fue colocado frente a él por un tímido camarero.

    —Soy Zara Zoran, encantada de conocerlo —su mano se ofreció regiamente, revelando un brazalete de oro puro con el mismo motivo de dragón y un ostentoso anillo a juego en su dedo índice. Randolph la tomó con cautela durante unos segundos, espacio de tiempo acorde con las expectativas.

    —Tristán Randolph, encantado, estoy seguro... Creo que usted viste con el tartán de guardia negra de Inverness, —afirmó; se enorgullecía de ser un hombre poseedor de un intrincado conocimiento de los tramados escoceses.

    —¿Sí? —impresionada levantó las cejas—. No era consciente de eso y, usted sabe, no hay mucho que ni siquiera un británico pueda enseñarme sobre mi país favorito en el mundo después de Kebapistán. ¡Soy anglófila de pies a cabeza! Intento ir a mi casa en Chelsea todos los veranos.

    —¿Oh, en verdad? Mis padres viven en Londres —intervino Randolph, decidiendo no añadir por el momento que vivían en Twickenham, lugar donde nació y fue criado.

    —Así que, ¿un profesor de teatro de Londres? ¡Qué maravilloso! Adoro los teatros del West End.

    —Ah, yo era profesor de teatro... y en estos días resido en el sudoeste que, me temo, está muy lejos del West End. Solamente hago este viaje anual debido a que suele surgir en el momento más impropio para nuestro profesor de teatro. Soy jefe de Integración internacional en el Hospital Swineforth, un internado inglés de primer nivel, al que recurre cada vez más el mercado asiático en busca de una educación de excelencia.

    Los ojos de Zara Zoran se agrandaron ante esto. Lo que Randolph no explicó fue que el Hospital Swineforth actualmente contaba con el gran total de una docena de pupilos extranjeros; en su mayoría estudiantes hiper-privilegiados que, como en estampida, llegaron tras ser expulsados de diversas escuelas privadas de todo el Reino Unido. Dos puñados de pupilos extranjeros por año es lo máximo que la escuela había podido captar con Randolph al mando. Nunca engrosó las filas del programa como lo prometió diez años atrás en una entrevista. Sin embargo, debido a la naturaleza caótica de la escuela, conservó el puesto ya que nadie más había superado la consigna de contener a los los forasteros; una hazaña que Randolph conseguía, a duras penas, adulándolos cada semana con tartas de crema en el salón de té de la ciudad. Su juego en la escuela era un perpetuo tira y afloja con Nigel Dare; el tesorero que de tanto renegarle el pago a Randolph por su puñetera labor de Mickey Mouse, tenía un incontrolable tic en el ojo izquierdo cada vez que veía su nombre al firmar los salarios.

    —Ahora, como respuesta a su petición anterior —confió Zara Zoran— si bien sería desleal de mi parte decirle exactamente lo que estoy buscando como jueza, creo que sería inofensivo decir: Nada demasiado radical, ¡por favor! No fui quien eligió ese tema tan distópico. No me es interesante el teatro contestatario. Me gusta ver algo tradicional que respalde el statu quo.

    —Oh, sí, mis sentimientos son los mismos, estoy a favor de las convenciones. —Randolph resolvió en ese momento reunirse con su grupo por la noche y bajar de tono su enfoque vanguardista con el tema del año de «amo y sirviente». Había identificado un patrón en los ganadores de las conferencias: teatro expresionista; obras de teatro físico cargadas de simbolismo ambiguo... este año tendría que armar una proeza innovadora. Lo que esperaba era arrasar con la competencia y con los jueces. Si finalmente regresaba con el trofeo, Dare tendría que tragarse sus palabras. Con la nueva información privilegiada sobre la predilección de la jueza, vio que tendría que dar un golpe de timón si quería ganar y asegurar la continuidad de su vacación anual.

    La pantalla del televisor, que ocupaba gran parte de la pared del fondo, había estado mostrando un documental sobre la Banda Marcial Oficial del Estado de Kebapistán (BMOEK). Randolph no había prestado mucha atención ya que parecía aburrido, como inevitablemente lo son las bandas marciales en la tele. Pero ahora aparecía una función teatral que le llamó la atención. —El Teatro Nacional de Kebapistán Unificado (TNKU) —apuntó la señora Zoran—, es nuestro ejemplo de excelencia teatral para el mundo. Esa obra es la premiada La historia de Kebapistán, una representación de cuatro horas. Su director recibió el Rombo de Honor de manos del propio presidente; nuestra más alta condecoración de Estado. El abarrotado estreno fue filmado el año pasado y será emitido cada año en Kebapistán y en los países vecinos en un futuro previsto.

    El espectáculo que tenían enfrente, una escena de barullo épico, era el episodio del intento de invasión romana, que aparentemente se frustró por la incapacidad de los romanos para sobrevivir a las condiciones climáticas de la llanura desértica del país; unas veces heladas y otras abrasadoras. Quedando estos a merced de la tribu nómada kebapí con la reina Saltanat al mando, quien montaba una yegua blanca como la leche. Ella era interpretada por una mujer de notables curvas, vestida con un maquillaje tribal-metálico, al estilo Lady Godiva, sin otra cosa que sus largos mechones rubios platinados y una diminuta túnica de cuero y bronce. Hubo un primer plano en el que ella pronunció, a juicio de Randolph, un emotivo discurso a sus guerreros, tras lo cual las tribus atacaron a los romanos que, en su huida, dejaron ver los bóxeres de diversos tonos y patrones debajo de sus ondeantes túnicas.

    —No sabía que usaban bóxeres en esos tiempos —se rio Randolph.

    —¿A qué se refiere? —preguntó perpleja.

    —Bueno, por supuesto, tienen que ponerse algo o la obra podría volverse un poco obscena —matizó.

    Pasando por alto lo antedicho, le preguntó qué pensaba de la protagonista que en ese momento aparecía a cuadro sobre la yegua láctea, acompañada de una solemne voz superpuesta de narrador que sonaba como la de un orador motivacional.

    —Bueno, ciertamente no sé lo que está diciendo ya que no está en inglés, así que no puedo juzgar su actuación, pero posiblemente sea un poco melodramática, con esas poses acartonadas y esos braceos tan rígidos. Dicho esto, todo se le perdona porque su rostro es absolutamente fascinante y, bueno, toda ella lo es.

    —Es mi hermana menor, Zina —dijo Zara Zoran en tono de reprimenda, posiblemente porque a la edad de cincuenta y tres años él no debería estar, como lo hizo, comiéndose con los ojos a una mujer veinte años menor.

    —¿Oh, en serio? ¡Vaya, Dios mío!

    —Por supuesto, su cabello está teñido; no es su color natural —aclaró la señora Zoran—, se supone que ella debería ser su jueza aquí esta semana, ya que es la actriz más famosa de Kebapistán, pero está de gira con el Teatro Nacional. Ahora mismo están actuando en Montenegro.

    —¿Usted también es actriz?

    —No, en absoluto, soy una mujer de negocios, pero veo que mi guía ha llegado así que debo hacer mi recorrido por el taller —se levantó y volvió a tender afablemente su mano de seda—. Les deseo a usted y a sus pupilos una estancia muy agradable en nuestro país y espero ver su representación al final de la semana.

    Randolph habló efusivamente sobre el honor de haberla conocido, luego volvió su atención a la obra que demostraba lo que en Kebapistán, evidentemente, se consideraba el apogeo de la excelencia teatral; tomando no pocas notas mentales sobre cómo rehacer el montaje que representaría a Swineforth en consecuencia.

    Esa noche, los pupilos de Swineforth se sorprendieron al ver al señor Randolph en el comedor y no hablando con los otros profesores de teatro, como era su costumbre. Había reservado uno de los auditorios, les dijo, para que pudieran pulir ciertos detalles de su participación en la competencia, ya que había indagado con la jueza y, por ende, descubierto la fórmula ganadora. Poco imaginaban que la sesión de pulimento se alargaría hasta la medianoche y que su ardiente montaje experimental se reduciría a algo apenas tibio. El montaje resultante había sido limpiado de todo expresionismo. Quedaron fuera los cánticos corales, los cuadros, las retrospectivas, los alaridos catárticos y se coló una brizna de realismo melodramático: un cuentecillo basado en una parábola kebapí sobre el desarrollo del respeto mutuo entre un granjero y su peón pese a las adversidades.

    —Solo puede haber un ganador —dictó Zara Zoran al micrófono, vestida con un traje sastre gris-carbón a rayas, agradablemente cortado justo por encima de la rodilla.

    Randolph supo que se refería a él porque la había visto fruncir el ceño ante los demás montajes, todos los cuales contenían esos elementos que solían ganar y que él recién había extirpado hábilmente tras su errado afán revolucionario. Estaba sentado entre dos profesores de teatro con los que se había familiarizado durante la conferencia. A su izquierda estaba sentada una dama holandesa con dientes cuales teclas de piano cuyo nombre sonaba algo así como Marchen. Estaba vestida con una especie de carpa enjaretada que servía para enfatizar su enorme trasero que, en ese momento, invadía un extremo de la silla de Randolph. Afortunadamente, siendo un caballero de caderas angostas, estaba fuera del alcance de esa carne reptante. A su derecha se sentaba Scottish Steve, o Estív como él mismo se llamaba, un tipo de aspecto curtido que lucía una piocha descuidada y a quien nunca se le veía sin su desgastada chaqueta de cuero; ni siquiera a la hora de comer. Randolph había aprendido a desviar con rapidez la cabeza mientras Estív hablaba, pues su aliento olía a cafeína, a nicotina y a queso Stilton. Marjon y Estív, ambos ganadores en el pasado, claramente pensaban que tenían de nuevo el trofeo en la bolsa. Estaban desconcertados por la interpretación soviético-realista que hizo Randolph del tema. Él los oyó susurrar a sus espaldas: aburrido, deslucido y el tan temido cero experimental.

    —Bien, me gustaría entregar el trofeo de la Conferencia Internacional de Drama Inmersivo Colegial de este año a... —Zara Zoran hizo una pausa, jugando con la tensión en la sala. Randolph notó que Marjon y Estív habían descruzado las piernas para ponerse de pie y presentarse, cada uno asumiendo que su nombre sería anunciado como el ganador. La señora Zoran se cruzó con su mirada en el auditorio y sonrió mientras declamaba—: Los pupilos del Hospital Swineforth y su profesor, el señor Tristán Randolph. —La multitud arqueó las cejas y se soltaron los aplausos. Randolph se apresuró alegremente. Sus pupilos daban brincos sin cesar en el escenario y ante esto se sonrió con Zara Zoran—. Felicitaciones por una pieza sutil, conmovedora y de corazón humilde —declamó en el micrófono justo antes de cedérselo a Randolph, quien pronunció un trillado discurso, agradeciendo a sus pupilos y elogiando el arduo trabajo de los otros competidores antes de regresar a su asiento. Al pasar junto a la señora Zoran, esta le entregó un sobre y se preguntó emocionado si estaría recibiendo un premio en efectivo.

    —¿Ella te lo dio? —preguntó Marjon apuntando al sobre con la cabeza y volviendo al asiento. Él lo abrió en el acto, contenía una tarjeta de invitación signada con impecable manuscrita; mas no pudo leerla porque había dejado sus anteojos en la habitación ya que detestaba usarlos en público. Los anteojos de Marjon, que colgaban de un cordón verde chillante alrededor de su cuello, llegaron sin tardar a su nariz—. ¡Ella te está pidiendo una cita! ¡Un almuerzo para mañana! —vociferó para que todos a su alrededor la oyeran, como si la única razón de su triunfo fuese que él le gustaba a Zara Zoran.

    —No sea tonta —él se burló—, es solo un almuerzo de felicitación; no significa nada.

    —¡Yo en su lugar tendría cuidado! —advirtió Marjon.

    — De qué? —espetó Randolph.

    —¡Lo descubrirá tarde o temprano! —fue todo lo que dijo antes de ir a consolarse con su grupo.

    2

    Encuentro con una anomalía

    Randolph pasó la mayor parte de la mañana siguiente eligiendo el atuendo para su cita. Se había levantado temprano y había salido al pasillo del hotel, con su bata de seda de flores de lis y sus pantuflas marroquíes color berenjena, para ver partir a sus jóvenes pupilos rumbo a la actividad final de la conferencia; una caminata por el desierto que culminaría en un dinámico taller al aire libre con la Compañía de Acrobacia Folclórica de Kebapistán (CAFK). Él sería recogido al mediodía frente al hotel por Zara Zoran en el DB5 y sintió que tenía que lucir impecable para la ocasión de viajar en el automóvil de sus sueños. Tal vez, pensó, podría ser su príncipe azul; y se roció deprisa un extra de colonia después de un prolongado baño de tina. Montó muchas combinaciones sobre la cama para, finalmente, decidirse por un atuendo que consistía en un saco cruzado azul marino con botones de latón y pantalones de franela gris; un par de zapatos náuticos y un suéter cuello de tortuga de cachemira color crema, añorante de los años mozos de Roger Moore modelando prendas tejidas de vestir.

    Mientras esperaba afuera en la acera, Estív y Marjon pasaron riendo. —¿Ya listo para su cita? —se burló Estív—. Oh, mira, sí que se ha engalanado —se mofó Marjon.

    Randolph sonrió con acritud y se alejó. Los profesores, había descubierto durante su larga carrera, a menudo superaban como hostigadores a los pupilos más odiosos, solo que Estív y Marjon no tenían juventud ni inexperiencia para excusarse. Probablemente se dirigían de regreso al pub irlandés, de lo menos interesante en la ciudad, adonde él penosamente los había acompañado casi todos los días. Sospechó que los consumía la envidia de que pronto tendría, sin lugar a dudas, un almuerzo espléndido con una mujer hermosa; mientras que ellos estarían bebiendo cerveza Guinness rebajada, acompañada de un vil sucedáneo de carne y una tarta de patatas bañada en salsa grumosa.

    El DB5 rojo diavolo se detuvo y Randolph, antes que otra cosa, se tomó una selfie sintiendo galopar su corazón; posó colocando su mano sobre la manija cromada, evitando el más mínimo contacto con la pintura para no manchar su brillo en absoluto. Al abrir la puerta, apenas pudo ahogar un grito porque el interior era tan milagroso como el exterior: acabados de nogal reluciente, tapicería de cuero rojo acolchado y la propia señora Zoran con un enterizo lila exquisitamente confeccionado en tweed, guantes de conducir color malva, gafas de sol con montura dorada y labial carmesí.

    ¿Esto está pasando realmente? se preguntó mientras invadía el asiento del copiloto, permitiendo que la acogedora tapicería lo acariciara y luego lo engullera. Cerró la puerta con la delicadeza de traer a un bebé durmiendo en la parte de atrás y pasó sus dedos por el fino enchapado de nogal, roce que le erizó la piel trasera del cuello. Volvió su rostro extasiado hacia el de Zara Zoran quien sonrió y asintió comprendiendo su euforia. Sin mediar palabra, partieron deprisa y él se imaginó que acompañaba a Honor Blackman en el rol de Pussy Galore, de camino a un pequeño combate en el heno de un granero convenientemente ubicado al borde de la carretera.

    —Almorzaremos con mi padre, señor Randolph —dijo mientras descendían por una calle larga, llana y recta.

    —¿Su padre? —repitió—, oh, claro, y por favor llámame Tristán.

    —Entonces usted deberá llamarme Zara y... tengo una propuesta para usted.

    —¿En serio? —el corazón de Randolph dio un vuelco.

    —Como le dije, soy una mujer de negocios y mi más reciente empresa es fundar una nueva escuela aquí en Diskebapisbad. Será la primera de su tipo en el país. Una escuela con un plan de estudios británico, uniforme al estilo británico, profesores británicos, cada detalle será británico y quiero que sea usted el director.

    Randolph casi se atragantó con su propia lengua. —¡¿Habla en serio?!

    —Sí, Tristán, y quiero llamarlo Hospital Swineforth Internacional. Muchas escuelas británicas famosas están en esto hoy en día, estableciendo destacamentos en el extranjero para difundir el evangelio de la anglofilia.

    —Mmm, sí, he oído hablar de eso, pero ¿por qué yo como director? —inquirió diplomáticamente, pensando que ya era hora de que su talento como educador fuese reconocido.

    —Bueno, siendo honestos, Tristán, teníamos ya un equipo de la escuela San Nicolás Bilberry, de Norfolk, pero se quedaron cortos en muchos aspectos. Uno en particular nos dejó mucho que desear: su uniforme; es una tontería sin más. ¿Qué padre querría ver a su hijo en calzoncillos rojos de pana? El uniforme del Hospital Swineforth, en cambio, es de muy buen gusto. Como usted sabe, soy una gran fanática del tartán. Como sea, he decidido cambiar de rumbo y encontrar sangre nueva.  Usted tiene la experiencia de liderazgo que se requiere para este trabajo; siendo el jefe de Integración internacional en el Hospital Swineforth, suena lógico que su próximo paso sea como director de una escuela internacional. Podrá curtirse como director aquí en Kebapistán. Los edificios escolares están prácticamente terminados y su operatividad quedará lista en septiembre. ¿Qué dice usted?

    —Cielos, es un salto cuántico desde el sudoeste inglés a Kebapistán, pero ciertamente estoy interesado.

    —Tengo en mente una escuela que funcione como una familia para los niños y los profesores por igual. De hecho, cuando usted contrate a un profesor, quiero que le diga: Bienvenido a la familia Swineforth, creo que esto ayudará a que las personas se sientan cómodas y seguras. ¿Lo haría?

    —Oh, sí, eso suena muy bien, sin duda.

    —Así lo creo. Y me gustaría que nuestra escuela fuera conocida en Inglaterra como la escuela hermana para ampliar la metáfora. ¿Cómo le suena?

    —Me suena genial.

    —Excelente. Ahora le presentaré a mi padre. Es el donante principal, usted sabe.

    —¿Entonces eso lo convierte en el Ke-bap-pagar? —bromeó Randolph, en un esfuerzo por imitar la chispa de James Bond.

    Zara lo miró y frunció levemente el ceño. —Mi padre adora el

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