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Face to Facebook: Una temporada en El Manicomio Global
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Libro electrónico276 páginas7 horas

Face to Facebook: Una temporada en El Manicomio Global

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Este libro trata sobre el amor, la locura, la política, las tecnologías, el presente distópico, las nuevas subjetividades, los extravíos del goce, el mundo desorbitado, son leídos y comentados como síntomas de una civilización mutante, incierta y no pocas veces amenazadora. El conjunto de estos trabajos trazan los rasgos fundamentales del paradigma contemporáneo, que da forma tanto a nuevos fenómenos sociales como a los padecimientos de quienes se dirigen al psicoanalista buscando una respuesta al desasosiego de vivir.
El autor escribe desde julio de 2018 una columna en Facebook en la que trata estos temas, todos ellos abordados a partir del discurso psicoanalítico y la ficción literaria donde miles de seguidores le siguen domingo a domingo.
IdiomaEspañol
EditorialNed Ediciones
Fecha de lanzamiento13 sept 2021
ISBN9788418273377
Face to Facebook: Una temporada en El Manicomio Global

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    Face to Facebook - Gustavo Dessal

    Introducción

    Pese a los perseverantes consejos de mi esposa y mis hijas, me resistí durante muchos años a tener un perfil en Facebook. Nunca me interesaron las redes sociales como usuario; sólo como un síntoma más a investigar. De la misma manera, mi curiosidad por las tecnologías fue lo suficientemente grande como para haber escrito un libro sobre sus efectos y a la vez bastante reducida como para dar el paso de comprarme un altavoz inteligente o un smartwatch. Finalmente en el año 2018 renuncié a mis argumentos en contra, y con una pequeña ayuda técnica inauguré «El Manicomio Global» en Facebook, un espacio donde alojar algunas impresiones sobre el mundo contemporáneo. En ese momento no imaginaba que la idea iba a despertar la simpatía de tantos lectores, cuyos comentarios me han animado a mantener una regularidad semanal. Todos los domingos —y en ocasiones con demasiado atrevimiento por mi parte— publico algo que ha llamado mi atención y que considero puede interesar a otros. Atrevimiento, porque a menudo incursiono en temas en los que me considero un lego absoluto. No obstante, no me lanzo a ninguno sin estar bien sujeto a dos sólidas cuerdas. Una es el discurso del psicoanálisis, que me proporciona un marco teórico, un punto de perspectiva y un límite a la siempre tan próxima tentación de decir cualquier cosa. La otra es la literatura. La ficción literaria es una fuente inagotable de saber, una brújula o sensor que siempre me ayuda a no perderme demasiado en los devaneos del pensamiento. Asido a esas dos cuerdas me descuelgo todos los días por el inconsciente de las personas que se confían a mi escucha, y cada domingo doy a conocer el modo en que alguna noticia o acontecimiento me conmueven. El psicoanálisis y la literatura han dado forma a mi existencia, me han rescatado en muchos momentos, y es por ese motivo que me dedico a ambos oficios: no sólo para ganarme la vida sino también como signo de gratitud por lo mucho que he recibido de ellos. Hoy, dos años y medio después de la inauguración de «El Manicomio Global», he adquirido el gustoso compromiso de dedicar algunas horas semanales a estudiar un tema, confirmar o ampliar las fuentes de información y volcar el resultado en un lenguaje que no sólo incluya a quienes de un modo u otro se identifican con el psicoanálisis, sino que pueda convocar el interés y la lectura de gentes movidas por inquietudes y ocupaciones diversas.

    El conjunto de pequeñas historias no ha pasado a este libro en su orden cronológico originario, sino que las he repartido en nueve unidades temáticas. Muchas de esas historias bien podrían haberse incluido en otra clasificación, y algunas pertenecen a más de una de dichas unidades. Pero en términos generales creo que la distribución les hace justicia y le permite al lector modular el ritmo y la temporalidad que considere de su agrado.

    Como el título de mi perfil lo indica, todo lo que podrá encontrarse en esta colección se rige por el principio de que la locura no es un acto fallido en el proceso de fabricación de un sujeto, sino que forma parte de todos y cada uno de nosotros. Como humanos nos hemos ingeniado desde hace miles de años para «sobrevivir a nuestra propia locura», como el título de un relato de Kenzaburō Ōe. Esa locura no es precisamente inofensiva, pero en ella habitamos y con ella seguiremos batallando hasta el fin de los tiempos.

    No es nada sencillo reflexionar sobre los síntomas singulares y colectivos, incluso aunque uno sea un psicoanalista, sin acercarse peligrosamente al borde del juicio moral, que casi siempre es un prejuicio, es decir, un residuo irresuelto del fantasma inconsciente. Por lo tanto, y como se lee en las etiquetas de algunos alimentos, estos breves textos pueden contener trazas de fantasma y restos de síntoma, puesto que todos ellos se elaboran en la misma factoría, es decir, en alguna misteriosa región del hablanteser que soy. Lo advierto para que a nadie tome por sorpresa si algún tramo de la lectura le produce una reacción alérgica que espero sea pasajera y sin consecuencias importantes.

    Por último, quiero expresar mi agradecimiento por la paciencia y fidelidad con las que tantas personas leen cada domingo los posts y me envían sus comentarios. Ellas son una parte fundamental de «El Manicomio Global», y su apoyo sigue siendo decisivo para que mantenga sus puertas abiertas.

    Madrid

    Enero de 2021

    I

    El psicoanálisis y la máquina

    de abrir cabezas

    27-7-18

    «Soledades inevitables»

    Existen ciertas prácticas que requieren la soledad. La lectura es un buen ejemplo, y en su libro El último lector, Ricardo Piglia lo explica con gran maestría. Del mismo modo, la soledad es condición absoluta del acto de escribir. «Nunca puede estar uno lo bastante solo cuando escribe...», anota Kafka en su carta a Felice Bauer del 14 de enero de 1913. Y Piglia insiste: «De hecho, hay una relación formal entre la lectura y la isla desierta. Robinson es el modelo perfecto de lector aislado. La subjetividad plena se realiza en el aislamiento, y la lectura es su metáfora. El lector ideal es el que está fuera de la sociedad».

    A pesar de algunas excepciones (y de los divertidos juegos dadaístas) la literatura —al igual que las restantes manifestaciones del arte— exige la soledad y el aislamiento, aun si en el corazón del escritor palpita el anhelo joyceano de perdurar en la eternidad del Otro. El análisis, como la lectura o la escritura, suspende a priori las exigencias de la realidad, se desentiende de toda utilidad (pública o privada) y sólo así puede captarse el sentido de la cura, a menos que estemos dispuestos a remasterizarnos para tener nuestra oportunidad en el mercado del coaching. El propio analizante agradece hallarse, una o dos veces por semana, un rato a solas con su inconsciente, aunque para ello tenga que dar un pequeño rodeo por la transferencia.

    En mi cuento La frontera, el protagonista está solo y lee sentado a la luz de la lámpara los signos de una memoria. Debe hacerlo solo, porque lo que se dispone a realizar no admite compañía. Analizar, leer, escribir, solicitan un aislamiento, un cierto resguardo frente a las leyes del mundo. Por lo visto, incluso a los psicoanalistas nos resulta difícil escapar a esas leyes y a la forma en la que la nueva modernidad las declina: rapidez, eficacia y transparencia.

    29-7-18

    «Otra cura»

    Tal vez la pregunta por la sumisión y la indiferencia ciudadana a los atropellos de la globalización merezca una respuesta que pueda ir más allá de la explicación fácil. La servidumbre es gozosa, y la única reacción es hasta ahora esa forma pervertida de la rebelión que consiste en asumir la posición victimista. Richard Morgan ha puesto de relieve lo que denomina «la industria de los derechos», destinada a fomentar la maquinaria de la victimización, esa «forma fraudulenta del privilegio», según las palabras irónicas de Pascal Bruckner. La víctima es la contracara del sujeto narcotizado en el goce de la ignorancia, infantilizado en esa realidad poblada de música, de imágenes, de colores, que lo acompaña y lo envuelve en todas partes: en el trabajo y en el ocio, en la vida pública y en la intimidad. Todos somos niños abusados, una figura que poco a poco se convierte en una de las representaciones favoritas, y en la que se escamotea la satisfacción perversa que de ello se obtiene. El mal no se agota en los agentes externos que nos atormentan. Existe también dentro de nosotros mismos, y se convierte en el mejor aliado de un sistema que se perpetúa con la complicidad de todos. Desde luego, no se trata de promover un discurso del ascetismo, de la renuncia a los bienes, ni de un retorno bucólico a la naturaleza, discurso que constituye una de las tantas diversiones que el capitalismo asume como perfectamente compatible con sus propósitos. De eso también puede hacerse una industria. Se trata más bien de despertar del vano narcisismo de la felicidad, de abjurar de los falsos científicos que nos la ofrecen a cucharadas, de emplear la técnica al servicio de la vida y no al revés, de sobreponerse a la tentación del hedonismo perpetuo, a la impostura de la plenitud. Ése es el sentido ético de la cura, entendida no desde la perspectiva médica que procura devolvernos a la normalidad sino, por el contrario, como reencuentro con nuestra diferencia absoluta, con lo que se aparta de la norma, con lo que no hace masa ni totalidad, con lo que se sustrae a la inercia del discurso corriente, ese discurso que corre en dirección de la banalidad, de la estupidez, de la debilidad moral. Reencuentro con lo que nos hace excepcionales, sin que de ello se derive una excepción ni un privilegio, ni una justificación para rechazar toda deuda. Sólo así, liberados del espejismo fabricado por la connivencia entre nuestros sueños infantiles y los profetas que anuncian su realización, estaremos en condiciones de abrir mejor los ojos al mundo que nos rodea, de leer entre las líneas de los mensajes que nos atraviesan, de no sucumbir a la tentación de buscar en una nueva y oscura autoridad salvadora, la redención de los males que se precipitan cuando las noticias nos anuncian que la vida ha dejado de ser una fiesta.

    22-8-18

    «Lo trágico, hoy»

    Para Lacan, el hombre moderno es alguien que ha perdido el sentido de la tragedia. Esto no significa, por supuesto, que la existencia actual del ser hablante no esté atravesada por la tragedia, ni que la civilización haya alcanzado un estado de bienestar que supera al precedente, ni que el sufrimiento no siga siendo uno de los principales ingredientes de la condición humana. Significa, más bien, que de todo ello el hombre moderno comienza a perder el sentido, es decir, comienza a dejar de leer en el dolor los signos de la verdad. Significa que el hombre moderno ha dejado de concebir una distancia entre su facticidad y las posibilidades de realización de sus sueños, porque la civilización actual no sólo no le exige una renuncia, sino que le inocula la convicción de que la felicidad está al alcance de cualquiera.

    ¿Qué era, para los antiguos, la tragedia? Era, ante todo, una lección de humildad. Era la aceptación de que el sentido de la vida humana, incluso el de la historia, estaba gobernado por fuerzas que no dependían enteramente de la voluntad ni del empeño del hombre, superado por la acción de un destino que los dioses imponían de modo inevitable. «Conócete a ti mismo», el célebre imperativo moral que auspiciaba el templo de Delfos, es la fórmula de la sabiduría, que no consistía en otra cosa que estar dispuesto a realizar el destino hasta su final. La grandeza de los griegos, aquéllos en los que se fundó la civilización que hoy llega a su ocaso, consistió en saber que el poder del hombre es a la vez infinitamente más pequeño y más grande que su destino.

    Cuán distinto nos resulta hoy en día el mundo, cuando comprobamos que los dioses han huido de los templos, de las fuentes y de las estatuas. El destino, es decir el mensaje del más allá, de aquel Otro lugar que obligaba al hombre de la Antigüedad a interrogarse por la verdad, es actualmente una preocupación vana, un pasatiempo de horóscopos y loterías de rascar. El destino ha sido reemplazado por un presente continuo, en el que sólo se nos invita a no perder la eterna oportunidad de ser dichosos. Porque ya ni siquiera la anatomía es el destino, diríamos hoy en día corrigiendo la convicción de Napoleón Bonaparte, puesto que la anatomía también forma parte de la lista de bienes de consumo ofrecidos al capricho del sujeto.

    Ésa es la razón por la que Lacan, a diferencia de Freud, tuvo la intuición de que el nuevo paradigma de la subjetividad debía pensarse en referencia a la psicosis. Todo el esfuerzo de su enseñanza confluye hacia una conclusión final que cuestiona la raíz misma de nuestros principios clínicos y epistémicos. La conclusión es que la esencia del hombre moderno es la ausencia de pregunta. En el lugar de la pregunta, la respuesta se anticipa bajo la forma de una certeza que cierra la puerta al inconsciente. El inconsciente es la distancia que existe entre nuestros actos y nuestra comprensión de su sentido. Esa distancia, que en el hombre freudiano constituía el núcleo de su conciencia desdichada y lo impulsaba a rescatar el imperativo délfico en la forma renovada del análisis, está a punto de cerrarse. Es por ese motivo que la psicosis, en singular, más allá de sus variaciones que pluralizan la forma en que se presentan ante la mirada del clínico, es a partir de ahora el modelo del hombre. Y es por ese motivo que Lacan, misteriosamente, predijo que la psicosis es la normalidad, es decir, la norma. Porque la normalidad, la normalidad como triunfo absoluto de la cosmovisión que rige la era actual, ya no es sólo el resultado de una construcción ideológica, sino también el producto de una verificación empírica: el hombre va dejando de creer en su síntoma, va dejando de suponer que el síntoma tiene algo que decir.

    28-8-18

    «Sobre el valor erótico del dinero»

    Si el saber popular ha bautizado el dinero como «el excremento del Diablo», la astucia de Lutero (a quien sus deposiciones inspiraron la Reforma, según cuentan los biógrafos) consistió en arrebatarle el dinero al Demonio y hacerlo bendecir por Dios. Con ello dio luz verde al capitalismo, que no por nada va mucho mejor con el pragmatismo protestante que con las memeces de los católicos, los cuales aún hoy siguen avergonzándose por hacer lo mismo que los otros.

    Con el esfínter anal se puede obrar como con el gasto público: abrirlo o contraerlo. Del mismo modo que el erotismo anal keynesiano se opone al friedmaniano, hay quienes gozan de gastar así como otros encuentran su placer más exquisito en retener. Esto último demuestra que la idea habitual de que el dinero sólo existe en función de aquello que puede comprar, es absolutamente falsa. El dinero puede proporcionar un goce por sí mismo, por el mero hecho de su retención y acumulación.

    Mucha gente tiene el prejuicio de que psicoanalizarse es cosa de ricos y se equivocan de cabo a rabo. En primer lugar, porque esta idea es propia de quienes desconocen por completo la psicología del rico: los ricos no pagan. No es que no paguen sus sesiones de psicoanálisis, es que sencillamente no pagan nada. Ésa es, ni más ni menos, que la posición del rico: no pagar ningún precio. Por ese motivo, resulta un contrasentido pretender que paguen más impuestos. Si lo hiciesen ya no serían ellos mismos, los ricos, aunque la fortuna siguiera saliéndoseles por las orejas. Es muy poco frecuente que un rico se psicoanalice: no suele estar dispuesto a pagar el precio que supone saber. Prefiere contratar a otros para que se encarguen del saber que él no está dispuesto a asumir.

    En segundo lugar, si usted quiere saber algo de sí mismo, algo de su verdad más íntima, tendrá que estar dispuesto a ceder algo, y si no quiere saber nada, posiblemente pagará un precio bastante más caro. Es por esa razón que la terapia analítica se paga. Desde luego, el monto será variable según las posibilidades de cada uno. Un verdadero analista jamás dejará en la puerta a alguien que muestre un deseo decidido de querer saber. Pagar por ello no sólo es la prueba de su compromiso, sino la metáfora de aquello de lo que debe desprenderse a fin de conquistar algo mejor para su propia vida. Alrededor de este gesto simbólico veremos desarrollarse los comportamientos más asombrosos: el sacrificio, la mezquindad, el ocultamiento, la exhibición, la generosidad. En suma: toda una amplia gama de pasiones humanas se pondrán en juego a la hora de meter la mano en el bolsillo.

    «Agarrado» o «desprendido», el sujeto siempre muestra algo de su propia intimidad cuando se refiere al dinero, y la sesión analítica es un banco de pruebas incomparable para estudiar lo que la economía no alcanzará nunca a descifrar: la sustancia secreta e impura de lo que mueve el mundo.

    14-10-18

    «Lo imperdonable del psicoanalista»

    Cuando propuse que el libro escrito con el profesor Bauman llevase por título El retorno del péndulo fue porque esas palabras, sugeridas en su correo del 23-08-12, llamaron poderosamente mi atención. Sabio es aquél que sabe leer en las entrelíneas del discurso social no sólo lo que ocurre en el presente sino también lo que se avecina. Tras años de emplearse a fondo en el análisis de la licuefacción de los semblantes, Bauman advirtió que vendría el contragolpe de lo sólido bajo la forma del padre atroz. En esa fecha, la era Trump todavía no podía imaginarse, mucho menos la grave amenaza que se cierne hoy sobre Brasil.

    Algunos psicoanalistas, basándose en muy buenos argumentos, habían llegado a postular que el tiempo de la psicología de las masas pertenecía al pasado y que ahora los lazos sociales se organizaban mediante una lógica diferente, basada en identificaciones transversales. Tal vez demasiado confiados en que la transmisión reticular horizontal de la información y de los vínculos podría auspiciar una colectividad descentralizada, sin la clásica figura del líder, o tal vez olvidándose que el goce jamás se acomoda al paso de las transformaciones sociales. Después de todo, no es indispensable una ideología para ser racista: la dinámica del goce puede ser suficiente.

    Colegas de Brasil aconsejan que en las redes sociales no se escriba el nombre del personaje, por cuanto un supuesto algoritmo de Facebook y Twitter reacciona ante ese significante generando automáticamente bots que propagan su discurso y refuerzan su presencia. Ignoro si esto es cierto, pero por las dudas me referiré a él como la Cosa (no precisamente «a mais linda do mundo», como cantaba el inolvidable Vinicius), lo innombrable. La Cosa retorna, de la peor manera en la que el Padre puede volver cuando hemos creído que lo arrojábamos por la ventana. Error que resulta de pensar que lo que una cura analítica a veces conquista es extrapolable a la experiencia colectiva.

    Nuestra Asociación Mundial de Psicoanálisis no exige de sus miembros una determinada filiación política. Se espera de ellos, sin embargo, que participen de un mínimo consenso: el reconocimiento de que la ética del discurso analítico es incompatible con las prédicas que atacan el corazón mismo de todo aquello que es indisociable de la dignidad del ser hablante: el amor, el respeto a los semblantes, el derecho a la diferencia, al síntoma y a la palabra. En esta hora crucial, el argumento de que votar a la Cosa no es necesariamente apoyar su proyecto sino oponerse a «los otros», es mucho más que una afirmación falaz: es una posición infame, imperdonable en todo contexto y que por lo tanto nuestra Escuela —como ninguna otra institución psicoanalítica— podría admitir jamás. El error clínico es siempre inevitable. La dimisión ética es inadmisible.

    11-11-18

    «Lo que el psicoanálisis atrapa»

    Carece de todo interés especular si los creadores de las mastodónticas compañías de comunicación obran de buena fe, si verdaderamente se creen el mensaje naive que transmiten (poner todo su empeño en contribuir a «un mundo mejor») o si por el contrario los mueve una codicia desenfrenada, tanto en el terreno del poder económico como en el de construir un relato ideológico hegemónico: la tecnología como instrumento capaz de resolver todos los impasses de la civilización. Muchos psicoanalistas cometen un gravísimo error al establecer juicios morales acerca de las tecnologías. Nuestra posición no consiste en alertar sobre los peligros a los que nos enfrentamos y que ya son noticia cotidiana. De eso se ocupan muchos movimientos encabezados por filósofos, sociólogos, ingenieros, futuristas y pensadores en general. Lo que nos interesa de modo particular es comprender los efectos sintomáticos que se presentan a nuestra escucha, a sabiendas de que cualquier política educativa en materia de uso, restricción o permisividad de las redes sociales es completamente ajena al discurso analítico. Las tecnologías no han «fabricado» el odio, la pornografía, la difamación, los ataques cibernéticos, y tantas otras derivaciones «indeseables» respecto de las infinitas posibilidades con las que contamos en la actualidad. Son el vehículo de todas las pasiones que afectan al ser hablante, las mismas que existen desde que podemos reconocer la huella del homo sapiens en la historia. No está en nuestras manos (como posiblemente en las de nadie), ni forma parte de nuestra ética, intentar cambiar el curso de la evolución tecnológica. Somos, en cambio, los depositarios de aquello que cae, el desecho que el engranaje desprende y también de esa pequeña cosa que puede introducirse de modo subrepticio y provocar una alteración dramática en el funcionamiento del engranaje. Dicho en otros términos, al operar sobre lo real las tecnologías actúan como desencadenantes de ese otro real específico al que el psicoanálisis se dirige y que se manifiesta indefectiblemente a través del síntoma: ese real desencajado del saber que no había sido previsto por los genios de Silicon Valley. Ese real por el que todas las semanas piden perdón…

    16-12-18

    «Familierías»

    Ninguna ideología, ni de derechas ni de izquierdas, ninguno de los experimentos y las utopías que intentaron cambiar la estructura de la familia, lograron siquiera conmoverla. Hubo que esperar la llegada de los avances de la biotecnología para que la estructura familiar, al menos en su presentación formal, comenzase a sufrir algunas variaciones que afectan en verdad tan sólo a un porcentaje infinitesimal de la población del planeta. En las tres cuartas partes de la Tierra viven familias regidas por estructuras ancestrales y en el llamado Primer Mundo —odiosa expresión que me permito emplear para dejar claro el sector al que me refiero— el modelo parental clásico sigue siendo la norma más corriente. Esta observación está destinada simplemente a evitar la idea de que nos hallamos frente a una mutación extraordinaria de la familia, cuando ni siquiera es así desde el punto de vista antropológico ni sociológico. Bien es cierto que ese mismo Primer Mundo conoce un porcentaje elevado de desestructuración familiar, pero que resulta de condicionantes más bien ajenos a los tan repetidos anuncios de una crisis de la familia.

    M. es una mujer joven, atractiva, que trabaja en su profesión de manera independiente. Como muchas mujeres que se aproximan a la edad límite de la fecundidad, decidió ser madre aun sin tener una pareja estable. No lo hizo al azar, sino que en su catálogo sentimental eligió al hombre con el que había tenido un compromiso importante y que reunía para ella las mejores condiciones. Él vive en otro país y aunque no ha asumido formalmente ningún vínculo con el niño que ha nacido, lo visita de vez en cuando y mantiene un trato de cordialidad con la madre. El padre de M., que no ha privado a su hija de nada, oficia de padre sustitutivo,

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