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Matices Del Tiempo
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Matices Del Tiempo

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Matices del tiempo, es un relato autobiogrfico ambientado en la Italia fascista de los aos cuarenta, cuando la segunda guerra mundial en pleno desarrollo, creaba, al margen del propio foco blico, una serie de situaciones colaterales involucrando experiencias y emociones extremas y a veces paradjicas que cambiaron u orientaron el pensamiento de los actores ms all de lo convencional. Esta es la historia de una familia romana, que por motivos de seguridad decide separarse y luego de algunas experiencias vividas durante la separacin, logra reunirse y presenciar la liberacin de Roma.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento9 ene 2015
ISBN9781463397913
Matices Del Tiempo
Autor

Gisleno Ciacci

Gisleno Ciacci nació en Roma en 1936. Terminado el liceo, cursó estudios militares en la S.A.U.S.A. de Foliño. Después de la muerte de su madre, emprendió una carrera profesional en el campo de las artes gráficas alcanzando excelentes logros. Emigrado en Venezuela, fundó varias empresas, gráficas, manufactureras y alimentarias, dedicándose paralelamente a la literatura donde encuentran asidero, sus polémicas opiniones. Escribió varios ensayos de acercamiento e investigación llegando a completar su primer trabajo de contenido sicologico-religioso que el mismo, por escrúpulos de conciencia llegó a censurar. El presente trabajo, es una reminiscencia infantil que puede, o no, afianzarlo.

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    Matices Del Tiempo - Gisleno Ciacci

    I

    CAUSAS Y CIRCUNSTANCIAS

    Las cimas de las montañas que se veían a los lejos, dibujaban un encaje blanco en el cielo gris.

    Faltaba poco menos de un mes para el inicio de la primavera y la temperatura seguía tan fría como en Enero. Las ráfagas de viento que azotaban la colina hacían doblar las ramas del zambuco que crecía por doquier y a parte el zumbido del viento no se oía otro sonido. Todo era silencio alrededor, todo parecía inmóvil, estático, como suspendido en el tiempo que había que prolongarse al infinito.

    La casa que dominaba la colina, estaba algo alejada del pueblo y permanecía muda en ese panorama solitario y frío.

    El paso inexorable del tiempo había dejado su huellas. Los manchones oscuros de la humedad rompían la monotonía color mostaza de las paredes formando una innegable fantasía de mapas. En varios puntos el friso se había caído dejando al descubierto los ladrillos rojos de la estructura. Las tejas, oscurecidas por el moho, habían dejado crecer un aterciopelado musgo hasta el pié de la chimenea.

    Era una típica casa campesina, de una sola planta, sencilla y bien proporcionada que orientaba su fachada hacia el este, a treinta metros de la carretera que subía del valle hacia la montaña con un desnivel de cinco metros respeto a la casa. La puerta de madera maciza estaba pintada de verde oscuro y se accedía a ella mediante dos peldaños de piedra algo desgastada por el uso.

    En ambos lados de la puerta se abría una ventana de seis cristales con persianas exteriores y postigos internos. El lado norte estaba reservado a los establos de las reses y ovejas, mientras el gallinero formaba como un apéndice sobresaliente al frente de la cual se erguía en todo el medio de la era, un enorme pajar. Al otro lado del pajar, hacia la derecha y, a la sombra de un techo de tejas, descansaban las carretas, los arados, los yugos, los horcones y todos los utensilios de faena del campo.

    Al fondo, un poco más apartado, un mesón rustico, de madera gruesa y curtida por el tiempo, esperaba paciente la llegada de su rutinaria tarea que empezaba con el inicio de la primavera, seguía todo el verano y terminaba por fin con los primeros fríos de otoño. En todo ese período, los campesinos que regresaban del campo al toque de la Ave María, se sentaban a su alrededor saboreando una generosa jarra de vino que acompañaba una comida frugal y sencilla.

    En la parte posterior de la casa que miraba hacia el oeste, estaba el horno a leña de ladrillos refractarios, un fregadero con agua de pozo y otra puerta que utilizaba Teresa y su familia.

    El lado sur era destinado al almacenamiento de vituallas como trigo, maíz, papas, frijoles, quesos y los productos derivados de la transformación del cochino como jamón, tocino, chorizo etc.

    La carretera, de tierra blanquecina y pedregosa, corría paralela a la casa y desde allí solo podían verse unos cincuenta metros después de superar la cuesta, para desaparecer luego a la izquierda, detrás de los matorrales de avellanas.

    Era poco más que un camino de herradura que terminaba unos tres kilómetros más adelante, en San Donato, un pequeño pueblo agrario apacible y tranquilo que se desempeñaba como centro de acopio de los caseríos circundantes.

    El pequeño cementerio, que anticipaba la entrada al pueblo, con su reja oxidada y siempre abierta, parecía invitar al sosiego que aleaba entre sus cruces torcidas y envejecidas y escuchar sus innumerables historias que cantadas por el viento se perdían en el valle.

    La guerra en curso, hacía de las grandes ciudades un objetivo de importancia estratégica y como tal, sujetas a las consecuencias de su condición. Roma no era la excepción y tuvo que sufrir lo inevitable. El mismo día del desembarco de los aliados en Sicilia, 10 de julio 1943, fue objeto de un bombardeo de octavillas, como parte de la guerra sicológica y de propaganda, previniendo tanto la población, como el enemigo, de lo que estaba por venir. En efecto el 19 de julio, nueve días después, las octavillas fueron sustituidas por bombas.

    Era un esplendoroso lunes de verano que invitaba a la vida y la frescura, cuando cayeron las primeras bombas sobre la ciudad. Eran pocos minutos pasadas las once. A continuación se desencadenó un terrorífico infierno de fuego como nunca se había vivido en esa ciudad. El objetivo era destruir el importante nudo ferrocarrilero de San Lorenzo y los dos aeropuertos de la ciudad, Littorio y Ciampino, para interrumpir las vías de comunicación y abastecimiento de las divisiones alemanas.

    Al bombardeo aéreo participaron cerca de mil aviones que descargaron más de mil toneladas de explosivos, causando 1.400 muertos y 7000 heridos entre la población civil, provocando también incalculables destrozos materiales entre los cuales la destrucción de la Basílica de San Lorenzo.

    Desde ese momento, mi padre solo pensaba a la forma de alejarnos del peligro. Todavía no había pasado un mes de esa fecha, cuando una segunda incursión aérea sobre las urbanizaciones Tiburtino, Appio y Tuscolano, causó más víctimas del anterior, precipitando las decisiones y los preparativos.

    De la consultación con mi madre se convino que el mejor destino, por seguridad y conveniencia, sería Fabriano, una pequeña ciudad medieval de la región Marcas, de la Italia central, donde mi madre vino al mundo en el lejano 1903. Mi padre trabajaba como tipógrafo de primera categoría en una reconocida imprenta de Roma ubicada en Vía Milano donde se editaban un importante diario y un semanal de amplia difusión. La retribución de este trabajo era el único ingreso familiar y por tal motivo se veía obligado a permanecer en Roma con el propósito de visitarnos en cada oportunidad.

    Por otra parte Fabriano, alejada de las grandes vías de comunicación y sin particular interés estratégico militar, parecía el lugar apropiado para mantenerse al margen del conflicto. Desde siempre llevaba una existencia apartada, silenciosa y solo se le conocía por la elaboración de la carne de cerdo a nivel regional y su fábrica de papel a nivel mundial y parecía la más apropiada para huir de la violencia.

    Nadie podía imaginar entonces que también Fabriano se convertiría, por otras razones, en blanco de acciones bélicas, obligándonos a buscar refugio en la campiña circundante, en un caserío de las afuera de San Donato.

    Allí llegamos, una noche de escasa luna, en un birlocho tirado por un par de bueyes, a principios de diciembre.

    Desde los primeros días de permanencia ya teníamos una idea del que nos esperaba.

    El invierno que estaba entrando, se anunciaba particularmente frio, adelantando abundantes nevadas en todos los Apeninos centrales. Sus rigores, acompañados de la escasez de alimentos, hacían la situación muy difícil y en muchos casos dramáticas.

    II

    SALIDA DE ROMA

    Roma, octubre 1943. Aquel día algo insólito se respiraba en el aire. Desayunamos temprano, con pocas palabras y miradas fugaces. Como por tácito acuerdo, nos absteníamos de hacer preguntas, absortos cada quien en su propia mortificación y nerviosismo. Las maletas, apiladas al lado de la puerta esperaban pacientes su nuevo destino. Mi padre estaba nervioso y se asomaba constantemente a la ventana, mientras mi madre se esmeraba en el peinado de mi pequeña hermana. Desde la calle llegó el toque de una bocina. Mi padre se asomó una vez más comentando: -debe ser el autobús, apréstense a salir-. El chofer a una seña de mi padre, empezó a subir las escaleras hasta el cuarto piso para ayudar con las maletas. El edificio de vieja construcción donde vivíamos, no tenía ascensor. Eran cinco pisos de doble escaleras con descanso intermedio y baranda en hierro forjado con pasamano de madera. El chofer, un hombre bajito y regordete, cargó con dos maletas y empezó a descender las escaleras seguido de mi padre que llevaba una maleta y un bulto. Mi madre tardó solo el tiempo necesario para dar el último retoque a la cocina y asegurarse que todo estuviera en orden. La idea del desorden le repugnaba y había acostumbrado mi padre a una atención continua y esmerada. Un último vistazo la serenó y tomando de la mano mi hermanita dijo:

    -vámonos, el autobús está esperando por nosotros. Se persignó y a media voz exclamó: -que Dios nos cuide!-.

    En silencio, bajamos las escaleras hasta el portón. Afuera en la calle, un viejo Bianchi color marrón nos estaba esperando con el motor encendido. Mi padre subió de último y tiró de la puerta, luego se sentó con nosotros al lado de mi madre. Mi hermano se quedó de pié tras el chofer que sin perder tiempo arrancó hacia la estación principal de los trenes.

    Era un pequeño autobús que la editorial utilizaba para el transporte del personal y a pesar del ruido ensordecedor que hacía temer por su estado, cumplió cabalmente su misión llegando en anticipo sobre el horario previsto.

    La estación se veía solitaria. Los soldados alemanes que patrullaban, estaban chequeando la documentación a los escasos civiles que abordaban los trenes sin permitirle bajar otra vez.

    El tren que nos llevaría lejos, descansaba quieto en los rieles y parecía no tener alguna prisa. Todavía faltaban unos pocos minutos y nosotros, en el centro de la acera, intercambiábamos las últimas preguntas y respuestas. La angustia por la separación de mi padre me atormentaba e instintivamente le busque la mano. El momento del embarque llegó casi de sorpresa, el guardatrén con su cantaleta en voz alta, invitaba los últimos pasajeros a abordar el tren mientras dejaba oír la fuerza de su pito. La emoción iba en aumento. Mi padre cumplió con el chequeo de documentos sin mayores problemas y empezó la despedida. Uno a uno nos fue abrazando y besando dejando de última mi pequeña hermana que apretando una muñeca de trapo, no entendía completamente lo que sucedía.

    Yo, acongojado, no podía llorar ni hablar, un remolino de pensamientos me confundían la mente, sufría pasivamente aquel desconcertante evento, con el corazón en tumulto y me sentía encoger por dentro. Me dio gana de orinar.

    Ocupamos un compartimiento vacío y nos asomamos a la ventanilla. Nos quedamos mirándonos, nosotros desde el tren y mi padre desde la acera de la estación, con su paltó marrón y su sombrero achatado. Me pareció más pequeño. Cogía de la mano a mi madre sin hablar, ya no había tiempo. Su cara marcaba una sonrisa, pero sus ojos de un gris verdoso, no se iluminaban, el conflicto de emociones que lo embargaban le cerraban la garganta y le dificultaba la respiración. Era una sonrisa estática, patética, grotesca, sin alegría, era el reflejo de una emoción reprimida.

    La paleta roja del guardatrén se agitó y el silbido desgarrador del tren nos reportó a la realidad. El convoy con un fatigoso suspiro, lentamente se puso en marcha.

    Las manos entrelazadas de mis padres se deslizaron suavemente, yo miraba fijo los ojos de mi padre, tan fuertes, tan reconfortantes, tan familiares, tan míos. Solo hubo silencio. En una mirada intensa, llena de emociones, quedaron atrapados los sentimientos, los deseos y las promesas.

    Su cara se volvió tiesa mientras un brillo súbito apareció en sus ojos.

    Fue la primera y única vez que vi llorar a mi padre.

    Mientras el tren se alejaba ganando velocidad, su figura inmóvil se iba achicando siempre más, hasta desaparecer.

    Otro destino era reservado a las 1.023 personas que ese mismo día, en el gueto judío fueron sacadas de sus casas a las cinco de la mañana y montadas en otro tren, rumbo Auschwitz.

    Era sábado 16 de octubre.

    III

    LLEGADA A FABRIANO

    Mi madre, visiblemente emocionada se soplaba la nariz, no podía proferir palabra. Cerró la puerta del compartimiento y se sentó con mi hermana en su regazo. Yo me acomodé frente a ella, al lado de mi hermano que abrumado por la circunstancia permanecía en silencio, como ausente, con la mirada perdida más allá de la ventanilla

    Al sentirme a su lado, sin voltear la cabeza, pasó su brazo alrededor de mis hombros en un gesto de solidaridad y cariño. Me sentí a gusto.

    El tren avanzaba con rumbo Noreste, a través de la campiña romana en ese soleado día de octubre. Los meses calientes del verano habían quedados atrás y la vegetación en parte seca y quemada por el sol, exhibía todos los matices, del verde al pardo, la vendimia estaba en su apogeo y la temperatura empezaba a declinar. Los arboles que se subseguían unos tras otros, parecían curiosear furtivamente y desaparecían rápidos como fantasmas. Todo alrededor estaba en movimiento.

    Ana María, se quedó dormida al poco tiempo, mientras las primeras montañas del Apeninos Umbro desfilaban lentamente mudando los paisajes en la variada topografía de la región.

    El ritmo monótono del tren marcado por las yuntas de los rieles y el calor del compartimiento, eran soporíferos irresistibles y pudieron más que el duro e incomodo asiento de madera. Poco a la vez ablandaron mi tensión y ofuscaron mi mente, los parpados se hicieron más y más pesados, el cuerpo se relajó y toda resistencia fue inútil, suavemente deslicé en el mundo de los sueños.

    A cada estación, el brusco silencio de la parada me despertaba, el tiempo suficiente para oír la solitaria voz del pregonero que anunciaba el nombre del pueblo y me dormía otra vez.

    En esa época los viajes en tren se hacían larguísimos debido a la reducida velocidad de los convoyes además, en algunas estaciones los trenes tenían que reabastecerse de agua para la caldera y carbón para el horno, pero ejercían siempre una fascinación mixta de aventura y modernidad. Quizás en otra oportunidad lo hubiéramos disfrutados en pleno, pero en esta ocasión las circunstancias del viaje nos tenían apesadumbrados. Teníamos la mortificación de la separación de nuestro padre. Nos estábamos alejando de un sentimiento entrañable, de una apéndice vital.

    Llegados a la estación de Spoleto, después de unas cuantas horas, mi madre preguntó: -¿queréis comer algo? Mi hermano se apresuró a contestar afirmativamente y yo, también. Mi hermanita seguía durmiendo profundamente. Con muchas cautela recostó la niña sobre el asiento sin despertarla y la cubrió con la chaqueta de lana desde la cintura hasta los pies, luego retiró el bulto del maletero de arriba y sacó un envoltorio de papel grasiento color mostaza que contenía varios emparedados. Tomó dos de chicoria con una delgada rebanada de carne frita y una botella de agua con vino y dos vasos de aluminios que apoyó cuidadosamente en la mesita componible pegada a la ventanilla. En ese momento mi hermanita despertó y pidió agua. Para ella le tenía preparada una botella de agua de cebada azucarada, muy refrescante, le llenó un vasito que acompañó con pan y queso fundido diciendo: -toma mi niña que el camino es largo y apenas estamos a la mitad-.

    Ana María jugaba con su muñeca, involucrando mi madre de vez en cuando. Tulio había organizado, con dos papeles de cuadritos numerados, la Batalla Naval y con ese interesante juego, casi sin darnos cuentas, llegamos a Fabriano.

    El día volvía a su fin y las sombras de la noche avanzaban rápidamente. Mi madre nos arropó con esmero y abrochó el cuello del abrigo por encima de la bufanda de lana, luego abrió la ventanilla del compartimiento.

    El tren con un último suspiro, envuelto en una nube de vapor, se detuvo con un escandaloso rechinar de frenos. Asomada a la ventanilla miraba entre los transeúntes tratando de ubicar su hermano Dino que había venido a recibirnos. No hubo que buscar mucho, solo unas pocas personas poblaban la acera de la estación y rápidamente se hizo el contacto visual.

    IV

    EL TIO DINO

    El tío Dino, ya en el eterno descanso, era uno de esos hombres que no terminan de asombrar por la suma de virtudes que poseen. Su sincera y espontanea modestia era solo la primera.

    Pequeño y regordete, siempre atento a las necesidades ajenas, siempre de excelente humor, sabía medir con exactitud cada situación y aportar con sabio realismo la solución más idónea y conveniente. Su generosidad, a veces lo llevaba a complicarse la vida, pero nunca se quejaba ni expresaba arrepentimiento y por encima de todo, a nadie hacía pesar sus buenos oficios ni profería alusiones que pudieran mortificar alguien.

    Su máxima satisfacción consistía en ser útil

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