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El Enigma Del Ibis Sagrado
El Enigma Del Ibis Sagrado
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Libro electrónico268 páginas3 horas

El Enigma Del Ibis Sagrado

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Expone sucesos de un joven arqueo-mdico, quien desafiando las posturas de la arqueologa e historia tradicionales, deja sus investigaciones en Centroamrica y parte a Egipto para indagar los orgenes de las civilizaciones antiguas. De manera fortuita se involucra en la aventura de una bella dama italiana-egipcia, quien averigua los motivos que generaron la dolorosa muerte de su padre y que es perseguida por un grupo fantico de una secta diablica, cuyo lder cree que existe un secreto valioso que la joven oculta. El amor y la investigacin entran en conflicto, entremezclados con el desciframiento de un enigma.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento18 may 2015
ISBN9781506503240
El Enigma Del Ibis Sagrado
Autor

Augusto Molina Zumárraga

Originario del Estado de Yucatán, en la parte mexicana correspondiente al Mundo Maya, se desempeñó en la docencia por 40 años, la mayor parte de ese tiempo recorriendo los caminos y lugares donde habita la población autóctona del área maya. Se ha interesado en la enseñanza de la Historia, tema desarrollado en su tesis en opción al título de Maestro en Educación, cursada en la Universidad Pedagógica Nacional. El discurso histórico y la subjetividad frecuente en la historiografía han cautivado su interés, recomendando siempre el cuestionamiento de la narración del devenir de la humanidad, frecuentemente descrita con poca objetividad y en ocasiones intencionalmente tergiversada, al servicio de intereses de grupo o personales. En el retiro del servicio docente, decidió incursionar en el área de la ficción literaria buscando crear material de lectura que combine historia, recreación y descripción de lugares y culturas remotas.

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    El Enigma Del Ibis Sagrado - Augusto Molina Zumárraga

    Reflexiones ante la muerte

    El desierto es un espacio sugerente donde el hombre, aún sin proponérselo, reflexiona sobre la inmensidad, la soledad y el respeto a la Creación. Es un sentimiento ineludible al percibir la proximidad de algo que supera las fuerzas y la comprensión humanas. Las grandes rocas sin vida y los millares de kilómetros de arenas y piedras hacen un impacto emocional que recuerdan al individuo su pequeñez ante el Universo y su escasa significación ante los abismos del espacio y del tiempo. Sutilmente despierta en el alma del hombre sentimientos de humildad, sumisión y subordinación al destino y al arcano, a la inescrutable voluntad divina y al misterio.

    Esta área del Sahara pertenece a Egipto, y forma parte del Desierto Occidental. Se denomina depresión de Qattara y representa un gigantesco espacio de arena y rocas. Se dice que años atrás fuera un vergel con flora y fauna abundante. Ahora es un sitio donde la vida se hace precaria, sin más esperanza para el viajero extraviado que no es asistido pronto, que una horrible muerte.

    La arena presentaba matices en colores amarillos y pardos al medio día. En tanto, los cielos del desierto establecían un contraste con su azul intenso. Los despejados espacios dejaban pasar esos rayos solares inmisericordes, que someten a los seres vivos a un anticipo de lo que pudiera ser el infierno. El silencio sólo se interrumpe por el viento que produce tristes lamentos que los habitantes del Sahara aseguran son llanto de las madres cuyos hijos han muerto en el desierto. En las riberas del Nilo, han pensado también que pudieran ser almas de faraones que reclaman el olvido. El maltrecho italiano Ángelo Rafaelli inicialmente parecía abstraído en sus reflexiones sin percatarse de la gravedad de su situación.

    Corría el año de 1942 cuando los bombarderos atronaron sobre el pequeño convoy italiano que retrocedía ante el empuje de las fuerzas británicas al mando del comandante recién enviado a la guerra en Egipto, Gral. Bernard Law Montgómery. El conflicto en África del Norte, comenzaba a definirse y el ejército ítalo-alemán sufría con tristeza el sombrío espectro de la derrota.

    Como ángeles de la muerte, los aviones británicos atronaron el silencio en el desierto, aturdiendo a los ya despavoridos hombres. Una lluvia de bombas destruyó vehículos y equipo a las fuerzas del Eje. El ataque fue tan sorpresivo que muchos soldados no supieron la causa de su muerte, así como algunos pocos, menos afortunados, quedaron gimiendo en lastimosa agonía. El destrozo fue tal que los vehículos quedaron convertidos en humeante chatarra. En la región entre El Alamein y la depresión de Qattara, lejos de cualquier ayuda, pasado el rápido, pero eficiente bombardeo, el ambiente nuevamente quedó en silencio, salvo por los quejidos de los moribundos, que poco a poco dejaron sólo al teniente Ángelo Rafaelli.

    Nunca pensó el teniente Rafaelli encontrar un trágico desenlace con tan poca heroicidad. La muerte se había llevado a quienes en unos minutos antes entreveían el final del cruento conflicto en este infierno de arena, que aunque signado por la derrota, representaba el ansiado regreso al hogar, a las cariñosas manos de madres y esposas. A las alegres risas de los hijos. A los lugares románticos de Nápoles, Roma, Florencia, Sicilia, entonces también amagados por los vientos de guerra…La guerra había puesto fin a sus ilusiones y ahora a sus existencias. Sus cuerpos podrían ser ahora desecados en el desierto. Con tristeza pensaba Rafaelli que también él podría muy pronto seguir a sus compañeros, con la diferencia que por estar vivo, mayor sería su agonía en el desolador panorama. Sin embargo, se regocijaba por la leve esperanza de aún estar vivo. Se aferraba a ella.

    Al partir de su amada Toscana casi dos años atrás, Ángelo fue reclutado por las tropas italianas, y el florentino pensaba entonces que habría de morir heroicamente en aras del nacionalismo o regresar triunfante por el engrandecimiento de su patria. Entonces estaba entusiasmado con las ideas de una Italia fascista que generaría progreso y desarrollo para los habitantes de la república italiana. El periódico Il popolo d’Italia era entonces su inspiración habitual. Desde su infancia escuchaba que Mussolini pugnaba por un estado autoritario y por reintegrar el orden habitual. Seducción, imaginación y exposición persuasiva convencerían de su causa al joven Rafaelli, como a muchos hombres jóvenes de su patria. El tiempo habría de hacerle lamentar su anterior apasionamiento.

    Ahora el dolor de su destrozada pierna le hacía difícil comprender su situación. El desesperanzador territorio estaba únicamente constituido por arena y rocas, ahora interrumpido por algunos vehículos ardiendo con sus ocupantes yacentes en ellos y a su alrededor. En su mayoría muertos y otros gravemente heridos. Él era de los menos lesionados, pero al paso del tiempo, esto no le hacía albergar mayor esperanza. El calor abrasador no ofrecía ninguna ilusión a Rafaelli, y la sed empezaba a obligarlo a buscar agua entre las cantimploras casi vacías de sus fallecidos compañeros de infortunio.

    Recordaba como la neutralidad inicial de Italia cedió a las presiones de la gran conflagración y en 1940, el ejército italiano entraría en la II Guerra Mundial. A fin de cuentas, Mussolini había asegurado que se trataba de un alegre y glorioso paseo triunfal, un simple antecedente que abriría el paso a las futuras conversaciones tras la caída de África del Norte. Pensaba el obeso dictador que la muerte de sus compatriotas que serían por cierto varios millares, serían el patriótico sacrificio por el engrandecimiento de su patria. El expansionismo cegaba la piedad y el respeto por las vidas sus soldados. Dos años después sería palmaria la equivocación del duce, al observarse la destrucción de numerosos soldados de Italia, y la próxima derrota final se anunciaba con la inminente perdida italaliana, no obstante el ingreso en apoyo del ejército germano en la guerra por el norte africano.

    El inicio de la guerra parecía ser favorable a las fuerzas italianas, superaban los efectivos transportados a Libia (250 000 soldados italianos contra apenas 36 000 británicos). Esperaban marchar sin grandes dificultades hasta Suez, con gran entusiasmo y patriótico fervor. Pensaban que simularían un torrente marcial imparable que arroyaba todo a su paso y que se apoderaría fácilmente de la situación en África Norte. Llevaban en retaguardia camiones cargados con enormes esculturas que serían, pensaban, monumentos a sus grandiosos triunfos en las batallas.

    Pronto sufrieron los primeros rigores del desierto y comprendieron que su empresa no sería fácil. El ejército no tenía ni la preparación ni el equipo adecuado a la ruda marcha en el desierto rocoso y caliente. Sus tanques se rompían, las llantas de los camiones se cortaban en los filosos cantos del desierto. La moral de la tropa resultó aún más frágil, y la comprensión de luchar en una guerra que ahora consideraban ajena, lejana de casa y vista como un capricho expansionista y poco prudente de sus altos mandos, inició a minar la voluntad de los italianos.

    La movilidad y la superioridad estratégica británica iniciaron una contraofensiva veloz y certera. Los anticuados desplantes de marcialidad, que antes hicieran parecer la marcha italiana un desfile militar, más propio de una festividad que de una guerra, se vieron sustituidos por una precipitada retirada, ante las descargas británicas de proyectiles que sin piedad diezmaban la tropa.

    La guerra había consumido millares de patriotas italianos. Los contrarios únicamente sufrían ahora daños menores. Italia envió numerosos soldados, en tanto Gran Bretaña hacía lo propio con soldados ingleses y miembros de sus dominios territoriales. Si bien entrada del ejército alemán, enviado por el Adolfo Hitler movió en varias ocasiones la balanza de la victoria. Los esfuerzos del hombre valiente y temerario, ágil, furtivo y calculador en los combates, Gral. Erwin Rommel, estuvieron a punto de lograr el triunfo, pero los reveses de la guerra llevaron a las fuerzas del Africa Korps al desastre y a la humillación. La alternancia en el control de la guerra ahora con los bombardeos y refuerzos británicos parecía definirse. Los tanques Sherman americanos hicieron acto de presencia y demostraron superioridad ante las desgastadas fuerzas de los Panzer IV, deteriorados y sin combustible suficiente. El comando alemán no respondía adecuadamente a la situación, ocupado en otras empresas militares, y los suministros fueron cada vez más insuficientes. La guerra mal administrada y dirigida, parecía enviar a los invasores alemanes y a sus asociados, al desastre.

    Al final de la contienda, era abrumadora la superioridad en hombres y recursos británicos, y habría que añadir que los británicos se habían convertido en los dueños del aire. El cañoneo y los bombardeos de la RAF (Real Fuerza Aérea) británica cerraron el cuadro destructor.

    No existía para el atribulado Rafaelli esperanza de encontrar cerca protección y asistencia. En el Sahara, absolutamente no existe agua ni flora para subsistir, salvo en los oasis. El que consideraba más próximo, el de Siwa, distaba unos dos centenares de kilómetros hacia el suroeste. Acertar en esa dirección era dudoso, sobrevivir la caminata con una pierna destrozada, imposible. Tampoco le resultaba factible alcanzar la costa del mar Mediterráneo. En sus condiciones, para avanzar él podría únicamente resistir unos centenares de metros.

    Una remota posibilidad podría ser encontrar auxilio de alguna caravana beduina, de las que se internaban por los áridos desiertos. Un buen recurso de transporte en estas regiones son los dromedarios, nobles bestias que los viajeros del desierto consideran un regalo del cielo. Por siglos fueron preferidos por los nómadas. Lentos en la marcha, pero muy resistentes a los rigores del desierto. De ser socorrido por algunos viajeros beduinos, Rafaelli podría haber sido salvado; pero ante los peligros de las batallas, los grupos nómadas se mantenían alejados de los riesgos de la contienda, de esa guerra que nunca consideraron suya, dada su proverbial independencia. Amargamente recordó que ciertas especies de la fauna saharaui que soportan bien la aridez de la zona, son los escorpiones, las víboras cornudas y las cobras.

    Pasadas unas horas a la sombra de los retorcidos vehículos, las moscas acudieron. El olor de las heridas y la sangre atrajeron cientos de ellas ¿de dónde saldrían? Constituye un misterio como infaliblemente estos detestables insectos aparecen en pleno desierto, apenas se da la presencia de materia orgánica sin vida. Suelen portar bacterias que causaban estragos durante la guerra, enfermando a los europeos de ambos bandos y haciendo difícil su estancia en los campamentos.

    - Tengo que buscar un sitio menos infeccioso donde esperar - pensó, amargamente y se preguntó si tendría realmente algo que esperar. Lo más probable moriría y su cuerpo sería calcinado por el inclemente astro rey.

    Sin embargo sólo quedaba aguardar hasta la llegada de la casi segura muerte, o quizá un milagroso rescate de sus compañeros o caer prisionero ante los británicos. Amargamente estas dos últimas posibilidades consideraba Ángelo muy remotas. Sin embargo, no se abandonaría, lucharía por sobrevivir, no obstante las adversidades agobiantes, Rafaelli se aferró a la vida, a la esperanza…

    Con un fusil inservible como muleta, el avance hacia una pequeña formación rocosa a unos 800 metros de distancia fue lento y doloroso. La roca sobresalía en la planicie de arena, mostrando su forma algo cónica. El recorrido fue un vía crucis de dolor, bajo el sol del atardecer menos crudo que antes, pero siempre agotador. La herida no lucía bien, el calor corporal aumentaba vertiginosamente, los síntomas de la infección hacían más difícil el andar. Las horas acostado junto a los residuos de su retorcido camión iniciaban a mostrar claras señales de insolación: piel seca, sin sudor y ni salivación. En su mente reinaba la confusión y en su ánimo el miedo. Sus manos temblaban por momentos y en sus oídos escuchaba extraños rumores y voces fantasmales. Sin clara percepción de lo real y lo imaginario, trato de desechar las consejas del desierto y continuó de manera casi inconsciente, palmo a palmo, centímetro a centímetro.

    Al pie de la roca de forma cónica, inició una excavación para que le sirviera de refugio. Poco a poco fue surgiendo una cavidad oculta por la arena. Una pequeña cueva se abrió. Se arrastró trabajosamente, entró aunque apenas daba cabida a su cuerpo. Asentó en ella sus apreciadas pertenencias, que llevaba en una mochila de campaña: una brújula, una Biblia con pastas de marfil, una pluma, una cantimplora con la poca agua rescatada del convoy, una pequeña lámpara. Desatados los zapatos, aflojada la camisa, solo quedaba orar y esperar…

    Con la caída de la noche la temperatura bajo, y se impuso en el soldado un sentimiento de incertidumbre y abandono. La oración y la lectura de la Biblia agotaron sus energías y el debilitado Ángelo cedió al sopor. En alas de los sueños, surgieron los paisajes verdes y floreados de su lejana patria. Se vio nuevamente en Florencia y sus tranquilas calles, el Baptisterio de San Giovanni, la catedral Sta. María del Fiore, la Plaza de la Signoria…Imaginaba las voces de su madre anciana hablándole, también escuchaba a su esposa y las risas de sus hijos que parecían llegarle con sorprendente claridad.

    Iniciado el amanecer, un nuevo momento de lucidez le permitió observar el piso demasiado duro, demasiado plano. Limpiando la arena, encontró una lápida labrada. En tan recóndito lugar le causó extrañeza y un inexplicable temor invadió su espíritu. Sus oídos percibían con mayor claridad sonidos espantosos y su pensamiento fue invadido por cierta premonición alarmante. Tratando de evitar el pánico, observó en la piedra el dibujo labrado de un hombre con cabeza de ibis, ave muy común en el Nilo. Impactaba también la adusta mirada de unos monos babuinos… Sin otro lugar para anotar lo que miraba, decidió hacerlo en su Biblia sin saber realmente la finalidad de hacerlo. Escribía en los bordes inferiores de las páginas de la pequeña Biblia que llevaba apenas unas palabras en cada hoja. También anotó una delineación que pudiera quizá ayudar a una persona a encontrar el lugar. El esfuerzo le hizo perder el conocimiento y su mente reinició a desvariar. Sintió extrañas presencias sin verlas, sólo las intuía con extraña claridad.

    Un viento lúgubre empezó a sentirse y la arena entraba por la pequeña abertura de la cueva. Al amanecer, Rafaelli se arrastró hacia el exterior, escuchando voces que inicialmente pensó fantasmales. ¿Los espíritus del desierto podrían cobrar venganza por su descubrimiento? Temeroso de ser enterrado en su refugio, salió y escuchó voces en árabe y en inglés. Alguien le tocaba sin que él pudiera verle. Pretendieron que soltara la Biblia, en sus manos fuertemente asida. El apretaba con más fuerza a cada intento de quitársela. Una voz de acento militar ordenó en inglés que se le traslade al camión de apoyo médico y que se le permita llevar el libro con él. Ángelo lloraba incontenible. Después ya no supo más…

    Paseando por Viareggio

    El azul intenso del mar tranquilo contrastaba con la bulliciosa población de Viareggio, en la bella provincia de Lucca, en la región Toscana. Las amas de casa con algunos niños recorrían en ambos sentidos los caminos al puerto comprando productos del mar a los pescadores que los descargaban recién capturados, entre bulliciosos saludos, comentarios y anécdotas de lo cotidiano. No obstante que ahora es un puerto influenciado por el turismo, no ha perdido sus características provincianas y la naturaleza afable de sus habitantes es vergel de alegría, aún en el materialismo propio del nuevo siglo.

    Contrastaba la algarabía del puerto con la discreta presencia de Paolo Ébani, que marchaba con silencioso paso y sin fijar demasiada atención al bullicio de los numerosos viandantes que lo rebasaban o esquivaban con agilidad. Sus reflexiones le acaparaban la atención, restándole sus capacidades de percibir los gritos que daban los pescadores al ejecutar su tarea, los ruidos de las grúas y vehículos del palpitante puerto. Sus recuerdos le transportaban a las variadas experiencias vividas en el pasado: unas sumamente gratas, pero las últimas realmente aterradoras.

    Su mirada se dirigía al horizonte del mar, el azul de sus aguas recordaba las aguas vistas en las costas de Alejandría. Las personas que lo vieron regresar del África del Norte, no reconocieron inicialmente a Paolo. El siempre jubiloso y radiante joven que partiera en los años 70 a trabajar en empresa turística en El Cairo, no guardaba congruencia con el desolado y meditabundo personaje que regresaba de su ausencia. Pareciera que parte de él se hubiera perdido para siempre, flotando en las aguas del río Nilo o vagando en las arenas candentes del desierto sahariano.

    Ébani caminaba por las calles de la ciudad con la vista perdida en la lejanía y la mente en el pasado reciente. Para él, los demonios del desierto seguían presentes y recibía avisos que le exigían volver al destierro voluntario en Egipto y enfrentar los ángeles rebeldes que le perseguían. ¿Por qué siempre lo hostigaban sin piedad? El haber descubierto cosas inimaginables entre los enigmáticos vestigios anteriores a la cultura egipcio faraónica, creía que aproximaban al saber fundamental, al origen de las ciencias, el acceso al poder ilimitado. Pero una tumultuosa presencia de seres inquisitivos le reprochaba el descubrir lo escondido por milenios en lo esotérico y místico. Le exigían guardar silencio, o en represalia, sufrir las dolorosas consecuencias de su falta de discreción.

    Sentía en lo profundo haber abierto un pasaje a lo oscuro y haber liberado algo perverso y ominoso. Presentía ser víctima de una terrible maldición al haber obtenido conocimientos guardados por milenios. Por momentos, pensaba ser víctima de un incontrolable desvarío, que lo conducía a demencia paranoica, y lo sumergía en un delirio inevitable. Pero los murmullos, las sombras amenazantes y la sensación acosadora de sentirse perseguido los convencían, contra toda razón, de ser víctima de una real y clara amenaza.

    Al pasar por un jardín público, Paolo casi no percibió la presencia de su amigo Carlo Alesio, su compañero de escuela y vecino de este lugar donde vieron crecer sus cuerpos y desarrollaron sus almas. Con esmerada atención y claro afecto, Carlo habló a su amigo tratando de rescatarlo de su ensimismamiento profundo. Con algo más de 60 años de edad, Paolo aparentaba ser más viejo por sus encanecidos cabellos, por su piel curtida por el sol, pero sobre todo por su abandono y angustioso silencio. Sus amigos de infancia y juventud comentaban frecuentemente la situación dolorosa de ver a quien consideraban como un hermano en la juventud, ahora esquivo y taciturno.

    Reunidos finalmente los dos amigos se acomodaron en un café modesto pero confortable. Un amigo es un tesoro reza un proverbio, es alguien en quien confiar las cuitas de la vida. Pero Paolo, sin desestimar el gesto amistoso de Alesio, temía abrir su corazón y divulgar sus sufrimientos. Las pocas personas que antes le escucharan inicialmente le enviaban con psiquiatras y sacerdotes. No ocultaban, no obstante sus loables intentos, sus dudas sobre la cordura e integridad mental de su amigo Paolo, quien percibía sus buenas intenciones, más comprendía bondadosamente sus desacuerdos sobre su compleja situación.

    De las miserias suele ser alivio la compañía. La presencia del amigo reconfortó aunque sea unos instantes el espíritu doliente y las palabras fluyeron con cautela y reserva. Paolo no se atrevía a comprometer a su amigo en su dramática existencia y simplemente expresó:

    -Comprende, amigo Alesio, mi dolor. Durante el tiempo que estuve ausente descubrí cosas inverosímiles, portentosos conocimientos y tuve accesos a lo oculto, -no percibió Paulo la incredulidad y escepticismo de su amigo- el pueblo del desierto y los señores del Nilo me ayudaron, me aceptaron y creyeron en mí. Me hice como uno de ellos y adopté sus costumbres y su religión. Fueron mi familia y encontré entre ellos el amor por una bella nativa del desierto, que no sin cierta resistencia por mis orígenes forasteros, me fue entregada en nupcias.

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