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Que la luz no te ciegue.
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Libro electrónico478 páginas6 horas

Que la luz no te ciegue.

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Que la luz no te ciegue es una novela de aventuras que reflexiona sobre la ciencia, la religión, el mundo de la investigación, los orígenes del ser humano y el fana­tismo de ciertos grupos sociales. Javier, fotógrafo de prensa; dedica su vida a su familia y a su trabajo, pero un correo electrónico y el encuentro con el remiten­te cambiará su vida para siempre. Se verá envuelto en una búsqueda muy personal que lo sumergirá en un mundo lleno de grandes enigmas, secretos mile­narios y fuertes emociones, donde la muerte y la contradicción entre ciencia y religión sobre el origen deI hombre impregnan cada pensamiento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 dic 2023
ISBN9788412775846
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    Que la luz no te ciegue. - Domingo Arranz

    PRIMERA PARTE

    EL LEGADO DEL PASADO

    Entre la verdad y la mentira,

    de la realidad a la ficción,

    solo hay un paso.

    ¿Cómo podemos asegurar que la información que nos llega sobre los acontecimientos pasados es la verdad si la percepción de un mismo suceso es diferente para cada persona que lo vive, debido a la comprensión e interpretación que de él haga, influenciada y mediatizada por pautas culturales, religiosas, políticas o sociales?

    Capítulo 1

    Jerusalén

    Nueve años antes

    —¡No me creo que se haya perdido un manuscrito! Resulta evidente que uno de los investigadores lo ha sustraído. Quiero una relación de todo el personal que está participando en la excavación en mi mesa cuanto antes. Y un informe con vuestras sospechas sobre quién ha sido el responsable de su desaparición ¡Tenéis hasta esta noche para averiguarlo!

    El hombre que gritaba a las puertas de la cueva 12 de Qumrán, en un desolado paraje sobre riscos de arenisca a orillas de mar Muerto, había dejado claro que no aceptaría que su orden se cuestionara. De estatura baja, castaño, cara afilada, nariz pronunciada y pinta de intelectual, aquel enérgico sujeto tenía una personalidad arrolladora. Y, a juzgar por la expresión de su rostro y forma de hablar, estaba más que acostumbrado a mandar. Su simple presencia, aun con su ligero problema de pronunciación, como si tiempo atrás hubiera tenido un trastorno de lenguaje, imponía temor.

    Se hacía llamar Hubbard.

    Un joven árabe alto, de ojos y cabello negro y complexión atlética, de nombre Maalouf Zuhair, lo escuchaba, acompañado de otro hombre exquisitamente refinado, culto y de aspecto occidental, con el cabello blanco peinado hacia atrás, llamado Carlo.

    En la cueva 12 de Qumrán, escondidos en nichos y en una serie de vasijas de barro, habían hallado doscientos cincuenta y cinco manuscritos en hebreo antiguo. Estos textos, pertenecientes a la comunidad esenia, también llamada «Hijos de la luz», tenían una antigüedad de unos cinco mil años.

    Dos días más tarde de su hallazgo, al agruparlos para enviarlos a la sede de la entidad que financiaba el proyecto, detectaron que faltaba uno. Los contaron varias veces, pero la cifra seguía siendo la misma: tan solo había doscientos cincuenta y cuatro.

    Alguien, aun a sabiendas de los riesgos que corría ante el valor de la información que contenía el manuscrito, todo un hito en la investigación arqueológica, y previendo lo que vendría más tarde, había decidido que aquel manuscrito no debía ir a parar, bajo ningún concepto, a la Religions World Unity.

    Al día siguiente de la sustracción del texto, la RWU, que había financiado la investigación, publicó el hallazgo, pero dio una versión muy diferente de los hechos, tal y como había vaticinado la persona que sustrajo el manuscrito: el comunicado enviado a los medios de comunicación indicaba que el hallazgo no había cumplido las expectativas.

    —«En la cueva 12 no ha aparecido ningún manuscrito, a diferencia de las otras once cuevas de Qumrán, en las que se han llegado a encontrar novecientos setenta y dos rollos o manuscritos redactados en hebreo y arameo, entre los que se hallan los textos bíblicos más antiguos hasta ahora conocidos. Las vasijas que se han encontrado en la cueva número 12 estaban vacías y, algunas de ellas, rotas. Alguien (saqueadores, ladrones o algún pobre diablo inducido por coleccionistas) se nos ha adelantado» —dijeron los responsables de prensa.

    Anochecía cuando Maalouf Zuhair y su acompañante llegaban a la puerta de una casa baja, sucia y vieja en el barrio ultraortodoxo Mea Shearim; el barrio de los judíos Haredim o jaredíes. Allí esperaba la persona que les había ordenado que averiguaran quién estaba tras la desaparición del manuscrito.

    —¿Y bien? —preguntó Hubbard sin darles un respiro.

    —De momento, no hemos averiguado el paradero del manuscrito —respondió Maalouf— ni quién puede estar detrás de su desaparición.

    —Nadie sabe ni ha visto nada —añadió, no sin temor, el acompañante de Maalouf, mientas alargaba el brazo hacia Hubbard y le entregaba un folio doblado—. Aquí tienes la lista que nos encargaste.

    Tras ojearla rápidamente, Hubbard estalló en cólera.

    —¡Maldita sea! ¿Cómo habéis dejado que esto ocurra? ¡¿Por qué hay un investigador de la UNESCO en nuestro proyecto?!

    Ninguno sabía justificar lo ocurrido.

    —Ni idea. No es a mí a quien corresponde seleccionar al equipo —señaló Maalouf.

    —Soy consciente. No te preguntaba a ti.

    —¡Es mi culpa! —interrumpió Carlo en un perfecto inglés con acento italiano—. Nunca pensé que algo así podía ocurrir. Lo contraté porque su ayuda era vital para localizar la cueva. Además, creí tenerlo controlado en todo momento, con la ayuda de otro de nuestros investigadores, a quien ordené que no lo perdiera de vista.

    —¡Basta de lamentaciones! —gritó Hubbard—. Ya da igual. Tenemos que solucionarlo. ¿Creéis que él ha podido sustraer el manuscrito?

    —Es muy probable, ahora que lo dices. Dudo que alguien más del equipo haya robado el texto —agregó Maalouf—. Todos los demás pertenecen a la organización o son religiosos.

    —Estoy totalmente de acuerdo con la suposición de Maalouf —respondió Carlo.

    —¿Qué hacemos ahora? —preguntó el árabe.

    —¡Mal asunto! Estamos hablando de personal perteneciente a un organismo internacional. Esto puede tener repercusiones —argumentó Hubbard, visiblemente cabreado.

    Tras tomarse unos segundos más para meditar, añadió:

    —¡Está bien! No tenemos más alternativas. ¡Interrogadlo! Que os diga dónde ha escondido el manuscrito y sacadle toda la información que podáis: ¿por qué lo ha hecho?, y ¿para quién? Maalouf, te harás cargo del interrogatorio. ¡Después, silenciadlo! —ordenó Hubbard con frialdad.

    —Así lo haré —aceptó Maalouf, dejando entrever una pequeña cicatriz en su mejilla izquierda, semioculta por una barba recortada—. Como siempre, procuraré que no puedan relacionarlo con nosotros —terminó diciendo mientras su acompañante esbozaba una sonrisa maliciosa.

    Maalouf parecía un hombre frágil, pero no lo era. Más bien era distante, frío, calculador, y podía llegar a ser terriblemente violento, para nada psicópata.

    Veinticuatro horas después, la directora de la UNESCO, Waleska Prakova, expresaba su consternación por la manera brutal en que había muerto un investigador de su organización, el arqueólogo jordano Asher al-Asaad, responsable por la Organización de las Naciones Unidas del cuidado de los tesoros de la antigüedad inscritos en la lista del Patrimonio Mundial que atesoraba Oriente Medio. El asesinato, según la señora Prakova, había tenido lugar en la ciudad de Palmira, en Siria, durante uno de los fugaces desplazamientos que el arqueólogo solía hacer por las zonas arqueológicas de Oriente Medio.

    —Estoy triste e indignada por el brutal asesinato de un gran valedor de la cultura y la investigación —reconoció Waleska Prakova. Aquella mujer mantenía el tipo como podía. No en vano conocía al investigador asesinado—. Asher al-Asaad era un hombre bueno y un gran profesional —añadió—, y su única preocupación fue salvaguardar los grandes tesoros de esta ciudad, crisol de culturas, y del resto de joyas arqueológicas de Oriente Medio. Sus asesinos lo mataron por eso mismo: por proteger lo que los fanáticos del ISIS odiaban: la cultura. Estos fanáticos han asesinado a un gran hombre, pero nunca podrán silenciar su trabajo.

    Según los despachos de prensa que circulaban ese día por embajadas de distintos países occidentales, el investigador Asher al-Asaad había sido decapitado por el ISIS y, su cuerpo, colgado de una grúa. Dichas informaciones indicaban que el arqueólogo, de sesenta años, habría sido secuestrado horas antes por este grupo terrorista.

    A la misma hora que la directora de la UNESCO anunciaba la muerte de Asher al-Asaad, tres hombres se reunían de nuevo en la casa de la calle Akkadian, en el barrio judío Mea Shearim, a pocos minutos a pie de la Puerta de Damasco, en Jerusalén.

    —¡¿Y bien?! —preguntó de forma enérgica Hubbard.

    —¡Objetivo cumplido! —respondió Maalouf—. No hemos podido localizar el manuscrito, pero al menos este tipo no podrá contar nada de lo que se dice en él.

    —¡Bien, problema solucionado! Por cierto, Maalouf, has hecho un buen trabajo desviando la atención hacia el ISIS. Nunca podrán asociarnos con esta muerte. No creo que a ellos les importe que hayamos reclamado la autoría de la muerte del investigador en su nombre. Es más, seguro que estarán encantados. Esto les dará mayor notoriedad y reputación, al ser un investigador que trabajaba para un organismo internacional.

    —¡Gracias, Hubbard! Me tomo mi trabajo muy en serio. Mi implicación con la organización es absoluta. Daría mi vida por nuestros ideales.

    Maalouf y su acompañante contaron cómo habían llevado a cabo el secuestro y asesinato del investigador hasta que Hubbard los interrumpió; le había surgido una duda tras escucharlos…

    —Me cuesta creer que el investigador no soltara prenda tras el brutal interrogatorio al que lo sometisteis. Cabe la posibilidad de que estuvierais equivocados y él no fuera el autor del robo, ¡¿no creéis?! —dijo, torciendo la cabeza con gesto de desaprobación, sin ocultar su ira. Maalouf y su acompañante se quedaron de piedra ante la insinuación—. ¡Señores! Esto no ha terminado —concluyó Hubbard—, la búsqueda del manuscrito debe continuar hasta verlo en nuestro poder. ¡¿Queda claro?!

    Capítulo 2

    La carta

    15 de diciembre de 2019. En la actualidad

    —¡Atención! ¡Motor! —gritó el ayudante de dirección.

    Actores y equipo técnico iban de un lado a otro en el set de rodaje, siguiendo sus órdenes. Lucía, la foto fija, se movía buscando un lugar desde donde realizar su trabajo sin molestar, pero con la visión suficiente para recoger con su cámara los mejores momentos del rodaje, así como cualquier otro detalle interesante para el making-off.

    Lucía era una jovencita morena, menuda, con el cabello castaño y gran expresividad en los ojos; creativa, con carácter y muy tenaz, como su madre, y rebelde, impulsiva y apasionada, como su padre. Contaba veintiséis años y se dedicaba a la foto fija, aunque su verdadera pasión era la fotografía social y el reportaje. Pero esto apenas daba para vivir. Su otra pasión: su compromiso en defensa de los inmigrantes, el medio ambiente y los animales, que le había llevado en más de una ocasión a participar con una ONG en actuaciones de denuncia y protesta.

    Su amor por la fotografía le venía de su padre, Javier Echeverría, periodista gráfico. Desde bien pequeña le había encantado trastear con las cámaras. Aquellos momentos la llevaron a seguir los pasos de su progenitor y dedicarse a la fotografía profesional. Así lo había reconocido en alguna de las entrevistas que le habían hecho a raíz del éxito alcanzado por alguna de las películas y series en las que había participado.

    Eran las seis de la tarde. La jornada de rodaje había sido larga y dura. La serie estaba producida por una gran plataforma estadounidense reconocida a nivel internacional y la exigencia era absoluta.

    Agotada y helada, Lucía, después de despedirse de los compañeros, recogió el equipo y salió disparada para su casa. Ardía en deseos de cenar y tumbarse bajo una mantita en el sofá.

    La tarde era lluviosa; grandes nubarrones cubrían el cielo de un intenso gris oscuro, al tiempo que una cortina de agua golpeaba de forma incesante y repetitiva el asfalto.

    Intentando protegerse de la tempestad, Lucía se puso la mochila con el material de trabajo en el pecho y, cubriéndola con los brazos y el cuerpo, corrió hasta refugiarse en el interior de la marquesina para aguardar la llegada del autobús. Tras esperar más de lo acostumbrado, y viendo el caos del tráfico y el atasco monumental que se había formado, como cada vez que llovía en Madrid, se acercó hasta la boca de metro más cercana.

    A merced de la lluvia, corrió por la acera, sorteando un charco tras otro. El olor a tierra y asfalto mojado que flotaba en el ambiente era embriagador. Llevaba mucho tiempo sin llover en Madrid de esa manera.

    Lucía vivía cerca de la plaza de toros de Las Ventas, en un pequeño ático de la Avenida de los Toreros distribuido en dos plantas. En la parte baja, un pequeño salón, un baño y una pequeña cocina. En la parte superior, una habitación abuhardillada y otro baño.

    Pero lo mejor de la casa eran sus dos terrazas: una totalmente acristalada, de unos quince metros cuadrados, y otra, exterior, llena de plantas, de unos veinticinco. En estas terrazas, Lucía pasaba sus horas trabajando o descansando, ya fuera invierno o verano.

    Subió a su habitación para cambiarse de ropa. Necesitaba ponerse algo seco cuanto antes. Momentos después descendió los diez escalones que la separaban de la planta baja para dirigirse a la terraza acristalada.

    El equipo no había sufrido con la lluvia; estaba seco gracias a que la mochila era impermeable. Tomó las tarjetas de memoria y volcó su contenido en el ordenador y en un par de discos duros, creando una doble copia de seguridad de todo el material conseguido en el día. Con la tranquilidad que le daba tener varias copias, mandó un correo electrónico a la central de la productora en Estados Unidos, adjuntando todo lo fotografiado en el largo día de rodaje, conforme a lo que habían pactado.

    Atraída por el golpeteo de la lluvia en los cristales, caminó hasta el ventanal de la terraza, desde donde divisaba los tejados de las casas colindantes. Empujada por un deseo irrefrenable, extendió el índice y lo deslizó por la húmeda superficie, garabateando trazados incoherentes. La condensación transformaba los trazos en gotas de agua que se deslizaban cristal abajo; primero una, después otra… Los surcos que dejaban en su loca carrera anegaron su mente, una vez más, dejándola sumida en el recuerdo…

    Cogida en los brazos de su madre, se acercaron a la ventana. Tessa tomó el índice de Lucía y pintarrajearon sobre la capa de vaho que se depositaba en los cristales. Una sensación cautivadora de serenidad se apoderaba de la niña tras el contacto de su dedo con la superficie. Su mirada limpia y directa reía viendo aquellas gotas correr por el cristal, mientras su madre la sostenía con ternura.

    Podía oler su aroma y sentirla rodeando su cuerpo, mientras sus mejillas acariciaban las suyas. Llegó a sentir a su madre como si estuviese allí mismo, a su lado…

    Aquellos recuerdos se desvanecieron como un castillo de naipes derribado cuando Lucía retornó a la cruda realidad.

    «¡Maldita noche! ¿Una pequeña distracción? ¿Un descuido? ¡Qué más da el motivo! ¡Ya todo da igual! Ella está muerta de todos modos».

    Los recuerdos irrumpían en su cabeza sin que pudiera evitarlo, llenándola de pesar. Lucía quería a su madre con locura, y su trágica muerte había dejado un vacío imposible de llenar.

    Cinco años después de la desaparición del manuscrito en la cueva 12 de Qumrán, Tessa regresaba en coche desde Burgos.

    Llevaba varias semanas sin aparecer por casa. El trabajo en los yacimientos de Atapuerca, concretamente en la Sima de los Huesos, la había tenido ocupada. Tessa Muñoz Jiménez, una de las mejores paleoantropólogas a nivel mundial, había vuelto a formar parte destacada del importante equipo investigador.

    Había participado anteriormente en un proyecto semejante como personal investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. En los dieciséis años que Tessa había trabajado en Atapuerca, desde 1991, había sido copartícipe de los hallazgos en la Gran Dolina y en la Sima de los Huesos, datados en más de novecientos mil años, de instrumentos y herramientas, así como una gran acumulación de restos humanos de, al menos, veintiocho individuos distintos. También de una docena de cráneos, entre ellos, el famoso cráneo número 5, de un Homo Heidelbergensis, bautizado como Miguelón. Pero había sido en 2007, en la Sima del Elefante, en el nivel TE-9, cuando hallaron la mandíbula de un homínido de un millón trescientos mil años que dio nombre a una nueva especie, a la que se definió como Homo Antecessor. Este hallazgo confirió relevancia internacional y científica al yacimiento de Atapuerca y a los investigadores que habían participado en la excavación. Este ser era el ancestro común de los neandertales, el Homo Sapiens y los humanos modernos.

    Creían que estos restos, los más antiguos de Europa, estaban relacionados con la expansión de este Homo Antecessor, proveniente del valle del Jordán, en Oriente Medio, hacía varios millones de años. El hallazgo hizo que, año tras año, científicos de todo el mundo quisieran participar en las excavaciones que se realizaban en Atapuerca.

    La temporada de excavación de 2015 no sería muy distinta a las anteriores. Debido a la cantidad de investigadores que había secundado la convocatoria a nivel internacional, el caos en la recepción de tanto científico había supuesto trabajo extra para las personas que debían organizar y distribuir todos los trabajos de excavación, entre las que se encontraba Tessa.

    Pero este no fue el único causante de que se ausentara de su casa más de lo habitual.

    El jueves 14 de octubre de 2015, Tessa, en compañía de la investigadora Khaled Haser Husan, realizó uno de los hallazgos más importantes de las últimas décadas en relación con el origen del hombre: localizaron unos restos óseos humanos de más de dos millones de años. Esta datación lo situaba como nuestro ancestro común en el sistema evolutivo, anterior al Homo Neanderthalensis, al Homo Sapiens, y también, y lo más importante, al Homo Antecessor.

    La carga de trabajo acumulada durante la temporada de excavación, la tensión que había generado aquel hallazgo y el tiempo que hacía que no veía a su marido y su hija la llevaron a regresar a Madrid para pasar el fin de semana con su familia.

    Pero eso nunca ocurrió.

    Mientras conducía aquella fatídica noche del 15 de octubre de 2015, el coche en el que viajaba chocó contra el quitamiedos. El golpe le arrebató el control del vehículo y la sacó de la carretera. A continuación, el automóvil dio varias vueltas de campana hasta estrellarse en el fondo del terraplén.

    El atestado levantado por la Guardia Civil, personada en el lugar del siniestro y advertida por la llamada anónima de alguien que pudo haber presenciado el accidente, indicaba que el siniestro se había producido en la E-1, a treinta y cinco kilómetros de Aranda de Duero. Según este atestado, el exceso de velocidad, unido a un posible descuido, fue el causante de tan trágico accidente.

    La Guardia Civil no llegó a tiempo de prestar primeros auxilios. Tessa había fallecido instantáneamente a causa de politraumatismos severos sufridos.

    Tessa Muñoz, en el momento del trágico accidente, tenía cincuenta y dos años. Sus ojos extremadamente vivos, su tez tersa, su peinado desenfadado y su forma sencilla de vestir hacían que pareciera más joven. Aparte de ser una gran madre, había estado volcada en su profesión. Había dedicado su vida a buscar entre las distintas capas de la Tierra, en cualquier lugar del mundo, los restos perdidos de nuestros antepasados con la ilusión de cumplir su mayor sueño: un hallazgo que permitiera saber quiénes somos, de dónde venimos y establecer una correlación entre las distintas teorías existentes sobre el origen del hombre. Los logros de su carrera se debían fundamentalmente a su tenacidad y a ese afán de ir siempre un poco más allá.

    Ella era el sostén de la familia Echeverría. Su dulzura, su buen humor y su equilibrio emocional, como buena libra, hacía del hogar de los Echeverría Muñoz un refugio.

    «Han pasado cuatro años de la muerte de mi madre. Años complicados. Fue un golpe difícil de asimilar. Aún hoy echamos de menos su presencia en nuestras vidas. Sobre todo mi padre, por haber perdido a su gran amor y compañera. Llevaban veintiocho años juntos, y el tiempo parecía no haber hecho mella en ellos. Algunas veces parecían adolescentes enamorados por su forma de tontear».

    A este dolor de la familia Echeverría hubo que añadir otro. La muerte parecía perseguirlos.

    «Tan solo había pasado un año de lo de mi madre cuando la muerte volvió a golpearnos: Senda, nuestra queridísima perrita, fallecía.

    »La noche de su muerte me abracé a mi padre y lloramos desconsoladamente. Rememoramos la muerte, pero esta vez no llorábamos solo por mi madre… Senda formaba parte muy activa y afectiva en nuestras vidas».

    Lágrimas sin consuelo corrían por sus mejillas mientras sentía la nostalgia del pasado; aquel en que su madre estaba a su lado, en el que Senda vivía y en su hogar reinaba la felicidad.

    La entrada en casa de su gran amigo Ismael interrumpió bruscamente aquel nostálgico y abrumador momento.

    —¡Hola!

    —¿Eres tú, Isma? —preguntó, secándose rápidamente las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.

    Atrás quedaba el sonido de las gotas contra el ventanal.

    —Sí, ya estoy de vuelta.

    Ismael, su gran amigo y expareja, estaba pasando unos días en su casa, aprovechando que había venido a Madrid desde Córdoba por un tema de trabajo. Tras seis años de relación y varios más de amistad, su afecto estaba muy por encima de la amistad. Como pareja no habían podido congeniar, pero el cariño entre ellos era de tal magnitud que casi parecían hermanos.

    —¿Qué tal te ha ido?

    —Todo arreglado. He podido hablar con el Decano y no hay problema para que siga desplazado en la Universidad de Córdoba para terminar el proyecto. Y tú, ¿qué tal?

    —Harta de trabajar. El rodaje se me ha hecho interminable.

    Ismael acertó a ver en el semblante de Lucía que algo no iba bien.

    —Pero el trabajo bien, ¿no?

    —Sí, claro. Es solo que… hoy no tengo un buen día —zanjó Lucía mientras terminaba de secarse las lágrimas con las manos. No le apetecía que Ismael se diera cuenta de que el problema era más de lo mismo—. Llevo sin probar bocado desde este mediodía. Nos van a matar en este rodaje. Tan solo han hecho un parón de un cuarto de hora para comer un tentempié a eso de las doce y media de la mañana. ¿Qué te parece si nos damos un homenaje?

    Ismael vio su mirada ausente y la tristeza que reflejaban sus ojos. Sabía por lo que estaba pasando, por lo que no creyó conveniente ahondar en el tema.

    —Me parece una gran idea. Vengo con un agujero en el estómago que parece la boca del Metro —dijo Ismael, dirigiéndose al baño con los pantalones vaqueros, la camisa y el jersey totalmente empapados. A él también le había sorprendido la lluvia—. Me cambio y preparo unos huevos con patatas mientras tú haces una ensalada. ¿Qué te parece la propuesta?

    —Pues qué quieres que te diga. Me parece genial.

    —Ah, se me olvidaba —se apresuró a decir Ismael mientras se secaba con una toalla—. Esta mañana, nada más irte, alguien dejó un sobre para ti por debajo de la puerta.

    —¿Por debajo de la puerta? ¿De quién? —preguntó sorprendida.

    Lucía no acostumbraba a recibir cartas, salvo multas, recibos del banco o publicidad. Lo más chocante de todo era que no hubieran utilizado el buzón para dejar el sobre.

    —No tengo ni idea. No tiene remitente.

    «¡Qué extraño!», pensó Lucía.

    Ismael se acercó al mueble que había en el rincón, junto al sofá, y cogió el sobre con idea de acercárselo.

    Pero no fue necesario. Lucía se había levantado y se encontraba junto a él. Se dieron un beso fraternal a modo de saludo y se abrazaron un instante.

    Lucía cogió un abrecartas y rasgó la parte superior.

    —¡Es de mi padre! —exclamó llena de alegría.

    Llevaba sin tener noticias de él desde el pasado 10 de noviembre, día de su cumpleaños, en el que habían mantenido su última videollamada, cuando lo normal era que se conectaran un par de veces por semana. Pero lo peor de todo era que llevaba sin poder abrazarlo desde el pasado 20 de septiembre, cuando había viajado a Tailandia para participar en el rodaje de una serie. Para cuando regresó a Madrid, el 1 de diciembre, Javier había partido por segunda vez a Jerusalén para una investigación.

    Lucía echaba muchísimo de menos a su padre. Tras la muerte de su madre, se había convertido en su único valedor, su luz y mayor apoyo.

    Javier Echeverría, entusiasta, incansable y lleno de una imaginación desbordante, contagiaba optimismo y ganas de vivir. En todo lo que hacía había pasión. Era imposible estar a su lado y no contagiarse de su ilusión.

    Pero lo que más valoraba de su padre no era esto último, sino su derroche de cariño hacia ella y su constante protección, además de su permanente preocupación. Y, sobre todo, que jamás permitiera que olvidara a su madre, sin que ello supusiera un trauma para ella. Nunca podría olvidar todos los momentos vividos junto a él; las charlas, su compañía, las subidas a la sierra y sus consejos en los buenos y malos momentos.

    Tras la muerte de Tessa, Javier había tenido que dejar a un lado la tristeza para volcarse de lleno en Lucía. No se separaba de ella salvo que el trabajo se lo impidiese. Había dejado todo lo que pudiera suponer un distanciamiento con respecto a su hija, por pequeño que fuera. Era tal el amor por su niña que nunca se preocupó por rehacer su vida con otra mujer. Su existencia a partir de aquel momento quedó limitada a su hija y a su trabajo. Ella lo era todo para él.

    Fue tal el desconcierto y la curiosidad que causó en Lucía aquella carta que olvidó por completo hasta lo que había dicho minutos antes sobre el hambre que tenía.

    —¿Vienes? —preguntó Ismael desde la cocina.

    —Ve cenando tú, Isma. Yo cenaré más tarde.

    Este, comprendiendo totalmente la situación, respondió con un simple:

    —¡Vale! No te preocupes. Te lo dejo guardado en el microondas para que se mantenga caliente.

    Lucía se dirigió a la terraza acristalada, encendió la lámpara de sobremesa y se sentó a leer la carta.

    Jerusalén, 11 de diciembre de 2019

    Hola, peque:

    ¡Te echo de menos! Son ya muchos los días que hace que no te abrazo. Menos mal que con las videollamadas que hemos ido haciendo y pensar que al recibo de esta carta te encontrarás bien, es más llevadero no poder estar cerca de ti.

    La verdad es que pensé que este asunto me llevaría menos tiempo, pero ya ves… Me encuentro en Jerusalén por segunda vez, donde espero realizar las últimas averiguaciones que me permitirán saber algo más sobre las extrañas circunstancias que rodean la muerte de tu madre, y que no he creído conveniente comentarte hasta averiguar la verdad de lo ocurrido.

    En mi pasado viaje a Jerusalén conocí a una persona que había trabajado con ella. Me contó ciertas cosas que me han hecho recapacitar acerca del accidente.

    Tengo muchas cosas que contarte y poco tiempo para hacerlo, pero no te preocupes que te contaré todo, con gran lujo de detalles, a mi regreso, cuando esto haya terminado.

    Espero estar pronto de vuelta. Mientras tanto, pon a buen recaudo la tarjeta de memoria que te hago llegar. No le hables a nadie de su contenido, ya que forma parte de la investigación que estoy llevando a cabo.

    Según leía, el asombro de Lucía iba en aumento.

    Otra cosa: necesito que hagas algo por mí, aunque sea difícil de entender. Por favor, deja tu casa lo antes posible. No te quedes en el ático por nada del mundo. Vete a pasar una temporada a casa de Manu. Ya lo conoces y es una persona en la que confío plenamente No vayas a ningún otro sitio donde puedas estar localizada y desprotegida. Te aseguro que hay razones suficientes, que ahora no puedo explicarte, para lo que te pido.

    No intentes contactar conmigo; no es seguro, y probablemente no puedas.

    Ten mucho cuidado y no te fíes de nadie, y menos de Arnau Gual, mi jefe; no es quien dice ser.

    No te preocupes por mí, estaré bien.

    Un beso muy fuerte,

    Lucía no daba crédito a aquella carta. Un sinfín de preguntas se precipitaron en su cabeza en cascada.

    «¿A qué investigación se refiere? ¿Qué tiene que ver la muerte de mi madre con Jerusalén? ¿A qué extrañas circunstancias alude? ¿Con quién se ha visto? ¿Qué tiene que contarme que no pueda hacerlo a través de una videollamada? ¿Por qué debo dejar el ático cuando tengo a Ismael y a otros colegas a los que recurrir? ¿Por qué no me ha contado nada hasta ahora? Y, sobre todo…, ¿de qué o quién debo tener cuidado? Demasiadas preguntas sin respuesta», se dijo.

    Pero aquella carta dejaba entrever algo más: Lucía creyó vislumbrar desasosiego en las palabras de su padre.

    «¡Algo no va bien!».

    Tras unos instantes de preocupación, trató de desdramatizar aquella lectura, atribuyendo a aquella carta lo mucho que su padre notaba la ausencia de su madre.

    Desde su muerte, su padre andaba perdido: no dormía, había vuelto a fumar y se había vuelto solitario. Él pensaba que su hija no se daba cuenta, pues hacía lo posible para no demostrar lo que sufría cuando ella estaba cerca.

    Pero todo había ido a peor a su regreso del primer viaje a Jerusalén, hacía tres meses, antes de su partida a Tailandia. El trabajo que lo había llevado a aquella ciudad agudizó su mal estado de ánimo: se lo veía mucho más distante y preocupado. Su forma de actuar después del viaje resultaba extraña y fuera de lugar. Y lo peor de todo: había dejado de sonreír, como si la alegría lo hubiese abandonado.

    ¡Su padre no parecía el mismo!

    Capítulo 3

    El Padre Miguel

    17 de septiembre de 2019. Tres meses antes de que Lucía reciba la carta enviada por su padre

    Javier Echeverría había acudido a Jerusalén, acompañado de su buen amigo y compañero Manu Zayed, para cubrir la noticia sobre las hostilidades que pudieran darse entre judíos y palestinos ante el anuncio de Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israel, de querer anexionarse una parte de la Cisjordania ocupada. Lo que pretendía ser un anuncio impactante para ganar votos a una semana de las elecciones legislativas de Israel se había convertido en una decisión geopolítica que actuaría como una bomba de relojería. El anuncio había desestabilizado la región, lo que había suscitado el interés de toda la prensa internacional.

    Javier Echeverría Etxeberria era un respetado fotógrafo de prensa de cincuenta y cinco años que llevaba más de tres décadas ejerciendo la profesión. Desde muy joven, había aceptado el desafío que suponía vivir del periodismo gráfico.

    Con veinticinco años había conseguido publicar en la mayoría de medios de comunicación a nivel nacional. Sus trabajos sobre ETA, en los ochenta, lo llevaron a hacerse un nombre en la profesión.

    Su mayor logro profesional lo obtuvo como corresponsal de guerra de la Agencia EFE en Nicaragua, en los noventa, donde cubrió la intensa lucha que los revolucionarios sandinistas mantuvieron con la CONTRA; un grupo de mercenarios financiados por la CIA, trabajo por el que consiguió un premio Pulitzer. Después vendrían otros muchos conflictos: Irak, Afganistán, Ruanda…

    Javier era un tipo curtido en mil y un conflictos, y no solo por las guerras a las que había acudido como corresponsal, sino también por la vida…

    Nacido en 1966, era un tipo cercano, lleno de inquietudes, familiar, de gustos sencillos, apasionado, impulsivo, rebelde, algo hiperactivo y de gran empatía. De origen navarro, descendía de una familia muy humilde. Hijo único y huérfano de madre, nunca había destacado en los estudios. Su rebeldía e hiperactividad de adolescente, unidas a la atracción que sentía por la naturaleza, lo llevaban a faltar a clase para subir a la montaña. Con dieciséis años ya había ascendido las cimas más altas de la zona: la Mesa de los tres Reyes, el Ezcaurre, el Ukerdi, el Petrechema…

    Cada vez que podía, cogía su mochila y su saco de dormir y se aventuraba por cualquier montaña a vivaquear, actividad que nunca abandonaría. Allí arriba conseguía relativizar sus problemas y sentirse diferente.

    La montaña era para él más que un deporte: era su segundo hogar, su refugio, su religión. Según Javier, «la montaña te desnuda de toda arrogancia, postureo y ego inútil, haciéndote ver lo insignificante que eres. Solo la determinación, perseverancia, el coraje y una gran dosis de sacrificio hacen que alcances la cima. O lo que es lo mismo: tus sueños».

    En cuanto a su vida más íntima, era reservado, aunque socializaba sin problemas: le encantaba estar cerca de la familia y los amigos. Aprovechaba cualquier motivo para organizar una quedada o fiesta con ellos. Físicamente, era una persona corriente: tez morena, ojos marrones y pequeños, pero vivos y con una mirada sagaz. Debía pesar unos setenta y tantos kilos, algo normal para una persona que medía 1,70 y que hacía bastante deporte. Le gustaba vestir con vaqueros, polos y camisas de sport, y habitualmente calzaba deportivas. Sin embargo, cuando la ocasión lo requería, no tenía inconveniente en vestir traje y corbata; eso sí, siempre de color azul marino, su color favorito.

    A Echeverría, como lo llamaba su compañero Manu, le atraía enormemente cubrir este tipo de noticias. Pero lo que no sabía Manu era que, en aquella ocasión, Javier tenía otro objetivo en mente. Su viaje estaba más condicionado por el correo electrónico que había recibido unos días antes en la cuenta de Gmail de su mujer, que nunca llegó a cerrar, que por la noticia relacionada con Netanyahu y los territorios palestinos.

    Hola, Javier;

    Espero que pueda leer este correo, ya que no tengo otra forma de contactar con usted.

    No sé si Tessa le habló de mí en alguna ocasión. Me llamo Miguel Ferran y soy arqueólogo y geólogo. Hasta no hace mucho trabajé para el Centro de Estudios Arqueológicos del Vaticano. Tiempo atrás, colaboré con su mujer en más de una ocasión. De hecho, durante años mantuvimos una magnífica y estrecha relación profesional, hasta la llegada de aquella fatídica noche.

    Le parecerá extraño que me dirija a usted después del tiempo que ha transcurrido desde la muerte de su

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