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Romance de una Reina: Conde J.W. Rochester
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Libro electrónico853 páginas13 horas

Romance de una Reina: Conde J.W. Rochester

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Una de las novelas más vigorosas escritas por el espíritu Rochester. Ambientada en el antiguo Egipto, sus personajes principales son el poderoso príncipe Horemseb, obsesionado con el deseo de la vida eterna, y su maestro Tadar, que luego se reencarnaría, uno como el desventurado rey Luis de Baviera y el otro como el emotivo compositor Richard Wagner.

La obra en cuestión desvela ante nuestros ojos el antiguo Egipto de los faraones, con la procesión de toda su grandeza y miserias, sus costumbres sociales y sus religiones místicas, bañadas en el misterioso encanto de aquella época.

Fuidos, periespíritu, magia, sacrificios, obsesión y vampirismo son los ingredientes de esta fabulosa historia, donde se mezclan las fuerzas del mundo espiritual y físico. Es un libro contundente de emocionante lectura, que demuestra los riesgos de la peligrosa unión entre las fuerzas oscuras y la fantasía criminal de quienes se dejan obsesionar.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ene 2023
ISBN9798215166390
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    Romance de una Reina - Conde J.W. Rochester

    Romance Mediúmnico

    ROMANCE DE

    UNA REINA

    (LA REINA HATASU)

    Dictado por el Espíritu

    CONDE J. W. ROCHESTER

    Psicografía de

    VERA KRYZHANOVSKAIA

    Traducción al Español:      

    J.Thomas Saldias, MSc.      

    Trujillo, Perú, Noviembre 2021

    Traducido al Español de la Edición Portuguesa

    World Spiritist Institute      

    Houston, Texas, USA      

    E– mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    De la Médium

    Vera Ivanovna Kryzhanovskaia, (Varsovia, 14 de julio de 1861 – Tallin, 29 de diciembre de 1924), fue una médium psicógrafa rusa. Entre 1885 y 1917 psicografió un centenar de novelas y cuentos firmados por el espíritu de Rochester, que algunos creen que es John Wilmot, segundo Conde de Rochester. Entre los más conocidos se encuentran El faraón Mernephtah y El Canciller de Hierro.

    Además de las novelas históricas, en paralelo la médium psicografió obras con temas ocultismo– cosmológico. E. V. Kharitonov, en su ensayo de investigación, la consideró la primera mujer representante de la literatura de ciencia ficción. En medio de la moda del ocultismo y esoterismo, con los recientes descubrimientos científicos y las experiencias psíquicas de los círculos espiritistas europeos, atrajo a lectores de la alta sociedad de la Edad de Plata rusa y de la clase media en periódicos y prensa. Aunque comenzó siguiendo la línea espiritualista, organizando sesiones en San Petersburgo, más tarde gravitó hacia las doctrinas teosóficas.

    Su padre murió cuando Vera tenía apenas diez años, lo que dejó a la familia en una situación difícil. En 1872 Vera fue recibida por una organización benéfica educativa para niñas nobles en San Petersburgo como becaria, la Escuela Santa Catalina. Sin embargo, la frágil salud y las dificultades económicas de la joven le impidieron completar el curso. En 1877 fue dada de alta y completó su educación en casa.

    Durante este período, el espíritu del poeta inglés JW Rochester (1647– 1680), aprovechando las dotes mediúmnicas de la joven, se materializó y propuso que se dedicara en cuerpo y alma al servicio del Bien y que escribiera bajo su dirección. Luego de este contacto con la persona que se convirtió en su guía espiritual, Vera se curó de tuberculosis crónica, una enfermedad grave en ese momento, sin interferencia médica.

    Vera Ivanovna comenzó a psicografiar a los 18 años. Según V.V. Scriabin, sucedió algo sobrenatural cuando escribió: A menudo, en medio de una conversación, de repente se quedaba en silencio, se ponía pálida y se pasaba la mano por la cara, empezaba a repetir la misma frase: ¡Dame un lápiz y papel, rápido! Por lo general, en este momento, Vera se sentaba en un sillón en una mesa pequeña, donde casi siempre había un lápiz y una libreta de papel. De repente, comenzó a escribir sin mirar el papel. Era una verdadera escritura automática. (...) Este estado de trance duró de 20 a 30 minutos, después de los cuales Vera Ivanovna generalmente se desmayó. (...) Las transmisiones escritas siempre terminaban con la misma palabra: Rochester. Según Vera, ese era el nombre (o más bien, el apellido) del Espíritu que recibió. (V.V. Scriabin. Recuerdos. Ver # 65 de la bibliografía, p. 24– 25).

    Un testimonio similar se puede encontrar en las Notas literarias de M. Spassovsky: "En el estado inconsciente, ella siempre escribe en francés... Sus escritos son traducidos al ruso y escritos juiciosamente por la propia autora o por una persona de su confianza. (M. Spassovsky. Notas literarias –. Veshnie Vody", 1916, volumen 7– 8, p. 145).

    En 1880, en un viaje a Francia, participó con éxito en una sesión mediúmnica. En ese momento, sus contemporáneos se sorprendieron por su productividad, a pesar de su mala salud. En sus sesiones de Espiritismo se reunieron en ese momento famosos médiums europeos, así como el príncipe Nicolás, el futuro Zar Nicolás II de Rusia.

    En 1886, en París, se hizo pública su primera obra, la novela histórica Episodio de la vida de Tiberio, publicada en francés, (así como sus primeras obras), en la que ya se notaba la tendencia por los temas místicos. Se cree que la médium fue influenciada por la Doctrina Espírita de Allan Kardec, la Teosofía de Helena Blavatsky y el Ocultismo de Papus.

    Durante este período de residencia temporal en París, Vera psicografió una serie de novelas históricas, como El faraón Mernephtah, La abadía de los benedictinos, El romance de una Reina, El canciller de hierro del Antiguo Egipto, Herculanum, La Señal de la Victoria, La Noche de San Bartolomé, entre otros, que llamaron la atención del público no solo por los temas cautivadores, sino por las tramas apasionantes. Por la novela El canciller de hierro del Antiguo Egipto, la Academia de Ciencias de Francia le otorgó el título de Oficial de la Academia Francesa y, en 1907, la Academia de Ciencias de Rusia le otorgó la Mención de Honor por la novela Luminarias checas.

    Del Autor Espiritual

    John Wilmot Rochester nació en 1ro. o el 10 de abril de 1647 (no hay registro de la fecha exacta). Hijo de Henrique Wilmot y Anne (viuda de Sir Francis Henrique Lee), Rochester se parecía a su padre, en físico y temperamento, dominante y orgulloso. Henrique Wilmot había recibido el título de Conde debido a sus esfuerzos por recaudar dinero en Alemania para ayudar al Rey Carlos I a recuperar el trono después que se vio obligado a abandonar Inglaterra.

    Cuando murió su padre, Rochester tenía 11 años y heredó el título de Conde, poca herencia y honores.

    El joven J.W. Rochester creció en Ditchley entre borracheras, intrigas teatrales, amistades artificiales con poetas profesionales, lujuria, burdeles en Whetstone Park y la amistad del rey, a quien despreciaba.

    Tenía una vasta cultura, para la época: dominaba el latín y el griego, conocía los clásicos, el francés y el italiano, fue autor de poesía satírica, muy apreciada en su época.

    En 1661, a la edad de 14 años, abandonó Wadham College, Oxford, con el título de Master of Arts. Luego partió hacia el continente (Francia e Italia) y se convirtió en una figura interesante: alto, delgado, atractivo, inteligente, encantador, brillante, sutil, educado y modesto, características ideales para conquistar la sociedad frívola de su tiempo.

    Cuando aun no tenía 20 años, en enero de 1667, se casó con Elizabeth Mallet. Diez meses después, la bebida comienza a afectar su carácter. Tuvo cuatro hijos con Elizabeth y una hija, en 1677, con la actriz Elizabeth Barry.

    Viviendo las experiencias más diferentes, desde luchar contra la marina holandesa en alta mar hasta verse envuelto en crímenes de muerte, la vida de Rochester siguió caminos de locura, abusos sexuales, alcohólicos y charlatanería, en un período en el que actuó como médico.

    Cuando Rochester tenía 30 años, le escribe a un antiguo compañero de aventuras que estaba casi ciego, cojo y con pocas posibilidades de volver a ver Londres.

    En rápida recuperación, Rochester regresa a Londres. Poco después, en agonía, emprendió su última aventura: llamó al cura Gilbert Burnet y le dictó sus recuerdos. En sus últimas reflexiones, Rochester reconoció haber vivido una vida malvada, cuyo final le llegó lenta y dolorosamente a causa de las enfermedades venéreas que lo dominaban.

    Conde de Rochester murió el 26 de julio de 1680. En el estado de espíritu, Rochester recibió la misión de trabajar por la propagación del Espiritismo. Después de 200 años, a través de la médium Vera Kryzhanovskaia, El automatismo que la caracterizaba hacía que su mano trazara palabras con vertiginosa velocidad y total inconsciencia de ideas. Las narraciones que le fueron dictadas denotan un amplio conocimiento de la vida y costumbres ancestrales y aportan en sus detalles un sello tan local y una verdad histórica que al lector le cuesta no reconocer su autenticidad. Rochester demuestra dictar su producción histórico– literaria, testificando que la vida se despliega hasta el infinito en sus marcas indelebles de memoria espiritual, hacia la luz y el camino de Dios. Nos parece imposible que un historiador, por erudito que sea, pueda estudiar, simultáneamente y en profundidad, tiempos y medios tan diferentes como las civilizaciones asiria, egipcia, griega y romana; así como costumbres tan disímiles como las de la Francia de Luis XI a las del Renacimiento.

    El tema de la obra de Rochester comienza en el Egipto faraónico, pasa por la antigüedad grecorromana y la Edad Media y continúa hasta el siglo XIX. En sus novelas, la realidad navega en una corriente fantástica, en la que lo imaginario sobrepasa los límites de la verosimilitud, haciendo de los fenómenos naturales que la tradición oral se ha cuidado de perpetuar como sobrenaturales.

    El referencial de Rochester está lleno de contenido sobre costumbres, leyes, misterios ancestrales y hechos insondables de la Historia, bajo una capa novelística, donde los aspectos sociales y psicológicos pasan por el filtro sensible de su gran imaginación. La clasificación del género en Rochester se ve obstaculizada por su expansión en varias categorías: terror gótico con romance, sagas familiares, aventuras e incursiones en lo fantástico.

    El número de ediciones de las obras de Rochester, repartidas por innumerables países, es tan grande que no es posible tener una idea de su magnitud, sobre todo teniendo en cuenta que, según los investigadores, muchas de estas obras son desconocidas para el gran público.

    Varios amantes de las novelas de Rochester llevaron a cabo (y quizás lo hacen) búsquedas en bibliotecas de varios países, especialmente en Rusia, para localizar obras aun desconocidas. Esto se puede ver en los prefacios transcritos en varias obras. Muchas de estas obras están finalmente disponibles en Español gracias al World Spiritist Institute.

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc, nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrada en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Peru en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    ÍNDICE

    PRIMERA PARTE

    DEIR–EL–BAHARI

    I –.  LA FIESTA DEL NILO

    II –.  EL EXILADO Y SU HERMANA

    III.–  LA MOMIA DADA EN PROMESA

    IV.–  EN LA INVESTIGACIÓN  DE LA VERDAD

    V.–  NEITH EN EL TEMPLO DE HATOR

    VI.–  EL PRÍNCIPE HITITA

    VII.–  ABRACRO

    VIII.–  SARGON EN EL PALACIO  DE LA REINA

    IX.–  NUPCIAS Y DUELO EN EGIPTO

    X.– REINA Y MADRE

    XI.–  NOTICIAS EN CASA DE TUAÁ

    XII.–  EN BOUTO

    SEGUNDA PARTE

    EL BRUJO DE MENFIS

    I.–  LA ROSA ROJA

    II.–  LAS AVENTURAS DEL  COLLAR ENCANTADO

    III.–  EL PALACIO DEL HECHICERO

    IV.–  HOREMSEB Y SU HECHICERO

    V.–  EL BESO MORTAL

    VI.–  LOS PROYECTOS DE NEFTIS

    VII.–  HATASU BAJO LA ACCIÓN  DEL HECHIZO

    VIII.–  EL HECHICHERO EN TEBAS

    IX.–  FRUTOS DE LA ESTANCIA DE  HOREMSEB EN TEBAS

    TERCERA PARTE

    NEITH EN PODER DEL HECHICERO

    I.–  ANTIGUOS CONOCIDOS

    II.–  LA INVESTIGACIÓN

    III.–  LA CONSPIRACIÓN

    IV.–  NEITH Y HOREMSEB

    V.–  EL FUTURO

    VI.–  ÚLTIMOS DÍAS DE PODER

    VII.–  LA MUERTE DE SARGON

    VIII.–  ÚLTIMAS VÍCTIMAS

    IX.–  HARTATEF

    CUARTA PARTE

    LAS VÍCTIMAS SE AGRUPAN

    I.–  EL BRUJO EN PODER DE  LAS SOMBRAS VENGATIVAS

    II.–  EL JUICIO

    III.–  ÚLTIMAS HORAS DEL CONDENADO

    IV.–  EL BRUJO REVIVE EN MENA

    V.–  LA FIESTA DEL NILO

    VI.–  EL VAMPIRO

    EPÍLOGO

    PRIMERA PARTE

    DEIR–EL–BAHARI

    NOTA DEL ORIGINAL FRANCÉS

    Deir–El–Bahari debe considerarse en la clase de aquellos que, fuera de Tebas, no se le encuentre en ningún lugar y en ningún momento. Si Hatasu no perpetuó en él todo lo que hizo durante su reinado, este templo es para ella lo que Ramesseum es para Ramsés II (quien erigió los templos más notables). Tal monumento presenta un conjunto único, sin comparación en Egipto, construido en forma de terrazas superpuestas, con un callejón de esfinges que le preceden. Es necesario indicar que Deir–El–Bahari constituye un monumento muy extraño y que de ninguna manera se parece a un templo egipcio: todas las hipótesis coinciden en que se adoptó el edificio adosado para utilizar el diseño natural del terreno y para economizar enormes trabajos quedan comprobadamente anulados, teniéndose en cuenta que otros templos, aun más grandes, se erigieron en terrenos más empinados, y la roca se aplanó resueltamente para convertirla en un plano horizontal. El extraordinario conjunto de Deir–El–Bahari sigue siendo un enigma. ¿Hubo en él alguna influencia extranjera? ¿De cuál de los países, entonces conocidos por Egipto, se aplicó exclusivamente la idea? A la época que nos remontamos, con la Tutmosis, hace casi imposible contestar tales preguntas, y solo nos queda esperar la solución del problema, mirar el monumento en el grado de excepción y accidente único en toda la vida arquitectónica de Egipto.

    (Extraído de Deir–El–BaJiari, por Mariette.)

    I –.

    LA FIESTA DEL NILO

    Como un rayo de sol, el hombre aparece en la Tierra para esparcir una luz momentánea sobre su superficie engañosa y desaparece, como un rayo de sol, sin dejar rastro.

    ROCHESTER

    Los reinados de los faraones de la XVIII dinastía representan una de las épocas más brillantes de la Historia del Antiguo Egipto. La expulsión de los hicsos1, la unión de las dos mitades del reino bajo un cetro único y victoriosas campañas de estos soberanos empresarios y caballeros habían dado un nuevo auge en las artes, las ciencias y la industria. Asia, conquistada y constituida como tributaria de los faraones, trajo tesoros desconocidos hasta entonces, introduciendo con ellos grandes refinamientos en las costumbres y lujo desorbitado.

    El día que comienza nuestra narrativa, la mayor y más alegre animación dominó las calles de Tebas. La antigua Capital, ampliada y embellecida por Tutmosis I, padre de los soberanos de la época, había sido adornada con sus más bellos ornamentos; en todas las puertas de las casas, pintadas con llamativos colores, se balanceaban guirnaldas de follaje verde; flores adornaban las balaustradas de los tejados planos y se enroscaban alrededor de los mástiles erigidos frente a los palacios; en todas partes música y cánticos, la multitud jubilosa con atuendos festivos abarrotaba las calles.

    Se celebraba la fiesta del río Nilo, de la que se desbordaron las fértiles aguas, inundando los campos resecos, que prometían un año fértil y abundantes cosechas.

    En las orillas del río sagrado, la mole humana más compacto se comprimía, volviéndose aun más denso, minuto a minuto, acercándose a una amplia escalera de piedra, junto al cual estaba amarrado un gran barco, dorado y embanderada, con un enorme séquito de otras embarcaciones, también ricas y elegantes, aunque en ese momento estuviesen ocupadas únicamente por los respectivos remeros.

    No lejos de este centro de curiosidad y atención había una segunda bajada, sin duda, privativa para la nobleza y otras personalidades distinguidas, razón por la cual, al final de los pasos, se agruparon las embarcaciones más hermosas y decoradas. Precisamente en ese momento, un amplio barco engalanado, ostentando una flor de loto dorada en la proa, se acercó rápidamente por impulso de remeros negros, con túnicas blancas y gorros a rayas.

    En uno de los bancos, cubierto con valiosas alfombras, estaba sentado un joven de elevada estatura, esbelto y vigoroso, cuyo rostro bronceado era regular, pero cuyos finos labios, ojos sombríos y profundos, delataban tenacidad, dureza y pasiones concentradas. Ricamente vestido, un collar de oro enrollado le daba varias vueltas alrededor del cuello, y en el cinturón fenicio que redondeó el corte, una daga con mango tallado. Cuando el barco se acercó al desembarcadero, el joven se puso de pie y, con el puño apoyado en la cadera, comenzó a examinar a los que habían llegado y se juntaban en la escalera. En ese momento, un joven oficial saltó de un auto que se había detenido en la orilla del río quien, arrojando las riendas al conductor, bajó corriendo los escalones.

    – Buenos días, Hartatef – exclamó con voz clara y alegre –, ¿puedes darme un lugar en tu barco?

    – Sin duda, con mucho gusto; pero pensé que estabas de servicio – respondió Hartatef, con un apretón de manos al recién llegado.

    – Me liberé para estar contigo y espero que no se señale mi ausencia en el cortejo – dijo, riendo, el oficial.

    – Estoy de acuerdo. Pero ¿y tus parientes, Mena? Ya es hora de posicionarte. Mira, a Hatasu – ¡que los dioses la protejan! – va a llegar, los exploradores ya han apartado a la turba para abrir paso al cortejo.

    – Cuando salí de la casa, un Pair y los muchachos ya estaban vestidos, pero las mujeres parecían interminables en sus arreglos. En este sentido, son incorregibles.

    – Y Neith2, ¿está bien?

    – Brillante y hermosa como una rosa, lo que podrás ver, porque aquí viene, con Satati – replicó Mena, señalando con la mano dos elegantes literas que venían siendo conducidas casi a la carrera.

    Como si estuviera electrizado, Hartatef saltó del bote y corrió hacia las literas, que entonces se detenían. De la primera de ellas, bajó lentamente un hombre de unos cuarenta años, seguido por dos niños pequeños de 14 y 10 años; en la segunda, dos mujeres estaban sentadas, una de las cuales aparentaba unos 35 años de edad y cuyo rostro insignificante reflejaba una gran dulzura, mientras que el resplandor pícaro y malicioso que a veces irradiaba de sus ojos marrones, nublados y a la flor de sus cuencas, desmentían la aparente amabilidad. Se vestía con estudiada sencillez y solo unas pocas joyas de alto precio denunciaban su jerarquía social y riqueza. La joven a su lado tendría apenas 14 años. Corte endeble, extremidades delicadas, tez ligeramente reluciente, de admirable blancura, sus grandes ojos negros ardientes, resaltando el rostro redondeado, atestiguaban el alma voluntariosa y apasionada que animaba ese cuerpo casi infantil. Estaba vestida completamente de blanco; amplia diadema con incrustaciones de esmeraldas sostenía su opulenta cabellera negra, y un collar, cinturón y brazaletes, también de esmeraldas, completaban sus ornamentos.

    – Buenos días, Satati; buenos días, Neith – dijo Hartatef, ayudándolas a bajar y disimulando no notar el rictus desdeñoso de Neith mientras le devolvía el saludo.

    – Llegamos un poco tarde y te hicimos esperar porque nos vimos obligados a desviarnos del camino, dada la congestión del tráfico en las calles – explicó Satati, subiendo al bote, donde estaba sentado su esposo, Pair.

    Hartatef corrió tras él y, sin pedir el consentimiento de Neith, quien lo siguió inmediatamente, la levantó en sus brazos y la depositó en la banca donde debía sentarse.

    – Detesto que me presten servicios no solicitados – dijo la joven, disgustada y levantándose –. Me voy a sentar entre Assa y Beba.

    – No te entregues a caprichos ahora, ni te embarques en excursiones que podrían hacer voltear la embarcación – regañó Pair –. Mira, la reina va a llegar.

    Hartatef parecía no haber oído; se sentó junto a Neith y ordenó a los remeros:

    – ¡Vamos!

    En ese momento, hubo confusión. Todos los ojos se volvieron hacia la orilla del río y gritaron estruendosos ahogaron cualquier ruido: en los escalones aparecía el comienzo de la procesión. Sacerdotes, dignatarios y oficiales descendieron en perfecto orden y se instalaron en las naves, formando un semicírculo alrededor del destinado al soberano. Entonces, brillando bajo el sol, apareció una litera abierta, dorado y con incrustaciones, como si emergiera de un bosque de abanicos de plumas y tapizados coronado con varillas también doradas. En este trono, sostenido por los hombros de 12 hombres, estaba sentada Hatasu, la atrevida hija de Tutmosis I, la que, con manos firmes, había tomado posesión de las riendas del gobierno, otorgándole a su hermano Tutmosis II3 solo una situación muy subordinada.

    La reina, aun joven, era delgada y de complexión mediana; su hermoso rostro, de tez oscura, rasgos regulares, severo y arrogante; la boca, con las esquinas apretadas, ayudó a expresar orgullo desmesurado; pero todo el carácter particular de su fisonomía se sintetizó en los grandes ojos negros, con un brillo magnético difícil de soportar. Ahora ardiendo con energía y audacia, ahora impenetrable y helada, su extraña mirada actuaba subyugando a quien fijaba.

    Vistiendo una túnica blanca ricamente bordada, un manto púrpura sujeto a los hombros por broches de oro, llevaba la doble corona de los gobernantes del Nilo en su cabeza, y en su mano derecha sostenía el cetro y el látigo, insignias de la autoridad suprema. La litera se detuvo cerca de la escalera. La reina, descendiendo de ella, ocupó su lugar en la embarcación, en la silla que le estaba destinada, bajo la marquesina; enseguida, el cortejo se movió río abajo hacia el templo de Amón.

    Entre las barcazas que se colocaron en el séquito real estaba la de Hartatef, en la que reinaba tranquila, razón por la cual la polifacética Neith había recuperado su buen humor y examinaba con interés los innumerables barcos que pululaban por el Nilo, intercambiando saludos en todo momento con la gente de su conocimiento. Un poco alejada de su vecino, no parecía prestar atención a la charla de éste con Pair y Mena, aunque, en verdad, no se perdió una sola palabra de semejante conversación.

    – Mientras permanezcan en el templo, tendré necesidad de dejarlos, amigos míos – dijo Hartatef –, porque, ya saben, fueron traídos del mar parte de los barcos que Hatasu mandó construir, para una expedición lejana al país del Poun4 que ella planea, que tampoco ignoran. Hoy, después de la ceremonia, desea inspeccionar personalmente esta flota, y allí debo recibirla.

    – Hay que confesar que nuestra reina – ¡los dioses le conserven larga vida! – es una mujer extraordinaria. ¡Qué planes imagina! Con qué atrevimiento adopta nuevas ideas, de lo que da testimonio de la tumba que se hizo construir, siguiendo un diseño absolutamente diferente al que los dioses y el uso han consagrado – dijo Par, cuyo rostro, naturalmente bastante simple, expresó profunda admiración.

    – ¡Oh! ¡Sí! He aquí un monumento que ha amargado a nuestros sacerdotes y arquitectos – comentó Hartatef, con una risa estridente y seca –, pero el faraón Hatasu – ¡los dioses le dan gloria y salud! – está dotado de una voluntad ante la cual es necesario inclinarse o desaparecer, y la construcción avanza de tal manera, bajo la dirección de Semnut, que pronto estará terminada.

    – Se dice que Tutmosis II está en muy mal estado, y su muerte no puede demorar – respondió Pair –, y tengo curiosidad por saber qué hará entonces la reina: ¿dejará a Bouto en el exilio o traerá de vuelta al joven cuyo derecho al trono es indiscutible? Sí, porque él es hijo del fallecido rey.

    – Son preguntas, mi buena Pair, que no nos conviene tratar; a los dioses y a nuestros soberanos, sus representantes, les cabe decidir – intervino Satati con voz dulce –. Dime, Hartatef, ¿es posible que vayamos más tarde, después de la reina, a ver los barcos que ella inspeccionará? Afirman que son de dimensiones y acabados nunca vistos por nosotros.

    – Sin duda que puedes. Tu jerarquía te da ese derecho, y la benevolencia que Hatasu siempre prescinde de Neith, le impone el deber de esperar el paso de la reina y saludarla.

    Un ligero susto lo interrumpió y volvió la cabeza: un gran bote, lleno de jóvenes, se había topado con el de ella, tocándola de un extremo a otro. Se intercambiaron apretones de manos y saludos des una y otra parte.

    – Salve, hermosa Neith – exclamó un joven de uniforme. Y, tomando un brazado de hermosas flores de una ménsula cercana, las arrojó a los pies de la saludada.

    – Gracias, Keniamun, y recibe a cambio de tu oloroso homenaje – respondió Neith, sonriendo con benevolencia.

    Y, destacando una rosa de entre las que adornaban su cintura, se la arrojó al militar.

    Las cejas de Hartatef se fruncieron ante este gesto, y un resplandor sombrío se irradió de sus ojos.

    – Avancen más rápido o perderemos nuestra posición – gritó imperiosamente.

    Impulsado por los vigorosos músculos de los remeros, el bote saltó al agua con tal impetuosidad que iba a embestir a otro, más débilmente equipado, que, con la intención de cambiar dirección, giró lentamente, presentando flanco. Gritos femeninos sonaron, pero la alarma rápida, y pronto se vio que en el bote atropellado había dos mujeres excesivamente decoradas, siendo una mujer joven, de formas exuberantes, cuyos ojos negros y cabello rojo fuego le fijaban una belleza muy picante; la otra, más vieja, delgada y marchita, pero llena de pretensiones y rivalizando en los vestidos con la compañera.

    – Saludos y disculpas a la noble Tuaá y su hija, Nefert – dijo Hartatef, saludando a las dos mujeres; por cierto,0 muy conocidas en Tebas, por eso su casa era el centro de reunión de la juventud alegre de Egipto.

    Perteneciente a un linaje noble y rico, sus fiestas eran famosas; pero la conducta desconsiderado de ambas, que durante algún tiempo habían despreciado los prejuicios, las aisló de las damas que aparentaban virtud, celosas de la alta sociedad.

    – Solo podemos considerar feliz el pequeño accidente que nos dio el placer de este encuentro y el honor de saludar a la ilustre Satati y a la bella Neith.

    Satati devolvió el saludo de la anciana e intercambió algunas expresiones amables con ella. La esposa de Pair era muy tolerante con los defectos ajenos. Sin embargo, sin arriesgarse a frecuentar ostensiblemente a personas que podrían comprometerla frente a sus nobles amigas, ella visitaba, por la mañana, sin ostentación, de vez en cuando, la casa de Tuaá, para enterarse de los chismes escandalosos de la corte y la ciudad, de los que madre e hija tenían un conocimiento inigualable. Mientras las dos hablaban, Nefert había intercambiado con Mena algunas miradas asesinas, y el joven oficial, evidentemente sensible a los encantos de esta belleza tifonista5, de repente se dio cuenta que estaba sentado en muy poco espacio, y pidió permiso para pasar el bote de Tuaá, que gentilmente fue otorgado. Con una sonrisa maliciosa, Hartatef ordenó que la maniobra se detuviera mientras Neith, después de lanzar una mirada furiosa hacia su hermano, se dio la vuelta y comenzó a hablar con Assa y Beba, los hijos de Satati.

    Después que terminaron las ceremonias religiosas, Hatasu despidió a parte del séquito y se dirigió al puerto donde los barcos que deseaba visitar estaban anclados y donde Hartatef ya esperaba a su soberana. Entre las personas que se habían unido al grupo real estaban Satati y Neith. La esposa de Pair disfrutaba de la benevolencia totalmente privada de la reina, un favor que se remontaba mucho tiempo atrás, desde cuando todavía vivía Tutmosis I, Satati había seguido a Hatasu, quien acompañó a su padre en una expedición a las regiones del Naharein – un país cercano al Éufrates – y durante este viaje la princesa, todavía soltera, por ella se había interesado y colmado de favores y apoyo constante.

    Cuando terminó la inspección, para satisfacción de la reina, ella, preparándose para volver a abordar, vio a Neith y Satati apostada a su paso para hacerse notar. Hatasu se detuvo de repente, fijó su brillante mirada en la joven, con indefinible expresión.

    – Acércate, Neith – la invitó en un tono amable y le tendió la mano.

    La joven se arrodilló, sonrojada de júbilo, y besó respetuosamente la delicada mano morena de la soberana. Muchos ojos envidiosos convergieron en Neith, ante el favor excepcional, pero solo Hartatef fue quien notó que la mirada de la reina se apartó de la triste joven, y que, incluso alejándose, esta mirada, pensativa y como velada, buscaba obstinadamente distinguir, ver todavía a la joven entre la multitud.

    Mientras gritos y vítores acompañaron al séquito real que regresaba al palacio, y toda Tebas se rindió al placer y la alegría, un pequeño bote que cruzó el río desde el amanecer seguido, a fuerza de remos, hasta el extremo opuesto de la ciudad, donde se situaba el barrio de extranjeros. La pequeña embarcación fue propulsada por dos vigorosos hombres negros, mientras un tercer personaje, envuelto en una capa oscura, estaba sentado en la proa, absorto en sus pensamientos. Al final, el extraño saltó a tierra y le dio dos anillos de plata6 a los remeros, recomendando que vinieran y lo esperaran allí tan pronto como cayera la noche. Entonces envolviéndose en su manto, entró audazmente en el laberinto de callejones estrechos y sinuosos habitados por malabaristas, músicos, bailarines, prostitutas y otra población heterogénea, atrapados en esta esquina evitada por gente honesta. Sin embargo, este lugar, por lo general tan ruidoso y animado, en ese momento estaba silencioso y desierto, pues sus habitantes estaban esparcidos por las calles y plazas de Tebas, para llevarse su parte provechosa de la fiesta. Solo aquí y allá fueron vistos negros viejos o algún decrépito sentado a la puerta de la casa, custodiando la vivienda de los ausentes.

    El extranjero parecía perfectamente familiarizado con la topografía local, porque sin preguntar a nadie a dónde se dirigía, caminó a través de ese lío de edificios en ruinas, y luego se sumergió en una extensa calle formada por jardines vallados, a derecha e izquierda, frente a uno de los cuales, con más cuidado que los demás, se detuvo y tocó repetidamente el timbre de llamada, colocado en una pequeña puerta empotrada en la pared. Casi sin demora, la frente gris de un negro viejo apareció en la ventana.

    – Abre rápido, Ri; soy yo – dijo el visitante.

    El hombre lanzó una exclamación de alegría y sorpresa.

    – Usted aquí, señor, ¡qué buena fortuna! – dijo, abriendo la puerta.

    – Buenos días, viejo; ¿cómo está la señora? ¿Está en casa?

    – Sí, señor, debe estar en la terraza.

    – Muy bien, Ri. Regrese a tu puesto; simplemente iré allí – concluyó el recién llegado.

    Enseguida, con pasos apresurados, caminó hacia una casa espaciosa y elegante, rodeada de árboles centenarios, cruzó un vestíbulo, algunas habitaciones, subió una escalera de caracol y se detuvo a la entrada de una amplia terraza decorada con raros arbustos. En una cama de descanso7, de espaldas a la entrada, había una dama que, aunque visiblemente anciana, todavía tenía vestigios de la admirable belleza que había poseído en su juventud. Cabello gris, pero aun espeso y rizado, enmarcaba su rostro bronceado, de rasgos regulares y fuertes; en sus ojos negros brillaba inteligencia y energía juvenil.

    – Abuela, aquí estoy – dijo el recién llegado, arrojando al suelo su bata y su gorra a rayas.

    Luego se vio que era un adolescente, por debajo de la altura media, extremidades extremadamente delgada y ágil, denotando; sin embargo, una fuerza muscular por encima de lo ordinario. Toda tu personalidad trajo vigor y energía; dos grandes ojos negros, chispeantes de orgullo y audacia, animaban el rostro regular, al que la sonrisa del momento le daba un encanto extraño e inesperado. Al llamado de esa voz metálica, la anciana se levantó como electrizada y le tendió los brazos al joven.

    – Por fin te vuelvo a ver, mi amado Tutmosis – dijo ella, prodigándole caricias –. Ya no esperaba tal felicidad en esta vida. Y sabiendo que te estaban esperando, temblaba por tu llegada.

    – Sí, el Sumo Sacerdote me llamó, y tuve que correr el riesgo de dejar mi exilio. Más allá de eso, quería volver a verte, abuela, y también a Tebas. No puedes apreciar el terrible sentimiento que oprime el corazón de un paria – agregó, levantándose, con las mejillas en llamas y frotándose las manos en su cabello espeso y rizado.

    – Ve, Tanafi, y prepara una comida para nuestro joven señor; él está agotado por el viaje – ordenó la matrona a una ex esclava que, sosteniendo un abanico, estaba en cuclillas junto a los muebles. Tan pronto como la criada se fue, la anciana abrazó a su nieto y lo besó en la frente.

    – ¿Crees que sufres solo? – Preguntó.

    – No; sé que me amas; pero puedes comprender el tormento de los que, sintiéndose jóvenes, activos, destinados – por derecho – a gobernar, ¿tienen que vivir olvidados, en un desierto insalubre?

    Y Tutmosis golpeó la mesa con el puño, volcando una caja llena de botellitas de vidrio, que rodó hasta el suelo.

    – Cálmate, hijo mío – recomendó, bajando la voz –. Escucha: el Sumo Sacerdote hizo tu horóscopo, y las estrellas revelaron claramente que serás un gran faraón, cuya gloria eclipsará al mundo de Hatasu y hará que tu nombre sea inmortal. A su vez, también hice algunas experiencias – sabes que soy hábil en estos misterios – y todo presagia un gran futuro para ti. Por eso hace veinticuatro meses, en la noche sagrado cuando el Nilo se desbordó, y cuando todas las fuerzas de la naturaleza se fusionaron para fertilizar la tierra, planté dos árboles, de la misma altura, designando uno con tu nombre y el otro con el de Hatasu. Cada día los regué y regué, pronunciando las palabras consagradas. Al principio, crecieron iguales, pero el tuyo ganó más tarde, hasta mi mano abierta, mientras que el otro se debilita y se seca, lo cual es una señal segura de tu victoria. Entonces ten paciencia; tu hermano está desesperadamente enfermo, y si muere, Hatasu debe llamarte para compartir el trono de una vez por todas, porque todo el clero está contigo. Pero aquí está Tanafi quien anuncia la comida. Ven a reponer tus fuerzas, hijo mío, de las cuales estás muy necesitado.

    Se levantó y Tutmosis la siguió en silencio hasta una habitación de la planta baja, donde se sentó junto a la opípara mesa. Después de comer y beber con buen apetito, el joven apoyó los codos en la mesa y dio alas a las mudas quimeras.

    – ¿Dónde y cuándo veré al Sumo Sacerdote de Amón? – Preguntó de repente.

    – Lo verás aquí, esta noche, a Ranseneb, ayudante y confidente del Sumo Sacerdote, que no pudo venir, personalmente, temeroso de llamar la atención. Hatasu desconfía de él y tiene vigiladas todas sus actividades. Tú también... no nos conviene que te expongas a ser identificado, ni a encuentros peligrosos, ya que he recibido una advertencia del Sumo Sacerdote, recomendando que espere aquí a su enviado, y no te exhibas en las calles.

    Una sonrisa irónica frunció los labios de Tutmosis.

    – Creo que el buen sirviente de Amón teme los encuentros peligrosos, más por él que por mí, por ejemplo, con mi ilustre hermana, terriblemente resuelta, hasta donde pude juzgar hoy, cuando participé, en el desfile – agregó volublemente.

    – ¿Cómo te atreviste a cometer tal imprudencia? – Exclamó la abuela asustada –. ¡Qué locura, Tutmosis! ¡Si Hartatef te reconocía...!

    – No temas a nada, abuela; estaba en un barco de pescadores y vestido con la mayor sencillez. Nadie me notó. Ahora, si me lo permites, voy a dormir un poco, porque necesito tener la cabeza despejada para hablar con Ranseneb.

    La anciana lo condujo inmediatamente a la habitación contigua, donde Tutmosis se instaló en una cama y se durmió de inmediato, en ese sueño despreocupado de juventud.

    II –.

    EL EXILADO Y

    SU HERMANA

    Unas horas más tarde, en medio de la noche, el sonido de la campana anunció un nuevo visitante, y pocos minutos más tarde, Tanafi condujo a un hombre alto a la habitación de su ama, envuelto en un manto, con capucha, de color oscuro.

    – Buenas noches, Isis; que los dioses te bendigan – le dijo a la matrona, quien lo saludó respetuosamente –. Veo con placer que gozas de buena salud y que la vejez no te afecta. Pero ¿dónde está nuestro joven buitre? ¿Ya ha llegado?

    – Sí. Duerme un poco, descansando de las fatigas del viaje; sin embargo, vendrás aquí. Mientras que lo esperas, siéntate, Ranseneb, y acepta esta copa de vino.

    El sacerdote, desenredándose de su túnica, se sentó. Era un hombre mayor, de rostro delgado y marchito; el cráneo afeitado relucía como un marfil amarillento; la frente corta, labios esbeltos, que denotaban voluntad tenaz; los ojos, claros e impasible, reflejaban la calma superioridad de hombres acostumbrados a leer y dominar las almas. No había tenido tiempo de vaciar la copa, y la puerta ya estaba abierta para dar paso a Tutmosis, que se acercó, saludándolo. El sacerdote, levantándose, extendió ambas manos.

    – Déjame admirarte y bendecirte, hijo de un gran rey, esperanza y salvación de Egipto – dijo con respetuosa benevolencia.

    El joven príncipe soportó, imperturbable, la mirada escrutadora que lo envolvió por completo, y a su vez hundió su mirada ardiente en los ojos del interlocutor.

    – Sí – dijo Ranseneb, después de un momento de silencio –, eres pequeño de estatura, pero leo en tus ojos la virilidad de tu alma, y que Tutmosis bien puede convertirse en Tutmosis III, el Gran Faraón. Y ahora, príncipe, escucha con atención lo mucho que tengo que decirte y que los momentos son preciosos.

    Los tres se sentaron y el sacerdote explicó rápidamente el estado del país, los agravios de los poderosos y especialmente los del clero contra la reina que, aparentando honrarlos, en la realidad anulaba su influencia y ella no admitía ningún otro deseo que el suyo.

    – Entonces – continuó –, ella es terca, a pesar de la opinión de los más sabios y venerables sacerdotes, en la construcción, para ella y Tutmosis II, una tumba cuyo diseño contraviene todas las reglas sagradas instituidas por los dioses.

    Ranseneb contrajo las manos y un destello de rencor brilló en sus ojos.

    – Para modelo, eligió construcciones de un pueblo impuro y vencido, y no encontró en nosotros, celosos colaboradores de su impío plan, sacó del cieno a un hombre vacío, Semnut, y lo elevó a los más altos honores y de su confianza, y ahora este dócil instrumento de su acción da órdenes a los grandes del reino, gasta grandes sumas en esta gigantesca construcción, y, a pesar de todos los obstáculos, acelera su culminación.

    – Pero – preguntó Tutmosis, que había estado escuchando con atención –, ¿qué razón puede inspirar a Hatasu tal predilección por la arquitectura y las costumbres de este pueblo derrotado, del que ella misma pudo apreciar la debilidad e indignidad? Ella acompañó a nuestro padre en esta campaña de guerra y vio la pérdida de los reyes del país de Naharein. ¿Cómo puede ella, tan orgullosa y enérgica, apreciar cualquier cosa que venga de los vencidos?

    El sacerdote se aclaró la garganta y, con los ojos entrecerrados, pareció absorto, por un momento, en consideraciones profundas.

    – ¡Hum! – Replicó al fin –. Esta predilección es sin duda un extraño misterio, dado el carácter de la reina, y aun más extraño es que su favor para los Hititas8 data precisamente de tal campaña de guerra. Desde entonces, ha tratado de aliviar la suerte de los prisioneros y poner algunos en la casa real, y desde su ascenso al poder absoluto, comenzó la construcción de su "menou" – tumba –, donde quiere ser enterrada con Tutmosis II, un sarcófago que tiene la oposición del clero de todo Egipto y la inquietud de la gente, que mira con recelo esta tumba como un monumento extranjero. Todos los ojos se vuelven hacia ti, príncipe, eres la esperanza del país, por eso el rey está gravemente enfermo. Aunque la reina, que nunca vivió en buena armonía con su marido, hermano, parecen deplorar el probable final de este hombre débil e inactivo, a quien ella domina por completo, solo ella lo observa atentamente, y ha sacado a todos los médicos del templo de Amón, para dar al enfermo remedios preparados por el hitita Tiglat. Esto constituye una nueva y grave ofensa a nuestra casta, y que pone en nuestras manos armas poderosas, porque podemos esparcir entre la gente que repele la asistencia de los sabios, para que el rey muera más rápido y pueda estar sola en el trono.

    Tutmosis soltó una carcajada, acentuada por los rostros atónitos del sacerdote y la abuela. Por fin, dominándose, dijo:

    – A pesar de mis quejas, debo confesar que Hatasu tiene más espíritu que los otros, porque está muy cerca de la verdad, cuando supone que los sacerdotes querrían desembarazarse un hombre que no los apoya mientras le asegura a ella un reinado pacífico; que las medicinas de los sacerdotes de Amón bien podrían ayudar a la vacancia del lugar que me reservan junto a ella. Juraría que de estos supuestos surge el rencor insuperable con el que me persigue. Quizás su instinto la inspira con la idea que, una vez elevada al trono, es su turno de rendirse, y yo no admita otra que no sea mi propia voluntad.

    – Excepto la de los dioses y los servidores que te hayan colocado en ese trono – observó el sacerdote, con una mirada aguda y significativa.

    – Ciertamente no se trata de esos – corrigió Tutmosis, bajando los ojos –. A Amón y sus servidores siempre mostrarán obediencia.

    – Permanece fiel a estos principios, hijo mío, y reinarás gloriosamente sobre el reino de tus padres. Ahora – concluyó Ranseneb –, es hora de volver al momento de la hora actual.

    Bajando la voz, expuso el plan de acción que se proponía seguir, acordó con el príncipe las mejores formas de mantener con él comunicaciones consecutivas que lo pondrían al día sobre los eventos en Tebas, finalmente se decidió que Tutmosis regresaría a Bouto, allí mantendría la calma hasta que el Sumo Sacerdote le advirtiese que había llegado el momento de actuar. Terminada la grave conferencia, los dos hombres se levantaron.

    – Es hora de irse, abuela. Antes del amanecer debo estar lejos de Tebas – dijo Tutmosis, ajustándose la capa y volviéndose a poner en la cabeza la tosca gorra a rayas, que le daba la apariencia de un trabajador de fábrica.

    – Ve, mi querido hijo, y que los dioses protejan tu camino – dijo Isis, abrazándolo –. Ve y sé cauteloso; ¡El frenesí es tan grande hoy!

    – Tranquila, abuela; tengo un barco esperándome que me llevará a la necrópolis; mis caballos y el esclavo fiel que me acompaña se esconden en la casa del viejo Sagarta, cuyo pequeño puesto de observación no está lejos de las nuevas construcciones de Hatasu. El lugar, bastante desierto, y la oscuridad de la noche bastarán para no temer ningún encuentro peligroso.

    En la puerta de la casa, Tutmosis se despidió del sacerdote y, con pasos apresurados, se encaminó hacia las orillas del Nilo. El barrio de los extranjeros ya había recuperado un poco su aspecto habitual, y al pasar por una de las alcobas ubicadas no lejos del río, escuchó canciones, musicalmente acompañadas por un laúd y el zapatear de bailarines. Deteniéndose, con el ceño frunciendo, aumentó su atención a los ruidosos ecos de la estridente alegría.

    – Qué molestia – murmuró con rencor –, ¡no poder divertirse un poco y tener la obligación de huir, como si fuera un criminal!

    Y, en la tormenta de sus pensamientos, no se había fijado en eso, desde que salió de la casa de Isis, dos figuras lo seguían en silencio, deslizándose a la sombra de los edificios. Más cerca del río, buscó en vano su barco; a pesar de la animación que aun predominaba sobre el conjunto, esta parte de las aguas sagradas, surcada por barcas dotadas de lámparas, estaba totalmente desierta. Solamente se veía uno atado a un sicómoro, al pie del cual estaba tendido un hombre, con signos inconfundibles de embriaguez, ronquidos fuertes.

    – Hola, marinero – gritó Tutmosis, dándole una patada vigorosa –, ¿puedes llevarme a la margen opuesta? Desperézate, te daré cinco anillos de plata.

    Poniéndose de pie y frotándose los ojos, el hombre respondió:

    – ¡Oh! Con mucho gusto ganaría tal suma; sin embargo, no me atrevo a salir del lugar, porque mis jefes pueden llegar en cualquier momento.

    En ese momento, dos figuras, cubiertas por sus mantos, se acercaron rápidamente. Uno de ellos, pequeño y delgado, con aspecto de adolescente, subió silenciosamente al bote y se sentó en el asiento trasero; el segundo fijó una mirada escrutadora en Tutmosis y luego dijo, cortésmente:

    – Veo, extranjero, que no pudiste encontrar una embarcación; tal vez te pueda ser útil. Vamos a cruzar el río; pero si el giro no es demasiado grande, con mucho gusto lo llevaré a su destino.

    – Te agradezco, noble desconocido, por la generosa oferta – respondió Tutmosis muy satisfecho – y acepto, y con la mayor alegría porque nuestro camino es idéntico: también voy al otro lado, a la ciudad de los muertos. Cubriéndose el rostro con su capa, el príncipe ocupó su lugar junto al extraño, que parecía no muy comunicativo porque, durante la travesía, no dijo una palabra. Muy rápidamente aparecieron, iluminados por las llamaradas de la luna naciente, los gigantescos templos y otros edificios de la necrópolis de Tebas.

    – ¿Dónde quieres que te deje? – Preguntó el que conducía el barco –. Vamos donde empieza el callejón de esculturas que conduce a la nueva tumba en construcción por nuestro ilustre faraón Hatasu.

    – Entonces bajaré contigo – responde Tutmosis.

    Tan pronto como el barco se detuvo y los tres ocupantes desembarcaron, el príncipe iba a hablar, a agradecer por el transporte, cuando el más pequeño de los dos desconocidos puso su mano en su brazo, agregando:

    – Me gustaría hablar contigo un momento, sin testigos, extranjero. Tranquilízate; sin embargo, porque no te detendré mucho tiempo de los buenos corceles que te esperan, sin duda para llevarte a otros lugares – finalizó, su voz vibrante y metálica.

    Tutmosis se estremeció e, involuntariamente, su mano apretó la empuñadura del hacha presa al cinturón.

    – No entiendo que un extraño tenga algo serio que confiarme – objetó el príncipe –. Pero, acabas de hacerme un favor, y no quiero creer que eres mi enemigo, antes de escucharte. ¿Te agradaría escalar junto al monumento funerario de nuestra soberana? Allí estaremos solos.

    El joven de incógnito asintió con la cabeza y caminó hacia adelante en la dirección de la construcción, que la Luna iluminó, dando aspectos fantásticos a la arquitectura original de dimensiones ya gigantescas. Llegó al callejón, abarrotado de bloques y esculturas, que ya se han colocado parcialmente en sus pedestales, el extraño se detuvo.

    – No sé si mi presencia será agradable, Tutmosis, ya que no pertenezco al número de tus amigos del templo de Amón – dijo con una ligera ironía, echando atrás la capucha que cubría sus rasgos. El príncipe emitió un grito ahogado.

    – ¡Hatasu! ¡Aquí! ¿Me estás espiando entonces?

    – Yo te vigilo, como es mi derecho – respondió la reina con orgullo –. Del resto, no es muy prudente, pues te reconocí hoy durante el desfile. Podría haberte mandado a arrestar, pero preferí preguntarte directamente: ¿Qué haces aquí? ¿Cómo te atreves a dejar Bouto? ¿Quién te lo permitió?

    – Yo mismo – respondió Tutmosis, retrocediendo y cruzando los brazos –. Con que derecho me destierras ¡Soy el hijo de tu padre, como tú, y soy un hombre!

    – Hijo ilegítimo, nacido de una oscura concubina – murmuró Hatasu, cuya mirada se deslizó con glacial desdén sobre el rostro repentinamente pálido de su hermano.

    Un escalofrío de ira sacudió el cuerpo de Tutmosis.

    – En cuanto a la razón de mi venida aquí – dijo con voz adolorida, revelando un sentimiento reprimido – no quiero hablar de eso en este momento; pero un día tu curiosidad será totalmente satisfecha, te lo prometo, y entonces conocerás los propósitos de mi venida.

    – No tengo necesidad de esperar, porque diré inmediatamente estos fines – respondió la reina –. Fuiste llamado por el Sumo Sacerdote de Amón para hablar sobre formas de asegurar la vacante del trono, a mi lado, después de la muerte de Tutmosis II; yo; sin embargo, te lo juro – y ella levantó una mano cerrada – es tan seguro que este monumento nos cubrirá y contará los siglos futuros de mi gloria y mi poder, cuán seguro tendrás que pasar por encima de mi cadáver antes de subir los escalones hacia el trono.

    – Porque pasaré por sobre tu cadáver, porque estoy harto del destierro, y mientras viva, no voy a renunciar a mis derechos – dijo enérgicamente el joven. Los ojos de los dos hermanos se cruzaron como dos llamas devoradoras, como midiendo fuerzas mutuas.

    – Entonces lo adiviné correctamente: fue para abrirte camino al trono que arrojaron los sacerdotes al rey un mal mortal – dijo Hatasu, hablando lentamente.

    – Acusa abiertamente a los sacerdotes y luego mátame – respondió Tutmosis, en un tono de desafío –. Pero tú tampoco te atreverás, porque la gente, que ama a los sirvientes de sus dioses, exigirá la prueba de la acusación; y te demorarás para no dibujar sobre tu cabeza la responsabilidad por la sospecha de haber asesinado a tus dos hermanos para reinar sola. Tranquilízate; sin embargo, porque, por ahora, te obedezco y vuelvo a mi destierro.

    Hatasu volvió a ponerse la capucha y dijo en tono sombrío:

    – No me provoques a probar lo que puedas atreverte, porque el mando supremo aun descansa solo en mi mano, y el pueblo de Egipto bien podría preferir a la hija legítima de la reina Aames al bastardo engendrado por el capricho de un faraón. Solo tienes razón en un punto: rechazo la idea de matarte, no por miedo, sino porque soy demasiado poderosa para tener que recurrir al asesinato.

    Y, sin esperar respuesta alguna, dio la espalda y se dirigió a la salida del callejón. Tutmosis permaneció inmóvil durante unos momentos, sumido en sus pensamientos.

    – Después de todo, mujer orgullosa, deberás compartir el trono conmigo – murmuró al fin –. Y luego erigiré monumentos que superarán al tuyo en grandeza y magnificencia.

    La reina había regresado al barco. Dos oficiales, que habían observado desde las sombras de los edificios, siguieron y, tomando los remos que descansaban en los bancos, movieron el barco a la orilla opuesta del río. Treinta minutos después, atracaron en una pequeña escalera, escondidos por tupido follaje de los inmensos jardines que, desde este lado, rodeaban la residencia real. Hatasu saltó suavemente sobre los escalones y entró en un callejón en sombras. Uno de los oficiales y el primer remero la siguió, mientras el otro se retiraba con el bote. Llegando a la puerta que daba acceso a un ala del palacio, la reina, volviéndose, dijo:

    – Ya no te necesito, Semnut; puedes retirarte con Hui.

    Sin prestar atención a los saludos de los dos hombres, sacó una llave de su cinturón, con la que abrió una pequeña puerta y, con pasos rápidos y ligeros, caminó por pasillos y escaleras desiertas; abrió una segunda puerta y, levantando una pesada cortina que la disimulaba, entró en gran cámara débilmente iluminada por una lámpara. Al final del recinto, sobre una plataforma, cubierta con pieles de leones, se levantaba una cama, rodeada de ricas telas, y al lado de la cual, adormilada, vieja esclava, con la frente apoyada en el primer escalón. Hatasu, después de arrojar la capa en una silla, acercándose a la dormida, tocó con el pie a la criada, quien, levantándose sobresaltada, se postró al reconocer a la reina.

    – Date prisa, Ama, levántate y trae mis ropas de mujer. No llames a nadie; solamente tú me vestirás.

    Mientras la esclava la ayudaba en silencio a ajustarse la amplia túnica blanca, acomodó el cinturón y le puso en la cabeza de cabello rizado una banda ancha, de repente Hatasu preguntó:

    – ¿Se ha notado mi ausencia? ¿El rey preguntó por mí?

    – No, real señora, no pasó nada durante su ausencia – respondió la anciana. El rey – ¡que los dioses lo bendigan! – durmió, creo, y el viejo Tiglat, según tus órdenes, no abandonó la cabecera. Pero ¿no quieres descansar un poco, o permitirme que te sirva un vaso de vino? ¡Estás pálida y te ves tan cansada...!

    – No, mi fiel Ama, no estoy cansada, y quiero ir a ver al rey – respondió ella, envolviéndose en un amplio velo transparente que la esclava le dio.

    Atravesando muchas habitaciones, llenas de mujeres, la reina caminó por una amplia galería, en la que vigilaban centinelas, las habitaciones de su hermano. Dos oficiales, inmóviles, parecidos a estatuas, levantaron cortinas de gruesa tela fenicia, y entró en la cámara del rey, amueblada con la más grande pompa. Sobre una cama de oro macizo yacía un joven, pálido y demacrado, sumergido en sueño profundo. A la cabeza, sentado, un anciano de barba blanca, que se levantó rápidamente, con los brazos cruzados sobre el pecho y se inclinó con reverencia. Hatasu, inclinada sobre Tutmosis, examinó atentamente sus facciones exhaustas. Después de unos momentos de tal contemplación, levantó su busto, suspirando.

    – Entonces, Tiglat, ¿qué pasa con el estado del rey? – Preguntó, indicándole al anciano que la siguiera al otro extremo de la habitación.

    – Por el momento, el faraón está mejor y saca fuerzas del sueño; pero no puedo ocultar, ilustre reina, que no debes creer en un restablecimiento completo del rey. Ni siquiera yo sé por cuanto tiempo los dioses le permitirán conservar su vida.

    Hatasu se quedó en silencio. Despedido con un gesto, el anciano ocupó su lugar junto al lecho del enfermo, mientras se hundía en una silla, entregada a pensamientos dolorosos y ocultos. El hombre débil e inactivo, que nominalmente compartía el trono con ella, iba a morir. Más de una vez había habido malentendidos entre ellos, pero, aun así, ella se arrepintió, porque desapareciendo el rey, se abría un vasto campo a las intrigas de los enemigos. Sabía que, para mantener el lugar vacío por el muerto, era necesario sostener una lucha encarnizada contra sus adversarios, a quienes despreciaba por ser maleables de carácter y astutos, y que se volvían más temibles, porque, al despojarse de cualquier escrúpulo, ellos, los sacerdotes, reclutarían bajo sus leyes a la mafia grosera que adoraba su función de intermediarios entre el pueblo y la deidad. Y el oponente que se le opuso, este joven Tutmosis, que ella había exiliado desdeñosamente – ahora ella había verificado personalmente – era de un temperamento muy diferente del que yacía en la cama, convirtiéndose así en la lucha de iguales.

    Agitada por la impaciencia nerviosa, se levantó, sintiendo que la atmósfera de esa habitación se sentía pesada y sofocante. En la habitación contigua, una escalera de caracol conducía a la pequeña torre, por encima del nivel del palacio. La subió rápidamente y llegó a una terraza, en cuyo parapeto apoyó los brazos. El aire fresco y refrescante de la noche enfrió su frente ardiente y alivió su pecho agobiado. Desde la altura donde se encontraba, se desplegaba un paisaje admirable: a sus pies tendidos Tebas durmiente, con sus palacios, templos y jardines; el Nilo, rebosante, rodeó como toalla reluciente la inmensa capital, y allí, muy lejos, en la orilla opuesta del río, se elevaba el colosal monumento, sostenido por las rocas doradas que lo rodeaban: era la tumba que había construido, a pesar de todos los obstáculos, a pesar de la oposición cercana y rutinaria de una casta orgullosa, enemiga de cualquier innovación. El sentimiento de orgullo satisfecho y la conciencia de su poder encendieron el corazón de aquella mujer ambiciosa y ávida de mandar; la nube que le había oscurecido la frente se disipó y una energía indomable brilló en sus ojos negros.

    – Bendito país de los dioses – susurró –, mientras viva, nunca otra mano tomará tu cetro; tu trono vale una batalla, incluso poniendo la vida en juego. que los dioses decidan a quién le darás la victoria. ¿A Tutmosis o a mí?

    III.–

    LA MOMIA DADA

    EN PROMESA

    En una de las calles más hermosas de Tebas había una casa elegante, pintada en colores brillantes. Dos grandes mástiles, frente a la puerta del edificio, demostraban la jerarquía y la riqueza de su propietario, que era el noble Pair, que conocimos con motivo de la fiesta del Nilo. En la parte posterior de la casa se veía un jardín de tamaño mediano, muy bien cuidado y lleno de flores. Algunos días después de los hechos narrados en el capítulo anterior, encontramos a Pair, su esposa y su hermosa pupila Neith reunidos en una pequeña habitación contigua al jardín, cuya exuberante vegetación se mostraba a través de las barandillas que servían para sostener un lado del muro que quedaba abierto. La conversación era tempestuosa, porque Pair había dejado la silla donde había estado sentado y estaba gritando, gesticulando con los brazos:

    – Tan cierto es que el Nilo se desborda cada año, como es cierto que serás la esposa de Hartatef, que él te adora y a quien yo, tu tutor y tu hermano, Mena, damos la bienvenida al pedido de matrimonio contigo.

    – ¡No! ¡Nunca! Detesto a Hartatef – exclamó Neith con los ojos encendidos. ¡Es a Keniamun a quien prefiero, y será con él con quien me casaré!

    Fuera de sí, golpeó la mesa con el abanico de plumas que tenía en la mano.

    – ¡Con ese mendigo, cuyas únicas posesiones son la espada y el gorro, quieres casarte! – Exclamó Pair, levantando los brazos y los ojos hacia el cielo –. ¿Y por él repeles a Hartatef, inmensamente rico y cuya alianza agregará tanto brillo a nuestra casa? Afortunadamente, estamos aquí para detener las locuras de una niña que no quiere entender nada; y yo, tu tutor, declaro que te casarás con Hartatef. Hoy, durante la fiesta, los presentaré en calidad de novios; de nada sirve, por tanto, irritarse para resistir la resolución irrevocablemente asentada.

    Y, pasando su mano por su rostro púrpura, se volvió hacia Satati, quien estaba de pie junto a la mesa de manualidades de mujeres y todo lo escuchara en silencio:

    – Tengo que salir – dijo –, pero te encargo de calmar a esta niña y hacerla escuchar la voz de la razón.

    Satati se levantó rápidamente y, con una dulce sonrisa enmarcando su rostro, se acercó de la joven, cuya figura flexible abrazó tiernamente.

    – Neith, querida, cálmate y cree en nuestro cariño, que es solo para tu felicidad. ¿Serás tan irrazonable, preferir a un hombre nulo y oscuro, como Keniamun, al rico Hartatef, que posee el palacio más hermoso de Tebas, ocupa un puesto alto y disfruta de la protección de Hatasu? Con él te espera un futuro brillante, sin olvidar que es un hombre hermoso, y te ama apasionadamente.

    – ¡Déjame! – Explotó Neith, repeliéndola con rabia –. Odio a Hartatef, desdeño su amor, y no puedo entender por qué debo ser su esposa. Somos bastante ricos sin su oro; y la protección de Hatasu puede elevar a Keniamun tan alto como Hartatef. ¡Me arrodillaré ante la reina que es tan amable conmigo, y sabrá liberarme de un matrimonio que me horroriza!

    Una nube de inquietud ensombreció el rostro moralista de Satati por un momento; pero, dominándose, tomó amigablemente la mano de la joven para agregar:

    – Mi querida Neith, te aseguro que tal iniciativa, además de inconveniente, no cambiará nada, porque no hay necesidad de reconsiderar esta decisión. Ahora cálmate y trata de vestirte solo porque ya es hora de cuidar tu "toilette", y, si no te gusta vestirte para tu novio, trata de ser bella para Keniamun, quien también asistirá al banquete.

    – ¡Por supuesto! No quiero complacer a Hartatef en absoluto, y si Pair se atreve a la prometida presentación en la calidad de mi prometido, haré un escándalo, declarando, ante todos, que lo rechazo. Entonces apelaré a la reina, y solo obedeceré su decisión.

    Levantándose salvajemente, retiró violentamente la mano que Satati había tomado y se fue, con tal ímpetu que chocó con toda su fuerza con un hombre que entraba. Y, sin

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