Los sustitutos de Eyerhouse
Por Alex R. Ander
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Alex R. Ander
Alex R. Ander nació el 10 de mayo de 2004, en la Ciudad de México. A los seis años, su familia se mudó a la ciudad de Querétaro, donde actualmente cursa sus estudios. Desde la infancia, demostró gran interés por la lectura y, más adelante, por su verdadera pasión: la escritura. En el año 2017, a sus apenas trece años, participó en el concurso de literatura infantil «El Pequeño Gran Escritor», convocado por la editorial El Gran Escritor, presentándose en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, obteniendo el primer lugar en su categoría y publicándose así su relato El Gran Acto de Grace Tulinn. El ejemplar que posee en sus manos, es su segunda obra publicada.
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Los sustitutos de Eyerhouse - Alex R. Ander
Primera edición, 2018
© 2018, Alex R. Ander.
© 2018, Par Tres Editores, S.A. de C.V.
Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués,
Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro.
www.par-tres.com
direccioneditorial@par-tres.com
ISBN de la obra 978-607-9374-87-7
Diseño de portada
© 2018, Diana Pesquera Sánchez.
Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes.
Alex R. Ander nació el 10 de mayo de 2004, en la Ciudad de México. A los seis años, su familia se mudó a la ciudad de Querétaro, donde actualmente cursa sus estudios. Desde la infancia, demostró gran interés por la lectura y, más adelante, por su verdadera pasión: la escritura.
En el año 2017, a sus apenas trece años, participó en el concurso de literatura infantil «El Pequeño Gran Escritor», convocado por la editorial El Gran Escritor, presentándose en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, obteniendo el primer lugar en su categoría y publicándose así su relato El Gran Acto de Grace Tulinn.
El ejemplar que posee en sus manos, es su segunda obra publicada.
Para el Gnomo,
quien pese a todo, siempre me apoya y respalda todas mis locuras, mis ideas sin aterrizar, mis incontables proyectos, sueños, a los que ha dado cabida en su gran bondad.
Para Papito,
un pilar fundamental en mi vida, y la persona que me ayudó a colocar el primer ladrillo de mi trayectoria literaria, estando a mi lado para colaborar en mi ascenso, peldaño por peldaño.
Para la Chimuquita,
a quien no es suficiente las palabras para agradecer, mucho menos para recompensar, y a quien le debo prácticamente todo.
Sueños plácidos
Los deseos de extirparse los ojos de las cuencas y desgarrar su piel en jirones aumentaban con cada segundo que pasaba en aquella maldita finca. No soportaba más la sensación de poseer las inquietas uñas mordisqueadas, clavadas entre sus palmas. No faltaría mucho para que los primeros atisbos de sangre saliesen a la luz. Y para que alguna señal de locura apareciese, silenciosa y admonitoria, en su decadente vida.
Los pensamientos más tortuosos llevaban más de una hora colmándose por todos los huecos de su mente, impidiéndole conciliar el sueño. Las delgadas sábanas de su cama se hallaban desperdigadas por el suelo y portaba el camisón de encaje blanco que llevaba por pijama, arrugado y sucio de los otrora impolutos bordados. Un grito resonaba por los muros de su atormentada cabeza.
No podía apreciar la tersura de la ventana de su habitación y la fría lluvia estival recorriéndola y dejando unas palpables huellas heladas a través del vidrio. Únicamente se distinguían grotescos borrones desdibujándose entre sí. Era como si en cualquier momento, la furibunda tormenta pudiese arrasar con aquel insignificante trozo de vidrio y llevársela al mismo Infierno. La monstruosa tempestad galopaba, indispuesta a aminorar, bestial e indómita como un frisón salvaje y desbocado por los lustrados techos de tejo avellanado. Los abetos que cercaban el solar se agitaban en violento vaivén, repantigando las empapadas hojas y ramas por los alrededores. Los relámpagos surcaban la negrura total del cielo, irguiéndose sobre la casa principal en deslumbrantes fustazos.
Los aceitunados ojos de Arabella Conway estaban inmersos en calientes lágrimas. El maltratado cabello pajizo se desplomaba, desaliñado, por los costados. No podía más.
En cualquier momento, en cualquier mísero momento, Reese Collingwood podría desaparecer y jamás regresar. ¿Qué les diría a Roger y a Josephinne? Nunca podría explicarles. Nunca. Ahogándose en sus propios pensamientos, Arabella Conway no advirtió las pisadas provenientes del pasillo. No las advirtió hasta que era demasiado tarde. Hasta que el lejano y distante llanto de la bebé llegó, desgarrador, a sus oídos. Apresurada y con el corazón a punto de estallar, Arabella Conway salió precipitada hacia la puerta de su habitación, adentrándose en la oscuridad. Quizá para no volver nunca.
Un furioso trueno rugió por arriba de ella, haciendo temblar las vigas del edificio y sacudiendo sus cimientos. Eyerhouse gimió lastimosamente, desde todas sus numerosas coyunturas y ángulos. El pasillo se encontraba solitario y sumido en las imperiosas tinieblas. Ni siquiera se alcanzaban a apreciar los exuberantes diseños chinoserie pintados a mano que tapizaban las paredes de madera de palo rosa o los relucientes candiles de cristal que engalanaban los tejados. Sin embargo, se podían divisar dos esferas rojas al fondo del extenso corredor. Dos esferas achicharrantes, de un color rojo tan intenso que obligaba a rehusar la mirada. Dos esferas malignas atravesando la oscuridad como dos cuchillos seccionando un trozo de carne. Dos esferas, estáticas y aferradas con ahínco a Arabella Conway, penetrando su alma con malicia.
«Esto no puede estar sucediendo», se repetía, desesperada, en su cabeza, mientras intentaba retroceder y alejarse corriendo de ahí para siempre. No obstante, sus pies no reaccionaban, se hallaban congelados como un par de carámbanos de hielo incrustados en el suelo. Un desmesurado ardor ascendió por todo su cuerpo y se estableció en su cuello, cerrándole la tráquea e imposibilitándole la respiración.
–¡Ayúdenme, por favor! ¡Necesito rescatarla, necesito rescatarla!…
Los demoníacos ojos carmesí resplandecieron.
De repente, Eyerhouse se ladeó por completo, girando en todas direcciones como un enfermizo carrusel.
Lo último que sintió antes de ser tragada por las sombras, fueron aquellos ojos observándola con maldad. Y los agónicos gritos de Reese Collingwood fulminándose en el aire.
Eyerhouse finalmente la devoró. Aunque todavía no estaba satisfecha…
Canción de cuna
El bebé.
Su bebé.
Ya no estaba ahí.
¿Dónde demonios se encontraba Kelly? Debía de estar atenta y en incesante estado de alerta, pero no lo estaba. Por más que le ordenó el día anterior que permaneciese despierta, no había rastro de la niñera. Lo único que quedaba de ella era una un montón de huesos calientes y ennegrecidos hundiéndose por arriba del somier.
Josephinne corrió a través de las catacumbas abovedadas, tapiadas por los interiores más escabrosos de Eyerhouse. Se sentía el mal en todas sus formas. Por peores que estas fuesen. Desde las indeseadas premoniciones, Josephinne recorría, vigilante y paciente, todos los lugares de Eyerhouse. Su paseo nocturno comenzaba en el porte-cocheré y desembocaba en las pistas de tenis. Debía estar pendiente en momento absoluto. Absoluto. Había visto cosas abominables ahí adentro sin perder la nimia y tintineante cordura; pero soportaría cualquier obstáculo para salvar a su Reese. Así que corrió, corrió y corrió aún más. Eyerhouse rugía. Su bebé lloraba.
El Demonio carcajeaba.
Avanzó a trompicones por la escalinata de piedra en forma de caracol y ojo y al llegar a la siguiente planta, el Demonio la esperaba, atroz y desafiante. Josephinne no dudó ni un segundo más, su Reese aguardaba y su vida pendía de aquello.
Encaró al Demonio, enarbolando el alargado cuchillo de cocina que reservaba para la ocasión.
La mujer gritó de rabia y atacó…
PRIMERA PARTE
Especulaciones
Capítulo I
Quebrada como un espejo
Pese a que la dicha de los Collingwood parecía ser eterna y afortunadamente interminable, la buena suerte llegó a su fin ese turbulento y nauseabundo catorce de Octubre, cuando dejaron de ser un acaudalado y prominente matrimonio londinense para transformarse en carne fresca y jugosa.
Últimamente la presuntuosa y bien posicionada mansión de Belgravia en la que llevaban residiendo cinco años, les resultaba aburrida y minúscula. Como si las espaciosas habitaciones y los alargados corredores se fuesen encogiendo con el paso del tiempo, volviéndose cada vez más claustrofóbicos. O por lo menos así lo expresó la altiva Josephinne Collingwood cuando le espetó en el rostro a su marido todas las razones por las que se quería marchar lo más pronto posible de la urbe londinense. Además, la bebé Reese ya cumpliría sus dos primeras primaveras y su madre repudiaría que su hija fuese obligada a crecer en una hollinada, escandalosa e inmunda Londres. La oportunidad de asentarse en la solemnidad que entrañaba aquella finca campestre era prometedora. Tanto Roger, como Josephinne y su hijo primerizo, Neville, de doce años, se hallaban en pleno hastío del frenesí citadino. Necesitaban desesperadamente un cambio de aires, verde y aislado de la exasperante sociedad, por más provinciana que sonase esta decisión.
Arabella Conway, la menuda y honrada doncella de los Collingwood desde hacía