Acoyani: El niño y el poeta: Acoyani: El niño y el poeta
Por Roberto Peredo
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Roberto Peredo
Roberto Peredo colabora en varias revistas y periódicos nacionales. Sus cuentos para niños han sido adaptados al teatro. Su obra ha merecido numerosos premios y reconocimientos.
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Acoyani - Roberto Peredo
1
ACOYANI
Acoyani entró corriendo a la habitación y tropezó con un jovencito, a quien no ofreció disculpas porque ni cuenta se dio de la colisión que acababa de tener; dejó sus sandalias, respiró agitado, jaló una estera y se sentó en ella, frente a su maestro.
—Dime, Acoyani, ¿qué tienes pensado hacer hoy?
La voz del noble y sabio Iquéhuac resonó en los oídos de Acoyani como un tambor-atabal. Acoyani se quedó pensativo, su mente transportada lejos de ahí, más allá de las murallas que protegían su ciudad, y más allá de las cañadas y de las montañas.
—¿Qué me dices, Acoyani? ¿Qué tienes pensado? —repitió el educador.
—¿Mmmh? Hacer… debo hacer las tareas; hay algunos cantos que debo aprenderme… —contestó el pequeño titubeando, como si al responder pensara en algo que las preguntas le hubieran recordado.
El maestro sonrió complacido, con la certeza de que su alumno había alcanzado la madurez de él esperada.
¡Ah!, si supiera lo que estaba pensando el muchachito de doce años, a quien había educado con tanto esmero desde que tenía seis.
Pero aunque conocía muchas cosas de él, la hazaña que realizaría durante aquella jornada lo asombraría al igual que a todos los habitantes de la ciudad rodeada de agua —la noble, grande y eterna capital de los mexicas, Mexico-Tenochtitlan— y, aunque parezca increíble, asombraría también a los habitantes de otras ciudades e, incluso, a quienes vivían en reinos distantes, y es que…
Podría pensarse que el día de hoy es un día común y corriente, pero no lo es, no al menos para el niño mexica llamado Acoyani.
Hoy, a sus doce años, ha decidido realizar uno de sus sueños más anhelados: conocer a nuestro muy amado y reverenciado señor Nezahualcóyotl, el rey poeta.
Acoyani —cuyo nombre quiere decir: el que eleva su corazón— era muy peculiar, un niño inteligente y un tanto distraído.
—¡Despierta, Acoyani! Se te está haciendo tarde otra vez —le gritaban frecuentemente cuando el chiquillo, que debía recoger leña para los rituales, se quedaba viendo con obstinación las estrellas que titilaban a lo lejos, sobre su cabeza; o cuando interrumpía la recolección de hojas, raíces y flores para los ungüentos medicinales, y se detenía a observar las pequeñas hormigas que correteaban por sus senderos; o cuando habiendo salido al lago a cazar los mosquitos-aneneztes, se ocupaba en hundir en el agua una larga caña tan sólo para ver cómo se arremolinaban a su alrededor diminutos peces, a los que arrojaba porciones del alimento que llevaba en su itacate.
—¡Despierta, Acoyani! Los peces son para que nos alimentemos nosotros, no para que los alimentes tú.
En un principio, el señor Iquéhuac cobijaba muy pocas esperanzas acerca de lo que podía hacer con él; ya el tiempo se encargaría o no de darle la razón. Mientras tanto, el pequeño aprendiz le proporcionaba más de un dolor de cabeza.
Había ocasiones en que Acoyani simplemente se quedaba viendo hacia el horizonte, como si buscara algún indicio de tormenta, o como si esperara a alguien que nunca llegaba. En otros momentos parecía tan ensimismado que, se podría decir, nada veía de lo que pasaba frente a él. No pestañeaba, no sonreía; sólo parecía acechar los confines, como un gran capitán cuando estudiaba el campo de sus futuras victorias.
En ocasiones, canturreaba mientras iba pateando las piedrecillas del camino, con la cabeza baja, como si buscara en el suelo algún animalillo interesante.
Sí, Acoyani era distraído… y soñador.
Quizá el que fuera así no le hubiera traído demasiados problemas de haber nacido en otro lugar y entre otra gente, pero Acoyani había nacido entre los mexicas, un pueblo de guerreros, agricultores, comerciantes y sacerdotes, quienes valoraban más que ninguna otra cosa el estar alerta y poner los pies bien fijos sobre la tierra.
Ocupados desde hacía tiempo en luchar por un lugar propio donde establecer su ciudad capital, desarrollar su propia producción agrícola, asentar sus mercados y sus centros religiosos, y cazar sin que otros les reclamaran las piezas obtenidas, el pueblo de Acoyani había tenido poco tiempo para trabajar en las artes y en la literatura.
Y aunque había entre ellos quienes se dedicaban a la escultura, a la cerámica y a la arquitectura, muy pocos se dedicaban a trabajar en los libros de pinturas.
Curioso como esto puede parecer, Acoyani había descubierto que, luego de pasar una noche sin techo alguno sobre su cabeza, bajo el manto inmenso de las estrellas, sentía una fuerza irresistible que le pedía poner en cantos sus pensamientos.
Era una lástima, le parecía, que esos pensamientos con frecuencia no correspondían a los de sus maestros y compañeros de escuela; menos aún a los de los sacerdotes, gobernantes o militares, quienes generalmente encargaban a los escritores poemas para celebrar sus hazañas guerreras; para mencionar los linajes de las casas reales; para contar algún evento importante de su historia, o simplemente para disfrutar las creaciones que, sobre cuestiones vanas e intrascendentes, hacían no pocos de los escritores de la corte.
Él no sabía que esa fuerza irresistible toca a los poetas, y que los niños poetas no saben lo que significa hasta que se vuelven mayores y se dedican a componer cantos, con ritmo y rima; cantos que tratan sobre todo aquello que de hermoso, de terrible, de interesante, de noble o triste, encuentran en la naturaleza y en los seres humanos.
Lo sorprendente es, ya lo hemos dicho, que esto le ocurriera a Acoyani, nacido y educado entre guerreros y comerciantes, y por si fuera poco, en tiempos de guerra y de comercio.
—Señor Iquéhuac, ¿por qué nuestros antepasados decidieron venir acá, desde el lugar que llamaban Aztlan? —había preguntado Acoyani un día, durante la clase de historia.
Entre las cosas que se aprendían en la escuelacalmécac quizá la principal era la historia, tanto la del pueblo mexica como la de los otros pueblos de la comarca, y también la de las naciones más lejanas.
Fue ahí donde Acoyani aprendió algunas cosas sorprendentes sobre las personas que habían fundado la grande y eterna ciudad de MexicoTenochtitlan, como gustaban llamarle los propios ciudadanos a tan singular metrópoli.
—Señor Iquéhuac, ¿por qué nuestros antepasados decidieron salir del lugar donde vivían? ¿Ya no les gustaba?
El educador sonrió antes de contestar, con esa condescendencia que le reservaba particularmente a Acoyani y a sus preguntas inocentes pero no carentes de inteligencia.
—Aztlan les gustaba y mucho; era su hogar y lo había sido por cientos de años. Tanto les gustaba, y la querían tanto, que se hacían llamar aztecas, los que viven en el lugar de las garzas; o los que viven en el lugar de la blancura, que también eso quiere decir Aztlan.
—Entonces, ¿por qué se fueron de ahí…? —Acoyani se empecinaba en sus preguntas, porque todo lo quería entender.
—Bueno, es una historia difícil de explicar. ¿Recuerdas algunas de las cosas que te han dicho tus profesores sobre cómo tratar a