En un reino del desierto
Por Caitlin Crews
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El jeque Tarek necesitaba una reina. Su país había pasado por una época convulsa y el hecho de que en su palacio hubiese una bella prisionera ponía a toda la nación al borde del colapso. Hasta que Tarek se dio cuenta de que la doctora Anya Turner podía ser justo lo que había estado buscando…
Anya no podía creerse que el jeque le hubiese pedido que se casase con él, pero el deseo que había entre ambos tenía sus propias reglas y ella no había podido resistirse a él. Sería reina, pero ¿podría llegar algún día al duro corazón de su marido?
Caitlin Crews
Caitlin Crews descobriu os romances aos 12 anos e desde então começou seu relacionamento sério com histórias de amor, muitas das quais ela insiste em manter por perto. Atualmente vive na Califórnia com o marido e um grupo diverso de animais.
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En un reino del desierto - Caitlin Crews
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Caitlin Crews
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
En un reino del desierto, n.º 2853 - myo 2021
Título original: Chosen for His Desert Throne
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-352-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
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Capítulo 1
EL JEQUE Tarek bin Alzalam había realizado una gran labor en el año que llevaba en el trono de su pequeño y pujante país.
Había conseguido más de lo que había perdido.
Y no solo lo decía él, pensó en el primer aniversario del fallecimiento de su padre. Era un hecho y se convertiría en una leyenda.
Estaba delante de la ventana de la alcoba real, estudiando con la mirada la próspera capital. Una ciudad, y el desierto que la rodeaba, por los que había luchado con uñas y dientes.
Y por los que siempre lucharía, se dijo mientras el sol del amanecer bañaba su cuerpo desnudo, acariciando las cicatrices que lo habían marcado durante el último año, cicatrices que llevaría siempre con honor, como manifestación física de lo que estaba dispuesto a hacer por su pueblo.
La muerte de su padre un año antes había sido triste, aunque no inesperada, ya que había sufrido una larga enfermedad. Tarek era su hijo mayor y lo habían educado para asumir algún día el poder. Había llorado la pérdida de su padre como cualquier buen hijo, pero había estado preparado para ocupar el lugar que le correspondía al frente de su país.
No obstante, su hermano Rafiq se había dejado llevar por la ambición y Tarek no había sido consciente de lo que ocurría hasta que no había sido demasiado tarde, cuando Rafiq había intentado hacerse con el poder por la fuerza. Ese era el motivo por el que Tarek había tenido que iniciar su reinado más como un guerrero que como un rey.
Pero su hermano no era el único de la historia de su país que había resultado ser un traidor. La cercanía al trono volvía locos a algunos hombres.
Y él, como rey, podía entenderlo.
Como hermano, sin embargo, jamás lo comprendería, pero prefería no pensar en ello.
Porque no iba a encontrar una respuesta ni iba a evitar el sufrimiento.
Su madre siempre le había dicho que el amor era para los débiles y Tarek estaba decidido a no volver a cometer aquel error. El amor ciego que había sentido por Rafiq había estado a punto de costarle el trono.
Y la vida.
Pero la torpe y mezquina revolución alentada por su hermano se había terminado. Toda la nación aceptaba a Tarek, lo celebraba, y él prefería pensar que aquel año le había dado más cosas positivas que negativas.
Algunos gobernantes no tenían la posibilidad de demostrar a su pueblo lo que valían, pero él había podido hacerlo, con distinción.
Había demostrado su buen juicio y su compasión, porque no había eliminado a su hermano cuando había tenido la oportunidad de hacerlo a pesar de que, de haber conseguido su objetivo, Rafiq habría sido capaz de colgarlo a él del minarete más alto de la ciudad.
Tarek también podía haber reaccionado de manera apasionada, pero había preferido estar tranquilo. Era un rey, no un niño.
El juicio de Rafiq había sido público, para que todo el mundo pudiese juzgar los múltiples crímenes cometidos por el que había sido su querido hermano contra él y contra su país.
Su hermano había intentado matarlo, pero él seguía vivo.
Y Rafiq estaba en una celda, no en el corredor de la muerte.
–Para que veas cuánta es mi misericordia –le había dicho a su hermano el día de la sentencia–. No voy a exigir tu sangre, hermano, sino solo tu penitencia.
Y, en esos momentos, Tarek sentía que por fin todo estaba tranquilo, que el polvo del desierto se había asentado. Había solucionado el caos causado por su hermano y era el momento de guardar las espadas y empezar a pensar en asuntos más domésticos.
Suspirando, dio la espalda al sol. No le hacía falta mirar los retratos que colgaban de las paredes de palacio. Reyes que se remontaban a épocas medievales, señores de la guerra y tiranos, gobernantes queridos por el pueblo y santos locales, todos tenían algo en común con él: que sus asuntos domésticos tenían consecuencias dinásticas.
Había llegado el momento de casarse.
Le gustase o no.
Tras su habitual rutina matutina, Tarek recorrió los pasillos de palacio. La sede de la familia real de Alzalam era una joya del siglo XVI que sus ancestros habían cuidado con esmero, casi más que a sus propias esposas e hijos.
–El palacio es un símbolo de todo lo que se puede lograr –le había dicho su sabio padre mucho tiempo atrás–. Es una aspiración. Lo mismo que ser rey. No lo olvides jamás.
A Tarek la arquitectura no le interesaba tanto como a algunos de sus antepasados, pero sí estaba orgulloso del gran palacio, que no solo era una muestra de la gran fuerza militar de Alzalam, sino también de la pasión por el arte de su pueblo. Como muchos otros países de la península arábiga, los habitantes de Alzalam eran una mezcla de tribus del desierto y especuladores del petróleo a los que les gustaban sus antiguas costumbres, pero que también querían que el país se modernizase. Y Tarek entendía que su papel era ser un puente entre las dos.
Su padre lo había preparado y, antes de su muerte, el viejo rey había acordado un matrimonio que permitiría a Tarek guiar a su pueblo lo mejor posible hacia un futuro que tendría que conectar el desierto con el petróleo, el pasado con el presente.
Atravesó el patio central, un sereno oasis en el medio del palacio, y se dirigió hacia su despacho, donde dejaba atrás al rey y se convertía en el director general de su país, formado en la Escuela de Economía de Londres. No sabía cuál de los dos papeles valoraba más, pero mientras llegaba a la otra punta del patio, se dijo que se alegraba de poder olvidarse un poco del papel que había tenido que desempeñar durante todo el año anterior. El de hombre de guerra y general.
Por fin era todo tal y como él quería. Desde que su hermano se había rendido, no había vuelto a haber ninguna revuelta en el país. No había guerra, alborotos ni motivos para que él no pudiese concentrarse en traer herederos al mundo. Cuantos más, mejor.
Inclinó la cabeza al cruzarse con varios empleados, que se pusieron firmes o se inclinaron al verlo, y sonrió a su secretario al entrar en el despacho, porque Ahmed no solo le había demostrado su lealtad en numerosas ocasiones, sino que también le había dejado claro que lo apoyaba de manera personal.
–Buenos días, señor –lo saludó Ahmed, inclinándose ligeramente–. El reino ha despertado en paz esta mañana. Todo está bien.
–Me alegra oírlo –le respondió Tarek, aceptando los mensajes escritos en papel que este le tendía–. Ahmed, pienso que ha llegado el momento.
–¿El momento, señor?
Tarek asintió. Había tomado una decisión.
–Invita a la prometida que escogió mi padre a que venga a verme esta tarde. Estoy preparado para dar el paso.
–Como desee, señor –murmuró Ahmed, volviendo a inclinarse antes de salir de la habitación.
Tarek tuvo la sensación de que su secretario, normalmente imperturbable, lo miraba con aprensión, pero no comprendió el motivo.
Él intentó de nuevo recordar a la muchacha en cuestión. Sabía que su padre le había presentado varias opciones y que una de las muchachas le había causado buena impresión, pero entonces había fallecido el rey, Rafiq había intentado hacerse con el poder y él no había podido distraerse con mujeres.
Dejó los mensajes encima de la enorme mesa de madera que ocupaba un extremo del despacho desde que él tenía memoria y se acercó al ventanal que tenía delante, que daba a lo que se conocía como el Mirador del Rey. Era un balcón con vistas a su querida ciudad amurallada. Aquellas piedras hechas de arena que su familia siempre había protegido y protegería.
Asintió, complacido.
Él criaría a sus hijos allí. Los tomaría en brazos, como había hecho su padre, y les enseñaría lo que era importante. La gente, las murallas, el sol y la arena del desierto. Les enseñaría a ser buenos hombres, mejores gobernantes, excelentes hombres de negocios y grandes guerreros.
Pero, antes de nada, les enseñaría a protegerse los unos a los otros, no a enfrentarse.
Y si necesitaba tener treinta hijos para asegurar la paz en su reino, los tendría.
–Lo prometo –dijo en voz alta, con la vista clavada en el desierto y en el reino al que servía más que gobernaba.
No obstante, unas horas más tarde miraba sin comprender nada al hombre que debía convertirse en su futuro suegro.
–¿Puedes repetirlo? –le pidió, sentado detrás del escritorio como si aquel sillón fuese el trono, con gesto desconcertado–. Me parece que no he entendido bien.
El hombre que tenía delante no era un sirviente. Mahmoud Al Jazeer era uno de los hombres más ricos del reino, de una familia muy conocida que en el pasado había tenido aspiraciones reales. El padre de Tarek lo había considerado, además, un amigo.
Lo más probable era que aquel hombre jamás se hubiese arrodillado ante nadie, pero allí estaba, retorciéndose las manos, doblado por la mitad en una actitud tan servil que habría resultado sorprendente, incluso divertida, en otras circunstancias.
Pero lo