El arte de amar II
Por Ovídio
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El arte de amar II - Ovídio
II
EL ARTE DE AMAR II
LIBRO TERCERO
Armé a los griegos contra las amazonas, y ahora debo armar contra ellos a Pentesilea y su belicosa hueste. Volad al combate con medios iguales y triunfen los protegidos de la encantadora Venus y el niño que recorre en su vuelo el vasto universo. No era justo que las mujeres peleasen desnudas contra enemigos bien armados, y en estas condiciones la victoria de los hombres sería altamente depresiva. Tal vez alguno del montón me objete: «¿A qué su- ministras ponzoña a la víbora y entregas el rebaño a la loba furiosa?» Respondo que es injusto extender a todas las culpas de unas pocas, y que cada cual debe ser juzgada según los propios méritos. Si Menelao se queja con motivo de Helena, con mucho mayor Agamenón puede acusar a Clitemnestra, la hermana de Helena; si por la maldad de Erifile, la hija de Ta-
laión, Anfiarao descendió vivo a los infiernos sobre sus briosos corceles, tenemos a Penélope casta y fiel a su marido, en los dos lustros de la guerra de Troya y en los otros dos que anduvo errante por los ma- res. Acuérdate de Laodamia, que acabó sus días en la flor de la edad por unirse a su esposo en la tum- ba, y de Alcestes, que redimió de la muerte a su ma- rido, Admeto, con el sacrificio de la propia vida.
«Recíbeme, Capaneo, y que nuestras cenizas se con- fundan», clama la hija de Ifis, y en seguida se lanza en medio de la hoguera.
La virtud es femenina por el traje y el nombre;
¿qué tiene de extraño que favorezca a su sexo? Pero mi arte no pretende alentar almas tan grandes; a mi humilde bajel convienen velas más reducidas. Con mis lecciones aprenderán amores fáciles y les ense- ñaré el modo de conseguir sus propósitos. La mujer no sabe resistir las llamas ni las flechas crueles de Cupido; flechas que, a mi juicio, hieren menos hon- das en el corazón del hombre. Éste engaña muchas veces; las tiernas muchachas, si las estudias, verás que son pérfidas muy pocas. El falso Jasón abando- nó a Medea ya hecha madre, y bien pronto buscó otra desposada que ocupase su lecho. Teseo,
¡cuánto temió por tu causa Ariadna servir de pasto a
las aves marinas, abandonada en el desierto litoral! Pregunta por qué Filis corrió nueve veces a la playa, y oirás que, dolidos de su infortunio, los árboles se despojaron de su cabellera. Eneas goza fama de piadoso, y, no obstante, Elisa, en premio de la hos- pitalidad te dejó la espada y la desesperación, instru- mentos de tu muerte. Voy a manifestaros lo que causó vuestra ruina: no supisteis amar, os faltó el arte, sí, el arte que perpetúa el amor. Hoy también lo ignoraríais, mas Citerea me ordenó enseñároslo, deteniéndose delante de mí y diciéndome: «¿Qué mal te han hecho la infelices mujeres, que las entre- gas como desvalido rebaño a los jóvenes armados por ti? Tus dos cantos primeros los adoctrinaron en las reglas del arte, y el bello sexo reclama a su vez los consejos de tu experiencia. El poeta que llenó de oprobio a la esposa de Menelao, mejor aconsejado, cantó después sus alabanzas. Si te conozco bien, te creo incapaz de ofender a las bellas, y mientras vivas esperan de ti el mismo proceder.»
Dijo, y de la corona de mirto que ceñía sus cabe- llos arrancó una hoja y varios granos y me los rega- ló. Apenas recibidos, sentí la influencia de un nu- men divino, la luz brilló más pura a mis ojos, y el pecho quedó aliviado de su carga abrumadora.
Puesto que me alienta el ingenio, aprended, lindas muchachas, los preceptos que me permiten daros el pudor, las leyes y vuestro propio interés. Tened pre- sente que la vejez se aproxima ligera, y no perderéis un instante de la vida. Ya que se os consiente por frisar en los años primaverales, no malgastéis el tiempo, pues los días pasan como las ondas de un río, y ni la onda que pasa vuelve hacia su fuente, ni la hora perdida puede tampoco ser recuperada. Aprovechaos de la juvenil edad que se desliza silen- ciosa, porque la siguiente será menos feliz que la primera. Yo he