El gesto de trasmitir
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La trasmisión se convierte en el espacio vital de un encuentro más allá de las culturas y las generaciones, una experiencia que se abre al conocimiento de uno mismo y de los demás. Trasmitir un patrimonio cultural es una de las tareas de cada generación hacia las que le siguen, una tarea que hoy también se ve afectada por las dificultades que caracterizan todo tipo de trasmisión en la sociedad contemporánea.
El pequeño pero intenso libro que tienes entre manos aborda el meollo del problema, que puede resumirse en un verso del poeta René Char: "Nuestra herencia no va precedida de testamento". En una sociedad que ha perdido toda certeza cultural, de hecho, la trasmisión ya no está enmarcada por una voluntad que explique su significado y función en la vida humana.
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El gesto de trasmitir - Nathalie Sarthou-Lajus
Créditos
El gusto
de trasmitir
En diferentes edades de mi vida me he planteado la pregunta sobre la trasmisión, y he pensado que tendría que abordarla paso a paso, como cuando decidimos explorar los rincones de un paisaje familiar. Regresa de manera insistente en el cruce de nuevos caminos, en la cercanía de grandes separaciones.
Recuerdo entonces a mi madre, sentada en el borde de la cama, buceando en una extraña contemplación ante el armario vacío de mi habitación; me acuerdo también de mi padre, erguido y solitario en el andén de la estación, mientras que el tren me llevaba hacia otros horizontes.
Su nostalgia contrastaba con la excitación mezclada de inquietud que sentí al irme. Sin embargo, no había ningún lamento. La alegría perforaba detrás de las lágrimas, como un estímulo para emprender este vuelo mío sin vuelta. Cuando me convertí en madre, me di cuenta del desgarro que comporta todo nacimiento. La vida entera se me apareció como un niño que parte de viaje.
Ahora, mis hijos han crecido. La mochila que llevan en la espalda pesa casi tanto como ellos. Me dicen adiós con la mano y miro a otro lado. Así que aquí estoy en el umbral de la puerta con las viejas preguntas que regresan. ¿Qué he recibido? ¿Qué he transmitido? ¿Una carga o un tesoro?
Todos somos herederos y estamos situados en un mundo y en una historia que no hemos hecho. Pero la dificultad para nombrar lo que heredamos nos da una sensación de vértigo ante lo demasiado lleno o el vacío de la trasmisión. De repente, el olvido amenaza, el agotamiento acecha. Lo que hemos recibido como una carga y que hemos rechazado para evitar ser aplastados, nos deja desnudos y desorientados. ¿Qué clase de herederos somos si «nuestra herencia no está precedida de ningún testamento»?
A menudo se cita esta extraña expresión de René Char cuando se aborda la crisis de la trasmisión. Mi existencia y mi pensamiento están aferrados a ella porque la encuentro muy fuerte, como esas fórmulas de las que no se está seguro de captar inmediatamente su significado. ¿Qué puede significar, entonces, una herencia sin testamento? ¿Sigue siendo una herencia? ¿Quién trasmite qué y a quién?
En Les feuillets d’Hypnos, escritas entre 1943 y 1944¹, René Char se dirigía a sus amigos de la Resistencia que no estaban preparados para vivir la prueba del frente; algunos habían perdido la vida y otros una parte de ellos mismos, privada de sepultura para siempre.
El poeta presenta la dificultad a la que se enfrenta quien busca trasmitir en tiempos de prueba, ante la sacudida de todas las certezas del pasado. No dice que no haya herencia, si no que será sin testamento. El testamento asignaba un pasado al porvenir, indicaba el sentido. Sin un testamento donde se consignen los tesoros, sin tradición sobre la que inclinarse, el sentido de lo que se recibe está por reinventar.
Aunque nuestra herencia es incierta, no podemos renunciar al hecho de trasmitir. Sin trasmisión, no hay memoria de los orígenes, ni proyección en el futuro, ni cultura; nos dirigimos hacia la barbarie.
La dificultad de trasmitir ante la que se enfrentan hoy los educadores de todo tipo se refiere tanto al contenido de la trasmisión (conocimientos, creencias, valores) como al acto de trasmitir por el que hemos perdido el gusto. Sobre este gesto del trasmitir es sobre lo que me gustaría reflexionar.
No voy a abordar los debates actuales sobre la educación ni las querellas sobre los métodos pedagógicos. Trasmitir y educar son dos actos que no se confunden, sino que se superponen. Tienen diferentes tipos de resortes. Educar viene del latín e-ducere que significa «conducir fuera», para salir del estado de ignorancia y dependencia de la infancia.
La educación tiene como objetivo la emancipación de los individuos por la adquisición de conocimientos y el desarrollo de aptitudes. Para ella el niño es único y trata de que llegue a ser autónomo. Trasmitir es inscribir al ser humano en la cadena de generaciones y hacerle ver que él es uno entre otros. La trasmisión indica que nosotros no somos nuestro propio origen; recibimos una herencia y los que nos la trasmiten, la han recibido de generaciones anteriores.
Los actos de trasmisión contribuyen a la educación y a la autoformación mediante la apertura a un mundo que ya está aquí. La educación añade a la trasmisión el sentido de reapropiación personal. Y, así, sucede que los gestos de la educación y la trasmisión convergen y se aprovechan de su dinámica mutua.
El acto de trasmitir es siempre un proceso aleatorio. Se escapa y supera nuestra voluntad. Estamos constantemente rastreando las semejanzas que nos tranquilizan en la perpetuación de una herencia o un linaje, y constatamos con un asombro teñido de perplejidad que la recepción de una obra puede ser tan diversa y contradictoria como lo diferente que puede ser un niño de sus padres y hermanos o hermanas. «Es como si una gallina hubiera puesto un huevo de pato» nos dan ganas de exclamar ante de quien frustra todas las capacidades de reconocimiento.
La trasmisión humana no depende de la reproducción de uno mismo, sino de la generación de otro que suscita siempre la sorpresa, fuente tanto de asombro como de desconcierto. Es difícil que los padres no se proyecten sobre sus hijos haciéndoles tener deseos y sueños que no son los suyos. El deseo de perpetuarse, de conservar las tradiciones intactas nos persigue como rastros de un fantasma de inmortalidad. Sin