Cuatro estaciones
Por Colette y Alfredo Lèal
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Cuatro estaciones - Colette
Cuatro estaciones
colección
Pequeños Grandes Ensayos
Universidad Nacional Autónoma de México
Coordinación de Difusión Cultural
Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial
Contenido
Prólogo
Regalos de Navidad
Visitas
Primavera de mañana
Adiós a la nieve
Modelos
¿Elegancia? Economía…
Viajes
Jardines prisioneros
Vacaciones
Vendimiadoras
Pelo y pluma
Las joyas amenazadas
Demasiado corto
Por debajo
Afeites
Sombreros
Senos
Pisapapeles
Novedades
Final de otoño
Pieles
Amateurs
Bolsillos vacíos
Sederías
Lógica
Cronología de Colette
Bibliografía mínima
Aviso legal
Prólogo
De su matrimonio con Jules Robinet-Duclos, Adèle Eugénie Sidonie Landoy, mejor conocida como Sido, hereda la casa familiar que será, entre otras tantas cosas, el espacio diegético del ciclo de novelas gracias al cual Sidonie-Gabrielle Colette adquirirá una inmediata –y, hasta cierto punto, injusta– fama literaria: Claudine en la escuela, Claudine en París, Claudine se casa y Claudine se va, escritas entre 1900 y 1903. La casa […] de Robinet-Duclos, y sobre todo sus jardines
, dice Kristeva, marcan profundamente a Colette, y constituyen, junto con Sido, el centro de gravedad de su memoria de infancia
.¹ La familia perderá la casa a manos de Achille de Jouvenel, el mayor de los medio hermanos de Colette, quien la venderá en 1925. Ese mismo año, Colette comienza a escribir y publicar los textos que ahora presentamos y que, en esa primera publicación, aparecen casi como una especie de dossier de cuatro relatos brevísimos que la autora reúne bajo el título El viaje egoísta, escritos entre 1912 y 1913, inéditos hasta entonces en francés y de los que sólo hay una edición en español publicada en Barcelona en 1970. El documento intitulado Cuatro estaciones abarca, pues, de la navidad de 1924 al inicio del invierno de 1926, y creemos que hay una relación directa entre la pérdida de la casa familiar y los temas pero, sobre todo, el estilo de estos textos.
No obstante, si la nostalgia por el tiempo pasado tal como se representa en Cuatro estaciones es apenas la superficie de una sintomatología de lo que podríamos denominar la decadencia general de la modernidad, ello no se debe –o no solamente– a esta pérdida física, material, concreta, de la casa materna –aunque, como veremos más adelante, el aspecto estrictamente económico material de la casa podría jugar un papel central–: si hay un leitmotiv subyacente en la obra de Colette, éste es el duelo, en un sentido amplio de la palabra: duelo por la niña muerta y resucitada en la joven por medio de la sexualidad, diríase, ilimitada; duelo por el matrimonio y sus múltiples posibilidades, desde la incorporación de las amantes a las relaciones físicas entre Colette y el primer esposo, el escritor Willy, hasta las relaciones incestuosas con Bertrand, el hijo de Henry de Jouvenal; duelo, al fin, por la madre, el padre impotente (física y estéticamente)², y la hija: una especie de trinidad pagana. En suma, Colette interioriza la llamada decadencia de la modernidad a la manera de pequeñas muertes personales.
Hacia 1925, empero, no sólo son los ecos y espectros del jardín familiar, la omnipresencia de las flores de la infancia, incluso en un París poshausmannsiano, y el espectro de la infancia en sí misma, hundiéndose en la memoria, sino también algunos episodios aparentemente aislados de la vida de Colette los que podrían darnos las pistas para explicar estos rarísimos ensayos. El primer libro de crítica sobre la obra de Colette (Colette o El genio del estilo, de Paul Reboux) se publica precisamente en 1925, un dato que no es irrelevante si consideramos la escena francesa (y específicamente parisina) del momento –sin más, estamos hablando de Gide, Cocteau, Proust…, todos ellos, por cierto, amigos de Colette. Ese mismo año, Colette envía a su hija a Inglaterra, deshaciéndose definitivamente no sólo de ella sino de su cuasi imposibilidad de ser madre;³ y, finalmente, aunque no de menor importancia, ese año se encuentra con (el entonces aún desconocido) Walter Benjamin, quien le plantea una simple prguta: ¿Debe la mujer participar de la vida política?
Colette matiza su respuesta
, afirma Kristeva, ciertamente, alaba las capacidades de las mujeres, pero no sin insistir… ¡en la menstruación, que las hace imprevisibles, lo que no sería un punto a favor de su incursión en la política!
.⁴ El sentido mismo de la cronología lineal de los ensayos, que abarcan dos años enteros de la vida cotidiana de Colette –y, podríamos decir, dos de los más anodinos, si bien, no hay que olvidarlo, no estamos ya ante la joven autora del ciclo de Claudine (1900-1903), ni siquiera ante la escritora, joven aunque experimentada, de La vagabunda (1910), sino ante una autora de 52 años–, es el de desplegar una crítica contra ese tiempo medido, fragmentado, cíclico que, a su vez, encubre o, mejor dicho, posibilita otro ciclo, el ciclo del capital por excelencia: producción, circulación, consunción. El sujeto moderno, a ojos de Colette, es un correlato exacto de ese proceso; por ello está destinado a su consunción última, que no es ya la muerte como lo era para los románticos, sino sencillamente la caída perpetua o, mejor dicho, el desgaste infinito.
De este modo, la naturaleza, por ejemplo, cumple una función fenomenológica en los textos de Colette; tiene un aparecimiento que se ha deslindado de la forma natural stricto sensu⁵ y que adquiere un valor solamente cuando se consume, cuando se in-corpora a las condiciones de una exasperante normalidad. Naturaleza y deseo hacen cuerpo dentro (y fuera) del cuerpo, como una especie de fortaleza que se construye ya no según las leyes de la necesidad sino de acuerdo con aquellas de la demanda: los colores se trasladan de las flores y el paisaje a la ropa, a las actividades del hombre convertido en niño, convertido a su vez en amante, pleno de satisfacción, derrotado por la fuerza que (lo) ha deglutido. Ello da como resultado una terrible actualidad a las reflexiones de Colette, lo cual podría explicarse por dos sencillas razones: primero, porque surgen de la detallada atención que pone en lo cotidiano, en lo que la rodea –en el mejor estilo del pensamiento cartesiano, a saber, partiendo de la duda que todo lo toca excepto al propio yo que duda
–; y, en segundo lugar, porque Colette, al abordar los temas cotidianos, no pretende agotarlos sino que esboza algunos trazos para futuras reflexiones –en la mejor tradición pascaliana, a su vez, de algún modo, heredera de Montaigne, donde el fragmento inconcluso y próvidamente fechado sirve para detener el curso de la historia en un sentido lineal, progresista, providencialista incluso, y llevarla, así, a los confines de la trascendencia. He ahí la grandeza de Colette y la importancia que, creemos, tienen estos textos donde la autora reúne, en unos cuantos retratos cotidianos, las dos grandes corrientes del pensamiento francés –y, podríamos decir, europeo, occidental, moderno: la Ilustración (de Descartes a Kant) y el romanticismo (de Pascal a Hegel).
Sin duda podrá parecerle al lector de este volumen ciertamente hiperbólico que una serie de textos que hablan de trineos, vestidos o animales salvajes que se esconden en las calles y edificios de París comporten un grado tan elevado de reflexión en torno a la modernidad. Empero, es precisamente el carácter cotidiano de la modernidad lo que redimensiona los textos de estas Cuatro estaciones. Dicho de otro modo, para Colette lo moderno es terriblemente complejo por su aparente cotidianidad, por su peligrosa normalidad. Esa normalidad se refiere constantemente a la distancia –será mejor decir, a la tensión– entre la niñez y la adultez, una normalidad de reglas y convenciones que no terminan de desdibujar los paisajes del romanticismo finisecular y su negativo por excelencia, a saber, la Belle époque, pero que, al mismo tiempo, al ser incorporada a la serie específica de trabajos que exige la modernidad para poder concretarse, tampoco es del todo una imagen fija e inamovible de los inicios del siglo xx y el proceso, ya desde entonces indetenible, de globalización. Si bien Colette y su obra se encuentran en esa especie de limbo entre el siglo xix y el xx, su crítica –en un sentido profundo, es decir, como prognosis– puede parecer mucho más cercana a nosotros que a los lectores a los que de hecho estaba dirigida. A diferencia de los autores descomunales de la modernidad temprana (Proust, Joyce, Kafka, Mann, Musil, la propia Virginia Woolf), la reflexión de Colette es verdaderamente un espejo que muestra ambas partes de la modernidad al mismo tiempo: por un lado, la imagen que se proyecta desde el fondo –y cuyo origen es intrazable, si no es que inexistente– y, por otro, la imagen proyectada por ésta, es decir, la copia y el original
en el mismo momento, separadas tan sólo por un doblez, un pliegue que generalmente se encuentra cifrado en la subjetividad de la voz de la autora. No es, entonces, un efecto de la nostalgia a lo que asistimos en sus textos sino el encuentro de lo que fue y no ha terminado de ser con lo que, sin