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Violencia y crimen en América Latina: Representaciones, poder y política
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Libro electrónico584 páginas7 horas

Violencia y crimen en América Latina: Representaciones, poder y política

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Violencia y crimen en América Latina ofrece un análisis original e interdisciplinario sobre las razones históricas, culturales y políticas detrás de la actual crisis de inseguridad que afecta a la región.
A partir del análisis de las representaciones y los discursos sobre la violencia, este libro demuestra que ni las causas puramente económicas ni
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 mar 2021
Violencia y crimen en América Latina: Representaciones, poder y política
Autor

Gema Kloppe-Santamaría

Gema Kloppe-Santamaría es profesora en el Departamento de Historia de la Universidad de LOyola, en Chicago. Fue profesora y directora de la licenciatura en Relaciones Internacionales en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). Es doctora en Sociología y Estudios Históricos por la New Shool for Social Research, y maestra en Género y Política Social por la London School of Economics. Es editora principal del libro Seguridad humana y violencia crónica en México: Nuevas lecturas y propuestas desde abajo (Porrúa, 2019) y autora de In the Vortex of Violence: Lynching, Extralegal Justice, and the Stante in Post-REvolutionary México( University of California Press, 2020). David Carey Jr. es profesor y Doehler Chair del Departamento de Historia de la Universidad de Loyola, Maryland. Doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Tulane, con licenciatura en ciencias Políticas por la Universidad de Notre Dame. además de escribir múltiples artículos y ensayos, es autor de Nuestros abuelos nos enseñan: Perspectivas históricas Kaqchikeles Xkib´ij kan gate´gatata´( Q´anilsa Ediciones, 2018,); Oral History in Latin America: Unlocking the Spoken Archive (Routledge, 2017); I Ask for Justice: Maya Women, Dictators, and Crime in Guatemala, 1898-1944 ( University of Texas Press, 2013).

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    Vista previa del libro

    Violencia y crimen en América Latina - Gema Kloppe-Santamaría

    autores

    Prólogo a la edición en español

    Los muchos rostros de la violencia en América Latina

    En el año 2017, miles de niños, mujeres y jóvenes procedentes de Honduras, Guatemala y El Salvador decidieron migrar a Estados Unidos en caravana con el fin de reducir el riesgo de ser víctimas de grupos criminales en su tránsito hacia el país del norte. De acuerdo con la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), a finales de 2018, el número de refugiados o solicitantes de refugio provenientes de estos países ascendía a más de 353 mil. Y, tan sólo en el año 2019, las autoridades de Estados Unidos detuvieron a cerca de 608 mil migrantes indocumentados de estos tres países. A pesar de los muchos peligros que enfrentan —incluidos el riesgo de contagio del Covid-19, la existencia de cuerpos de seguridad cada vez más militarizados y represivos en Estados Unidos y México, así como la presencia de grupos criminales dedicados a la extorsión, secuestro y explotación de migrantes a lo largo del territorio mexicano—, para estos migrantes el riesgo de quedarse en sus países de origen es aún mayor.

    La actual crisis de refugiados ha puesto de nuevo bajo los reflectores los retos de inseguridad, violencia y crimen que afectan la vida y el bienestar de miles de ciudadanos en los países del llamado triángulo norte de Centroamérica. La presencia de maras o pandillas que reclutan forzosamente a niños, extorsionan a taxistas y dueños de pequeños negocios, y violan a mujeres con impunidad, la proliferación de bandas de transportistas dedicadas al narcotráfico, y la existencia de autoridades corruptas o cooptadas por el crimen organizado, son sólo algunas de las manifestaciones de violencia que enfrentan los ciudadanos de dichos países centroamericanos día con día. Además de estos retos, la poca o nula confianza de los ciudadanos en los gobiernos, junto a la profunda crisis de los sistemas de justicia de estos países, han llevado a que individuos y colectivos busquen proveerse de seguridad y justicia fuera de la ley, muchas veces a través del uso de la violencia. Lo anterior no ha hecho más que subrayar el hecho de que el Estado en estos y otros países latinoamericanos nunca ha tenido el control total de la violencia ni el monopolio de la provisión de seguridad.

    La realidad que viven los ciudadanos del triángulo norte de Centroamérica es tan sólo la cara más conocida de la violencia que enfrenta la región de América Latina en su conjunto. México, el país que antes de 2007 (año en que inició la guerra contra las drogas) era considerado uno de los más estables de la región, experimentó niveles de violencia letal récord con 28 816 y cerca de 35 mil personas asesinadas en los años 2018 y 2019, respectivamente. A pesar de las promesas hechas por el presidente Andrés Manuel López Obrador (2018-presente) al inicio de su mandato, la violencia en México no sólo no ha disminuido, sino que se ha agudizado, al tiempo que el gobierno continúa recurriendo a las políticas de seguridad militarizadas y reactivas promovidas por gobiernos anteriores y criticadas previamente por el actual presidente. Dichas políticas incluyen el encarcelamiento y la extradición de líderes de organizaciones criminales, así como la participación de fuerzas militares en funciones de seguridad pública. Además de los problemas que caracterizan a estas políticas reactivas y militarizadas —incluidos violaciones a derechos humanos y el escalamiento en el uso de la violencia por parte de grupos criminales—, la corrupción tanto por parte de los agentes de control de drogas en Estados Unidos como de altos funcionarios públicos en México ha llevado al fracaso de la guerra contra las drogas. En un gesto que revela cómo las consideraciones geopolíticas tienen mayor peso que el interés de proteger la vida y seguridad de las personas, la Guardia Nacional (un grupo de policía militarizado), creada por López Obrador para enfrentar a la delincuencia organizada, ahora está siendo utilizada para perseguir a migrantes centroamericanos e impedir su paso por México hacia Estados Unidos.

    En el país más poblado de la región, Brasil, los niveles de violencia letal alcanzaron un total estimado de 41 250 homicidios en 2019, lo equivalente a 113 homicidios al día. Aunque dicha cifra es más baja que la correspondiente a los homicidios de 2018, en el mismo año 2019 el número de asesinatos cometidos por la policía en la ciudad de Río de Janeiro en contra de supuestos sospechosos alcanzó niveles récord. En los primeros cuatro meses de 2020, la policía de Río de Janeiro asesinó a 606 personas, lo que equivale a cerca de seis personas asesinadas al día por parte de la policía, la institución que en principio debería salvaguardar la integridad física y material de los ciudadanos. La política de mano dura contra los delincuentes promovida por el presidente Jair Bolsonaro (2019-presente) ha contribuido a profundizar el clima de impunidad que rodea estos abusos por parte de la policía. Más allá de sus discursos incendiarios y sus promesas de que los delincuentes morirán como cucarachas bajo su mandato, Bolsonaro ha promovido ampliar la ley de exclusión de ilicitud, que busca proteger a policías e incluso a ciudadanos que utilicen la violencia en legítima defensa. A pesar de que estas medidas han sido criticadas por organizaciones de derechos humanos, no hay que olvidar que Bolsonaro ganó las elecciones presidenciales precisamente basado en este tipo de propuestas de mano dura o cero tolerancia frente al crimen.

    En tiempos de la pandemia del Covid-19, los grupos criminales han aprovechado su riqueza y poder para ejercer un mayor control sobre las comunidades o territorios que están bajo su dominio. En El Salvador, las maras han obligado a las personas de los barrios que controlan a respetar la cuarentena impuesta por el gobierno y han establecido un toque de queda, amenazando de muerte a aquellos que se atrevan a violarlo. Aunque es difícil determinar cuáles son sus intereses, periódicos locales han reportado que las maras han impuesto dichos controles con el fin de prevenir que la policía intervenga en estos barrios e irrumpa en los negocios y actividades criminales de estas pandillas. En México, grupos criminales han empezado a repartir leche, azúcar, arroz, frijoles, jabón y otros bienes básicos entre los pobladores de pequeños pueblos e incluso ciudades. Estas narco despensas a veces tienen notas con el nombre de los grupos que las proveen como Apoyo de la Familia Michoacana, el M Comando, De parte de sus amigos, CJNG (Cártel Jalisco Nueva Generación) o simplemente El Chapo Guzmán. De acuerdo con entrevistas realizadas a quienes han recibido dichas despensas o a comunicados publicados en redes sociales por parte de estos grupos, el propósito de estas despensas es supuestamente apoyar a estas comunidades frente al abandono o negligencia del gobierno. La misma justificación han articulado miembros de pandillas y cárteles en Brasil. En algunas de las favelas más pobladas de Río de Janeiro, como Ciudad de Dios y Rocinha, las pandillas han declarado toques de queda bajo la justificación de proteger a los habitantes de estas zonas de contagios masivos bajo el argumento de que el gobierno no protege ni garantiza la salud y vida de los favelados. En suma, el Covid-19 ha expuesto aún más una realidad de por sí sabida: que estas organizaciones criminales tienen una mayor presencia, y en muchos casos mayor legitimidad, que las autoridades del Estado.

    Desde la publicación originalmente en inglés del libro Violencia y crimen en América Latina: Representaciones, poder y política en 2017, poco han cambiado la violencia y el crimen que impactan la vida y el bienestar de los ciudadanos en América Latina. Además de los ejemplos por país o subregión mencionados anteriormente y de las estadísticas que existen a nivel agregado (como el que la región representa sólo 8 por ciento de la población mundial, pero constituye una tercera parte de todos los homicidios a nivel global), diversos fenómenos dejan entrever las razones no sólo económicas e institucionales, sino también políticas y culturales, que contribuyen a este contexto de alta violencia.

    Los feminicidios, en particular, el asesinato de mujeres por razón de su género, han aumentado en los países con niveles de violencia letal altos como Honduras, El Salvador, Guatemala o México, al igual que en lugares como Argentina, Bolivia y Chile, países que usualmente escapan al radar de los medios de comunicación por sus relativos bajos niveles de homicidios. Reflejo de la negligencia y complicidad por parte de las autoridades, así como de la tolerancia y aceptabilidad social que existe en relación con estos asesinatos, la ocurrencia y el incremento de los feminicidios en distintos países de la región —en Honduras los feminicidios subieron 263 por ciento entre 2005 y 2012— nos permiten subrayar algunos de los argumentos clave del libro, mismos que continúan vigentes para explicar la violencia que actual e históricamente ha impactado a la región.

    Uno de nuestros argumentos es que, más allá de las variables económicas e institucionales que suelen traer a colación los expertos para explicar la violencia y el crimen en la región, es necesario dar cuenta del papel que los discursos y las representaciones de la violencia han tenido en su ocurrencia y reproducción. Los feminicidios, por ejemplo, no suceden solamente debido a las condiciones de vulnerabilidad económica en la que viven las víctimas ni obedecen de forma exclusiva al clima de debilidad institucional al que las mujeres se enfrentan (aunque éstos son desde luego dos factores centrales); ocurren también porque existe entre distintos sectores de la sociedad y del gobierno la noción de que la violencia en contra de las mujeres es algo aceptable, inevitable o natural, que obedece a crímenes pasionales o al supuesto involucramiento de estas mujeres en actividades del crimen organizado. En este sentido, el que dicha violencia sea considerada ilegal (en muchos países, lo es) no necesariamente determina o garantiza que sea percibida como ilegítima o inaceptable. Dicho de otra forma, la dimensión cultural de la violencia —el cómo se entienden, perciben y representan los actos de violencia— tiene un impacto directo en su reproducción.

    La dimensión cultural que subyace tras los feminicidios y otras formas de violencia en América Latina tiene consecuencias concretas en la práctica. Es decir, esta dimensión va más allá del ámbito discursivo o ideológico. En el caso de los feminicidios, es precisamente el poco valor que se la da a la vida de las mujeres lo que está detrás de los altos niveles de impunidad que caracterizan este fenómeno. De hecho, el valor de la vida de los jóvenes e indígenas también parece ser muy bajo cuando se le ve a través de la impunidad. El caso del secuestro, desaparición y posible asesinato de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero, sigue sin ser resuelto, y sus víctimas y familiares continúan esperando justicia. Aunque se hayan identificado los restos de algunas de las víctimas (el más reciente hallazgo tuvo lugar en julio de 2020), continúa sin conocerse la verdad sobre lo que sucedió aquel día. Esto, en buena medida, se debe a que las autoridades mexicanas, bajo el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018), en lugar de ayudar en la investigación del secuestro y posible masacre de los estudiantes, se dedicaron a fabricar una verdad histórica en torno a los hechos que ocultaba la posible participación de las fuerzas del Estado. En este y otros casos sin resolverse en América Latina, las autoridades intentan moldear la realidad a través del discurso.

    En México y otros países de la región, la vasta mayoría de las víctimas son pobres, indígenas o pertenececientes a otros grupos marginados social y económicamente. Además de estos grupos, ciertos sectores de la población, incluyendo periodistas, jueces, líderes de sindicatos, y activistas de derechos humanos y del medio ambiente, son víctimas de actos de violencia e intimidación no sólo por parte de grupos criminales sino de actores estatales. Cuando los poderes políticos, económicos y sociales no quieren que se haga justicia, es difícil —si no imposible— que los ciudadanos marginados y excluidos de Mexico y otros países de Latinoamérica tengan acceso a la misma.

    Como lo demuestran los distintos capítulos del libro, la dimensión cultural o simbólica de la violencia no es nueva ni resultado simplemente de los cambios estructurales o económicos que han experimentado estos países en los últimos treinta años. Esta dimensión, junto con las dinámicas políticas y de poder que la subyacen, es resultado de largos procesos históricos que han contribuido a moldear tanto las instituciones políticas como las relaciones sociales que caracterizan a estos países. En este sentido, otro de nuestros argumentos es que, precisamente porque estos procesos son históricos, están también sujetos a dinámicas de cambio y transformación. Al decir que los feminicidios suelen ser percibidos como aceptables, inevitables, o naturales, no queremos decir que estos actos han sido normalizados o internalizados por parte de las mujeres y las comunidades afectadas por los mismos. La prueba más clara de ello es el hecho de que las mujeres y las organizaciones de la sociedad civil no se han quedado calladas frente a los feminicidios.

    En las últimas dos décadas, en particular, las movilizaciones y protestas por parte de mujeres en estos países, incluidos México, Argentina, Honduras y Chile, han ido en aumento y han logrado captar la atención de medios nacionales e internacionales, así como de tomadores de decisión. Uno de los resultados de estas protestas ha sido la aprobación, por parte de los congresos de algunos de estos países, de leyes específicas contra el feminicidio. En marzo de 2020, por ejemplo, el gobierno de Chile aprobó una nueva ley que amplía la definición de feminicidio para incluir asesinatos de mujeres por parte de su pareja o ex pareja, independientemente de que viviesen juntos, así como penas de hasta cuarenta años de prisión. En México, las protestas por parte de mujeres durante ese mismo mes permitieron también articular una crítica directa a la aparente indiferencia por parte del gobierno frente al fenómeno. Tal vez el ejemplo más obvio de dicha indiferencia es que el presidente López Obrador, en el contexto de la pandemia y las consecuencias del confinamiento, se negara a reconocer que la violencia contra las mujeres había aumentado. Lo anterior, a pesar del hecho de que durante la primera mitad de 2020 y en un periodo de menos de dos meses, 26 mil mujeres víctimas de violencia llamaron a la línea de emergencia. Aunque no se ha logrado aún concretar un cambio satisfactorio en términos de política pública, la movilización por parte de miles de mujeres mexicanas ha puesto el tema del feminicidio en la conversación nacional de una manera que no se había visto desde la oleada de feminicidios que impactó severamente a Ciudad Júarez durante los años noventa y principios de la década de 2000.

    Las movilizaciones en contra del feminicidio, así como las protestas y acciones por parte de organizaciones de víctimas, familiares de desaparecidos, y por parte de los migrantes mismos que exponen sus vidas en aras de buscar mayor protección y seguridad, son todos ejemplos de cómo, a pesar de la presencia persistente de la violencia en la región, las y los ciudadanos de América Latina no carecen de voz ni de la capacidad para realizar acciones que buscan transformar el contexto de inseguridad que les aqueja. A veces, dichos esfuerzos son transnacionales. Organizaciones de la sociedad civil de siete de los países más violentos de Latinoamérica han iniciado la campaña Instinto de Vida con el fin de reducir los homicidios en un 50 por ciento durante la próxima decada.

    Al leer las páginas de este libro, llenas sin duda de múltiples ejemplos en los que parece que la violencia y el crimen han logrado permear todas las esferas de la sociedad, el lector debe recordar que, parafraseando al pensador Michel Foucault, donde hay violencia, hay resistencia (su frase original es donde hay poder, hay resistencia). Es decir, donde existe violencia, existe también la apuesta por construir formas de sociabilidad que se resisten a reproducir las dinámicas de violencia y exclusión que han caracterizado a América Latina.

    El libro que tiene el lector en sus manos es el resultado de la colaboración entre académicos de distintas disciplinas, incluidos historiadores y cientistas sociales, así como del trabajo conjunto entre académicos de Estados Unidos, Europa y América Latina. En ese sentido, es un gusto para los editores que Violencia y crimen en América Latina: Representaciones, poder y política sea publicado esta vez en español y bajo el sello editorial de una universidad de alta excelencia académica como lo es el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Nuestro agradecimiento especial al doctor Andreas Schedler por apoyar la publicación de este libro desde un inicio, así como al Comité Editorial del CIDE y a la directora editorial Natalia Cervantes por brindarnos la oportunidad de publicar este trabajo bajo el sello editorial del CIDE.

    Los editores

    Julio de 2020

    Prefacio

    Cecilia Menjívar*

    En un informe de 2014 la NBC afirmaba que durante más de medio siglo, Latinoamérica ha sido el lugar más violento en todo el mundo.¹ Las estadísticas en las que se basa esta afirmación son extremadamente alarmantes. Durante varios años Honduras tuvo la tasa más alta de homicidios a nivel internacional, pero recientemente fue reemplazado por El Salvador, el país vecino. Cerca de una tercera parte de los asesinatos que se cometieron a nivel mundial en 2013 sucedieron en Latinoamérica, una región que contiene aproximadamente 8 por ciento de la población mundial.

    El estudio global de homicidios, llevado a cabo en la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, reportó que trece de los veinte países con mayor índice de asesinatos se encuentran en Latinoamérica. ¿Hay algo en la región que fomente tales niveles de violencia? ¿Se debe a su historia, que incluye la herencia brutal de la Conquista a través de la violencia?

    Ha habido varias explicaciones para estos hechos en Latinoamérica. Una de ellas es que es la región más desigual socioeconómicamente; por ello, tiene sentido centrarse en las tendencias de la desigualdad, la pobreza y la violencia, incluso cuando es difícil establecer una causalidad directa.

    También es entendible que los sistemas de justicia al ser vulnerables ante la corrupción sean responsables de las altas tasas de criminalidad. De manera muy plausible, las tendencias de violencia pueden tener sus raíces en la naturaleza sistémica del terror estatal implementado en toda la región en colaboración con los intereses de Estados Unidos desde mediados del siglo XX. O quizá las tendencias latinoamericanas de violencia, en particular en su forma altamente letal, son el resultado de una combinación de todos estos factores profundamente entrelazados.

    Este libro aclara y se enfoca en un factor crítico que nos ayuda a entender las representaciones de la violencia en Latinoamérica: me refiero a las percepciones del crimen, que son tan importantes como los actos violentos en sí mismos. La percepción moldeará las respuestas ante la violencia generalizada tanto por parte del Estado como del público en general. Al centrarse en las representaciones y en cómo el público da sentido a la violencia y al crimen, los autores de los ensayos contenidos en este libro apuntan a una pieza crucial del rompecabezas que ha recibido poca atención. A través de la comprensión de cómo la violencia y el crimen han sido representados y legitimados, cómo han sido interpretados y justificados por los que están en el poder y cómo se les ha resistido o cuestionado, podemos comenzar a entender por qué el crimen y la violencia han persistido a lo largo del tiempo en muchos aspectos diferentes y en diversos rincones de Latinoamérica. Igual de importante es el enfoque que permite una comprensión más profunda de por qué las respuestas a la violencia parecen haber tomado una forma similar en toda la región.

    Una contribución particularmente perspicaz de este libro es que abre nuestro lente analítico para incluir las múltiples formas de violencia que en la superficie pueden no parecer vinculadas. Esto lo consigue al ubicarlas en un amplio contexto histórico. Aunque las contribuciones se refieren principalmente a la violencia física o al crimen, no dan primacía a estas formas. Este enfoque general nos ayuda a comprender cómo se han originado las formas actuales de violencia, por qué persisten algunas de ellas y cómo se crean. De esta manera informa cómo las prácticas de las políticas públicas pueden alterar las tendencias actuales.

    El enfoque que adoptan varios actores que producen las representaciones del crimen y la violencia (más allá de los burócratas y las autoridades directamente involucradas en los sistemas de justicia) ayuda a descubrir los puntos de vista cotidianos, a menudo naturalizados, de las prácticas violentas que se sustentan en sus estructuras. Es en este nivel donde las representaciones adquieren el poder de influir en diversos públicos mediante la configuración de sus opiniones, visiones, pensamientos y reacciones.

    Entrar en el campo de la representación, en el debate público y en el discurso político nos permite ver cómo los latinoamericanos perciben, dan sentido y responden a las prácticas criminales. También podemos observar la manera en que dichas prácticas se acoplan a la rutina y la vida diaria y esto se convierte en un mecanismo clave por el carácter duradero de la violencia en la región. Por lo tanto, esta excelente compilación está lista para contribuir, con un ángulo fundamental, a nuestra comprensión de la violencia en Latinoamérica.

    El carácter perdurable de la violencia multifacética y sus representaciones en Latinoamérica evocan una gama de respuestas públicas, que van desde la resistencia y los esfuerzos para sofocar las prácticas criminales hasta la aprobación tácita de medidas extremas que el Estado puede tener a su disposición para subyugar a los grupos entendidos como problemáticos.

    Una de las principales respuestas que reaparece hoy en Latinoamérica proviene del impulso al retorno de la militarización, ya que las experiencias e imágenes de estrategias represivas pasadas se presentan como soluciones a problemas contemporáneos.²

    Las representaciones que difuminan las líneas entre las prácticas coercitivas de los actores estatales y los actos violentos de otros grupos son particularmente efectivas. Este desenfoque de líneas facilita la normalización, el borrado y la aceptación de prácticas violentas y abusos como respuesta a los niveles actuales de inseguridad.

    Dicha confusión se produce cuando los actores estatales y no estatales se entrelazan, como cuando los grupos de vigilantes, los cárteles, los narcotraficantes y los pandilleros utilizan operaciones similares al estilo militar para alcanzar sus objetivos, o cuando los miembros de estos diferentes grupos realmente colaboran en actividades ilícitas y prácticas violentas.

    Las imágenes de esta mezcla de fuerzas adquieren un potencial transformador cuando el público ya no puede distinguir qué grupo es responsable de la violencia, qué grupo está utilizando medios legales o no legales o si la violencia perpetrada se considera legal o ilegal. Cuando los pandilleros se visten como soldados y llevan armas de tipo militar, o cuando los soldados patrullan las calles con ropas de civil y participan en actividades delictivas, el público consume imágenes que borran los límites y normalizan la violencia que llega a abarcar todo, puede venir de cualquier persona, está en todas partes y es duradera y como tal se convierte en parte de la vida cotidiana.

    Pero los límites también se ocultan cuando las acciones de diferentes agentes estatales con objetivos supuestamente diferentes, como la policía y los soldados, se vuelven equivalentes a los ojos del público. Aunque se supone que la policía protege y sirve, y los soldados están entrenados para defender al Estado contra algún enemigo, cuando ambos dependen de formas similares de violencia para ejecutar sus tareas, al público le es imposible discernir las responsabilidades u objetivos de ninguno de los grupos.

    Éste es el caso de las unidades militares cuando realizan patrullajes diarios en áreas urbanas y rurales, escuelas, paradas de autobuses, centros turísticos y bancos. Como parte de la llamada guerra contra las drogas, las fuerzas policiales en países como México, Brasil, Colombia y Honduras mezclan la capacitación de la policía y el ejército, y el resultado es un grupo más cercano al ejército que a una fuerza policial.

    En el caso hondureño, para consolidar las imágenes que desvanecen las líneas de demarcación entre la policía y el ejército, los uniformes de la nueva fuerza policial se asemejan al atuendo de los soldados y llevan armas de asalto de estilo militar. Estas prácticas e imágenes que difuminan los límites se vuelven particularmente influyentes para transformar las mentes y maneras de percibir la realidad, sobre todo cuando se reproducen regularmente para el público a través de los medios de comunicación.

    Estas representaciones tienen el potencial de generar temor e inseguridad, pero también ayudan a rastrear un vínculo indeleble y poderoso con la violencia del pasado, de modo que la violencia se convierte en perpetua en la mente de la gente, y tal vez hasta inevitable. El uso desproporcionado de la fuerza es el resultado de la mezcla de varias agencias estatales que aplican la ley, por lo que se genera una espiral de violencia.

    El desdibujamiento de las líneas genera un sentido de la violencia que abarca todo y que a menudo se reproduce y prevalece desde los años de las dictaduras militares de un pasado reciente. De hecho, las operaciones conjuntas entre el ejército y la policía ahora son comunes en México, Brasil, Honduras, Guatemala y El Salvador, y se parecen mucho a la brutalidad del ejército antes de la transición democrática en estos países.

    Hoy, como durante la violencia de los últimos años, desaparecen y torturan cuerpos, los militares patrullan, hay secuestros y asesinatos a sangre fría frente a miembros de las familias y todo esto sucede con regularidad e impunidad. En este contexto, se han producido nuevas formas de violencia y otras se han transformado, como los feminicidios que suceden sólo por el hecho ser mujer.

    Además, las modalidades de violencia en la región parecen estar convergiendo, ya que la violencia que vemos en México se parece a lo que El Salvador, Guatemala y Honduras han estado experimentando. Algunas formas de violencia hoy en día son similares a las empleadas por regímenes militares represivos del pasado en México, Chile, Argentina y Colombia. Al mismo tiempo, las pandillas han comenzado a adoptar nombres que fusionan presuntas fuentes de violencia, por ejemplo, una facción de una pandilla salvadoreña que se hace llamar los revolucionarios.

    Estos hechos rutinarios y arraigados en la vida cotidiana, contribuyen a naturalizar la fuerza coercitiva del Estado, de modo que el público comienza a imaginar que vive en un estado de guerra y debe responder con medidas similares. En estas circunstancias los individuos comienzan a imaginar que la única manera de salir del clima de miedo e inseguridad en el que viven es mediante la expansión de las prácticas coercitivas del Estado y tácticas militaristas o mediante la respuesta a la delincuencia y la injusticia con acciones violentas por parte de los ciudadanos armados. En estas condiciones, el público también comienza a aceptar como justificable la propagación de la violencia autorizada por el Estado más allá del ámbito estatal a los grupos de ciudadanos. Así es como las mentes se militarizan y se arraiga una multiplicidad de prácticas violentas.

    De esta manera las percepciones de la delincuencia se vuelven tan importantes como los actos violentos para crear respuestas ante dicha violencia. Los capítulos que siguen arrojan luz importante sobre cómo estos procesos se desenvuelven.

    Universidad de California, Los Ángeles.

    Mary Murray, Organized Crime, Gangs Make Latin America Most Violent Region, NBC News, 17 de abril de 2014, disponible en: www.nbcnews.com/news/world/organized-crime-gangs-make-latin-america-most-violent-region-n83026 [fecha de consulta: 3 de noviembre de 2014].

    Existe un debate sobre si los países abrumados por la violencia hoy en día, como El Salvador y Honduras, están en guerra tal y como han afirmado algunos funcionarios del gobierno. Los críticos han observado que la violencia política del pasado es cualitativamente diferente de la violencia actual, incluso cuando está generalizada y afecta a todos, porque el Estado ya no está en conflicto con un grupo específico identificado con una ideología particular. Véase Roberto Valencia, Salvador Samayoa: ‘Mano dura es la que hay ahora, no la de Paco Flores’, El Faro, www.elfaro.net/es/201604/salanegra/18356/Salvador-Samayoa-Mano-dura-es-la-que-hay-ahora-nola-de-Paco-Flores.htm [fecha de consulta: 15 de abril de 2016].

    Introducción

    Los públicos y las dinámicas políticas de la violencia y el crimen en América Latina

    David Carey Jr.* y Gema Kloppe-Santamaría

    **

    Armados con pistolas, rifles y ametralladoras grupos de autodefensa han surgido en al menos nueve de los treinta y dos estados de México para defender a sus comunidades frente a la amenaza del crimen organizado. En Michoacán, un estado ubicado en el suroeste mexicano, al menos unas veinte mil personas pertenecen a algún grupo de autodefensa. A pesar de desafiar la legitimidad del Estado como único proveedor de seguridad pública y de su uso ilegal de las armas, estos grupos gozan del apoyo de comunidades locales que los consideran un correctivo necesario y legítimo ante la incapacidad del Estado para proteger a los ciudadanos. Cuando a principios de 2014, el entonces presidente Enrique Peña Nieto envió a un funcionario federal para lograr un acuerdo con los grupos de autodefensa en Michoacán, él también reconoció implícitamente su legitimidad. Al intentar regularizar su presencia y ponerlos bajo el control del ejército, el gobierno mexicano diluyó aún más la línea entre el Estado y las fuerzas paraestatales.¹

    En México y otros países latinoamericanos, la desconfianza de los ciudadanos respecto a la capacidad del Estado para protegerlos está tan arraigada que las soluciones innovadoras y riesgosas contra la delincuencia han sido rechazadas, incluso cuando han tenido cierto éxito. Por ejemplo, en El Salvador las autoridades negociaron una tregua entre las dos pandillas criminales más grandes, lo que llevó a una disminución significativa en el número de muertes violentas en 2012. A pesar de su éxito, los ciudadanos en general rechazaron el acuerdo y lo calificaron como una negociación con asesinos. En general, la tregua fue vista como una iniciativa que disminuyó el número de asesinatos en contra de los miembros de las principales confederaciones criminales, pero que no benefició a las personas que no pertencían a estas pandillas. Las personas que vivían en las zonas rojas continuaron siendo extorsionadas, hostigadas y asesinadas.² El final de la tregua significó un golpe, no sólo para los pandilleros, sino también para las organizaciones y activistas que vieron en la tregua una alternativa viable a las respuestas tradicionales y represivas frente al crimen. Como lo demuestran estos dos ejemplos, y los ensayos reunidos en este libro, las percepciones y representaciones del crimen tienen un impacto igual de importante que los propios actos violentos y delictivos en las respuestas frente a la violencia y el delito. Las diferentes perspectivas de la legitimidad y aceptabilidad de la violencia, ya sean actos de autodefensa civil o delitos relacionados con pandillas, no reflejan necesariamente los parámetros sancionados por el Estado. Lo que se considera criminal difícilmente puede reducirse a un comportamiento ilegal. Por lo tanto, dos prácticas marcadas por la ilegalidad —la autodefensa civil y la violencia relacionada con las pandillas—experimentan claros niveles de legitimidad completamente diferentes.

    Con base en procesos políticos e ideológicos y en relaciones de poder que exceden el ámbito de la ley, el crimen y la violencia son categorías que se construyen socialmente. La ruptura entre lo que es formalmente ilegal y lo que se considera criminal en las interacciones cotidianas entre actores estatales y no estatales es un hilo común que entrelaza los ensayos de este libro. Por ejemplo, mientras que en algunas comunidades se considera que la brujería es un crimen, las autoridades rara vez castigan los poderes mágicos. De la misma manera, los Estados a menudo clasifican la violación dentro del matrimonio como un delito, aunque algunas comunidades no lo consideran un delito punible. A su vez, el abuso policial o la incursión de funcionarios de seguridad en actividades delictivas pueden ignorarse o quedar impunes, lo que contribuye a la desconfianza de los ciudadanos en el orden jurídico. Dado que los linchamientos y otras formas de autodefensa o vigilantismo son percibidos como medios legítimos para proteger a los ciudadanos, el uso de la violencia extralegal también ejemplifica esta división.

    Este libro ofrece un análisis multidisciplinario sobre cómo diferentes actores y audiencias han intentado normalizar, ocultar, denunciar y exponer la violencia y el crimen en Latinoamérica. En particular, este libro se enfoca en la política y los públicos de la violencia y el crimen. Mientras que la idea de política se refiere a los discursos, conflictos y respuestas políticas que la violencia y el crimen generan entre diferentes grupos sociales y políticos, incluidas las organizaciones criminales o los llamados actores ilegales, la noción de públicos denota las múltiples audiencias que participan en los debates, representaciones y significados de la violencia y el crimen. Sostenemos que las representaciones del crimen y la violencia impactan materialmente la producción y reproducción de tales actos, los cuales a su vez tienen profundas consecuencias para el tejido político y social de las naciones latinoamericanas. Para citar un ejemplo, los académicos han demostrado que existe una diferencia significativa entre el miedo o la percepción del crimen y los niveles reales de victimización.³ Las representaciones públicas y mediáticas del crimen influyen en los niveles de miedo e inseguridad que sienten las personas, al igual que el legado de formas autoritarias de gobierno y las políticas neoliberales que han debilitado los niveles de confianza entre la población. Incluso cuando las percepciones de la seguridad no están basadas en la realidad, éstas moldean el devenir material y psicológico de la gente. Además, dichas percepciones contribuyen a legitimar respuestas estatales y no estatales al crimen y pueden así forjar una nueva realidad.⁴ Mexicanos, guatemaltecos, salvadoreños y peruanos sienten tanto temor al delito que en una encuesta de 2010 más de 50 por ciento opinó que un golpe militar estaba justificado para combatir los niveles crecientes de delincuencia. En Chile, 40 por ciento compartía ese sentimiento.⁵ Que tantas personas, en las naciones donde las dictaduras militares cometieron rutinariamente abusos a los derechos humanos, estén a favor de volver a esa forma de gobierno habla de los graves niveles de inseguridad que perciben los ciudadanos.

    Dado el papel trascendental que la violencia ha tenido en el desarrollo tanto de gobiernos autoritarios y democráticos como en las instituciones liberales y neoliberales que los sostienen, no es sorprendente que las mismas instituciones estatales (como la policía, el ejército, las prisiones, las escuelas y los sistemas legales) que se supone deben inculcar conductas civilizadas entre los ciudadanos, a menudo sean las que perpetran o incuban la violencia y el crimen.⁶ Ya que la violencia política ha sido parte integral de la formación del Estado en Latinoamérica, la línea entre la violencia criminal y la violencia estatal muchas veces ha sido borrosa. La violencia política y criminal con frecuencia ha operado, si no en tándem, sí en un continuum o en lo que se ha denominado como una zona gris.⁷

    La reciente proliferación de cárteles de droga y su control o penetración de los Estados-nación ha contribuido en gran medida a polemizar la relación entre la violencia criminal y la violencia política.⁸ Al trabajar con agentes del gobierno y miembros de los grupos delictivos, los cárteles a menudo reúnen a esos dos grupos. En algunas partes de Guatemala, México y Honduras los narcotraficantes tienen mayor control sobre la política local que los propios funcionarios gubernamentales. Su habilidad para eludir los sistemas de justicia y el castigo habla de cómo la impunidad aumenta el poder de los grupos criminales. Debido a que los cárteles pueden determinar quién tiene acceso a los recursos y a las posiciones de poder en las comunidades donde el Estado ha sido más una idea que una entidad, los gobiernos a menudo tratan de reducir la influencia de estos grupos criminales, ya sea ofreciéndoles protección fraudulenta y extralegal o castigando selectivamente a dichas organizaciones.⁹ Tal como lo ilustran los capítulos de Angélica Durán-Martínez, Enrique Desmond Arias y Kayyonne Marston en este libro, la existencia de redes ilícitas entre organizaciones criminales y funcionarios estatales puede contribuir a la invisibilidad o el silenciamiento de la violencia en escenarios en los que prevalecen altos niveles de corrupción e impunidad. En este sentido, las dinámicas políticas detrás de la violencia están constantemente moldeadas por la interacción entre los actores criminales, los gobiernos y las comunidades locales.

    Aunque sujetos a diferentes interpretaciones, la violencia y el crimen no son conceptos cuyo significado carezca enteramente de fundamento. Sus distintos significados están vinculados a dinámicas de poder particulares que establecen y refuerzan jerarquías entre diferentes formas de abuso.¹⁰ El que actores estatales o servidores públicos consideren que la violencia relacionada con las drogas o los delitos cometidos por grupos delictivos juveniles son más importantes que la violencia doméstica o que la represión policial es sólo un ejemplo de estas dinámicas de poder. Ya sea violento o no violento, el crimen es frecuentemente considerado en función de factores económicos como la pobreza y la desigualdad. Esto es igualmente cierto para los delitos contra la propiedad que para los delitos contra las personas, que son el enfoque de este libro. En general, la violencia es reconocida como una práctica influida por los intereses políticos o las formas sociales de exclusión y discriminación que pueden o no ser consideradas criminales o punibles. Las dinámicas de poder que dan forma a las nociones de criminalidad, desviación social y peligro en Latinoamérica están relacionadas con la clase, raza, género, sexualidad, etnicidad y afiliación política y religiosa de los individuos asociados con dichas conductas.¹¹ Examinar la violencia a través de esta perspectiva arroja luz sobre lo que el científico político James Scott ha llamado dominación dentro de la dominación.¹²

    La noción de crimen puede ser definida legalmente como actos u omisiones que constituyen una ofensa sujeta a ser procesada por el Estado y castigada por la ley. En la práctica, sin embargo, lo que se entiende por crimen está a menudo mediado por la percepción subjetiva de quien lo vive u observa, lo que exige una comprensión de sus bases sociales y culturales. A pesar de que los autores de este libro se ocupan principalmente de analizar la violencia definida como actos físicos que intencionalmente causan daño corporal a otra persona, todos reconocen que la dimensión social, cultural y simbólica de ésta es lo que le da a la violencia su poder y significado.¹³ Entendida como la construcción social e histórica del significado, la cultura constituye una base analítica clave para comprender la violencia y su reproducción. Interpretar y visibilizar la dimensión cultural de la violencia no implica estetizar ni esencializar dicha violencia. Más bien, esta dimensión nos permite reconocer que la ilegalidad por sí sola no determina qué actos se entienden como violentos o criminales. Sus significados trascienden el ámbito de la ley y tienden a estar basados en decisiones o trayectorias políticas, ideológicas e incluso individuales, como lo sugieren David Carey Jr. y Lila Caimari en este libro. A pesar del monopolio de jure sobre los medios legítimos de coerción, el Estado tiene poco control sobre qué entendimiento sobre la violencia y el crimen prevalecerá en una comunidad determinada. De hecho, es probable que el Estado ni siquiera controle lo que sus propios representantes consideran criminal o violento, ya que los agentes policiales, los jueces y otros funcionarios públicos pueden desarrollar prácticas de aplicación de la ley peculiares y, a veces, disímiles. Esta edición ofrece una ventana a las formas en que la violencia y el crimen han sido representados, sancionados y resistidos en Latinoamérica desde el siglo XIX hasta el siglo XXI.

    Las y los colaboradores de este libro reconocen que las construcciones sociales del crimen y la violencia pueden ser cuestionadas, negociadas y resistidas. Al hacerlo, van más allá de identificar cómo las categorías de género, clase y etnicidad informan las representaciones de la violencia y el crimen. En su lugar, los autores exploran las formas concretas en las que estas representaciones se traducen en acciones y comportamientos concretos. Estos últimos incluyen el uso por parte del Estado de formas legales e ilegales de violencia en contra de categorías particulares de personas y el uso por parte de actores no estatales de mecanismos extralegales de autodefensa, homicidio, robo, violación y otras formas de violencia. Por

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