En México la muerte se ha convertido en un drama cotidiano que lamentablemente ya no causa mayor sobresalto público, incluso en eventos muy graves, como masacres, feminicidios o el asesinato de menores de edad.
La resignación, la impotencia, el dolor, el miedo o el enojo intenso conviven detrás de un manto que impide ver la enorme escala de nuestra tragedia e inhibe una acción pública coordinada y congruente. Parte de ese velo lo extiende un discurso gubernamental que todos los días se encarga de “normalizar” lo inaceptable,