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Juvenicidio: Ayotzinapa y las vidas precarias en América Latina
Juvenicidio: Ayotzinapa y las vidas precarias en América Latina
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Juvenicidio: Ayotzinapa y las vidas precarias en América Latina

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El 26 de septiembre de 2014, estudiantes de Magisterio de Ayotzinapa, en Iguala - Guerrero, tomaron autocares con el fin de trasladarse a la Ciudad de México y participar en la marcha conmemorativa de la matanza de estudiantes del 2 de octubre de 1968, pero fueron interceptados por la policía y el ejército. Los jóvenes fueron secuestrados y entregados al narcogrupo Guerreros Unidos.
Los sucesos de Ayotzinapa se inscriben en un marco definido por el Juvenicidio, proceso que implica una condición precaria persistente que ha costado la vida de decenas de miles de jóvenes en México, a cientos de miles en América Latina y se ha extendido también por Europa.
El Juvenicidio posee varios elementos constitutivos que incluyen precarización, pobreza, desigualdad, estigmatización y estereotipamiento de conductas juveniles (de manera especial de algunos grupos y sectores juveniles) y la banalización del mal. El orden dominante ha ampliado las condiciones de precariedad, vulnerabilidad e indefensión de estos grupos usando ordenamientos clasistas, racistas, sexistas, homofóbicos, y un orden prohibicionista que, con el pretexto de combatir al llamado crimen organizado, ha funcionado como estrategia que limita los espacios sociales de libertad.
El libro pone frente al espejo el caso de Ayotzinapa con otras formas de juvenicidio acaecidas en países latinoamericanos como Argentina, Brasil, Colombia y Centroamérica, asi como con nuevas formas de juvenicidio moral emergentes en Europa.
IdiomaEspañol
EditorialNed Ediciones
Fecha de lanzamiento23 nov 2015
ISBN9788494442414
Juvenicidio: Ayotzinapa y las vidas precarias en América Latina

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    Juvenicidio - José Manuel Valenzuela

    COLOR

    PRÓLOGO: AUNQUE NOS SANGRE EL CORAZÓN

    José Manuel Valenzuela Arce

    Hijo, donde quieras que estés, te seguiré buscando, aunque mi corazón sangre.

    Bernardo Campos

    (Padre de uno de los estudiantes desaparecidos en Iguala.)

    A partir de la supuesta guerra contra las drogas impulsada por Felipe Calderón en México en diciembre de 2006, se incrementó la muerte artera e impune de decenas de miles de jóvenes, situación que evidencia la presencia de juvenicidios¹ (Valenzuela, 2012), que involucran a múltiples sectores sociales y enmarcan los cruentos sucesos de Iguala donde murieron 6 personas y 43 desaparecieron por elementos policiales con la complicidad de militares y funcionarios. Tras ser víctimas de desaparición forzada, los jóvenes fueron entregados al narcogrupo Guerreros Unidos, formación del crimen organizado vinculada al alcalde de Iguala, José Luis Abarca y a su esposa María de los Ángeles Pineda Villa. Pensar en los sucesos de Iguala, obliga a construir una reflexión amplia que nos permita entender la descomposición del Estado y cómo el llamado crimen organizado ha permeado una parte importante de las instituciones y de la vida social y que posee, en el juvenicidio, una de sus consecuencias más dolorosas.

    El 26 de septiembre de 2014, los estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero (una universidad a la que acuden principalmente estudiantes campesinos e indígenas pobres), tomaron camiones urbanos con el fin de trasladarse a la Ciudad de México y participar en la marcha conmemorativa del 2 de octubre de 1968, pero fueron interceptados por la muerte que circulaba en vehículos de la policía y del ejército.

    Los sucesos de Ayotzinapa se inscriben en un marco definido por el juvenicidio, proceso que implica una condición persistente que ha costado la vida de decenas de miles de jóvenes en México y a cientos de miles en América Latina. El juvenicidio posee varios elementos constitutivos que incluyen precarización, pobreza, desigualdad, estigmatización y estereotipamiento de conductas juveniles (de manera especial de algunos grupos y sectores), la banalización del mal, que alude al desdibujamiento de los referentes dicotómicos entre el bien y el mal, lo que permite a los asesinos matar sin mayores cargas emocionales, la adulteración del Estado y de las instituciones de administración de justicia que producen y reproducen corrupción e impunidad como forma cotidiana de funcionamiento, la estratificación social basada en relaciones de subalternización, donde el orden dominante ha ampliado las condiciones de precariedad, vulnerabilidad e indefensión de los grupos subalterizados a partir de ordenamientos clasistas, racistas, sexistas, homofóbicos y un orden prohibicionista que, con el pretexto de combatir al llamado crimen organizado, ha funcionado como estrategia que limita los espacios sociales de libertad.

    El juvenicidio inicia con la precarización de la vida de las y los jóvenes, la ampliación de su vulnerabilidad económica y social, el aumento de su indefensión ciudadana y la disminución de opciones disponibles para que puedan desarrollar proyectos viables de vida. Motivados por la necesidad de construir una plataforma reflexiva que acompañe la justa indignación que recorre diversos escenarios latinoamericanos caracterizados por el artero asesinato de personas que poseen identidades desacreditadas que les vuelven vulnerables frente a las fuerzas del Estado y frente a grupos paramilitares o del llamado crimen organizado, ofrecemos este trabajo colectivo con la intención de visibilizar la fuerte presencia del juvenicidio, incrementado en las últimas décadas en América Latina dentro del marco del capitalismo neoliberal, cuya presencia se expresa de manera clara en los sucesos de Iguala, Guerrero, donde se cometió un crimen de lesa humanidad que ha provocado amplia solidaridad internacional.

    En esta obra colectiva incorporamos trabajos originales emanados de una necesidad compartida de generar marcos interpretativos desde los cuales darle sentido a la profunda indignación generada por la desaparición forzada de estudiantes de Ayotzinapa. En este esfuerzo colectivo se incorporan tres trabajos sobre el juvenicidio en México, escritos por Rossana Reguillo, Maritza Urteaga y José Manuel Valenzuela, un texto que nos ayuda a entender el juvenicidio en Centroamérica elaborado por Alfredo Nateras, otro texto que escudriña el tema de los falsos positivos en Colombia escrito por Germán Muñoz, un capítulo sobre el asesinato de niños y jóvenes afrobrasileños pobres en las favelas brasileñas que presenta Marisa Fefferman, la violencia contra las y los jóvenes en Argentina elaborado por Valeria Llobet y una reflexión desde España sobre la violencia moral contra los jóvenes que escriben Carles Feixa, M. Àngels Cabasés y Agnès Pardell, completan esta obra. El elemento común en todos estos trabajos se encuentra en la precariedad y vulnerabilidad de las y los jóvenes latinoamericanos, condiciones que se acentúan cuando la condición juvenil se encuentra asociada con otros repertorios identitarios como ser mujer, pobre, afrodescendiente o indio.

    Notas:

    1 Valenzuela Arce, J. M. Sed de mal. Feminicidio, jóvenes y exclusión social. El Colef-UANL. México. 2012, 264 págs.

    1

    REMOLINOS DE VIENTO: JUVENICIDIO E IDENTIDADES DESACREDITADAS

    José Manuel Valenzuela Arce²

    Formemos un remolino de viento para que regresen nuestros desaparecidos.

    Subcomandante zapatista Moisés

    El juvenicidio alude a la condición límite en la cual se asesina a sectores o grupos específicos de la población joven. Sin embargo, los procesos sociales que derivan en la posibilidad de que miles de jóvenes sean asesinados, implica colocar estas muertes en escenarios sociales más amplios que incluyen procesos de precarización económica y social, la estigmatización y construcción de grupos, sectores o identidades juveniles desacreditadas, la banalización del mal o la fractura de los marcos axiológicos junto al descrédito de las instituciones y las figuras emblemáticas de la probidad, la construcción de cuerpos-territorios juveniles como ámbitos privilegiados de la muerte, el narcomundo y el despliegue de corrupción, impunidad, violencia y muerte que le acompaña y la condición cómplice de un Estado adulterado o narcoestado (Valenzuela, 2009, 2010, 2012), concepto que alude a la imbricada relación entre fuerzas criminales que actúan dentro y fuera de las instituciones o, para plantearlo de manera más directa, dentro de un imbricado colaboracionismo entre figuras institucionales, empresarios y miembros del crimen organizado.

    Precarización y pobreza

    ³

    El capitalismo neoliberal genera condiciones de polarización social donde unos cuantos son beneficiados frente a las grandes mayorías que resultan empobrecidas y precarizadas, concepto que incluye condiciones económicas, sociales y de violación sistemática a sus Derechos Humanos, generando amplios sectores de población que deviene excedente, superflua o residual para los poderes dominantes. Zygmunt Bauman considera que la permanencia de esta población es negada por los poderes dominantes y sus formas de vida son degradadas por el neoliberalismo global (Bauman, 2005). El modelo de globalización ha sido fértil en la producción de sectores sociales excluidos y abandonados, una suerte de parias de la modernidad como los llama Judith Butler, quienes viven en condiciones de postración social y sus vidas valen menos que las de los privilegiados del sistema (Butler, 2010). Esta condición es definida por Bourdieu desde el concepto de precariedad, concepto que alude no sólo a las condiciones de desigualdad —sino a las dimensiones estructurales que garantizan la reproducción de condiciones sociales de la desigualdad y las poblaciones precarizadas son aquéllas con escaso capital social a quienes se degradó sus modos de ganarse la vida (Bourdieu, 1995)—. La precariedad económica y social de la población también precariza sus condiciones de acceso a la justicia, pues, sus vidas son vidas proscritas, prescindibles, sacrificables, ubicadas en los márgenes de la justicia, son subalternos sin voz y sin escucha (Castells, 2000), son los homo sacer de Agamben (2006), personas identificadas por la nuda vida y por su condición excluida de derechos, vulnerable, sacrificable, suprimible, eliminable, vida a la que puede aniquilarse sin cometer homicidio (Valenzuela, 2012).

    Sin embargo, destacar las condiciones de precarización, nuda vida, desechables, excedentes o residuales, han oscurecido los procesos de resistencia, evitando que se coloque suficiente atención a las voces y resistencias que emergen desde abajo para denunciar la injusticia. El racismo, el feminicidio, el juvenicidio, la pobreza, el abuso, son las voces que dan vida a la consigna: 2 de octubre no se olvida, quienes han puesto en el banquillo de la justicia a los militares-criminales de las dictaduras de Argentina, Chile, Guatemala; son las voces de jóvenes y estudiantes que recolocaron el debate sobre movimientos sociales en América Latina, son las voces indígenas que sentencian: nunca más un México sin nosotros y luchan por mundos donde quepan todos los mundos, son las voces de Rosario Ibarra y el Comité Eureka de México junto a las Madres de la Plaza de Mayo de Argentina, junto a los padres de Ayotzinapa que gritan claro y fuerte: ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!

    El juvenicidio tiene como antecedente la obliteración de los canales de movilidad social para las y los jóvenes. Estamos hablando de horizontes de vida restringidos tanto en términos de empleos disponibles, como en su capacidad para superar la línea de pobreza. Los jóvenes son los más afectados por el desempleo y el subempleo, situación que los coloca en la necesidad de acceder a la informalidad y la paralegalidad, condiciones de precarización que engrandecen la alternativa de las actividades ilegales como opciones disponibles para adquirir diversos bienes básicos y simbólicos publicitados hasta el hartazgo, por los medios de comunicación como elementos que definen las vidas exitosas. Sin embargo, la mayoría de las y los jóvenes se encuentran excluidos de esos estilos de vida y de las opciones de consumo promovidas por el neoliberalismo.

    Si consideramos algunos aspectos que definen las condiciones de vida de jóvenes en el mundo, observamos que, con una población planetaria de 7.162 millones de personas, los jóvenes de 15 a 24 años constituyen el 17% de esa población, con 1.205 millones y su presencia es mayor en los países pobres (18%), que en los desarrollados. Entre 2012 y 2014, 152 millones de jóvenes en el mundo, recibieron menos de 1,25 dólares como pago por su trabajo. 2,6 millones de adolescentes y jóvenes mueren anualmente, 430 adolescentes y jóvenes mueren cada día debido a violencia interpersonal y cada año ocurren más de 250.000 homicidios entre adolescentes y jóvenes entre 10 y 29 años, por cada joven que muere, 20 ó 40 reciben heridas graves, además, 780.000 jóvenes se infectaron de sida en 2012.⁴ Existen 74,5 millones de jóvenes desempleados (37% de los 202 millones del total de desempleados) y su tasa de desempleo es mayor al doble de la que existe en la población adulta, además de que sus empleos son más precarios.⁵

    En América Latina, radican 42 millones de jóvenes pobres y 14 millones en pobreza extrema, mientras que la informalidad es su principal opción laboral (6 de cada 10 empleos disponibles). En 2011 la tasa de desempleo juvenil era de 13,9%, tres veces más alta que la que existía entre los adultos, 22 millones de jóvenes no estudian ni trabajan (70% son mujeres que en su mayoría realizan trabajo doméstico). En cuanto a los indicadores de violencia, tenemos que la tasa de homicidios entre jóvenes hombres (15-29 años) es de 70 por 100.000.⁶ Recientemente, el Banco Mundial reconoció que América Latina sigue siendo una de las regiones más violentas del mundo con un promedio anual de 6,2 asesinatos por 100.000 habitantes, situación que se exacerba en algunas subregiones de América Latina, como ocurre en América del Sur, América Central y el Caribe, con tasas de 24, 26 y 19 asesinatos por 100.000 habitantes (Martínez, 2015: 3).

    En México, el gobierno de Felipe Calderón incrementó en 13 millones la cantidad de personas que viven en pobreza patrimonial y no logran satisfacer sus necesidades básicas de alimentación, salud, vivienda, educación, vestido y transporte público. Mientras que 21,2 millones de personas viven en pobreza alimentaria, por lo que no tienen acceso a la canasta básica, y 30 millones no cuentan con niveles adecuados de alimentación, salud y educación (Enciso, 2011: 2). De acuerdo con información de INEGI, de junio de 2011, 2.564.100 personas no lograron trabajar ni una hora a la semana, lo que representa un aumento del 60% del que existía al inicio del gobierno de Felipe Calderón y son más las personas que se encuentran en la informalidad que las que participan en el sector formal de la economía (González, 2011a: 24). También se registran 33,3 millones (83,5%) de niños que, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de desarrollo Social, CONEVAL, se encuentran en condición de pobreza o vulnerabilidad, situación que lo convierte en el sector social con mayor pobreza y carencias, pues entre la población infantil encontramos 21,4 millones que viven en pobreza multidimensional (53,8% frente a 46,2% nacional), más de nueve millones que sufren carencia social (22,5%) y 2,9 millones de niños vulnerables debido a los bajos ingresos (Avilés, 2011b: 44).

    Las difíciles condiciones económicas del país expulsan anualmente a medio millón de mexicanos, quienes son desplazados de sus lugares y migran buscando mejorar sus condiciones de vida; muchos de ellos se ven obligados a interrumpir sus estudios, mientras que otros ingresan en sistemas de migración itinerante por motivos laborales, entre quienes se encuentra más de 3 millones de jornaleras y jornaleros de los cuales una tercera parte son menores de edad.

    A partir de la información presentada, podemos reconocer a la precarización como el primer elemento que define la condición de vulnerabilidad de las y los jóvenes en América Latina, donde la pobreza y la falta de oportunidades reproducen un amplio sector juvenil e infantil que padece fuertes condiciones de vulnerabilidad e indefensión, situación que se amplía en las poblaciones estereotipadas o estigmatizadas desde criterios raciales, como ocurre con la población indígena y afro descendiente de varios países latinoamericanos como México, que posee una población indígena de 14,2 millones de habitantes, cifra que corresponde al 13,1% de la población, de la cual, el 21,2% es población joven.

    ¡No puedo respirar! Estigmas, estereotipos y racismo

    Erving Goffman (1995), desarrolló el concepto de estigma para identificar las marcas distintivas a través de las cuales se imputan condiciones específicas a las personas y a los grupos sociales, considerados inhabilitados para una plena aceptación social. Los estigmas, usualmente aluden a condiciones negativas, identificadas a través de marcas visibles, conspicuas que se impone a los estigmatizados a quienes señala y significa a partir de códigos de sentido impuestos por quienes definen las marcas del estigma. De acuerdo con Goffman, los estigmas eran signos corporales a través de los cuales se exhibía algo malo o poco habitual de los portadores y también definía su estatus moral y, en la actualidad, el estigma, refiere al mal en sí mismo.

    El estigma connota atributos desacreditados y funciona dentro de sistemas de representaciones que desacreditan a la persona y al grupo de pertenencia. A los estigmatizados, frecuentemente se les confieren conductas «desviadas» o carentes de probidad. Esta condición conduce a la construcción de identidades desacreditadas, concepto que refiere a la descalificación anticipada de los integrantes de un grupo social, independientemente de los rasgos que definen su conducta. Las identidades desacreditadas funcionan como comodín o argumento a modo que permite la constante descalificación, desacreditación y proscripción a partir de la fuerza inercial del estigma, que se produce y reproduce desde ámbitos institucionalizados y se (re)crea a través de los procesos de estructuración social y de los imaginarios sociales dominantes. La estigmatización de sectores juveniles permite la construcción de grupos socialmente desacreditados o desacreditables y es uno de los elementos que participan en construcción y aceptación social del juvenicidio (Valenzuela, 1998; 2012). Frecuentemente, el estigma se solapa con el prejuicio como prenoción construida sin los elementos que apoyen el juicio que se tiene sobre personas o grupos y en estereotipos, esas posiciones endurecidas, impermeables al conocimiento que demuestra lo erróneo de las posiciones que se defienden y que, junto con los estigmas, prejuicios y racismos, funcionan como sistemas de clasificación social.

    La estructuración de las relaciones sociales obedece a ordenamientos de clase, no sólo como condición económica, sino como categoría sociohistórica. En América Latina, los procesos de estructuración social se han configurado desde ordenamientos clasistas, pero también étnicos, en los cuales ha tenido un papel preponderante el racismo, como sistema de clasificación y distinción social. Como destacaron las teorías del Colonialismo Interno en los años sesenta (González, 1969) en América Latina existió una imbricada relación histórica entre situación étnica y de clase (y de género), como ejes estructurantes de las oportunidades y, por lo tanto, de la pobreza, la desigualdad, la precarización y la vulnerabilidad social, sociología de la explotación.

    Al igual que los estereotipos, los prejuicios y los estigmas, el racismo forma parte del sistema de clasificación social impuesto desde los poderes para producir y reproducir un orden social desigual. Sin embargo, el racismo refiere a los sentidos y significados de los sistemas de racialización como elementos que garantizan la reproducción del poder, por ello, el racismo refiere a un orden desigual en el cual unas clases o grupo social tiene la capacidad de producir y reproducir relaciones de subalternidad. Por lo tanto, los racismos no son sólo percepciones o representaciones, sino relaciones sociales desiguales y de dominio y el orden racializado se expresa en los ámbitos económicos, sociales y culturales.

    El juvenicidio, posee varios componentes que rebasan el mero registro de jóvenes asesinados que podría inscribirse en la violencia que afecta a la sociedad en su conjunto y sólo refiere al peso socio demográfico de la juventud. El juvenicidio alude a algo más significativo, pues refiere a procesos de precarización, vulnerabilidad estigmatización, criminalización y muerte. Refiere a la presencia de procesos de estigmatización y criminalización de las y los jóvenes construida por quienes detentan el poder, con la activa participación de las industrias culturales que estereotipan y estigmatizan conductas y estilos juveniles creando predisposiciones que descalifican a los sujetos juveniles presentándolos como revoltosos, vagos, violentos, pandilleros, peligrosos, anarquistas, criminales.

    El juvenicidio construye una imagen criminal del sujeto juvenil, donde el delito de portación de rostro resulta contundente cuando se asocia con otros repertorios identitarios estereotipados, como son el hecho de ser joven, pobre, mujer e indio o afro descendiente, esta condición se ha vuelto conspicua en Estados Unidos, país que tiene menos del 5% de la población mundial y el 25% de los presos y en el cual la mayoría de los 40 millones de encarcelados desde el inicio de la llamada «Guerra contra las Drogas» en Estados Unidos por parte de Richard Nixon en 1971, han sido jóvenes afroestadounidenses y latinos.

    Los afroestadounidenses y latinos, tienen mayores posibilidades de ser encarcelados por consumo de drogas en Estados Unidos, pues, a pesar de existir patrones similares de consumo entre blancos, latinos y afrodescendientes, los latinos poseen tres veces más posibilidades de ser arrestados que los blancos, mientras que en los afrodescendientes esta relación se incrementa en a seis; además, son ellos los más vulnerables a morir baleados por un policía. De acuerdo con datos federales de ProPública (2014): «jóvenes afroestadounidenses de entre 15 y 19 años corrían un riesgo 21 veces mayor que sus compatriotas blancos de ser baleados fatalmente por policías».⁷ A continuación presentamos algunos ejemplos que permiten comprender el trasfondo de lo que estos datos revelan.

    En Estados Unidos, las reacciones contra el orden racista han tenido diversas expresiones como son los motines que colapsaron a la ciudad de Los Ángeles cuando el jurado falló a favor de los policías que habían golpeado de forma inmisericorde a Rodney King tras un incidente de tránsito, golpiza grabada por las cámaras de la propia policía y que ante los ojos no prejuiciados desmentían los argumentos mediante los cuales se trató de convencer que la acción de la policía había sido razonable. Este fallo, dictado en 1992, desató una revuelta social que literalmente incendió a Los Ángeles y dejó un saldo de 59 muertos, más de 2.000 heridos, y un despliegue inaudito de fuerzas policiales (Valenzuela, 1998; La Jornada Editorial, Ferguson: ecos represivos, viernes 28 de noviembre de 2014).

    En noviembre de 2012, en Sanford, Florida, el joven afrodescendiente, Trayvon Martin de 17 años, fue asesinado por el vigilante George Zimmerman. Martin había ido a la tienda a comprar dulces y fue seguido por el vigilante George Zimmerman, quien le hostigó y asesinó con un disparo en el pecho a pesar de que Martin se encontraba desarmado. Nuevamente el dictamen de la justicia absolvió al asesino, situación que provocó una serie de disturbios en varias ciudades estadounidenses.

    El lunes 24 de noviembre, en Ferguson, Missouri, se desató la indignación de amplios sectores sociales tras conocerse el fallo mediante el cual se absolvió al policía blanco Darren Wilson, quien disparó y asesinó el 9 de agosto de 2014 a William Brown, un jovencito de 18 años que se encontraba desarmado. Las manifestaciones y protestas se expandieron en decenas de ciudades estadounidenses. Estimaciones periodísticas indican que fueron cerca de 170 las ciudades marcadas por la indignación ciudadana y en las cuales se incendiaron edificios y coches. La guardia nacional ha salido a repeler a los manifestantes con saldo de cientos de personas detenidas. Una vez más, ha desatado una fuerte campaña de criminalización de la protesta social protagonizada por voceros oficiales y medios masivos de comunicación, con saldo de varios detenidos.

    La policía estadounidense detuvo a más de 280 personas los días 4 y 5 de diciembre en Nueva York, entre quienes participaban en movilizaciones y actos de protesta en contra del acuerdo de un jurado investigador del Condado de Staten Island, mediante el cual se decidió no acusar penalmente al policía Daniel Pantaleo, quien aplicó por la espalda una llave mataleón hasta asfixiar a Eric Garner, un vendedor de cigarrillos afroestadounidense, mientras otros policías trataban de asegurarlo. A pesar de que Garner decía que no podía respirar y se encontraba desarmado y domeñado, Pantaleo le continuó oprimiendo el cuello hasta matarlo por asfixia. Garner no era joven, pero su muerte, producida cuando aun no terminan las movilizaciones producidas frente a la absolución del policía que asesinó a Brown, ilustra el orden racializado y racista estadounidense y su clara inserción en ámbitos institucionalizados.

    La criminalización juvenil abreva de prejuicios, estereotipos y estigmas inscritos en procesos estructurantes de racialización que construyen las condiciones de posibilidad de que se produzcan relaciones de producción y reproducción de las desigualdades sociales a partir de elementos nacionales, raciales, étnicos, de género. Construida la criminalización y estigmatización de los grupos, resulta relativamente fácil justificar los actos de abuso y vejaciones que padecen.

    Rodney King, Trayvon Martin, William Brown, Eric Garner y Fredie Gray son sólo ejemplos de jóvenes doblemente sacrificables, tanto por su condición desacreditada como jóvenes estigmatizados por ser pobres y afrodescendientes (o latinos), como por la impunidad garantizada que la justicia otorga a sus asesinos. Posteriormente, la respuesta sigue un guión preestablecido donde aparecen las fuerzas policiales y la guardia nacional para reprimir a quienes salen a las calles a protestar, generando procesos visibles de criminalización de la protesta social. Podemos identificar que el racismo y la construcción estereotipada de la condición juvenil han generado fuertes reacciones agresivas contra los jóvenes afrodescendientes en Estados Unidos, Brasil y otros países.

    Más vale una hora de rey que una vida de buey

    La representación dramática del juicio contra el criminal nazi Adolf Eichmann, narrada por Hannah Arendt (1963), encuentra su tono álgido cuando el fiscal Hausner declara con voz que buscaba enmarcar la importancia del caso: «[…] y aquí está el monstruo responsable de todo lo ocurrido». Para Arendt, Eichmann era una persona normal, no un débil mental, pero no podía distinguir el bien del mal y añadía que: «Lo más grave del caso de Eichmann es que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron ni pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terribles y terroríficamente normales» (Arendt, 1963: 402). Arendt considera que «[…] este nuevo tipo de delincuente […] comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad» (Arendt, 1981: 403). Interpretando lo ocurrido en el juicio contra Eichmann, Arendt concluye: «Una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana» (Ibid, 418). A partir de estas conclusiones, podemos reflexionar sobre la banalidad del mal inscrita en nuestros países, representada por gobernantes, políticos y funcionarios que no vacilan mantener políticas de hambre y represión contra los pueblos, empresarios voraces, militares y policías que no dudan en disparar contra el pueblo, miembros del llamado crimen organizado acostumbrados a matar arteramente a quienes no se someten a sus designios. La banalidad del mal inherente al quehacer de la clase política y las fuerzas policiales y militares, persiste en muchos de los eventos que se narran en este texto.

    Ampliando la construcción de Arendt, podemos destacar la ruptura de los marcos axiológicos que definen los parámetros que tienen como referentes morales al bien y al mal, pero ante los ojos de las y los jóvenes, se desdibujan sus fronteras y adquieren contornos difusos. También se ha roto la pretendida relación inherente entre los referentes bien y mal y los actores que encarnan o expresan dichos atributos. Por el contrario, gobernantes, políticos, jueces, policías, militares, empresarios y religiosos han perdido credibilidad ante la población por su indolencia, por su corrupción, por la disonancia entre sus discursos y su forma de vida. Al mismo tiempo, para amplios sectores sociales, se incrementa la aceptación y, en muchas ocasiones, también la admiración de lo que eran figuras proscritas asociadas al polo del mal como son las y los personajes del llamado crimen organizado. Tal vez el ejemplo más contundente de esta afirmación lo proporciona la Encuentra Nacional de la Juventud en México, donde se observa que ante los ojos de las y los jóvenes mexicanos no existen diferencias cualitativas entre policías, judiciales y narcotraficantes. Procesos similares encontramos en la relación del bandido brasileño y los habitantes de las favelas, o entre guerrilleros, paramilitares y autodefensas con amplios sectores sociales y Pablo Escobar Gaviria, sigue siendo el caso emblemático.

    Junto a la banalidad del mal, se presenta la banalidad moral, construida sobre el cierre de opciones para desarrollar proyectos viables de vida en millones de jóvenes, la fractura del marco axiológico

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